Skip to main content
Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Orden público

Ultrajadas por la aberrante conducta de los manifestantes -esos vándalos que se han atrevido a perturbar el orden público, a provocar a la policía y a desafiar las buenas costumbres-, las autoridades han llamado a un "acto de desagravio" en el Zócalo. Según el discurso oficial, participarán en él quienes se han sentido agredidos por las ofensas contra la nación. Al final, a la plaza sólo concurren miles de burócratas y miembros de los sindicatos oficiales obligados a asistir. Los jóvenes los reciben con imitaciones del balido de las ovejas, al tiempo que ellos mismos corean "no vamos, nos llevan": el primero de los cánticos célebres del movimiento estudiantil. (Mucho después, Francis Alÿs tendrá la genial idea de recrear la situación en un video: durante varios minutos, un grupo de borregos da vueltas en torno al asta bandera.)

            En 2014 se cumplirán 46 años de que ese grupo de jóvenes radicales tuviese el descaro de marchar desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo, de insultar al presidente y de izar el pendón de huelga donde debía ondear la insignia nacional, pero lo paradójico es que, si nuestros legisladores no cambian de opinión, aquel acto realizado el 27 de agosto de 1968 podría volver a ser prohibido -y sus participantes duramente sancionados- conforme a la nueva Ley de Manifestaciones Públicas del Distrito Federal impulsada por el diputado panista Jorge Sotomayor y recién aprobada por las comisiones unidas del Distrito Federal y de Derechos Humanos en el Congreso.

Según la nueva propuesta, podrá coartarse el derecho de asociarse o reunirse si su fin es contrario a las "buenas costumbres" y a las "normas de orden público". Asimismo, prohíbe toda apología del odio "o cualquier otra acción ilegal similar", establece que sólo se podrán realizar manifestaciones de "11 a 18 horas" (para evitar las horas pico), que no deberán ocupar "vías primarias" (y sólo un carril en las secundarias) y que la policía tiene la facultad de disolverlas si se presentan actos que "perturben notoriamente el orden público". Además, concede a las autoridades la capacidad de otorgar el permiso para celebrarlas, previa solicitud dirigida a ellas con 48 horas de antelación.

Sus defensores dirán que en estos 46 años la situación del país se ha transformado de forma radical; que no es posible comparar el régimen autoritario -o dictatorial- de Díaz Ordaz con nuestra reluciente democracia; o que los jóvenes de entonces nunca buscaron incordiar a los ciudadanos, a diferencia de los bloqueos realizados a últimas fechas, en especial el plantón de los seguidores de López Obrador en Reforma en 2006 y de la CNTE en 2013.

Quienes así argumentan olvidan que, si hoy disfrutamos de una democracia -por imperfecta que ésta sea-, es gracias a la lucha continuada de miles de activistas y ciudadanos que, siguiendo el ejemplo iniciado ese 27 de agosto de 1968, se han atrevido a desafiar a la autoridad y a arrebatarle el espacio público, hasta entonces su coto exclusivo. Lo peor que puede hacer una democracia es renegar de sus orígenes y, con el insidioso argumento de salvaguardar los derechos de terceros y proteger las buenas costumbres -es increíble la desmemoria de los legisladores al usar estas palabras-, limitar el derecho de manifestación y fijar sanciones a partir de criterios subjetivos.

  Las marchas y plantones son síntomas naturales del descontento democrático. Si generan incomodidad entre los ciudadanos, es que de eso se trata: de hacer visibles causas que de otro modo se mantendrían en la oscuridad. Por supuesto que la ley -la ley penal- debe castigar a los provocadores y a quienes cometan cualquier delito, pero ello no debe conducirnos a acotar los derechos de los manifestantes, incluido el derecho a insultar a los políticos. Imposible negar las molestias que los habitantes de la ciudad de México hemos sufrido, pero utilizar el legítimo encono de los afectados para restarle toda visibilidad a la protesta -y mantener a los manifestantes bajo amenaza- significa un severo retroceso.   

Igual que en 1968, nos corresponde salvaguardar el derecho a la disidencia. Ello no significa comulgar con las causas de los otros ni rendirnos ante quienes sólo buscan la violencia, sino estar dispuestos a padecer un embotellamiento sabiendo que, en caso necesario, podremos ocupar el espacio público en cualquier momento para protestar contra la autoridad o incluso, insisto, para insultarla.

 

Twitter: @jvolpi

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
22 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Buenas personas

Thomas Heiselberg es una buena persona. Alemán empleado en la oficina berlinesa de una señera firma estadounidense -una de las pocas que, desoyendo las recomendaciones del departamento de Estado, mantienen negocios abiertos en Alemania-, ha preparado estudios que han permitido su consolidación en el mercado. Como muchos de sus contemporáneos, detesta el antisemitismo -de hecho, se analiza con una judía-, considera que los líderes nazis son unos mentecatos que no tardarán en ser defenestrados e intenta mantenerse al margen de la política. Pero, cuando en septiembre de 1939 Hitler ordena la invasión de Polonia, Thomas no duda en ofrecer sus servicios a las autoridades del nuevo Gobierno General. Allí, constatará que sus eficientes modelos de gestión serán responsables de buen número de muertes, pero ni así abandonará su encargo.

            No muy lejos de allí, en la Unión Soviética -entonces todavía aliada de Hitler-, Alexandra Weiesberg también es una buena persona. Hija de un par de intelectuales judíos, se ha prestado a colaborar con la policía secreta de Stalin con el único fin de salvar las vidas de sus hermanos. A tal efecto, se ha prestado a delatar al círculo de sus padres -y a ellos mismos-, en una disyuntiva que recuerda la vivida por la protagonista de La decisión de Sophie de William Styron (brillantemente encarnada por Meryl Streep en la película homónima).

            Estas dos figuras, cuyos destinos confluyen trágicamente en Brest  poco antes del inicio de la operación Barbarroja, son los protagonistas de Las buenas personas (2010) de Nir Baram, la primera novela israelí que se atreve a abordar el Holocausto. Sólo que, a diferencia de lo que ocurre en buena parte de la ingente cantidad de libros y películas sobre el tema, Baram no ha querido regodearse en las atrocidades de los verdugos o en los actos de heroísmo o supervivencia de las víctimas, sino en esa zona gris -para usar el término de Primo Levi- habitada por quienes, con su pasividad o su silencio contribuyeron a que ocurrieran algunos de los mayores crímenes de la historia.

            Como toda gran novela histórica, el mayor mérito de Las buenas personas radica en su capacidad para hablarnos del presente, más que del pasado. Porque esas buenas personas que toleraron la carnicería nazi son las mismas que luego prefirieron no escuchar las noticias que alertaban sobre los genocidios de Camboya o la antigua Yugoslavia, de Ruanda o Darfur. Porque esas buenas personas siguen aquí, indiferentes a los horrores que se cometen a unos pasos. Porque esas buenas personas somos nosotros. Para constatarlo, basta leer otra deslumbrante novela política, en este caso mexicana: La fila india (2013) de Antonio Ortuño.   

            Hace unos días, mientras el taxista me llevaba del aeropuerto de Guadalajara rumbo a mi hotel, me tocó observar, al lado de las vías del tren, las filas de inmigrantes centroamericanos que, obligados por una razón u otra a descender de La Bestia -el infame tren que los conduce desde la frontera sur hasta la frontera norte-, mendigan un trabajo a poca distancia de las instalaciones en donde se celebra la Feria del Libro. Días después, me topé esa misma escena en La fila india, el perturbador relato sobre las atrocidades que se suman a diario contra guatemaltecos, hondureños, salvadoreños o nicaragüenses mientras nosotros, idénticos a los pulcros burgueses de Múnich o de Hamburgo, cerramos los ojos.

            A partir del incendio de un centro para refugiados en Santa Rita, Sta. Rita -cualquier ciudad en nuestra frontera sur-, esta obra que combina las virtudes de la fábula moral y del panfleto acusatorio narra las pesquisas de Irma, una investigadora de la Comisión Nacional de Migración, y su descubrimiento de la complicidad de su propio instituto -y de todo el país- con la explotación y el homicidio de cientos de inmigrantes centroamericanos. Yeni, la única sobreviviente de la masacre, encarna a todos esos Otros que pululan por nuestras calles y que son cotidianamente maltratados, vejados, violados y asesinados sin que nosotros, tan buenos y tan genuinamente preocupados por los derechos humanos, hagamos nada para frenarlo. Como advierte el propio Ortuño: "No hay santuario para ellos en este país. Lloramos a nuestros muertos mientras asesinamos y arrojamos a las zanjas a legiones de extranjeros, y lo hacemos sin despeinarnos ni parpadear". Somos, en sus palabras, "un país de víctimas con garras de tigre".

Un país de buenas personas.

 

Twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
15 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Atisbar el tsunami

Una de mis grandes aficiones consiste en visitar las tiendas de discos compactos en las que se forjó mi memoria musical. No había vuelto a Madrid en dos años, así que no tardé en acudir a la FNAC, la cadena francesa que posee varios almacenes de música, libros y productos electrónicos en Europa. No diré que mi sorpresa fue mayúscula, pues me he resignado a estos íntimos desastres, pero no dejó de consternarme que, de los dos pisos antes dedicados a la música -y en especial a la música de concierto-, ahora sólo quedase un pobre rincón con unas pobres estanterías. Antes, me tocó atestiguar las quiebras de Tower Records y Borders, así como el cierre de numerosas sucursales de Barnes & Noble. Y, en México, el no por anunciado menos triste final de Sala Margolín, la emblemática tienda de música clásica en la Roma.

A mí este panorama no puede sino resultarme desolador. El mundo en el que fui criado -aún recuerdo que, a los 13, ahorré varias semanas para comprar mi primer LP: las oberturas de Verdi dirigidas por Karajan- no existe más. Tras la irrupción de Napster, y la aparición de sitios como Spotify, los discos compactos se han convertido en reliquias, antiguallas que sólo los nostálgicos perseguimos por doquier. Y, al mismo tiempo, sé que no hay remedio. Que hoy la música ya no se almacena ni se adquiere en este tipo de soportes. Que la idea misma de hacer un "disco" se ha vuelto antediluviana. Que hoy los jóvenes sólo descargan música de la red -de manera legal o ilegal. Y que miles de jóvenes jamás han comprado un disco compacto.

Igual que millones de jóvenes jamás han acudido a un quiosco a comprar un periódico (yo mismo hace 2 años que no lo hago). Porque, aunque se nos parta el corazón, a los diarios en papel -igual que a los libros en papel- les aguarda, más tarde de lo que profetizaban los gurús tecnológicos, pero más temprano de lo que creen los adoradores del libro-objeto, el mismo destino de los discos. No hay remedio: vivimos una cesura tan drástica como la experimentada en 1452, cuando Gutenberg puso en peligro la bella tradición de los manuscritos. Todos sabemos que el tsunami está allí, muy cerca de la costa, pero frente a la magnitud del meteoro no sabemos cómo reaccionar.

Es probable que los libros -no así los periódicos- sobrevivan como objetos de culto, y que unos cuantos nostálgicos sigan atesorándolos como los coleccionistas de los siglos xvii o xviii atesoraban pergaminos -cuyo aroma sí resulta embriagador-, pero serán eso: excéntricos como yo con los discos compactos. Vivimos el fin de una era, y por ello nuestras respuestas a la mutación resultan tan pedestres, tan improvisadas. Pero no vivimos una guerra entre la cultura impresa y la cultura visual -en la Red se lee tanto o más que antes, sólo que otras cosas y de otras maneras-, sino una transformación radical de nuestra cultura.

Desoyendo las versiones apocalípticas, los avances tecnológicos permiten que la distribución de contenidos -musicales, literarios, audiovisuales, multimedia- sea mucho más eficiente que la de los soportes físicos. Y sus recursos adicionales los enriquecen: diccionarios y enciclopedias, canales de comunicación entre usuarios, etc. Otra cosa es que sean empleados por las empresas -y los gobiernos- en perjuicio de los ciudadanos. Así como Amazon posee la herramienta más accesible del mercado -nunca fue tan fácil, para tantos, adquirir cualquier libro, película u obra musical-, también sabemos cómo explota a sus trabajadores y barre a la competencia.

Los diarios en papel -lo digo montado en uno de ellos- son maderos a la deriva. Sus propietarios y editores, como los de incontables editoriales, tantean por aquí y por allá, tropiezan y rectifican, a sabiendas de que pronto vendrá otra ola, acaso definitiva, y no habrá más qué sumergirse bajo la corriente digital. Como demuestra el caso Newsweek -hace un año proclamó su cierre en papel, condenándose a la irrelevancia, sólo para anunciar su vuelta en unos meses-, no sabemos cuándo llegará ese instante, sólo que su majestuosa fuerza se vislumbra ya en el horizonte. Mientras eso ocurre, seguiremos con palos de ciego y estrategias de supervivencia más o menos desafortunadas. Pero, en vez de entonar antífonas por el hundimiento del galeote, nos corresponde modelar ese futuro inmediato para que resulte mucho más incluyente y mucho más abierto a la crítica de lo que los dueños de los nuevos medios -y los gobiernos- planean por su cuenta.

 

Publicado en Reforma, 08.12.13

 

Twitter: @jvolpi

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
8 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Nuestros Cervantes

La Atenas de Pericles. La Roma republicana. El Renacimiento italiano. El Siglo de Oro español. La Inglaterra isabelina. El Siglo de las Luces francés. El Romanticismo alemán. La Viena fin-de-siècle. Bloomsbury. La Generación del 27. ¿Cuál es la razón de que, en un tiempo y en un espacio bien definidos, haya una acumulación de talento que parecería rebasar cualquier distribución lógica? ¿Cómo es posible que, en una época y un lugar determinado, convivan tantos seres excepcionales al lado de unos cuantos genios?

            Sin abundar en los motivos de este fenómeno, sin duda ciertos lugares se han visto beneficiados, en momentos clave, por la actividad de individuos sorprendentes, capaces de descollar en algún área del conocimiento. De la literatura en el Siglo de Oro a la física en la Alemania de fines del xix y principios del xx, podría pensarse que la inteligencia llama a la inteligencia y que la simultaneidad de Lope, Calderón y Cervantes, o de Einstein, Heisenberg y Schrödinger, brota de una suerte de caldo de cultivo -un Zeitgeist o "espíritu de la época"- que, jalonado por unas cuantas mentes brillantes, se expande y contamina a muchas otras.

            La concesión del Premio Cervantes a Elena Poniatowska parecería confirmar que, por lo menos en términos literarios, México -en el ámbito conjunto de América Latina- ha vivido unas décadas extraordinarias desde fines de la segunda guerra mundial (o desde la emblemática publicación de Pedro Páramo en 1955). Su galardón se suma a los de José Emilio Pacheco (2009), Sergio Pitol (2005) y Carlos Fuentes (1987), todos ellos parte de la Generación de Medio Siglo que, bajo el impulso de otro de nuestros Cervantes, Octavio Paz (1981), transformaron radicalmente nuestro panorama intelectual. Si bien los premios pueden resultar engañosos, pues responden a consideraciones que van más allá de lo puramente literario, en el caso de nuestros Cervantes deberían servirnos como guías de un momento excepcional de nuestras letras, animado tanto por quienes lo han recibido como por quienes, por un motivo u otro, no se hallan en la lista.

Por la resonancia de su obra en todo el mundo, Fuentes ha sido visto como cabeza de su generación, al tiempo que Pacheco, Pitol y Poniatowska forman una especie de equipo juvenil dentro de ella -en la que se hecha en falta la ácida sensatez de Monsiváis-, pero entre unos y otros hay una buena cantidad de figuras que, con idéntica fuerza, despuntaron a partir de la publicación de la revista universitaria Medio Siglo (dirigida por el propio Fuentes), de la eclosión artística desarrollada en la Casa del Lago, la efervescencia de la revista de la Universidad de México, la Revista Mexicana de Literatura y el suplemento "La Cultura en México" de Siempre! y, poco después, a partir de su brutal confrontación con el poder priista durante el movimiento estudiantil.

De este modo, el Premio Cervantes a Elena Poniatowska -la voz que mejor catalizó las voces del 68-, debería impulsarnos a releerla a ella y a releer a sus compañeros de batallas: a Jorge Ibargüengoitia, que a últimas fechas ha gozado de un merecido revival en todo el ámbito hispánico por su mordaz descripción de la vida en México, a Salvador Elizondo y Juan García Ponce, autores de dos de las mejores novelas escritas en nuestro país, la concisa y perversa Farabeuf y la monumental e igualmente perversa Crónica de la intervención, a Inés Arredondo, creadora de algunos de los mejores cuentos mexicanos, a Juan Vicente Melo, cuya Obediencia nocturna le merecería ser rescatado de un injusto olvido, y, por supuesto, a Fernando del Paso, que con José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio creó el mayor fresco narrativo de nuestra época, paralelo a la "Edad del Tiempo" de Fuentes.

Educados bajo el autoritarismo postrevolucionario y miembros de la incipiente burguesía que se consolidaba entonces, todos ellos vivieron las contradicciones de un sistema que se presentaba como una democracia sin serlo, y se aprestaron a demolerlo intelectualmente -fuese con el ácido humor de Ibargüengoitia, los esperpentos de La región más transparente, la irreverencia erótica de García Ponce o la crítica social de Poniatowska y Monsiváis-, decididos a que el lenguaje literario fuese el arma natural para combatir los dobleces e hipocresías de la lengua oficial. Aprovechemos, pues, el inicio de la Feria del Libro de Guadalajara para reivindicar el espíritu crítico de todos ellos, nuestros Cervantes.

           

Twitter: @jvolpi

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
1 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Ser Julian Assange

El primer retrato apenas se aleja de las películas de superhéroes estilo Batman o El hombre araña, en las que un adolescente -de preferencia solitario e inadaptado, si no de plano freak- descubre, a la par de sus poderes, su desgarradora misión en la Tierra. En la película australiana Underground, de Robert Connolly (2012), es posible seguir al testarudo y brillante Julian en el camino de transformarse de un inseguro fanático de la tecnología en uno de los hackers más relevantes de nuestro tiempo.

Aunque fiel a los hechos, el biopic no elude las convenciones del género: educado por una hippie que huye con sus hijos de un confín a otro al ser perseguida por un exesposo ligado a una secta supremacista, el joven Julian crece sin otra atadura que las computadoras. Cuando por fin se instala en un suburbio de Melbourne, nuestro héroe se rodea de un trío de geeks que lo ensalza como líder y, valiéndose de su destreza como programador -y un talento natural para la manipulación-, se infiltra en la red militar de Estados Unidos, donde descubrirá las atrocidades de la Primera Guerra del Golfo que años después lo conducirán a fundar Wikileaks. Los villanos en esta suerte de precuela son un veterano policía y su asistente, quienes no descansan hasta cazar al grupo anarquista provocando la traición de uno de sus miembros: un antecedente que tendrá un profundo impacto en la paranoia de nuestro héroe, quien será acusado de 24 delitos, si bien su sentencia será rebajada por razones familiares. La conclusión es obvia: pese a este fracaso, el destino de Assange se encuentra cifrado en esa primera inmersión en los secretos del poder.

Mucho más equilibrado -y astuto- resulta el documental We Steal Secrets (Nosotros robamos secretos), de Alex Gibney (2013), que comienza donde terminaba Underground. Aquí, las excentricidades de Assange se ven compensadas con las de otros personajes tan inquietantes como él: Bradley Manning -ahora conocido como Chelsea-, el perturbado analista militar que le filtró miles de cables confidenciales; Adrian Lemo, el odioso hacker que lo denuncia; e incluso el sosegado -y vengativo- Daniel Domscheit-Berg, el fiel-escudero-convertido-en-detractor.

Cuidándose de ofrecer puntos de vista contrastantes, Gibney articula un relato tan apasionante como un thriller por medio de una poderosa imaginería visual. Sin mostrar una agenda demasiado explícita, no sólo revela los resquicios opacos de sus personajes, sino que pone sobre la mesa, sutilmente, los agudos conflictos éticos y políticos que plantean. Assange no es desde luego un héroe -un héroe impoluto-, pero tampoco un villano: no se exageran sus virtudes ni sus defectos, al tiempo que no se escamotean sus aristas más problemáticas, en particular las denuncias de asalto sexual (si bien una de las denunciantes aparece profusamente en pantalla).

En este contexto, la aparición de The Fifth Estate (El quinto poder) de Bill Condon (2013) parece tan redundante como predecible. El guión, basado en el libro de Domscheit-Berg y en otra pieza muy crítica con el fundador de Wikileaks, ha estado rodeada de polémica. Desde su refugio en la embajada de Ecuador en Londres, Assange no ha cesado de vapulearla -incluso le envió una amarga diatriba a Benedict Cumberbach, el actor británico que borda una desasosegante encarnación suya- y, en un guiño metatextual, la propia película culmina con una entrevista en la que (el falso) Assange la desprecia.

Guionista y director de El quinto poder parecen empeñados en demostrar que, si bien las intenciones de Assange pudieron ser loables, él es un sujeto moralmente detestable que siempre buscó resguardar sus secretos tanto como exhibir los ajenos. El equilibrio deviene falso, y uno entiende por qué los apóstoles de Assange han querido ver en esta superproducción la mano de la CIA. Es probable que el fundador de Wikileaks sea un manipulador egocéntrico -y acaso un predador sexual- pero, como se dice en We Steal Secrets, no deja de resultar sospechoso que todas las descalificaciones confluyan en su persona y en cambio Estados Unidos se abstenga de atacar a los medios que publicaron sus revelaciones -y que, en casos como el del New York Times y The Guardian, se han convertido en sus peores enemigos.

            Como ocurría en Being John Malkovich, sin duda existen infinitos Assanges -como los que se multiplican, de forma un tanto pedestre, en El quinto poder-, pero si bien al inicio una figura tan poliédrica como la suya era necesaria para dar voz a Wikileaks, su protagonismo extremo, propiciado por su vanidad y usado en su contra por Estados Unidos, ha dispersado una cortina de humo sobre la parte más importante de su labor: los cables que muestran las mentiras y dobles raseros de los poderosos del mundo y, peor aún, los crímenes -en muchos casos, los crímenes de guerra- cometidos por ellos sin que nadie los persiga mientras nosotros debatimos si el cabello platinado de Assange es teñido o natural.

 

Twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
17 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Mutantes

Observémoslos de cerca, como si perteneciesen a una nueva especie o, más probablemente, como si fueran una mutación de la nuestra. A los cinco o seis años -tres o cuatro, en casos extremos- se encuentran ya abrumadoramente rodeados de pantallas: pasan de la omnipresente televisión a sus primeros videojuegos con la naturalidad con que los niños del pasado transitaban de los cuentos que sus padres les leían a armar legos o jugar al futbol. Su primer contacto con el exterior se moldea allí, entre los dibujos animados -cada vez menos realistas, con lógicas cada vez más difusas- y las fatigosas pruebas que deben atravesar Mario Bros y sus émulos.

            Cuando no han llegado a la adolescencia, a los doce o trece, ya poseen una tableta -nos referimos a especímenes de las clases pudientes- o una computadora portátil, se conectan a internet y se comunican por correo electrónico, resuelven sus tareas con la grácil ayuda de Google y la Wikipedia y, esquivando los controles parentales, se han inscrito en Facebook falsificando sus edades. Para entonces ya han aprendido a desconfiar de su memoria para valerse de la memoria ampliada de la Red -ajustándose, sin saberlo, a la jerarquía de sus algoritmos-, se han acostumbrado a migrar de una pantalla a otra en un parpadeo y han comenzado a crearse identidades más parecidas a sus deseos que a la realidad. Entretanto, sus padres y maestros (tan esforzadamente digitales) no se cansan de reprenderlos, deja ya esa computadora, si no sacas buenas notas te quitamos la tableta, no puedes usar Facebook todavía, olvídate de un iPhone, y los acusan de tener síndrome de atención dispersa, de no leer libros en papel, de permanecer encerrados en vez de correr libremente por el parque.

A los dieciséis o diecisiete, en verdad ya son miembros de otra raza, si no de otro planeta. El día entero entre el teléfono inteligente, la tableta, la computadora y, en menor medida, la televisión y el cine. Allí se descubren a sí mismos, allí aprenden lo bueno y lo malo, allí se enamoran y allí sufren -allí viven. A esas alturas, sus padres y maestros han abandonado la carrera: imposible limitar a esos seres incontrolables, imposible sacarlos de allí. (Por otro lado, los adultos tampoco dejan su maldito iPhone ni a la hora de comer.) 

Los jóvenes con naturalidad, y los mayores con culpa, comparten la misma adicción, sólo que los segundos no paran de quejarse, mientras que los primeros ni los oyen, aislados con sus audífonos. Para ese momento, unos y otros pasan horas y horas en las redes sociales. ¿Y qué hacen allí? Antes que nada, se exhiben y escudriñan las vidas de los otros. En Facebook, y luego en Instagram, Pinterest y Twitter, lo primero es modelarse un yo a la medida: un perfil -una máscara. En aras de que ésta sea popular y reciba cientos de "me gusta", poco importa la intimidad, en el añejo sentido del término, y mejor atiborrar las cuenta con fotos y comentarios impúdicos que pasar inadvertido. Pulsión que se complementa con la de entrometerse en las historias ajenas -estalquear, en la jerga del género- con tanta envidia como morbo.

Los críticos nostálgicos (la mayoría) deploran lo ocurrido, como si la época en que los adolescentes ligaban en discotecas hubiese sido una edad de oro. Los neomarxistas sostienen que la forma de "venderse" y buscar desesperadamente la fama en Facebook o Twitter replica lo peor del capitalismo salvaje. Y los neoconservadores alertan sobre los infinitos peligros de ese espacio sin dioses ni reglas morales, a caballo entre la fantasía y el crimen. En el otro bando, geeks y gurús de internet sólo remarcan las ventajas de construirse identidades a modo, de eludir fronteras y autoridades, de cooperar en proyectos desde mil sitios cambiantes, de poder ser a la vez anónimos y descarados en la telaraña virtual.

Y, en medio de estas disputas, estados y empresas se baten en auténticas guerras para conservar o aumentar su poder y sus ingresos aprovechándose de los resquicios del nuevo entorno. Gobiernos como el estadounidense y empresas como Google o Facebook no parpadean a la hora de apoderarse de todos los datos de sus usuarios -antes llamados ciudadanos- al tiempo que buscan escamotear la mayor cantidad de información propia por "motivos de seguridad" corporativa o nacional.

La gran pregunta que subyace a esta mutación -imposible darle otro nombre- es si nos hace más o menos libres. La respuesta no es, por supuesto, sencilla. Pero, en medio de la confusión, sólo valdría tener en cuenta que, nos guste o no, el mundo digital ya es nuestro mundo: la nostalgia de un pasado idílico sólo estorba cuando hay batallas urgentes qué librar, con los mismos instrumentos de la Red, para que los gobiernos sean verdaderamente más abiertos, para que las empresas tecnológicas y los servicios de seguridad respeten la privacidad individual y para que, contrariando la tendencia de las últimas tres décadas, nuestras sociedades sean cada vez menos injustas.

 Publicado en Reforma, 10.11.13

Twitter: @jvolpi



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
10 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Heracles, periodista

Agradezco la invitación que se me ha hecho para participar en la entrega del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Para mí es una alegría y un honor que se le permita a un escritor de ficción celebrar de una de las profesiones más relevantes y acaso también más riesgosas de nuestro tiempo. Sin considerarlos por fuerza émulos de Heracles, quizás valga la pena enumerar algunas de las tareas que los periodistas de nuestra época han de realizar a fin de eludir la irrelevancia, tolerar presiones y amenazas, sobreponerse a incontables peligros y continuar desempeñándose como actores fundamentales en nuestra azarosa modernidad democrática.  

 

1 El león de Nemea

 

La realidad política se parece al bilioso felino que asolaba la región de Nemea. Heracles no logró matarlo hasta que logró atrapar al monstruo en su propia madriguera y, una vez muerto, lo desolló con sus mismas garras. Igual que el héroe griego, la principal labor del periodista moderno consiste en lidiar con la bestia del poder o, sería mejor decir, de los poderes. Todas esas fuerzas que, si no son controladas o supervisadas -si no son exhibidas-, anteponen sus intereses al interés general. Con la excepción de Cuba, hoy en América Latina campean las democracias. Su calidad, sin embargo, deja mucho que desear: sin duda los procedimientos electorales se llevan a cabo, y existen leyes que regulan el entramado institucional y protegen los derechos humanos, pero entre la letra escrita y la vida cotidiana se abre un abismo que sólo el buen periodista es capaz de explorar. Como la bestia de Nemea, los poderosos poseen una piel correosa que les garantiza la mayor impunidad. No se trata de que éste tenga por fuerza que asesinar (en términos simbólicos) al poderoso en turno, pero sí de que ha de acorralarlo con sus propias palabras y desollarlo al exhibir la disparidad entre lo que dice y lo que hace. Una democracia que no muestra sus entrañas no es una auténtica democracia. Por ello, el periodista debe concentrarse en mostrar lo que no se ve, en desvelar -en el sentido mítico de la palabra- lo que ocurre detrás de cada decisión política, de cada versión oficial (y cada boletín de prensa). Una tarea semejante a la de enfrentarse a un león hambriento.

 

2 La hidra de Lerna

 

            En la primera temporada de Newsroom, la serie de HBO de Aaron Sorkin, los conductores y reporteros de un sistema de noticias privado se enfrentan a diario a sus mayores enemigos: los dueños de su propia cadena de noticias. A diferencia de lo que ocurre en América Latina, donde las presiones y amenazas contra los periodistas provienen de los políticos o, como veremos en el siguiente apartado, de los criminales, en Estados Unidos los intereses empresariales predominan a la hora de acallar o manipular a la prensa. Un fenómeno cada vez más extendido en nuestra región. La credibilidad que el ciudadano le concede a un periodista se basa tanto en su prestigio personal como en la trayectoria de su lugar de trabajo. Sólo que, en esta época de concentraciones, los dueños de los medios suelen ser propietarios de un sinnúmero de empresas que van de canales de televisión, radiodifusoras, editoriales y revistas a compañías energéticas o tiendas de departamentos. Según la leyenda, la hidra de Lerna poseía nueve cabezas que se regeneraban de dos en dos cada vez que una era cortada. Heracles sólo consiguió vencerla cercenando los cuellos de la bestia a gran velocidad, al tiempo que su sobrino Yolao cauterizaba las heridas. Los intereses económicos de los medios de comunicación se multiplican con la misma velocidad que las cabezas de la hidra. Si en otros tiempos los principales enemigos de los periodistas eran los políticos, cada día es más frecuente que sean sus propios patrones quienes buscan presionarlos o acallarlos. Si un profesional quiere escapar de esta opresión, ha de mantener su rostro permanentemente cubierto para protegerse del fétido aliento de quienes buscan utilizarlo como instrumento de sus agendas y está obligado a cercenar todas las cabezas que sean necesarias si está decidido a llegar a la verdad. Claro que, en el proceso, su propia cabeza está en juego.   

  

3 La cierva de Cerinea

 

            En los últimos años, México se ha convertido en el país más riesgoso para el ejercicio de la profesión periodística, no ya por las amenazas cumplidas de los políticos, sino de los cárteles del narcotráfico o de los militares y paramilitares que los combaten. Desde que se inició la llamada "guerra contra el narco", decenas de periodistas han sido asesinados y otros tantos han tenido que exiliarse o abandonar su profesión. Además, numerosos diarios han dejado de informar sobre hechos criminales o de plano han tenido que cerrar y liquidar a sus plantillas ante las amenazas que reciben a diario. Una realidad atroz que oculta otra: la de quienes han puesto su pluma al servicio de los criminales. En entornos como éste, el periodista debe ser tan rápido como Heracles, a quien le llevó un año capturar a la cierva de Cerinea -un animal dotado con pezuñas de oro, como las armas con joyas incrustadas de nuestros capos-, y ser capaz de eludir tanto la censura como la autocensura a la hora de informar sobre la feroz confrontación entre los narcotraficantes y las fuerzas del orden.

 

4 Jabalí de Erimanto

 

            Conforme al mito, el jabalí de Erimanto era una bestia que provocaba terremotos al galope, comía carne humana y aparecía de pronto en cualquier lugar. El poder, en nuestra época, comparte esta condición: si no es capaz de devorarnos, nos vigila sin tregua, al tiempo que resulta siempre elusivo, misterioso, inaccesible. No deja de resultar paradójico que, justo cuando la democracia se ha impuesto como forma de gobierno, el Gran Hermano de Orwell se convierta en una metáfora omnipresente. Desde los atentados contra las Torres Gemelas en 2001, las distintas sociedades democráticas del planeta se han vuelto cada vez menos reacias a ser permanentemente controladas. Lo más desasosegante de las revelaciones de Wikileaks o de Edward Snowden es que apenas nos resulten inquietantes. En este escenario, al periodista está obligado a estudiar, confirmar e interpretar el cúmulo de filtraciones que de manera cada vez más frecuente inundan nuestra escena pública y, por el otro, ha de perseguir sin tregua a las autoridades que, en aras de defender la seguridad nacional, actúan con poderes extraordinarios, como si nos encontrásemos en un permanente estado de emergencia. La persecución sufrida por Manning, Assange, Snowden y otros filtradores y hackers es una advertencia para cualquiera que se atreva a revelar secretos de Estado y, en especial, para los periodistas que investigan estos temas. El Gran Jabalí se ha instalado allí, frente a nosotros, y no dudará en devorar a los traidores que buscan revelar sus misterios.

 

5 Los establos de Augías

 

Incluso quienes no somos nativos digitales sentimos que Internet nos acompaña desde hace siglos, pero en realidad los primeros blogs datan de fines de los años noventa, que la Wikipedia nació en 2001, Facebook en 2004, Twitter en 2006, los primeros iPhones en 2007 e Instagram en 2010. La aparición de Internet y la vertiginosa expansión de las redes sociales ha supuesto un nuevo y apasionante desafío para los periodistas. Gracias a estos nuevos medios, hoy cada vez que ocurre un desastre natural, un magnicidio, un atentado terrorista, una justa deportiva o incluso una revolución, cientos o miles de reporteros espontáneos capturan la información en vivo, mucho más rápido que cualquier sistema de noticias, la documentan con fotografías y videos e incluso la interpretan para los miles o incluso millones de personas que los siguen. Si bien muchos de estos improvisados reporteros podrían convertirse en profesionales, la sobreabundancia de información, la posibilidad de falsear cuentas y, en resumen, la ausencia de rigor empañan su trabajo. En una sociedad democrática, el exceso de información puede resultar tan dañino como su ausencia. Sin duda, la posibilidad de que cualquiera pueda dar cuenta de un acontecimiento permite que la sociedad se torne más abierta -no es casual que los regímenes autoritarios persigan con más saña a los blogueros que a los profesionales-, pero puede abismarnos en una confusión aún mayor. Obligado a limpiar los establos de Augias, poblados por bestias inmortales cuyos excrementos se acumulaban desde hacía decenios, Heracles se las ingenió para desviar el curso de dos ríos que no tardaron en limpiar la suciedad. Como el héroe griego, al periodista no sólo le corresponde perseguir nuevas informaciones, sino desbrozar los caudales de información que cada día circulan en Internet y en las redes sociales para conferirle un poco de orden a ese caos cotidiano. 

 

6 Los pájaros de Estínfalo

 

            La crisis. Todo lo que ocurre es culpa de la crisis. Los despidos. El recorte de plantillas. La disminución de sueldos y prestaciones. La desaparición de secciones completas de los diarios. La desaparición de numerosos diarios. La crisis. Más amenazante que las feroces aves de rapiña que sobrevolaban el lago Estínfalo, la crisis se lleva todo por delante. Porque la crisis atenaza. Porque la crisis paraliza. Porque nadie puede vencer a la crisis. Decenas de periodistas despedidos. Redacciones semivacías. O periodistas que, por el mismo sueldo, han de aparecer en radio y televisión y, de paso, escribir una columna diaria. Periodistas todoterreno. Periodistas sin tiempo -ni recursos- para cumplir la parte fundamental de su trabajo: investigar, confrontar, entrevistar, interpretar. Sí, otro de los grandes peligros que se ciernen sobre los periodistas de nuestra época es esta crisis, tan real como imaginaria.  Al final, sólo la intervención de Atenea, quien le proporcionó a Heracles un cascabel mágico para ahuyentar a las aves del Estínfalo, permitió que nuestro héroe saliese airoso de su tarea. Pero, ¿qué acto de magia se necesitará para que el periodista disponga del tiempo y los recursos necesarios para consagrarse a su labor, ahuyentando el obsceno fantasma de la crisis?

 

7 El toro de Creta

 

            En menos de una década, la forma en que los ciudadanos se informan ha sufrido una drástica mutación, modificando la naturaleza misma de diarios y revistas, que han tenido que adaptarse -a trompicones- al nuevo ecosistema digital. Primero, los medios se apresuraron a incorporar a sus tareas habituales la puesta en marcha de sitios digitales que complementaban sus publicaciones impresas; luego, a una velocidad mucho mayor de la prevista, estas aparentes excrecencias devoraron a sus matrices. De un día para otro, los medios tradicionales entraron en crisis: al constatar que sus lectores digitales se multiplicaban al tiempo que sus lectores en papel disminuían en una proporción equivalente, sus directivos tomaron distintas estrategias: cobrar por el acceso a sus informaciones en la red; cobrar por una parte de dichas informaciones; cerrar por completo el negocio en papel; o intentar navegar entre los dos mundos. Hoy, la lectura de impresos no ha desaparecido, pero hay millones de jóvenes que jamás han comprado un periódico en un quiosco. Esta transformación en la lectura de noticias entraña una transformación no sólo de los medios, sino del trabajo que los periodistas llevan a cabo. Antes, uno compraba el periódico, lo hojeaba durante algunos minutos -los domingos incluso horas- y se enteraba de noticias que jamás habría buscado de manera natural. Hoy, el lector oscila de un medio a otro, guiándose por las recomendaciones de su timeline o el sorprendente itinerario de los links. En su séptimo trabajo, Heracles se vio obligado a viajar a Creta para capturar al célebre toro, padre del Minotauro, que echaba fuego por las narices. Montándose en su lomo, el héroe navegó hasta Micenas, donde lo dejó libre. Hoy, el periodista no tiene más remedio que navegar por la Red, consciente de que la información que proporciona ya no se equilibra en el contexto de su propia publicación, sino con la procelosa corriente del océano digital.

 

8 Las yeguas de Diomedes

 

            Si bien las nuevas tecnologías le han arrebatado a los medios tradicionales el privilegio de ser las principales fuentes de información en el espacio público, éstas también son las responsables de una paradójica revitalización del periodismo escrito: por más que ahora uno no lea un diario o una revista de cabo a rabo, los saltos de un enlace a otro nos conducen a una suerte de periódicos a la carta que cada usuario construye día con día. Por desgracia, en una región caracterizada por una pavorosa inequidad como América Latina, sólo una pequeña parte de la población dispone de los medios tecnológicos para informarse de esta manera. Si a ello se suman los muy pobres índices de lectura, la conclusión es que la mayor parte de la población termina informándose sólo a través de la radio y la televisión. De este modo, nuestras democracias están habitadas por ciudadanos que en el mejor de los casos dedican media hora a alguno de los noticieros emblemáticos de las cadenas privadas y a escuchar los cortes informativos de las estaciones de música. En televisión, las noticias se encuentran sometidas, más que a los altos principios del periodismo investigativo, a las normas del propias del espectáculo. Cada noticia, que no dura más de tres minutos en pantalla, forma parte de una narrativa que no busca privilegiar la profundidad sino el show bussiness. Igual que las voraces yeguas de Diomedes, los medios electrónicos lo devoran todo a su paso, dejándonos sólo miserables osamentas de información.

 

9 El cinturón de Hipólita

 

            La sociedad del espectáculo, anunciada hace casi medio siglo por Guy Debord, se ha vuelto tan natural que ya apenas reparamos en ella. En nuestros días, todas las noticias tienen que ser sexys -y lo peor es que ya a nadie le escandaliza el uso de este término. Se trate de un huracán o de un golpe de estado, de una votación decisiva en el parlamento o de las declaraciones del presidente, toda información debe ser vendible. Incluso los medios más respetados no dudan en emplear recursos que antes se reservaban sólo a la prensa de sociales, la nota roja y del corazón. Mientras que las páginas de información y de cultura se reducen, proliferan las de espectáculos, sociales y deportes. Una cosa es que el periodista o el redactor busquen atraer la atención con los recursos de la narrativa y otra que se vuelvan acólitos de una estrategia que sólo resaltar los detalles más burdos, grotescos o melodramáticos de una noticia. En medio de tanta fatuidad, el periodista ha de perseguir el rigor como Heracles buscó el cinturón mágico de la amazona Hipólita eludiendo la tentación de ser un protagonista más del espectáculo.   

 

10 El ganado de Gerión

 

            Si por un lado nos vivimos en el reino de la banalidad, por el otro nos acecha el imperio de la opinión. Mientras los espacios para la información dura se reducen por doquier, se multiplican aquellos en los cuales toda suerte de comentaristas -opinócratas, los llama Jorge Castañeda- nos ilustran sobre todas las materias imaginables. Nada tendría de malo que en sociedades democráticas cualquiera pueda expresar sus puntos de vista pero, como un antídoto tal vez excesivo a nuestro pasado autoritario, ahora parece que resulta mucho más importante opinar sobre un asunto que informar sobre él. Se multiplican las columnas, los artículos, los comentarios electrónicos, los blogs personales, los posts y videoposts, los tuits y las actualizaciones de Facebook, como si todo el mundo tuviese algo relevante que decir. Parecería que los opinócratas compiten para colocarse en una suerte de top ten de la influencia mediática, adueñándose de un poder simbólico que ejercer sin frenos. Geriones con tres cuerpos, éstos no se detienen ante nada. El verdadero periodista también ha de lidiar con ellos, y con su propia e irrefrenable tendencia a opinar.

 

11 Las manzanas del Jardín de las Hespérides

 

            Cuando Heracles creyó haber terminado con los diez trabajos que le encomendó Euristeo, éste añadió dos más a la lista. En el primero, Heracles debía robar las manzanas del jardín de las Hespérides, el lugar donde moraban ninfas dedicadas al arte. Tras cumplir cada una de las labores anteriores, el periodista contemporáneo todavía debe empeñarse en buscar la poesía. Rivales enconadas o disciplinas complementarias, el periodismo y la literatura no siempre han sabido amalgamarse. Frente a la rigurosa búsqueda de la verdad, las florituras formales de la literatura pueden parecer vacuas o superfluas; y, frente a la belleza literaria, el periodismo puede resultar demasiado burdo o anodino. Por fortuna, gracias a los esfuerzos de grandes escritores dispuestos a "rebajarse" al periodismo, o de grandes periodistas versados en la tradición literaria, disponemos de soberbios textos que, sin dejar de ser periodismo, son también alta literatura. Del Nuevo Periodismo al auge del periodismo narrativo que hoy se vive en América Latina, allí están las pruebas de que este matrimonio es posible: sin sacrificar la claridad, la transparencia y el rigor del periodismo, el uso de recursos retóricos y formales provenientes de la novela, el teatro o la poesía no hacen sino enriquecer la verdad periodística.

 

12  La captura de Cerbero

 

            El último trabajo de Heracles, capturar a Cerbero, el guardián de los infiernos, deberíamos leerlo en clave casi psicoanalítica: es el desafío de descender a las profundidades de uno mismo, de seguir una ética propia sin fisuras, de perseguir la verdad -y las verdades- a sangre y lodo, de no dejarse vencer ni por la soberbia ni por el miedo, de no encaramarse en la ola de la inercia o de la fama, de eludir tanto los reflectores como las compañías del poder que se ejercen tras las sombras, de estar convencido de que, al final de cada aventura -de cada reportaje, de cada crónica, de cada entrevista, de cada artículo-, no sólo se encuentra la satisfacción ante el trabajo cumplido, sino el grano de arena que contribuye, con idénticas dosis de humildad y de orgullo, a perfeccionar el funcionamiento de nuestras azarosas sociedades democráticas.

 

Discurso leído durante la entrega del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar de Colombia. Bogotá, 28 de octubre, 2013

 

Una versión distinta de este texto se publicó en Reforma, 3 de noviembre, 2013



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
3 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Lampedusa, Tamaulipas

A veces es un río. Un caudal proceloso que debes nadar eludiendo las corrientes, aterido hasta los huesos, en una noche sin luna. O un lecho lodoso y fétido, en donde cada paso se convierte en una proeza. Otras veces -muchas otras- se trata de un desierto. Una planicie infinita y pedregosa, salpicada de cactus y matojos, poblada de alacranes y alimañas. Abandonado a tu suerte, no te resta sino avanzar, primero trastabillando en la tiniebla, y luego, durante horas que te desecan como siglos, bajo el sol homicida, resguardándote en cuanto adviertes un motor en lontananza. En otras ocasiones es un muro. Una cerca electrificada o una torva muralla que has de escalar quebrándote las uñas, torciéndote los dedos y dejándote el pellejo entre sus piedras.

            Y también puede ser el mar. Ese vasto océano que, sin embargo, tanto recuerda a la Estigia, esa mancha que divide el reino de los vivos y el reino de los muertos. De nuevo: la penumbra callada, el oleaje denso y engañoso, y los sobresaltos de las barcazas que se aventuran hasta allí desde Cirenaica o el Cuerno de África. Tu cuerpo entre los demás cuerpos -decenas, cientos de pieles cubiertas con harapos-, asfixiado por el humo y con el agua que te llega a la cintura. Mientras luchas por alcanzar la superficie distingues a esa chica con el bebé en brazos que oteaste al embarcar en Eritrea y el rostro de ese rapaz que se aferró a tu pierna durante la primera parte del trayecto.

            Igual que tus anónimos compañeros de viaje, le entregaste todos tus ahorros a esos desdeñosos carontes para que te abdujesen del cementerio que es tu patria a fin de conducirte, sano y salvo (eso prometieron), a la tierra del vino y la miel. ¿Qué podías perder? Entre la desdicha cierta y un atisbo de futuro, los héroes -los auténticos héroes- siempre eligen lo segundo. Como en los trenes de camino a Birkenau, en las camionetas que serpentean por las hondonadas de Coahuila o en las miserables pateras que zozobran en el Mediterráneo, el hacinamiento y el hambre de esos peregrinos ansiosos y asustados, dispuestos a todo -incluso a esto-, a cambio de un brote de esperanza, continúan siendo la medida de nuestra infamia colectiva. Como si el siglo xx y sus catástrofes no cesasen de pringarnos.

            De pronto, en lontananza, adviertes un hálito de luz. La luz que has perseguido desde que abandonaste a tu familia, ese diminuto faro que representa la vida, otra vida. No puede estar muy lejos. Unos pocos kilómetros, si acaso. Después de atravesar la selva o la montaña y por fin hacerte a la mar, después de haber sobrevivido a las amenazas, a las heridas y a la fiebre, tu sueño -tu ilusión- se encuentra al alcance de tu mano. Es entonces cuando el bamboleo se decanta en un vaivén enloquecido, y las cabezas chocan unas contra otras, como nueces, mientras el agua los azota con sus golpes de látigo. Los chillidos de los niños no tardan en ser devorados por las llamas que de pronto surgen de los maderos, no adviertes más que brazos, hombros, piernas al garete, como si la turba se hubiese desmembrado. Y luego, nada.

            Al amanecer te descubres en un centro de detención -de acogida, rezan los hipócritas-, de nuevo cautivo. Tienes suerte, te susurra alguno. Permanecerás aquí sólo el tiempo indispensable, luego serás devuelto a esa patria de la que huiste. Sin otra cosa que el vago recuerdo del naufragio y un par de costillas rotas. Afortunado, sí, pero no tanto como los cientos de peregrinos -hombres, mujeres y niños- que, en un gesto de gracia extrema, fueron premiados con la nacionalidad italiana. Al menos ellos podrán reposar en la sagrada tierra europea, por más que se les haya negado el funeral de Estado que se les prometió.

            Lampedusa, diminuta isla del mediterráneo, habitada por no más de cinco mil personas, es el nuevo nombre de la infamia. De nuestra infamia. De quienes inventamos las fronteras y de quienes las toleramos con los brazos cruzados. Un nombre que se suma al de Arizona y Texas, al de Gaza y Cisjordania, al de Tracia y el estrecho de Gibraltar, al de Chiapas y Tamaulipas, esas zonas intermedias entre la opulencia y la miseria, entre la vida y la muerte. Nacer de un lado u otro no es más que cuestión de suerte -o de mala suerte-, pero defendemos a las naciones como si fuesen inmemoriales.

            Una tragedia más. Un número horrendo -359 muertos, o 72- que se repite en la prensa y los telediarios. Por unos cuantos días el mundo entero se desgarra las vestiduras. Los políticos piden atropelladas excusas. Visitan la zona con retraso. El papa lanza mensajes flamígeros. Y luego todo queda sepultado bajo una ola de olvido. Nuestra indiferencia es idéntica a la de los miembros de la guardia costera que se contentaron con el lento rescate de unos pocos. Estamos aquí, leemos estas líneas, lagrimeamos con ellas -si acaso-, y luego volvemos a votar por esos políticos que, lavándose las manos, se acomodan ante los micrófonos para defender sus sacrosantas fronteras.  

 

Publicado en Reforma, 27.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
28 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El espejo uruguayo

Si algo sorprende al atravesar el Río de la Plata desde Buenos Aires es el larguísimo malecón -la Rambla- en torno a la cual se despliega Montevideo. Olvidémonos de los clichés: en contra del lugar común, la capital uruguaya no es un lugar grisáceo o mortecino, y sus habitantes no están marcados a fuego por esa suave melancolía que se desprende de sus barrios apacibles o del decadente encanto de su centro histórico. Frente al bullicio y la extroversión bonaerense hay un contraste claro, pero se encuentra más del lado de la discreción que de la tristeza. De lo que no cabe duda es de que Uruguay luce como una urbe serena -sabiamente tranquila-, sobre todo si se la compara con el pandemónium de la ciudad de México.

            Pero esta aparente paz no siempre estuvo allí. Apenas a mediados de los ochenta el país dio paso a una democracia cada vez más sólida tras doce años de una siniestra dictadura cívico-militar que no dudó en enfrentarse, al amparo de la Operación Cóndor financiada por la CIA, con los guerrilleros tupamaros que se habían alzado en armas desde principios de los sesenta. En proporción con el tamaño de su población, Uruguay fue el país que mayor número de prisioneros políticos tuvo en esa aciaga época. La llamada "Suiza de América Latina" se convirtió entonces en otro de los pequeños infiernos que caracterizaron a la región por su brutalidad y su barbarie.

            Uno de los prisioneros recurrentes de la dictadura cívico-militar, encarcelado en un arduo régimen de aislamiento, era uno más de los integrantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, de nombre José Mujica. Herido en una refriega con las fuerzas de seguridad y considerado uno de los "rehenes" que serían ejecutados en caso de que sus camaradas llegasen a proseguir con sus atentados, pasó quince años tras las rejas antes de ser liberado gracias a la ley de amnistía del 8 de marzo de 1985. Hoy, casi treinta años después, se ha convertido en uno de los presidentes más carismáticos visionarios y atípicos de América Latina.

            Admirado -o criticado- por su carácter espontáneo e imprevisible, por su estilo humilde e informal y por la acompasada sencillez de sus discursos, Pepe Mujica se ha puesto a la vanguardia de ese pequeño grupo de mandatarios sudamericanos, a lado de Dilma Rousseff y Michelle Bachelet, que, con un pasado guerrillero a cuestas, se han transformado en los líderes más hábiles, comprometidos y exitosos de la zona. Provenientes de movimientos radicales, han sabido conservar una honda visión social a la vez que se han curtido en el arte de la prudencia democrática sin jamás aspirar a la condición de redentores, a diferencia de sus colegas de Venezuela, Ecuador o Argentina. 

            Sucesor del también muy popular Tabaré Vázquez, y miembro como él del llamado Frente Amplio, pero poseedor de un estilo personal que no podía resultar más contrastante, Mujica no ha dejado de sorprender con una serie de arriesgadas medidas políticas que contrastan con su apariencia bonachona. Haciendo gala de un liderazgo que resulta envidiable entre nosotros, consiguió la aprobación, con un gran apoyo popular, de dos medidas que ponen a Uruguay a la cabeza de las reformas sociales en el mundo: la legalización de la marihuana y el matrimonio igualitario.

            El pasado agosto, el Congreso uruguayo finalmente aprobó, después de varios meses de consultas y polémicas, la primera ley en el orbe que, en vez de centrarse en la prohibición de las drogas, regula la distribución y el consumo de la marihuana. Se trata de un hecho histórico que ha de ser contemplado no como la excentricidad propia de una nación pequeña, como han querido señalar sus enemigos, sobre todo entre los conservadores de Estados Unidos, sino como un gran avance del que deberíamos aprender todos los demás.

            Basándose en la idea de que el combate frontal a las drogas resulta tan inútil como costoso -en vidas y en recursos-, la ley uruguaya va mucho más allá de las medidas puestas en marcha en Colorado, Washington o la ciudad de México, y permite que los adultos cultiven hasta seis plantas, que las cooperativas productoras pueden proporcionar su producto a un número limitado de clientes y que la marihuana pueda ser vendida en las farmacias. En cambio, es ilegal publicitarla, el castigo por manejar bajo su influjo es muy severo y se prohíbe estrictamente su venta a los menores.

            Si la ley es aprobada por el senado en los próximos días, el experimento supondrá una auténtica revolución -una revolución tranquila, como el temple del propio presidente uruguayo. Lo mismo vale decir de la ley, aprobada también hace poco, que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, sumándose a lo que ya ocurre en Brasil, Argentina, la ciudad de México y Quintana Roo. Quizás Uruguay sea un país pequeño, ubicado en los confines de nuestro continente -el fantasmal escenario de la Santa María de Juan Carlos Onetti-, pero ha llegado la hora de mirarnos en su espejo.

           

Publicado en Reforma, 20.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
20 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Han vuelto

"Recuerdo que me desperté, sería después del mediodía. Abrí los ojos, vi el cielo sobre mí. Era azul, con pocas nubes; hacía calor y supe al momento que el calor era excesivo para abril. Casi se podía decir que era un calor de verano." Quien habla no es otro que Adolf Hitler, quien un buen día de 2011 despierta en Berlín, vestido con su chamuscado uniforme militar, como si nada hubiese pasado. Con más de un millón de ejemplares vendidos en Alemania, Ha vuelto, de Timur Vermes (2013) se alza como una desopilante sátira, más que del propio Hitler, de la Alemania Federal en la que éste se descubre de pronto.

Como si las décadas trascurridas desde su suicidio en 1945 hubiesen sido un paréntesis, Adolf conserva la misma edad de entonces -y las mismas ideas. Tras vagabundear sin rumbo y analizar con idénticas dosis de agudeza y azoro las transformaciones sufridas por la Patria desde el final del conflicto armado, un quiosquero le ofrece refugio y él no tarda en comprender que Alemania lo necesita tanto como en 1933. A partir de aquí, la imaginación burlesca de Vermes alza el vuelo y, tras una serie de aventuras propias de un pícaro del Siglo de Oro, nuestro héroe -nuestro antihéroe- se incorpora a la sociedad del espectáculo al participar en la emisión televisiva de un célebre comediante que, no por casualidad, es de origen turco.

Sin jamás silenciar sus convicciones, que como antaño van de su profundo desprecio hacia las instituciones democráticas a un odio serval hacia los extranjeros, Hitler es recibido por la audiencia con idénticas dosis de asombro y escándalo. Mientras para unos no es más que un bufón que desgrana proclamas de mal gusto, para otros -intelectuales y periodistas liberales incluidos- es un lúcido analista que pone en evidencia las peores facetas de la Alemania unificada. Protegido por la directora de la cadena, aplaudido por la crítica (se hará acreedor al Premio Grimme, el más importante de la televisión germana) y venerado el público, Hitler se convierte en una estrella de los medios -igual que antes. Sus dotes histriónicas se mantienen intactas, lo mismo que su capacidad para polarizar a quienes lo escuchan. En cualquier caso, nadie sale indemne ante sus arengas y ante la manera en que exhibe, sin cortapisas, las aristas más banales, mezquinas o contradictorias de los políticos democráticos con quienes se enfrenta.

            El dispositivo humorístico de Vermes se despliega, así, en una doble vía: a la vez que presenta al Führer como el payaso histérico que fue en la realidad, utiliza todos los clichés asociados con su figura para mostrar la propensión alemana a venerar a figuras de esta calaña. Y, al tiempo que contrasta su anquilosado discurso de odio con la banalidad políticamente correcta de nuestros actuales dirigentes, se mofa de la hipocresía alemana frente a temas como la inmigración turca, la Unión Europea, los alegatos ecologistas o los derechos humanos.

            Aunque en los años treinta y cuarenta no dejaron de aparecer virulentas caricaturas del líder nazi, entre las que sobresale El Gran Dictador de Chaplin, en nuestros días no deja de resultar arriesgado utilizar al mayor villano de la Historia, responsable de millones de muertes, como personaje central en una novela "cómica". Vermes sale bastante bien librado de la proeza, pues si bien procura no centrarse en los episodios más atroces de su carrera -"La cuestión judía no es graciosa", admite su personaje en cierto momento-, tampoco los evita e incluso, al referirse a la "cuestión turca", llega a actualizarlos.

            Aun así, la obra deja un regusto amargo, no tanto porque asiente la posibilidad de que un monstruo como Hitler pudiese recuperar su lugar en nuestra vida pública -así sea como provocador televisivo-, sino porque la voz de Hitler que escuchamos sin tregua termina pareciendo, si no simpática, al menos tolerable. Sin duda, el golpe de ingenio de Vermes resulta desternillante -por ejemplo, cuando una panda de neonazis golpea al propio Führer llamándolo "perro judío" o cuando éste intenta formalizar un pacto con el Partido Verde-, pero se queda corto al examinarlo desde dentro.

Sin duda ha transcurrido ya el tiempo suficiente para que el humor pueda servir otra vez como herramienta para destripar a un individuo como Hitler, pero, acaso demasiado engolosinado con su ocurrencia, Vermes no consigue que la risa se nos congele en el rostro al observar de cerca a su personaje, quien termina convertido en un pobre diablo que triunfa por repetir obsesivamente su ideario en una época que se limita a celebrar cualquier salida de tono. Como sea, para imaginar el impacto que una novela semejante podría alcanzar en nuestro contexto, habría que imaginar un escenario equivalente, por ejemplo una novela en la que alguno de nuestros lamentables tiranos, como Gustavo Díaz Ordaz, resucitase en 2013 y, decepcionado ante la pérdida de los valores nacionalistas del PRI, coquetease con la posibilidad de incorporarse a Morena.

 

Publicado en Reforma, 13.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
13 de octubre de 2013
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.