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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ecos de Crimea

 "Media legua, media legua/ media legua ante ellos./ Por el valle de la Muerte/ cabalgaron los seiscientos./ ‘¡Adelante, brigada ligera!/ ¡Cargad los cañones!, dijo./ Por el valle de la Muerte/ cabalgaron los seiscientos." Así comienza la célebre Carga de la brigada ligera de Lord Tennyson, publicada el 9 de diciembre de 1854, para conmemorar la heroica (y bastante inútil) derrota sufrida por este cuerpo británico durante la batalla de Balaclava. No era, por supuesto, la primera vez que se otorgaba un aura épica a la derrota de unos cuantos valientes contra un ejército más numeroso -piénsese en las Termópilas, Numancia o, de ácida memoria para nosotros, El Álamo-, pero los versos de Tennyson, aún recitados de memoria por los niños ingleses, contribuyeron a fijar en la imaginación la Guerra de Crimea (1853-1856) como uno de los primeros conflictos auténticamente modernos.

            Gracias a las líneas telegráficas trenzadas desde el Mar Negro hasta Londres o París, por primera vez se tenían noticias frescas de lo que sucedía en los apartados campos de batalla, al tiempo que las crónicas de algunos de los primeros reporteros de guerra, como William Russell del Times, contribuyeron a que sus horrores modificasen la percepción sobre el conflicto y a que Florence Nightingale y Mary Seacole, desarrollando nuevas técnicas de enfermería, se desplazasen hasta Crimea para atender a los heridos (si bien sus hazañas serían magnificadas por la prensa, inaugurando las nuevas vías de la propaganda bélica).

            Hoy, mientras las tropas enviadas por Vladímir Putin controlan por la fuerza la península y los líderes locales se aprestan a aprobar un referéndum que podría devolver Crimea a la jurisdicción rusa, resulta imposible no escuchar los ecos de aquellas refriegas. Aunque los analistas insistan en que la nostálgica reconstrucción del espacio soviético es el motor que anima al líder ruso, quizás sus decisiones tengan un sustrato más remoto, en lo que suena a una venganza contra los poderes occidentales que a mediados del siglo xix derrotaron al zar Nicolás I y, en el Tratado de París de 1856, le impusieron duras sanciones a su sucesor, Alejandro II.

            Entonces como ahora, Rusia consideraba que su ámbito natural de influencia se extendía a las naciones limítrofes del Imperio y no toleraba que Occidente se entrometiese con ellas. Así, con el argumento de defender a los cristianos ortodoxos que vivían en el desfalleciente Imperio Otomano (un pretexto no muy distinto al esgrimido hoy para defender a los rusos de Crimea), Nicolás I no dudó en invadir las provincias de Valaquia y Moldavia. En su condición de potencia global dominante, Gran Bretaña -el equivalente contemporáneo de Estados Unidos- por su parte no podía permitir que Rusia se abalanzase sobre los turcos, poniendo en peligro su hegemonía en Medio Oriente.

            En este contexto, pese a la mediación diplomática de Francia, Prusia y Austria -tan inútil como la de la Unión Europea-, el enfrentamiento se volvió inevitable. Valiéndose de su poderosa flota naval apostada en Sebastopol, Rusia no dudó en atacar a los otomanos en el escenario del Mar Negro, sólo para que sus fuerzas terminasen arrolladas por la alianza de éstos con ingleses, franceses y piamonteses (que mandaron una fuerza expedicionaria sólo para quedar bien con los segundos). Al cabo de tres años de combates, desarrollados no sólo en Crimea sino en el Báltico, el Danubio y en el Pacífico, Nicolás I murió inesperadamente -otros dicen que se suicidó- y Rusia fue obligada a firmar una paz humillante, que le prohibía apostar a su flota en la península, estatus que habría de mantenerse hasta la derrota francesa de 1871 a manos de Prusia.   

            Para los rusos, desde que Catalina II conquistara el Janato de Crimea en 1783, la región es parte indisoluble de su territorio y el breve lapso que va de 1954 a 2014 en que ha formado parte de Ucrania debido a una cuestionable decisión de Nikita Jruschov, no es sino un error. Con una población mayoritariamente rusa -en torno al 60%, según el último censo-, no parece probable que Putin ceda en sus pretensiones de volver a anexarse Crimea o, en el peor de los casos, de contar con un gobierno títere como en Abjazia y Osetia del Sur. Esta vez el Kremlin sabe que, a diferencia de lo ocurrido en el siglo xix, hoy parece casi imposible que Estados Unidos y la Unión Europea hagan algo más que imponerle sanciones económicas, las cuales apenas empañarán su histórica revancha.

 

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9 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El director y la pianista

Si algo singulariza la carrera de la pianista venezolana Gabriela Montero (Caracas, 1970) ha sido su interés por revitalizar el casi extinto arte de la improvisación clásica. Al menos hasta mediados del siglo xix, esta práctica estaba firmemente anclada en la tradición occidental y figuras como Mozart, Beethoven o Liszt eran tan apreciadas por sus obras como por su capacidad inventiva. En las décadas siguientes, la improvisación desaparecería casi por completo de este repertorio para asociarse con el jazz (y después con la música contemporánea). De allí el furor con que son acogidos los recitales de Montero, en los cuales no duda en valerse de temas de compositores canónicos -o populares- para demostrar su excepcional imaginación musical.

            Hace unas semanas, Montero -quien vive en Estados Unidos-, dejó la improvisación pianística y, frente a los hechos de violencia que se suceden en su patria, se atrevió a dirigir una dura carta a José Antonio Abreu, el fundador de El Sistema, el admirable modelo de orquestas juveniles que tanto bien le ha hecho a la sociedad venezolana, y sobre todo a Gustavo Dudamel (Barquisimeto, 1981), la mayor estrella del proyecto, actual director de la Orquesta Simón Bolívar y de la Filarmónica de Los Ángeles.

En su carta, Montero afirma: "Ayer, mientras decenas de miles de manifestantes pacíficos marcharon en Venezuela para expresar su frustración, dolor y desesperación por el derrumbe total cívico, moral, físico, económico y humano de Venezuela, y mientras el gobierno, milicias armadas, Guardia Nacional y policía atacó, asesinó, hirió, encarceló e hizo desaparecer muchas víctimas inocentes, Gustavo y Christian Vázquez dirigían sus orquestas celebrando el Día de la Juventud y los 39 años del nacimiento de las orquestas. Tocaron un concierto mientras su pueblo fue masacrado." Y concluye: "No más excusas. No más ‘los artistas están por encima de todo'. No más ‘Hagámoslo por los niños'."

            En un breve comunicado, Dudamel respondió a las acusaciones afirmando que El Sistema debe mantenerse por encima de la política, pues su labor es fundamental para Venezuela. Luego, cuestionado por la prensa a su regreso a a Los Ángeles, emitió un segundo comunicado donde afirmó: "La música es nuestro lenguaje universal de la paz y por esa razón lamentamos los acontecimientos de ayer [...] Con nuestros instrumentos en la mano le decimos no a la violencia y un abrumador sí a la paz".

            El tono de la respuesta -calificado por sus críticos como propio de una miss Venezuela- no ha calmado los ánimos, sobre todo si se suma a otros dos momentos que parecerían reflejar la cercanía de Dudamel con el régimen: cuando apareció en la primera transmisión de la cadena RCTV, recién expropiada por el gobierno, y cuando se apresuró a saludar a Maduro tras las muy cuestionadas elecciones de 2013. Celebrado en el marco de la polarización que sacude a su país, la polémica entre la pianista y el director de orquesta conduce inevitablemente al viejo debate sobre el papel que los grandes artistas -y sobre todo los grandes artistas mediáticos, como Dudamel- han de desempeñar frente a sus sociedades.

            Nadie duda que El Sistema, creado mucho antes del chavismo pero abrazado por él, es uno de los programas sociales más exitosos del planeta, al tiempo que la Orquesta Simón Bolívar y figuras como Dudamel se han convertido en la mejor cara del país, y un enfrentamiento entre éste y el gobierno de Maduro de seguro tendría impacto en su funcionamiento, pero esta consideración pragmática no debería ser determinante para juzgar al director. Frente a los claros hechos de represión orquestados por Maduro -ahora también documentados por Montero en un video-, muchos esperarían que Dudamel condenase firmemente la violencia en vez de enroscarse en su vago discurso a favor de la paz.

            Si bien Dudamel preferiría mantenerse al margen de la política, su relevancia internacional le impide pasar inadvertido. Estar contra la violencia, en abstracto, no significa nada; si de plano buscaba no desafiar al gobierno, quizás hubiese bastado con que lamentase las muertes concretas producidas por la represión o que hiciese un mínimo gesto musical hacia ellas. En circunstancias extremas, la neutralidad se torna imposible y no hacer nada se convierte en sinónimo de apoyo al régimen.



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3 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estado de emergencia

Decir que la nación se halla dividida o ferozmente enfrentada es, además de una obviedad, una salida fácil. En efecto, de un lado están los chavistas fanáticos -difícil imaginar maduristas-, que se solazan en mil variaciones de la teoría de la conspiración: los otros son por fuerza fascistas, enemigos del pueblo, topos de la CIA, traidores que deben ser condenados de manera expedita. Y del otro lado se encuentran, por supuesto, los antichavistas fanáticos: quienes antes aborrecían al líder no por su deriva autoritaria, sino porque detestaban a cualquier gobierno que renegase de su ortodoxia financiera o porque no toleraban su popularidad, y ahora ven en Maduro a un títere manipulado desde ultratumba.

            Pero, insisto, decir que hay dos bandos enemigos, con radicales en uno y otro, resulta anodino. Olvidémonos pues de los izquierdistas irredentos que defenderán a Maduro haga lo que haga; y olvidémonos, a la par, de los ultras de derechas -y muchos de sus aliados liberales- que no le reconocerán un solo mérito a Chávez por una alergia visceral hacia su figura. Y concentrémonos en lo que de verdad está pasando en Venezuela: un país sometido a un estado de emergencia que no ha hecho sino acentuarse con cada nueva medida tomada por Maduro, un hombre sin la astucia política de su mentor.

            Si, como ha señalado Giorgio Agamben a partir de las ideas de Carl Schmitt, el estado de emergencia en el que un individuo o un grupo se desembaraza de la legalidad para hacerse con poderes extraordinarios que les permitan enfrentar una "grave crisis" se ha vuelto el sello de nuestra época, Venezuela -y sus aliados- lo han conducido al extremo. Imbuido con la idea de que el antiguo régimen no hizo otra cosa sino explotar a las mayorías, el chavismo ganó su legitimidad en las calles, y luego en las urnas, a fuerza de desacreditar a las viejas instituciones democráticas, mostrándolas como los instrumentos usados por la oligarquía para preservar sus privilegios. Aunque parte de éste análisis fuese certero, a partir de entonces Chávez no cesó en su empeño de desvalijar a la democracia desde el consenso, asumiendo que las votaciones que ganó, al menos hasta su penúltimo intento, le permitirían arrogarse la tarea de combatir, como los antiguos dictadores romanos, todas las amenazas que se cerniesen sobre la república bolivariana.

            El fallido -y torpe- golpe de 2002 no hizo sino confirmar su paranoia: en efecto, la ultraderecha conspiró en su contra y lo apartó de la presidencia por la fuerza. Una vez que Chávez recuperó el poder, ya no había marcha atrás: el estado de emergencia se volvería permanente y sólo él, provisto ahora con esa legitimidad secundaria generada por su regreso, podría salvar al país de sus enemigos. Más allá de la retórica bolivariana, de eso se trataba: de erigirse en el único prócer de la nación. Hasta que lo consiguió.

            En esta lógica, Chávez aún logró convertirse en un émulo del Cid cuando, postrado y moribundo, consiguió que el líder opositor Enrique Capriles reconociese su postrera victoria. El poder puede heredarse; el carisma, no. Y Maduro no es -y nunca será- Chávez. De allí que, para enfrentar una crisis cada vez más alarmante, su apuesta fuese por exacerbar el estado de emergencia al conseguir que el congreso lo habilitase con nuevos poderes especiales. Todo lo ocurrido desde entonces no es sino consecuencia de este acto de soberbia, pues si, como en Roma, el dictador no contiene la amenaza -en este caso la doble hidra de la inseguridad y el desabasto- su legitimidad no tardará en desvanecerse, como ha ocurrido.

            Aprovechando el descontento popular, la parte de la oposición encabezada por María Corina Machado y Leopoldo López apostó, contra la opinión del gradualista Capriles, en impulsar manifestaciones que aceleraran la caída del régimen. Amenazado por todos los flancos -la crisis batiente; las protestas callejeras; los grupos armados sin control; y en especial el amago de los militares-, Maduro decidió dar un golpe de fuerza. Desde entonces ha silenciado a todos los medios críticos y perseguido a los líderes opositores, responsabilizándolos de la violencia. Y ha querido presentarse, de nueva cuenta, como salvador. No se trata aquí de ser de izquierda o de derecha, bilioso chavista o furibundo antichavista, sino de condenar sin titubeos a un régimen que, de por sí dueño de poderes que exceden cualquier espíritu democrático, se ha decantado enfáticamente por la represión.

 

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23 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La revoluciòn conservadora

Entre noviembre de 1989 y diciembre de 1991, un parpadeo en términos históricos, el bloque comunista que durante casi medio siglo amagó a las naciones capitalistas se desmadejó por completo, acabando con el mayor experimento de planificación social de la historia moderna. Si bien aquel brutal e insólito hundimiento se debió preponderantemente a causas intestinas -se trató más una implosión que de una derrota-, los conservadores encabezados por Reagan y Tatcher se arrogaron la victoria, como si ellos hubiesen sido los responsables de la eclosión.

Valiéndose de esta engañosa legitimidad, los conservadores no dudaron en copiar los métodos de sus enemigos y, aferrados a una ideología tan inamovible como la que habían combatido, emprendieron una revolución destinada a liquidar no ya los últimos resquicios de autoritarismo que quedaban en el orbe -tarea a fin de cuentas secundaria- como a despedazar las conquistas que, a lo largo de la guerra fría, la izquierda democrática había conseguido en su propio campo. Destruido el rival que se jactó de ofrecer una sociedad sin clases, éstos, paradójicamente rebautizados como neoliberales, se consagraron a expulsar de la agenda pública la igualdad y la solidaridad que se habían convertido en pilares del estado de bienestar.

No sería hasta la gran recesión de 2008 que los resultados de esta apuesta quedarían a la vista. La ortodoxia económica decretada por los conservadores que consiguió la desregulación de los flujos de capitales, la liberalización del comercio y una severa regulación del mercado laboral internacional, sumada a los nuevos instrumentos financieros complejos y a las directrices de la tecnología más moderna, generó una de las mayores catástrofes de los últimos tiempos, en la cual millones perdieron sus empleos o sus viviendas y vieron descender su nivel de vida a rangos de la posguerra, al tiempo que unos cuantos ejecutivos y políticos se enriquecían sin medida.

A partir de este escenario plagado de engaños, falsas interpretaciones y lugares comunes, el escritor español José María Ridao ha trazado uno de los retratos más lúcidos -y desoladores- del capitalismo avanzado. En La estrategia del malestar (2014), Ridao no cesa en su empeño de desvelar los resortes que movieron a políticos e intelectuales a lo largo de estas décadas turbulentas, exponiendo su hipocresía y exhibiendo los sofismas -o las mentiras- con que enmascararon sus intereses. Del fin del bloque soviético a los atentados a las Torres Gemelas y de las guerras de Afganistán e Irak a la caída de Lehman Brothers, Ridao enhebra reflexiones con anécdotas específicas -una joya: la olvidada burbuja económica albanesa de 1997 que tanto preludia a la reciente crisis global- para desmontar las consignas disfrazadas de argumentos y las visiones sesgadas que se fundan más en esa ideología que se quiso presentar como liquidada que en los hechos.

En La estrategia del malestar, Ridao muestra cómo los conservadores se adueñaron perversamente del término liberalismo en su estrategia de disminuir a toda costa el poder del estado, al tiempo que publicitaron la idea de que la izquierda se hallaba sumida en una profunda crisis -hasta que la propia izquierda terminó por creerlo. Por ello, Ridao afirma que "la izquierda democrática no debía estar al asalto político de ninguna fortaleza, sino defendiendo esa fortaleza del asalto político de los conservadores". Pero Ridao no se conforma con denunciar las trampas de los conservadores -y los liberales que apoyaron su cruzada-, sino que señala las incongruencias de todo el espectro político, desde los socialistas que, amagados por la derecha, se sumaron a la agenda económica neoliberal, hasta los partidos de centroderecha que, hostigados por los nuevos populismos, abrazaron sus odiosas causas.

Al término de La estrategia del malestar, uno no puede terminar más descorazonado al constatar que una era que se abrió en 1991 como idónea para extender como nunca los valores de la Ilustración -la libertad y la igualdad-, terminase sepultada en medio de guerras injustas (Irak), justificaciones de la tortura (el waterbording), limbos jurídicos (Guantánamo), recorte de derechos (para los extranjeros), nacionalismos ramplones, servicios sociales destruidos (por ejemplo en España o Grecia) y dobles raseros (uno para los aliados, otro para los demás) que dieron lugar, en fin, a sociedades marcadas por la injusticia y la falta de solidaridad.

 

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16 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crímenes y pecados

"¿Qué película de Woody Allen es su favorita?", pregunta retóricamente Dylan Farrow, la hija adoptiva del director neoyorquino con Mia Farrow, en una carta abierta publicada en la columna del columnista del New York Times Nicholas Kristof. Y prosigue: "Antes de que respondan, les contaré algo que deben saber: cuando yo tenía siete años, Woody Allen me tomó de la mano y me llevó a un sombrío ático, casi un armario, en la segunda planta de nuestra casa. Me dijo que me pusiera boca abajo y jugara con el tren eléctrico de mi hermano. Y entonces me agredió sexualmente." 

            Más allá de la indignación que ha despertado, el texto de la joven, publicado casi dos décadas después del incidente, plantea dos cuestiones que reaparecen una y otra vez en nuestra discusión pública. Considerada como el crimen más horrendo -y emblemático- de nuestro tiempo, la pederastia nos persigue como un fantasma que no hemos sido capaces de exorcizar. De la infatigable lista de sacerdotes que han abusado de miles de niños y adolescentes a los artistas acusados de delitos que van del acoso a la violación (piénsese en Polanski), nos hallamos en una sociedad que parece mostrarse tan ineficaz a la hora de proteger a sus hijos como obsesionada con exhibir a sus victimarios.

            Sin duda los responsables de estos crímenes deben ser perseguidos, pero sin jamás omitir el debido proceso ni la presunción de inocencia. Frente a los incontables ejemplos en que se ha demostrado la culpabilidad de los abusadores, en ocasiones el exceso de celo -y de justa ira- ha llevado a buen número de inocentes a la cárcel: baste recordar casos como los de las guarderías de Kern County o McMartin, ambas en California, en los que decenas de cuidadores fueron injustamente sentenciados a prisión acusados de obligar a los preescolares a participar en toda suerte de prácticas sexuales, e incluso en rituales satánicos, que sólo mucho después se revelaron falsos.

            Frente a las acusaciones de Dylan Farrow, lanzadas ya en su momento por su madre adoptiva, Allen ha vuelto a alegar en otra carta al Times que la pequeña fue manipulada por su madre. Hoy sabemos que es posible que un niño construya "falsos recuerdos" al ser sugestionado por los adultos, formando sucesos que en su mente resultan tan vívidos como un recuerdo real. Imposible determinar, a partir de su carta pública, si Dylan en verdad fue agredida por su padre adoptivo o si se trata de un "falso recuerdo", por más que el affaire y el posterior matrimonio de Allen con Soon-Yi Previn, otra de las hijas adoptivas de Mia Farrow, nos predisponga en contra del director. Correspondería en todo caso a los tribunales resolver el asunto.

            Sin embargo, la carta de Dylan Farrow indica que en este momento a ella no le interesa presentar una demanda, sino juzgar a su padrastro en un terreno más etéreo pero no menos brutal. Descontando que Allen en efecto sea un tipo infame, su hija adoptiva parece decidida a que lo veamos como un artista infame. Y a que su repugnante conducta nos sirva para descalificar su obra, de modo que los jurados del Oscar no le concedan más premios y los actores que han trabajado a su lado, como Alec Baldwin o la propia Cate Blanchet -la favorita al galardón-, se deslinden de él y lo vean como un monstruo.

            La espinosa cuestión vuelve a ser, aquí, hasta donde los actos execrables de un creador han de influir en el valor de su trabajo. ¿Puede alguien que ha abusado sexualmente de una niña de 7 años ser un gran artista? ¿Premiarlo y adularlo no es una forma de oscurecer y paliar sus -nunca mejor dicho- crímenes y pecados? ¿O acaso es posible trazar una nítida frontera entre sus (aborrecibles) actos y sus (admirables) películas? Nos enfrentamos aquí a una zona gris que, pese a la vehemencia de quienes defienden uno u otro argumento, no es fácil de dilucidar.

A la distancia, veneramos el legado de numerosos hombres perversos (de Caravaggio a Céline, de Gesualdo a Hamsun), quizás porque el tiempo ha desdibujado sus faltas, dejándonos sólo frente a la opresiva fuerza de sus obras. Demasiado cerca de nosotros, muchos fanáticos de Allen se declaran prestos a abjurar de él, por más que sus delitos no hayan sido demostrados; sólo si algún día llegaran a serlo, tendríamos que exigir el castigo que merece. Entretanto, limitémonos a constatar una vez más, sin melancolía alguna, que los grandes artistas no son sino seres tan imperfectos -y brutales, y malvados- como el resto de nosotros. 

 

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9 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El rebelde tranquilo

Con su voz entrecortada y dulce, su cabello entrecano, sus gruesos anteojos que escondían unos ojillos siempre ávidos, sus ademanes densos y apacibles semejantes a los de un morador de la sabana, la apariencia de José Emilio Pacheco en las últimas décadas -y quizás no sólo en las últimas- era la de un buda frágil y nervioso, una esfinge o un oráculo capaz de glosar en un poema o un artículo la historia de milenios. Él mismo cultivó esta imagen de manera quizás poco inocente: el tímido sabio de la tribu que, para sobrevivir en medio de infinitas pugnas y reyertas, ha de ocultar su astucia -y su desencanto, y a veces su furia- tras una máscara de anciano venerable.

Cualquiera podría certificar la sinceridad de su modestia o esa discreción que enarboló hasta el final de sus días pero, más allá de estas naturales estrategias de defensa, JEP -las icónicas siglas bajo las cuales también se camuflaba- era un inconforme y un rebelde, tal vez incluso más que Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska, sus extrovertidos compañeros de batallas, sólo que su rabia hacia la pobreza o la injusticia nunca se transmutó en gritos en la plaza pública, sino en textos y poemas tan minuciosos como transparentes, tan implacables como eruditos. No, JEP no era un polígrafo entrañable o un erudito apacible, como su admirado Alfonso Reyes, o no sólo eso: era un sereno revolucionario que, inclinado sobre su mesa de trabajo, nunca se rendía y muy a su pesar se enfrentaba, irredento, contra los males de este mundo.

En febrero de 1968, JEP no había cumplido treinta años pero ya era el mismo JEP de hace unos días. Desde el suplemento La Cultura en México de Siempre!, donde al lado de Monsiváis oficiaba como factótum de Fernando Benítez, escribía, por ejemplo, sobre Vietnam: "Los acontecimientos de 1968 muestran hasta qué punto el país más poderoso del mundo resulta débil ante las naciones pobres. Aunque pudieran triunfar militarmente y exhibir como prueba el número de muertes, moral y políticamente han perdido desde hace mucho." Ahí está, esbozada, la crítica moral que nunca abandonará al escribir sobre la vida pública: esa mirada incorruptible ("Yo nunca ceno con políticos", me dijo en una ocasión, "porque temo que lleguen a caerme bien"), a la vez mesurada e implacable, con la cual desmenuzaba su entorno. 

Poco después, en abril de 1968, JEP volvía a criticar el autoritarismo, en este caso a la URSS que desbarataba las ambiciones libertarias de los jóvenes de Checoslovaquia y Polonia: "El gusto por el poder es un veneno que no conoce antídotos", escribió, para concluir, admonitoriamente: "Para oprobio de nuestro conformismo, y ante la apatía y despolitización mayoritarias, los estudiantes piden que se les dé mayor responsabilidad y comienzan a ejercerla pronunciando en voz alta los diversos nombres del malestar que otros callan."

En mayo, al calor de las revueltas en París, fue uno de los primeros en advertir de la posibilidad de un contagio en México. A partir de entonces, su columna "Calendario" se convirtió en uno de los más exhaustivos recuentos de los movimientos estudiantiles en el mundo. Y, una vez que su predicción se confirmase y los jóvenes comenzasen a manifestarse en México, JEP no dejaría de ser uno de sus observadores -y difusores- más agudos. Tras el 2 de octubre firmaría, al lado de Benítez y Monsiváis, una defensa de Octavio Paz tras la renuncia de éste a la embajada en la India. Y muy pronto seguiría sus pasos al publicar, el 30 de octubre, al lado de José Carlos Becerra, uno de los poemas que, junto con "México: Olimpiada de 1968", más claramente condenaron la masacre: "Lectura de los Cantares Mexicanos":

 

El llanto se extiende

                       gotean las lágrimas

allí en Tlatelolco.

(Porque ese día hicieron

una de las mayores crueldades

que sobre los desventurados mexicanos

se han hecho en esta tierra.)

 

El JEP que se atrevió a escribir esas líneas cuando la censura era atroz y las acusaciones contra los intelectuales como inspiradores del movimiento los convertían en blanco de serios ataques, es el mismo JEP que siguió escribiendo su columna -ahora titulada "Inventario"- semana tras semana;  el JEP que no dudó en secundar cada una de las causas de la izquierda democrática; y el JEP que, detrás de su inquieta bonhomía y su nostalgia de poeta, nunca dejó de ser ese joven rebelde, ese tranquilo guía cívico cuya voz, en estos tiempos en que a diario se silencian la inequidad y la injusticia, nos hará tanta falta.

 

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2 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La casa de la nostalgia

La casa que habita Fernando Vallejo en la ciudad de México desde hace cuatro décadas en nada recuerda a la idílica y endemoniada Casablanca en torno a la cual gira su novela más reciente. Ubicado en plena colonia Condesa, un apacible barrio de clase media hoy transformado en una atestada y ruidosa sucesión de restaurantes, bares y boutiques, el luminoso apartamento se abre a la arboleda de Ámsterdam, la excéntrica calle circular que aún guarda el antiguo trazo del hipódromo que alguna vez estuvo aquí. Presidido por un espléndido piano de cola, y con la presencia imperturbable de una hermosa perra de pelambre dorado, es una especie de remanso venido de otro tiempo, como si Vallejo hubiese sido capaz de conservar la paz que debió prevalecer en la zona cuando se instaló aquí a su llegada a México. Y, sin embargo, parece haber un nexo claro entre esta lugar y la Casablanca de Medellín: en ambos casos es la nostalgia, y la burda inutilidad de la nostalgia, el rasgo que predomina en una y otra. Porque, más allá de las rabiosas peroratas que el narrador despliega en sus páginas -marca de la casa-, Casablanca la Bella no sólo es una despiadada crónica de la banalidad que enfrenta cualquier proyecto humano, se trate de la inagotable remodelación de una finca o la escritura de una novela, sino una emotiva oda a la infancia y el tiempo perdidos. 

            "Sólo somos nuestros recuerdos", me dice Vallejo.

            "¿Y acaso el novelista tiene más herramientas para entender el pasado?", le pregunto.

"Los novelistas no tienen por qué entender", me rebate, "los novelistas tienen que hacer sentir".

"Toda novela es esencialmente una construcción mental", le digo, "pero en tu caso es más claro: parece que todo ocurre en la mente del narrador."

"Hace años resolví escribir siempre en primera persona. Siempre hay alguien que dice yo, y que no es un narrador omnisciente, que no está metido en la mente de otros personajes, que no sabe las historias o las biografías de los otros personajes. La novela en tercera persona no va para ningún lado, ya dio lo que tenía que dar. Balzac, Dickens, Dostoievski o Zolá no me dicen nada, no me llegan al corazón; me llega el que me habla desde el yo."

Y, de pronto, Vallejo ofrece un atisbo de su poética: "¿Cómo meter en un libro de 180 páginas toda la realidad? Meter toda la realidad es una locura, una empresa desmesurada, disparatada. Pero es que de eso es de lo que se trata: de hacer lo que no ha hecho la literatura hasta ahora, desde La Ilíada o La Odisea, desde el Ramayana y el Majábharata, meter la complejidad de la vida, la complejidad del hombre, la complejidad de la realidad, en una novela. Porque nunca el hombre tuvo un mundo tan complejo como el nuestro. ¿Cómo hacerlo? Yo no sé, yo tanteo en la oscuridad, doy palos de ciego; no sé, pero lo intento..."

"En esta novela parece que la voz unívoca del yo no te basta, y ese yo se desdobla en estas otras voces con las que dialogas."

"Primero escribí cinco libros autobiográficos, reunidos luego en El río del tiempo, pero después me di cuenta de que debía ir por otro lado. Por ejemplo, en La rambla paralela, que pasa en Barcelona durante una feria del libro en la que Colombia es el país invitado, aparece un personaje que habla de mí en tercera persona, y después otro que habla de él, como en una cajita china, metidos uno dentro de otro. Y luego de eso empecé a decir algo que desde hace muchos libros quiero decir: que yo ya me morí."

"En Casablanca la bella, el narrador incorpora nuevos nombres a su lista de fallecidos, como en un Libro de los Muertos."

"Es cierto, yo tengo una libreta en donde los anoto a todos. Hoy anoté a uno que me dijeron que acaba de morir anoche. Voy acercándome a los ochocientos."

"Y, además de los muertos, las voces de los animales."

"Yo quiero mucho a los animales, es el sentimiento más claro yo tengo en la vida, mi amor por ellos. Son nuestros prójimos; los defiendo y siento que, si la humanidad no los ve así, no tiene moral. Las ratas, en este libro mío, empezaron como una maldición en una casa que se derrumba, pero al final traían la luz desde las alcantarillas."

            "Y le otorgan a tu novela un carácter de fábula, como en Fedro."

"Pero los animales hablan desde siempre, ¡igual que los muertos!"    

"Y son los animales más despreciados por el ser humano quienes te permiten ver la inutilidad del proyecto."

"La casa es el proyecto de todo ser humano", reflexiona. "Tú puedes querer que el proyecto de tu vida sea hacer una casa muy bonita, ¿no es cierto?, o ser el presidente de México o el presidente de Colombia o el Papa del catolicismo. Tú armas el proyecto que sea, y todos los proyectos están condenados al mismo fracaso, a desaparecer con la muerte, a que se los lleve el viento, a ser borrados; son todos tan inútiles como la casa de Casablanca, la bella, que va hacia el derrumbe, a que se la lleve el viento y el olvido."

"Y, para destruir toda esperanza, te vales de recursos retóricos como la oratoria sagrada", apunto.

"Es que la mejor forma de destruir la religión es con un sermón", dice Vallejo con una sonrisa, sabiendo que se acerca a uno de los temas que más lo apasionan: la crítica de la Iglesia. "La religión la destruimos con un sermón, pero conociéndola desde dentro. Hay enemigos que, si uno no los conoce desde dentro, no los puede destruir. Y yo a la Iglesia la conozco desde dentro, y digo que es mi enemigo porque quiero a los animales y ella es la principal causante en Occidente de que sean vilipendiados y despreciados y atormentados y asesinados. Mis dos grandes temas son mi amor por los animales y mi odio por la Iglesia. La Iglesia es infame; los animales son inocentes; la Iglesia es malvada y perversa, como los políticos."

 "En la novela predomina la nostalgia hacia un Medellín que ya no existe."

"Es el Medellín de la infancia ligado a la Iglesia, y a la entronización del Corazón de Jesús en la casa, que es hacia dónde va el libro. El personaje detesta a la Iglesia, pero entroniza el Corazón de Jesús en su casa."

"Y, ¿existe esa casa en Medellín?"

"Sí, la hice y fue un éxito: quedó perfecta porque me la hizo mi hermano Carlos, que es un hombre muy práctico que está en el mundo de la realidad mientras yo estoy en el mundo de la ficción y del ensueño y de las ilusiones y de lo vaporoso. A mí no me importaba la casa, pero me dio un libro que no había podido escribir."

"Me parece que la novela conserva cierto optimismo", insisto.

"Optimismo no, porque al optimismo lo destruye la razón. Todos vemos que vamos hacia una guerra nuclear, que esto es un desastre, que esto es la mentira, que esto es un mundo en manos de impostores y de charlatanes. Pero si algo me genera un poco de felicidad, es todo lo que importa. He tenido momentos de felicidad, y a lo mejor más que la mayoría, porque tuve muchos en la infancia, cuando en general la infancia es miserable. La mía fue alegre dentro de lo que cabe; ya después la retraté como un infierno por lo que tenía de infierno, pero también tenía algo de paraíso que se fue; se quedó atrás, se quedó atrás mi juventud, se quedó atrás el país de mi juventud, el país de mi niñez, la ciudad de mi niñez, la ciudad de mi juventud, este México mismo que yo conocí cuando llegué ya se quedó tan atrás, está tan lejano."

Casablanca: la casa que el narrador admiraba, y acaso envidiaba, desde la ventana de Casaloca, la casa de sus padres. La casa que quiso comprar y remodelar como si fuera posible remodelar el tiempo para volver a la infancia. Al decirlo, Vallejo permanece inmóvil, sereno, casi sonriente en su otra casa, su casa de la Condesa: "Llegué a México hace cuarenta y dos años, y llevo casi todos en esta misma casa, en este mismo departamento."

La casa de la nostalgia.

 

Publicado en "Babelia" de El País, 1 de febrero, 2014



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2 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Muertes ejemplares

Sus muertes eran tan anticipadas que sus obituarios circulaban desde hacía meses en todas las redacciones del planeta. La avanzada edad del primero no ofrecía demasiadas esperanzas sobre su recuperación, mientras que el segundo llevaba ocho años en coma. A la postre, fallecieron con semanas de diferencia: Nelson Mandela el 5 de diciembre de 2013 y Ariel Sharon el 11 de enero de 2014. Para bien o para mal, ambos representan dos de las experiencias políticas más significativas de la segunda mitad del siglo xx. Que los funerales del líder africano sirviesen para que presidentes y ministros se pavoneasen a su alrededor, mientras que el militar israelí apenas recibió unas apresuradas condolencias, no sólo ofrece una evaluación de sus carreras, sino otra prueba de cómo en nuestros días el espectáculo pesa más que el examen histórico.

            ¿Algo emparienta a estas dos figuras que hoy parecen hallarse en extremos opuestos, de un lado el prócer humanitario que acabó con el apartheid y del otro el halcón responsable de las muertes de miles de víctimas civiles? Aunque nacidos con una década de diferencia (Mandela en 1918 y Sharon en 1928), ambos fueron protagonistas centrales en épocas especialmente turbulentas y al final se transformaron en líderes pragmáticos que dejaron atrás sus convicciones para conseguir sus objetivos. Otra vez: que el triunfo incontestable de Mandela contraste con el fracaso de Sharon -debido en última instancia a su accidente cerebrovascular-, comprueba que a veces sí son las grandes figuras históricas quienes alteran el destino de sus pueblos.

            El camino inicial de ambos estuvo ineludiblemente ligado con la violencia. Desde joven, Mandela padeció la atroz discriminación aplicada por el gobierno sudafricano y, tras una primera etapa de resistencia pacífica, se acercó al partido comunista y a las ideas de Mao y el Che, y eligió el uso de la fuerza. En los sesenta, alentó la creación del grupo MK, el cual participó en decenas de atentados. El futuro pacifista creía que sólo con esta presión sus rivales se sentarían a negociar y, si bien establecía que debían evitarse las muertes de civiles, declaraba que, de no funcionar, el terrorismo se volvería inevitable.

            En ese momento Mandela fue arrestado y enviado las prisiones de Robben Island, Pollsmoor y Victor Verster. A lo largo de 27 años no sólo prosiguió su lucha, sino que volvió a encontrar la energía para buscar el fin negociado del apartheid y la senda hacia la reconciliación nacional. Su liberación en 1990, los acuerdos con De Klerk y su elección como presidente en 1994, lo mostraron como ese nuevo tipo de líder, a la vez sabio, humilde y popular, que sería hasta su muerte. Mandela sin duda es un modelo, pero no por una ejemplaridad sin tachas (nunca fue Gandhi), sino por su capacidad de transformarse -y de transformar a Sudáfrica en el proceso.

            Como Mandela, Sharon desde joven participó en las batallas para conseguir que su pueblo tuviese un estado. Muy pronto se convirtió en uno de los militares más admirados de su patria, al tiempo que su actuación recibía severas críticas por su desprecio a los derechos humanos. Fuese en la Guerra de Suez, en la de los Seis Días o en la de Yom Kippur, los triunfos bélicos y las acusaciones no cesaron. Peor: como ministro de Defensa durante la guerra del Líbano se produjeron las masacres de Sabra y Shatila, en las que miles de mujeres y niños fueron asesinados por las falanges cristianas ante la indiferencia del ejército israelí, e incluso una comisión gubernamental lo encontró culpable de negligencia.

No sería hasta que fue elegido primer ministro, en 2001, que el viejo guerrero halló una nueva estrategia hacia el "problema palestino". En contra de su gobierno, decretó la salida unilateral de sus tropas de la franja de Gaza y, poco antes del infarto, se preparaba para hacer algo semejante en Cisjordania. A diferencia de Mandela, jamás sabremos si esta mutación fue un cambio auténtico o pragmático, pero refleja que hasta alguien como él se daba cuenta del fracaso de la política israelí hacia Palestina.

            En los violentos siglos xx y xxi, Mandela y Sharon son dos extremos que no debemos olvidar: el antiguo guerrillero que alcanzó la reconciliación de su patria y el brutal estratega que ni siquiera pudo avanzar en el proceso de paz con los palestinos. Sus muertes quizás iluminen sus esfuerzos: la lenta y silenciosa partida de Sharon frente al bullicio de Mandela.

 

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19 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El túnel del tiempo

Una extravagante lógica nos impulsa a creer que las naciones se hallan destinadas al progreso, que la línea de la Historia conduce de un pasado de barbarie a un porvenir civilizado, que poco a poco los individuos ganan nuevos derechos y que muy pronto el orbe se acercará a una utopía de libertad y justicia. Por más que guerras y genocidios nos desmientan, nos resistimos a dejar atrás esta ilusión. Quizás por ello sorprenda tanto que un país que en tiempo récord dejó atrás una tiranía, tramó un admirable negociación entre sus facciones, se encaramó en un vertiginoso ascenso económico y se abrió como pocas a la tolerancia y la diversidad, hoy sea capaz de retroceder en todos estos rubros a una velocidad mucho mayor.

A la muerte de Franco, España acarreaba un sinfín de patrones autoritarios, sus regiones parecían volcadas a una fuga paralela a la de Yugoslavia, la Iglesia y el ejército continuaban como poderes dominantes y la democracia se abría paso con timidez en el anacrónico sistema dinástico heredado por el Caudillo. Y, sin embargo, las fuerzas cívicas desatadas en la Transición lograron imponerse para generar una de las sociedades más dinámicas y ejemplares de los últimos decenios.

Entre 1983 y 2009, los diversos grupos políticos parecían haberse puesto de acuerdo sobre el modo de conducir a España hacia los más altos niveles de vida, no sólo de la Unión Europea -el motor que la impulsaba-, sino del planeta. En lo que hoy luce como un parpadeo, la monarquía recobró su prestigio como garante de la estabilidad institucional, el sistema autonómico logró conservar la unidad territorial -pese a las amenazas del terrorismo vasco-, los sectores clericales fueron arrinconados y una inesperada riqueza alentó un crecimiento sin precedentes.

En medio de esta euforia, España se atrevió a presentarse de nuevo como potencia global -algo inédito desde el siglo xvii-, fuese como líder de una pujante comunidad de 400 millones de hispanohablantes, fuese a través de los exabruptos de Aznar en los noventa. Como fuere, los signos del progreso fueron acompañados por un gran salto adelante en materia de derechos y, tras una primera norma de 1985, en 2010 una importante mayoría secundó las leyes que permitían el aborto (en un avanzado sistema de plazos) y el matrimonio homosexual.

Por desgracia, en ese mismo año las marejadas del crash estadounidense arribaron a las costas de la Península y estas ilusiones se decantaron en pesadilla. El endeudamiento de la banca, sumado a la burbuja hipotecaria, barrió millones de empleos (y esperanzas). Ahogada por la inmovilidad del euro y la austeridad decretada en Berlín, en estos cuatro años España se convirtió en un zombi: un muerto viviente que hoy no hace sino lamentarse de sus pérdidas. Pero lo más desasosegante es que la crisis puso en evidencia que los acuerdos de la Transición no resistieron el fin de la bonanza. La monarquía, celosamente blindada, exhibió su honda corrupción; el sistema autonómico hizo aguas, de modo que hoy la Península se halla tan cerca de desmembrarse como a fines del siglo xviii; la clase política ha alcanzado el culmen de su desprestigio; y, como si se tratara de la más ominosa metáfora del deterioro general de una nación, las reformas sociales de los últimos años están a punto de ser echadas por la borda.

Cuando los electores le dieron la mayoría absoluta al PP para castigar el pésimo desempeño económico de los socialistas, no calcularon que sus miembros la aprovecharían para cumplir su anhelo de devolver a España al pasado en términos de moral pública. Así es como el PP no dudó en presentar una iniciativa para penalizar el aborto que no sólo retrotrae los derechos de las mujeres a antes de 1985, sino que las coloca bajo una tutela externa sin parangón en casi toda Europa (peor, incluso, que en México).

La retórica de la propuesta hace pensar que atravesamos el túnel del tiempo para situarnos en pleno franquismo. No sólo bloquea del todo la posibilidad de que una mujer aborte voluntariamente, sino que se elimina el supuesto de malformación del feto y sólo admite la interrupción del embarazo si se pone en riesgo la salud física o mental de la mujer, previo dictamen de dos facultativos (en un sistema disciplinario de raigambre medieval). Si valiéndose de su mayoría absoluta el PP sanciona esta norma, será el mayor símbolo de que una sociedad puede retroceder en el tiempo, dejando atrás no sólo sus conquistas sino su memoria.

 

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5 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El yudoca y el canario

Con su voz tersa y oscura, el primero lleva años encandilando al resto del mundo -y a la mitad de sus compatriotas- con sus trinos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación o su inspiradora lucha personal; el segundo, en cambio, ha terminado sin falta dibujado como nuestro villano prototípico: agente secreto reconvertido en falso demócrata, atleta exhibicionista y, para colmo, artero perseguidor de sus rivales. Hasta hace poco, la narrativa central de nuestra época no admitía vacilaciones: Barack Obama como el único líder capaz de devolvernos la esperanza y Vladímir Putin como encarnación viva de los tiranos del pasado.

Tal vez los estereotipos no escapen del todo a los hechos pero, si nos obstinamos en asentar el rasgo más relevante de este 2013, quizás no deberíamos fijarnos en el jesuita disfrazado de franciscano o en el adalid de la trasparencia cobijado por quienes más la combaten, sino en el cambio de percepción en torno a los dos hombres más poderosos de nuestro tiempo. Porque, sin duda, este año ha sido uno de los peores en la carrera del presidente estadounidense y uno de los mejores en la del ruso.

            Cuando Obama obtuvo la reelección nos hizo creer que su histórico "sí se puede" al fin podría verificarse; que su lucha a por un sistema de salud universal en Estados Unidos se convertiría en una realidad; que su Premio Nobel de la Paz lo predispondría contra toda tentación bélica y que su retórica en torno a la responsabilidad pública habrían de vencer todos los obstáculos, en especial los representados por la antediluviana oposición del Tea Party, para dar paso a una auténtica transformación de la política global.

A lo largo de los últimos meses, estas ilusiones se han venido abajo: si bien Obama logró defender con las uñas su reforma sanitaria, su puesta en práctica se ha resuelto en un sonoro desastre; sus ataques con drones, realizados con una escandalosa opacidad, han supuesto una cifra incalculable de víctimas civiles; tras años de indiferencia frente a la guerra civil siria, se obstinó en lanzar un ataque contra el régimen de Al-Assad sin el apoyo de Naciones Unidas -como Bush Jr. con Irak-; y, a partir de las revelaciones de Edward Snowden, aparece como el responsable del mayor plan para vigilar a todos los ciudadanos del planeta. (Y, en el caso mexicano, habría que añadir las miles de expulsiones de inmigrantes que ha ordenado.)

En el extremo opuesto, al inicio del año la imagen de Vladímir Putin no podía resultar menos favorable: luego de suprimir violentamente las protestas tras su cuestionada reelección como presidente, cerró aún más los espacios para la disidencia; encarceló sin recelos a sus opositores, entre ellos a las integrantes de Pussy Riot; se negó a liberar al oligarca Mijaíl Jodorkovski pese a que su condena había expirado; y, por si fuera poco, encabezó una sórdida campaña contra los homosexuales. Sin embargo, valiéndose de una astucia ilimitada, durante la segunda mitad de este año articuló una campaña que en buena medida ha logrado revertir su pésima reputación.

Primero, se aprovechó de un desliz de John Kerry, el secretario de Estado norteamericano, y se atrevió a impulsar el diálogo entre el régimen sirio y la comunidad internacional sobre el uso de armas químicas, conjurando la posibilidad de una nueva intervención militar en Oriente Próximo; luego, apoyó enfáticamente las conversaciones de Ginebra entre las potencias occidentales y el gobierno iraní; a continuación, se atrevió a ofrecerle asilo a Snowden -el quebradero de cabeza de Obama- ; y, en un movimiento inesperado, concedió amnistía a varios presos políticos, entre ellos a su odiado Jodorkovski y a las Pussy Riot.

Lo ocurrido este año no significa que el presidente estadounidense se haya convertido en el gran villano de nuestra era o que el ruso, sin jamás acercarse a la condición de héroe -aunque hoy sus méritos para el Nobel de la Paz parezcan superiores a los de su némesis-, haya conseguido lavar su rostro autoritaria para siempre. Pero en esta suerte de nueva guerra fría que libran las dos potencias (frente a la sigilosa mirada de China), Putin ha recuperado un amplio margen de maniobra en el escenario mundial al tiempo que Obama luce paralizado dentro y fuera de su país. Por más que pueda tratarse sólo de una percepción -recordemos que en política la imagen lo es casi todo-, 2014 se abre como un año mucho más favorable para el yudoca que para el canario.

 

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29 de diciembre de 2013
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