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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Señales de intensidad variable

Felipe VI es el primer rey de España que puede empezar su reinado afirmándose como rey constitucional. Nadie antes pudo hacer tal cosa: ser entero rey constitucional y afirmarse como tal desde el primer momento. Esta es una de las señales de fuerte intensidad emitidas en su primer discurso. No es la única, aunque sí la más destacada. Es la Monarquía nueva para un tiempo nuevo, subrayada por dos veces. Su reafirmación pasará sus pruebas el día en que este país presencie el primer relevo de un entero rey constitucional por otro entero rey constitucional, que deberá ser reina si se cumplen todas las pautas previstas. Hay todo un reinado por delante para culminarla. Las señales fuertes corresponden a las cuestiones de fondo. La Monarquía está identificada, de un lado, con la Constitución y por tanto con el sistema parlamentario y, del otro, con la idea de una España que es a la vez unión y diversidad. No era razonable esperar del Rey una aproximación delicuescente a ambas cuestiones, a la Constitución y a la unión de los españoles, para complacer a los soberanistas y facilitar algún tipo de diálogo. Otra cosa son las señales débiles, graves y trascendentes aunque se hallen más pegadas a las necesidades del momento. Las ha habido, muchas y en muchas direcciones. Algunas también, aunque minimalistas, en dirección al soberanismo. Son débiles y escasas pero claras, sin ambigüedad interpretativa, aunque con el evidente deseo de evitar la estridencia. En su discurso, se ha referido a su pasado como príncipe de Asturias, de Girona y de Viana, los tres títulos de heredero de los antiguos reinos y actuales nacionalidades. En su referencia a la pluralidad lingüística española ha citado a cuatro poetas, uno por cada una de las cuatro lenguas: Machado, Aresti, Espriu y Castelao. Y al final ha dado las gracias en cada una de ellas. Dos palabras. Y eso es todo. Ni siquiera las ha nombrado. Dar nombre a la lengua catalana en Valencia y Mallorca tiene efectos políticos, ya sabemos. Tampoco ha nombrado a las viejas naciones. Ni Cataluña ni Euskadi, las más conflictivas. Solo España. La debilidad de las señales no suscitará problemas en un lado, pero tampoco ayudará a resolverlos en el otro. El equilibrio era difícil, pero se ha resuelto de forma más que moderada, conservadora. Hay más señales dirigidas hacia esos territorios conflictivos. De humo, según quienes están comprometidos con el proceso soberanista. Pero no cierran puertas. Se quedan en meras rendijas por donde asoma un leve resplandor. El Rey está dispuesto a escuchar, a comprender, a advertir y a aconsejar; aspira a una España en la que no se rompan los puentes del entendimiento; todos caben en ella, sean cuales sean los sentimientos y sensibilidades e incluso las distintas formas de sentirse español. Al rey constitucional le corresponde emitir las señales y a los representantes de la soberanía popular convertirlas en política, con independencia de si eran fuertes o débiles. De las palabras de Felipe VI no se deduce la obligada apertura de un diálogo hasta ahora inexistente, pero tampoco lo excluye ni mucho menos lo cierra. El protagonismo ahora, como es de esperar en un rey constitucional, es todo para los representantes de los ciudadanos.



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20 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Suspensos en estrategia

Primero Crimea y ahora Irak. Una anexión consumada y una partición en vistas. En ambas, la vulneración de la única regla de juego válida, la legalidad de Naciones Unidas, que rechaza la alteración de fronteras y la anexión de territorios; como prohíbe la guerra preventiva, la invasión y ocupación practicadas por Estados Unidos en Irak desde 2003 hasta 2011. Nunca desde el final de la guerra fría nos habíamos enfrentado a una modificación de fronteras como la que ya ha empezado entre Rusia y Ucrania y se avecina en Oriente Próximo. Los márgenes en el primer caso son limitados: como máximo, Rusia puede llevarse otro bocado antes de estabilizar el conflicto con Ucrania. En Oriente Próximo ni siquiera se sabe dónde empiezan y terminan esos límites vulnerables: Irak se halla en peligro de fragmentación en tres pedazos, Siria también sufre la centrifugación sectaria y el propio Líbano se verá afectado por las divisiones. Los mapas dibujados en el siglo XX están en cuestión en el XXI: una linde interna del imperio soviético; y el fruto arbitrario de la partición colonial de Oriente Próximo acordada secretamente en 1916, por Mark Sykes por el Foreign Office y François-George Picot por el Quai d'Orsay, que dieron nombre a las líneas de separación que dejaban juntos y revueltos, a chiitas y sunnitas, cristianos y musulmanes, sin olvidar a kurdos, drusos y tantos otros grupos étnicos. No cabe desentenderse de las catástrofes políticas como si fueran obra de la naturaleza. Las dos que ahora sufrimos son hijas del desvarío estratégico de quienes han estado nominalmente al mando, con Washington a la cabeza. Desde la caída del Muro de Berlín, hemos vivido y desaprovechado la tregua de 25 años que nos regaló la inercia de estabilidad del mundo bipolar. La construcción de unas relaciones estables con Rusia y la pacificación y democratización de Oriente Próximo eran las asignaturas siguientes. Para aprobarlas se requería claridad estratégica en los objetivos y voluntad para alcanzarlos. Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Suspenso en ambas. Lo prueba la voluble relación occidental con el Irán fundamentalista: primero, apoyo a Sadam Husein en la guerra contra Irán; luego, el regalo geopolítico del derrocamiento del dictador iraquí; y ahora, la inevitable alianza para defenderse de Al Qaeda, que salvará al régimen criminal del sirio Bachar El Asad. Una paradoja de nuestro tiempo es la desproporción entre el caudal de experiencia y conocimiento y la escasa capacidad que luego demostramos al traducirlo en decisiones y estrategias acertadas. Hay mucho pensamiento acumulado, que eso es lo que significa think tank, pero una mediocre voluntad para convertirlo en acción eficaz.



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19 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plegarias desatendidas

Mucho se ha rezado por la paz. Pero más se ha rezado por la guerra. Tiene todo el sentido que representantes de las tres religiones se hayan reunido a rezar en favor de la convivencia después de haber rezado separados durante siglos en favor de la destrucción mutua. Si hay alguien que ha querido invertir la tendencia es el papa Bergoglio hace justo una semana con su iniciativa de oración en unos jardines del Vaticano convertidos en espacio meramente humano y laico. El Papa sabe mucho de símbolos. En su viaje a Palestina e Israel los utilizó con sentido político, pero también con sensibilidad hacia todos. Rezó en el Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, pero quiso meditar también ante el muro de separación en Belén, en una simetría molesta para el Gobierno de Israel que compensó con la visita a la tumba de Theodor Herzl, el fundador del sionismo. Y luego convocó a la oración a tres en el Vaticano. Se reza porque ya se han agotado todos los otros recursos. Se apela a la fuerza del espíritu cuando tanto la fuerza bruta como la diplomacia han llegado a su límite. Solo nos queda rezar. Y eso es lo que ha hecho Bergoglio respecto al proceso de paz, liquidado formalmente el 29 de abril pasado, cuando venció el último plazo de las conservaciones patrocinadas por Washington en mitad de la mayor indiferencia internacional. De no ser por su iniciativa, nadie hablaría ahora de esa nueva y enésima oportunidad perdida, mientras sigue o quizás se incrementa la violencia. Rezar no es una actividad reservada a los creyentes. Expresar fervientemente un sentimiento o un deseo solo tiene que ver con la fe si creemos en la eventualidad de que un ser superior atienda nuestras plegarias. Desear que llegue la paz en la región del planeta donde la paz no ha llegado nunca desde hace casi un siglo es lo menos que podemos hacer todos. Al menos, desear la paz tras siglos de desear la guerra. Orar puede ser también un ejercicio político, pero no dirigido al Dios de los ejércitos para que pare, sino a Benjamín Netanyahu para que se comprometa en la paz. El primer ministro cree que el Gobierno de unidad palestina entre Hamás y Al Fatah impide cualquier negociación, pero no puede obstaculizar el rezo de tres ancianos cada vez más desposeídos de poderes terrenales: Bergoglio, 77 años, al frente de las divisiones acorazadas de la fe; Mahmud Abbas, 79, presidente de la Palestina dividida y sin Estado y con mandato caducado; Simón Peres, 90 años, presidente sin poderes ejecutivos y a pocas semanas de pasar el relevo a un nuevo presidente israelí que no rezará por la paz. En la debilidad está su fuerza. Sin esta fuerza no hay oración. La fe queda en evidencia en tantas plegarias desatendidas y apela a la acción humana tras el silencio divino. Vale rezar para después actuar. ¿Alguien lo hará? O



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14 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La finta del siglo XXI

El siglo XXI nos ha hecho una finta que solo ahora empezamos a percibir. Empezó con la amenaza de un terrorismo que atacaría las grandes metrópolis y convertiría el tráfico de aviones, trenes y autobuses en objetivos bélicos. Acreditada la amenaza por los atentados de Nueva York del 11-S (2001), Occidente cambió sus sistemas de prevención y seguridad e incluso se propuso modificar sus criterios en cuestión de libertades y derechos individuales. De cara adentro, el limbo legal de Guantánamo abrió sus puertas, los servicios secretos secuestraron y torturaron, se pretendió dar carta legal al asesinato extrajudicial y a la confesión bajo coerción. De cara afuera, EE UU se implicó en dos guerras, una con cobertura de Naciones Unidas y otra sin ella, para cambiar los regímenes de Afganistán e Irak y construir allí una democracia de costes colosales: los económicos, seis billones de dólares entre ambas, según algunas evaluaciones, contribuyeron dramáticamente a un endeudamiento insoportable; las pérdidas militares, 7.500 muertos, centenares de miles de heridos, dejaron al país exhausto y sin ganas de guerrear para muchos años; para no entrar en la difícil evaluación de los costes pagados por iraquíes y afganos: más de 130.000 víctimas civiles y la destrucción de ciudades, infraestructuras o de los equilibrios étnicos, religiosos y tribales que habían garantizado una cierta estabilidad. Luego llegó la rectificación, total con la retirada de Irak ya completada y la muy próxima en Afganistán, y parcial en libertades y derechos: Guantánamo sigue abierto, los drones hacen ahora a distancia lo que antes se hacía con riesgos y costes políticos y los derechos individuales siguen sacrificándose, ahora al espionaje digital. Con un resultado que es bueno de cara adentro: apenas hay terrorismo en territorio occidental; pero malo de cara afuera, como demuestra la escalada yihadista estos días en tres puntos de la geografía tan alejados como Borno en Nigeria, Mosul en Irak o Karachi en Pakistán. No hay coordinación ni conexión entre Boko Haram, el Estado Islámico de Irak y el Levante y los talibanes de Pakistán, los grupos responsables. Y poco tienen que ver el secuestro de 200 niñas, la ocupación de la segunda ciudad iraquí que es Mosul o el ataque al aeropuerto internacional de la capital financiera y comercial paquistaní que es Karachi. Pero todos tienen en su ADN el yihadismo de Al Qaeda y el objetivo de un califato donde se aplica la ley islámica o sharía a rajatabla y en su más primitiva y salvaje interpretación. También todos recogen la cosecha de sucesivos errores: primero la guerra global contra el terror y la democratización a cañonazos; y luego el desistimiento y la retirada precipitada. Y los frutos amargos de la primavera árabe: la guerra civil libia explica la fuerza de Boko Haram como la siria explica la de los yihadistas de Irak y el Levante. No llegan terroristas, llegan refugiados aterrorizados. Es el final de la finta del siglo XXI que Occidente paga a disgusto y sin comprender nada.



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12 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Haciendo amigos

Artur Mas lo tiene claro. Todo se juega en la expresión de la voluntad del pueblo, ese sujeto colectivo que dicta el devenir histórico. El resto apenas cuenta. Cuanto más intensa y concentrada sea esa voluntad, más fácil será que se exprese y se convierta en realidad. A la acumulación de voluntades y deseos lo fía todo, porque en otros ámbitos sus planes de celebración de la consulta sobre la independencia no avanzan ni un milímetro. La olla interna hierve y acumula energía, pero fuera no sucede nada. Pocos se enteran y casi nadie lo comprende. El último en decirlo ha sido Romano Prodi, el amigo de Pujol, totalmente cerrado a la simpatía con la reivindicación soberanista. Tres cuartos de lo mismo ha sucedido con Barack Obama en relación a Escocia, pero con lectura catalana, por más que se empeñe en decir lo contrario el buenismo independentista con su capacidad para adaptar cualquier guión a lo que le pide su público entregado. A pesar de la magra cosecha internacional, Artur Mas no quiere renunciar a su política exterior y a sus viajes presidenciales. ¿Qué sería un presidente sin relaciones internacionales y sin un símil de diplomacia viajera, periodistas sufragados por el erario público incluidos, que revolotee en su entorno? La dimensión interior de la proyección exterior es una componente perfectamente conocida, pues basta con ver su discreta repercusión fuera y su amplificación en los medios de comunicación locales. Pero en el punto a que ha llegado ahora, el reduccionismo es extremo: la dimensión interior es prácticamente la única de la proyección exterior. Todo lo que se hace fuera se dirige única y exclusivamente a los que lo miran desde dentro. A la propaganda, para ser más claros. El principio ya valía para el viaje que tenía programado Artur Mas a California a mitad de junio. Debía servir para insuflar energías en su alicaída imagen de presidente que alguna vez se entendió con los empresarios y que, en un pasado cada vez más lejano, fue amigo de los negocios y se ocupó de acompañar la marcha de la economía con acuerdos y pactos que animaran a las inversiones y a las iniciativas empresariales, en vez de pregonar sombríos anuncios de caminos hacia lo desconocido, choques de trenes y fechas y preguntas perentorias. Pero la agenda ceremonial desencadenada por la abdicación ha venido a añadir un nuevo elemento de política estrictamente interior a la proyección exterior: en caso de no asistir a la proclamación del nuevo monarca, como era su primer propósito --corregido luego a instancias de Duran i Lleida--, se sumaba a la abstención ya anunciada una nueva y todavía más plástica decisión rupturista con el pactismo catalán. Los motivos aducidos no quieren desmentir del todo el empeño por presentar las relaciones entre Cataluña y España en estado de desconexión. Irá solo por motivos de cortesía y buena relación entre vecinos, según se nos ha aclarado con cierta displicencia, sin tener en cuenta la tergiversación de la realidad legal y política que tal argumento contiene. Artur Mas no es el vecino de Felipe VI, sino presidente de Cataluña, nacionalidad histórica y comunidad autónoma reconocida por la Constitución española. Su autoridad deriva de que preside una institución del Estado, nada menos que la que representa a Cataluña, y ese es el motivo por el que era ineludible que asistiera a la proclamación del nuevo monarca. Hay otros motivos que aconsejaban a Mas a cambiar su negativa inicial a asistir a la proclamación, aunque no los haya utilizado o tomado en consideración. La ausencia del presidente de todos los catalanes, sin distinción de origen, lengua, opiniones políticas o posiciones respecto a la consulta, le hubiera convertido definitivamente en lo que ya está a punto de ser y que al parecer le atrae como la luz a la mariposa nocturna: el presidente exclusivamente de los independentistas. Eso sí es una desconexión, pero respecto a los ciudadanos. Las elites económicas, profesionales y empresariales catalanas, acostumbradas a contar con un buen canal de comunicación con el poder del Estado, no lo hubieran entendido, como les cuesta ya entender la reticencia constante y los exabruptos verbales como el que el omnipotente consejero Homs acaba de exhibir en Ginebra. Pero este es un argumento que no está de moda en tiempos de populismos, es decir, de enojo y reticencia con las elites. El argumento más firme es estrictamente pragmático. Con estos comportamientos y actitudes, Artur Mas cabalga hacia el más pavoroso aislamiento, eso sí, siempre resguardado por el calorcillo de sus numerosos seguidores. Nadie puede entender, salvo quienes no le quieren bien --como debe ser el caso de sus socios de ERC--, por qué ese presidente tan aislado internacionalmente e incomunicado con el gobierno del Estado, se empeña también en cortar las buenas relaciones con la Casa Real que han mantenido todos los presidentes catalanes y por supuesto el presidente catalán que más y durante más tiempo se ha relacionado con la Jefatura del Estado. Y ese es al final de las cuentas el hecho más preocupante: el presidente Mas y su escudero Francesc Homs no paran de hacer amigos, una estrategia que no puede servir para nada, ni para irse ni para quedarse.



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9 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Disparar al pueblo

Gobiernan en nombre del pueblo, pero si hace falta disparan contra el pueblo. No es una decisión fácil para los regímenes que se apoyan en el mito de un pueblo erigido en señor absoluto de su destino. Los soldados del pueblo reciben la orden de disparar sobre los obreros, los estudiantes u otros soldados, elementos también mitificados de este pueblo elevado a los altares de la religión de la historia. Pero quienes dan la orden son los carismáticos y adorados caudillos del pueblo. Ha ocurrido en muchas ocasiones durante el siglo XX. La primera de ellas en Kronstadt, cuando la rebelión del consejo o soviet de los marineros fue reprimida a sangre y fuego por los propios soviets. Fue en 1921, con Trostki al frente del Ejército Rojo y Lenin en la presidencia del régimen. Para el fundador de la Unión Soviética aquellos hechos "iluminaron la realidad como un relámpago". Tras la brutal represión empezó la Nueva Política Económica, que reintroducía la empresa privada después del comunismo de guerra. La última fue hace 25 años, en Tiananmen, junto a la tumba de Mao Zedong, en días cruciales para el futuro del bloque comunista. Pocos meses después de la matanza, los regímenes comunistas europeos caían pacíficamente uno detrás de otro, entre otras razones porque nadie quiso o pudo dar la orden de disparar contra el pueblo como habían hecho los dirigentes chinos poco antes y los soviéticos en abundantes ocasiones anteriores. Todos los regímenes que secuestran la voluntad del pueblo para mandar en su nombre se confrontan un día u otro con esta sangrienta paradoja. Quien no es capaz de disparar al pueblo no vale para esa tarea. Incluso para los dictadores es una tragedia, pero no porque corra la sangre del pueblo por los disparos de los soldados del pueblo, sino por su sentido griego, su carácter fatídico, guiado por el destino, que conduce, a falta de democracia y de Estado de derecho, a resolver los conflictos internos y las reivindicaciones populares con el viejo instrumento de la represión y del crimen de Estado. De Tiananmen salió un régimen purgado de dirigentes blandos y dubitativos, pero reafirmado en la vía capitalista: puño de hierro para las libertades públicas y máxima libertad para quienes quieran prosperar en la economía de mercado. A pesar de la incomodidad inicial y de las protestas occidentales, el mundo entero se conformó pronto con el olvido. Tiananmen se convirtió en un tabú dentro de China y en una referencia incómoda para quienes mantienen estrechas relaciones con Pekín. Hemos canjeado la libertad de los chinos por la prosperidad de todos dentro de la economía globalizada. Eso es Tiananmen. Una decisión de tal envergadura y dramatismo tiene carácter fundacional, y por tanto de irreprimible rememoración. Cabe extender sobre ella un espeso silencio, como han venido haciendo los dirigentes chinos desde hace 25 años, pero todo el mundo sabe que está presente y es incluso visible en el vacío ayer en la plaza, desalojada de público por la policía. No conmemora hechos del pasado, sino que celebra un futuro en el que hechos como aquellos no puedan repetirse.



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5 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El rey que abandonó el centralismo

Monarquía y centralismo han sido términos estrechamente asociados en la historia de España desde que terminó la guerra de sucesión en 1714, cuando Felipe V importó de la Francia de su abuelo Luis XIV la estructura unitaria y concentrada del poder. Solo hay una excepción al centralismo borbónico en el balance de los sucesivos reinados de los monarcas españoles y esta es la del largo reinado que ahora acaba de Juan Carlos I, en el que queda radicalmente desmentida esa identificación secular entre el centralismo hispánico y la corona española, a la que algunos, tanto entre partidarios como entre detractores, consideran elemento esencial de la existencia misma de la idea de España. Con el reinado de Juan Carlos se han producido al menos dos hechos excepcionales que marcan la diferencia respecto a cualquier otro de sus antecesores en el trono. Han sido reconocidas hasta niveles desconocidos en el pasado los derechos y las competencias de autogobierno de las nacionalidades históricas, donde habían crecido durante el último siglo y medio potentes reivindicaciones nacionalistas. Y este reconocimiento se ha hecho mediante un sistema generalizado de redistribución regional del poder, el ahora impugnado ?café para todos?, que ha convertido a la monarquía española en un régimen descentralizado, en las antípodas del centralismo borbónico. Mientras algunos politólogos clasifican ya a la España actual entre los regímenes federales, otros piensan que se trata de un sistema federal solo parcial en el que todavía se mantienen estructuras centralistas. Pero incluso en este último caso, no queda desmentido el carácter excepcional del reinado juancarlista respecto al pasado. Esta actitud tan distinta se expresa muy concretamente en las relaciones entre el rey Juan Carlos y Cataluña. Bajo su reinado, los catalanes consiguieron la restauración de su institución secular, la Generalitat, en la persona del presidente Josep Tarradellas, que había conservado la legitimidad democrática y republicana en el exilio. Le siguieron la Constitución española, que reconocía el derecho de Cataluña al autogobierno, y sobre todo el Estatuto de Autonomía de Cataluña, que ha permitido el mayor despliegue de competencias de autogobierno de toda la historia de Cataluña contemporánea y en términos comparativos más complejos también desde los tiempos medievales. Y todo ello se ha consolidado en la etapa más larga y de mayor autogobierno de toda su historia, a pesar incluso del deterioro en las relaciones entre los gobiernos de Cataluña y España de la última década y de los recientes temores a una recentralización e incluso a una definitiva e inaceptable asimilación expresada por el nacionalismo. Ahora el partido catalán más votado en las últimas elecciones europeas se declara republicano en sus siglas. El actual gobierno catalán, salido de las urnas el 25 de noviembre de 2012, prepara para el 9 de noviembre la celebración de una consulta para decidir sobre la eventual secesión de Cataluña, que ha sido desautorizada por las Cortes Españolas. Hasta ahora, nada había histórica y conceptualmente más incompatible con la monarquía española que la Cataluña republicana y secesionista ahora en auge. Pero la abdicación y la entronización del nuevo rey significan un nuevo comienzo y la apertura de una nueva etapa, que son precisamente los momentos en que aparece la oportunidad de que los callejones sin salida se abran y los rompecabezas se resuelvan. En el seno del propio movimiento independentista hay voces e incluso documentos que especulan con la eventualidad de conservar la corona española como institución compartida con el conjunto de España por parte de una Cataluña independiente. El catalanismo conservador formuló hace aproximadamente un siglo y por boca de Francesc Cambó, una pregunta crucial sobre el régimen político español: ?¿Monarquía? ¿República? Cataluña?. Si ahora la monarquía pudiera ser la respuesta al dilema entre el estatus quo y la independencia catalana, entonces también podría ser la solución al dilema más fructífero entre satisfacer los evidentes deseos de un mayor autogobierno expresados en sucesivas elecciones por los catalanes y el mantenimiento del marco constitucional de convivencia construido al principio del reinado de Juan Carlos. Si el padre abandonó el centralismo, el hijo tiene ahora la oportunidad de consolidar y culminar la España de todos que justo ahora empieza a estar en duda.



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2 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No basta con las urnas

No hay nada como las urnas. Lo demuestran las dos mayores elecciones democráticas de la historia celebradas en India, entre el 20 de abril y el 10 de mayo, y en la Unión Europea, entre el 22 y el 25 de mayo, utilizadas por cientos de millones de ciudadanos para cambiar el paisaje político e incluso determinar la orientación de sus gobiernos. Pero las urnas solas no bastan. Si unos 670 millones de indios y 380 millones de europeos han configurado con su voto o su abstención el rumbo de ambos conjuntos políticos, exactamente lo contrario es lo que han podido hacer los 53 millones de egipcios, convocados esta misma semana meramente para corroborar la elección de un presidente salido de las mismas fuerzas armadas que derrocaron a Mohamed Morsi, elegido en unos comicios libres en junio de 2012 y destituido el 3 de julio de 2013. En un caso son el instrumento para expresar la voluntad de la ciudadanía y en el otro un mero trámite formal para dar apariencia de democracia a un régimen que no lo es, ni por su origen en un golpe militar, ni por el ejercicio de limitación de las libertades públicas y sobre todo la ilegalización de sus adversarios. El vencedor en las elecciones egipcias, el ex mariscal Abdel Fatah Al Sisi, con el 93'3 por ciento de los votos emitidos, fue quien derrocó y detuvo a Morsi, ilegalizó a los Hermanos Musulmanes y terminó abandonando la carrera militar para presentarse a las elecciones presidenciales. Quítate tú que me pongo yo. Al Sisi ha obtenido 23'9 millones de votos sobre una participación del 47 por ciento, en una elección sin competencia efectiva en la que su único rival obtuvo el 4 por ciento de los votos. Morsi obtuvo 13'2 millones de votos con una participación del 52 por ciento en unas elecciones a dos vueltas altamente competitivas y con multitud de candidatos, en las que anduvo codo a codo con su principal rival, Ahmed Shafik. El régimen tuvo que añadir un tercer día de votación a los dos establecidos para conseguir que el nuevo presidente electo superara ampliamente al presidente derrocado en el número de votos obtenidos. No es ni mucho menos la única irregularidad de esta elección presidencial. Millares de militantes de la cofradía de los Hermanos Musulmanes se hallan en prisión, varios cientos han sido condenados a muerte y desde el golpe de Estado han fallecido unas 1.400 personas en la represión de las protestas. Desde el derrocamiento de Mubarak, el 11 de febrero de 2011, los egipcios han celebrado dos elecciones generales, dos presidenciales y un referéndum constitucional. A pesar de ir tantas veces a las urnas, ahora se encuentran de nuevo en la casilla de partida, con un militar como Al Sisi elegido plebiscitariamente, al igual como era elegido una y otra vez otro militar como Mubarak; hasta que la plaza Tahrir terminó con sus 30 años de poder personal.



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31 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las elecciones más libres

No hay nada como las urnas. Unas buenas elecciones libres son insustituibles. Y lo son aunque a veces parezcan inútiles, como era el caso hasta ahora de las elecciones europeas, que suscitaban dudas incluso sobre sus efectos en los nombramientos por parte de los jefes de Estado y de Gobierno para los máximos cargos de la UE para los próximos cinco años. Buena parte de quienes se abstuvieron, el 43%, lo hicieron desanimados por las nulas consecuencias de su voto en la marcha de sus respectivos países y todavía más de la UE, el ámbito donde se toman decisiones que afectan directamente a nuestras vidas sin que hayan sido acordadas por gobiernos democráticamente elegidos ni debidamente controladas por parlamentos representativos de la voluntad de los ciudadanos. Muchos de los más de 200 millones de europeos que votaron también compartían la misma sensación respecto a la escasa utilidad del voto. Pues bien, la realidad nos está revelando, con mayor intensidad si cabe a medida que pasan las horas, que estas elecciones han producido un auténtico terremoto, cuyos efectos aparecen en el entero paisaje político de todos y cada uno de los países y se proyectan sobre la propia marcha de la construcción europea. Quienes se preocupaban por el alcance de las elecciones pensando solo en la Comisión deben levantar la cabeza y darse cuenta de que casi es lo de menos el nombre de quien presida el imperfecto ejecutivo de la UE, cuando la lectura política que está en juego versa sobre el proyecto mismo de esa ?unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos?, tal como reza el Tratado de Roma. Esto ha sido así en este caso, y quizás por primera vez en la historia electoral europea, por las especiales condiciones de las múltiples crisis económicas, políticas e incluso institucionales que afectan a muchos de los países y al conjunto de la UE. Sin grietas ni fallas no hay terremoto. Pero ha contado también el grado enorme de libertad con que los europeos han ido a las urnas. Cuando no es posible imaginar los efectos directos del voto, como solo ha ocurrido hasta ahora en unas elecciones como las europeas, aparece la ocasión perfecta para castigar a gobiernos y partidos y manifestar preferencias ideológicas. Craso error, porque todo eso tendrá consecuencias y extraordinarias, como estamos viendo ya desde el mismo lunes. Y los ciudadanos deberemos aprender de los efectos de este voto europeo tan influyente que construye Europa incluso cuando transmite el mensaje de que hay que deconstruirla. Ninguna otra elección había situado hasta ahora al conjunto de los europeos en una situación de mayor libertad para manifestar sus deseos políticos. Las europeas han sido una expresión democrática pura de la subjetividad del conjunto de los 380 millones de ciudadanos llamados a votar, que nadie, ni desde los gobiernos ni desde las instituciones de la Unión, puede tener la osadía de desatender. A Europa se le puede aplicar el atributo divino de que escribe derecho con renglones torcidos.



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29 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El erizo invisible

Cataluña ha sido históricamente más zorro que erizo. Ya conocen como Isaiah Berlin clasificaba a filósofos y escritores: el zorro sabe muchas cosas pero el erizo sabe una sola que es la más importante. Para el zorro es una gozada una noche electoral como la europea: hay que merodear por todos lados, atender a todos los perfiles y admirarse por los veinte fenómenos que producen esos 400 millones de electores de 28 países votando a la vez y de forma bien diversa durante cuatro días. El erizo, en cambio, tiene que concentrarse en su sola idea e intentar hacerse visible con sus espinos erizados en mitad de la algarabía de la noche. Pues bien, ha ganado el erizo de la única idea y ha ganado incluso en la competición entre soberanistas. Algo del zorro le quedaba o le queda todavía al presidente Artur Mas, pero eso es lo que ha sido desautorizado de nuevo por las elecciones. Todas las victorias que pueda exhibir ahora ya no le pertenecen. El proceso sale reforzado, pero Mas, debilitado. En las autonómicas de 2012 fue el liderazgo único el que salió tocado: el zorro admitió el liderazgo compartido con un erizo empeñado en hacer una misma cosa desde la oposición y en el apoyo al gobierno. En estas europeas de 2014, Convergència i Unió pierde la hegemonía en el proceso y sale tocado el propio Artur Mas en su liderazgo compartido. Pero la victoria del erizo queda amortiguada. Hubo movilización, pero no una avalancha hacia las urnas. La movilización del electorado soberanista ha sido militante e intensa. Pero para conseguir una participación que dejara al mundo boquiabierto, como algunos habían sugerido e incluso anunciado, hay que movilizar a todos. Lo que es seguro es que esta vez no se ha hecho el ridículo, como hubiera sucedido de mantenerse por debajo del resto de España en participación, y eso ya es un gran éxito porque el ridículo es algo que produce más vértigo que la derrota. En cualquier caso el hambre de urna no era tan intensa como pretendían vendernos. Apenas hay abstención diferencial. Cataluña se sitúa en el mismo nivel que el resto de España, solo dos puntos por encima. Nadie puede exhibir por tanto un europeísmo diferencial. Si acaso, una recuperación de la apetencia de urna por parte del votante soberanista después de haber dado muestras de una profunda desafección hace ya diez años años, cuando la abstención diferencial fue clamorosa, pero por la inhibición catalana en las dos últimas elecciones europeas: 2004, 39'8% ; 2009, 37'5%. Este pequeño mamífero no puede competir con Marine Le Pen, es evidente. El hueco que deja la crisis del bipartidismo en Francia lo ocupa allí la extrema derecha, mientras que en Cataluña lo hace el soberanismo de Esquerra Republicana y una multitud en el conjunto de España. Que nadie busque semejanzas. Aparte del éxito, no tienen nada que ver, ni en la ideología ni en el peso, demográfico incluso, cuestiones ambas que afectan sin duda a la visibilidad. El erizo catalán no suscita temores como los suscita la extrema derecha, pero tampoco se le percibe, aunque algunos le identifiquen con el viejo topo y crean que en su éxito de ayer y en su ascenso apunta un cambio disruptivo, el adjetivo contemporáneo que señala al cambio revolucionario. Cataluña representa el uno por ciento de la población de los 28 países miembros de la Unión Europea. Veremos cómo se hace notar el erizo soberanista catalán en la jaula de grillos en que se convertirá un Parlamento Europeo en el que los dos grandes, populares y socialistas, tendrán menos fuerza, y que estará habitado por una variopinta gama de partidos de extrema derecha, eurófobos, euroescépticos y antieuropeos a derecha e izquierda. Habrá que tropezar, por tanto, con el erizo agazapado en su rincón para darse cuenta de su presencia. Nada descarta que algún día Europa se lo encuentre en mitad del camino. Por el momento, y al menos en esta noche de las elecciones, como en los próximos días, Europa apenas se ha enterado de su existencia. Nada desmiente ni va a frenar la aguda dedicación del erizo a su solipsismo; el proceso sigue, e incluso sale reconfortado por los resultados electorales; pero la internacionalización del proceso también sigue resistiéndose. Rajoy, otro erizo indiscutible, deberá tenerlo en cuenta.



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26 de mayo de 2014
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El Boomeran(g)
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