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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Guerras en la Red

El 5 de junio de 2013, los periódicos The Guardian y The Wasnington Post comenzaron a publicar los documentos de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que les habían sido confiados por uno de sus antiguos empleados, el hoy célebre Edward Snowden. Unas semanas después, el incidente había provocado un avalancha diplomática al demostrarse que Estados Unidos había espiado a los dirigentes de sus principales aliados, como Francia, Gran Bretaña, España o México. Pero serían dos mujeres, la canciller alemana, Angela Merkel y la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, quienes expresarían de manera más tajante su indignación.

            Durante su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre pasado, Rousseff declaró: "Entrometerse de esta manera en los asuntos internos de otros países constituye una violación del derecho internacional y una afrenta a las principios que deben guiar las relaciones entre ellos, en especial entre naciones amigas." Y añadió: "Como muchos latinoamericanos, yo he luchado contra el autoritarismo y la censura y no puedo sino defender [...] el derecho a la privacidad de los individuos y la soberanía de mi país."

            A partir de entonces, la presidenta brasileña ha querido convertirse en la voz más crítica no sólo del espionaje indiscriminado de la NSA, sino del control que Estados Unidos -y sus empresas tecnológicas- ejercen sobre la Red. Aunque después de ello la administración Obama ha intentado corregir los excesos y ha pedido disculpas por doquier, Rousseff no dudó en aprovechar la ocasión para convertir a su país en el líder de quienes se oponen a la hegemonía estadounidense en el mundo cibernético.

            La celebración de NETmundial, el principal foro para la gobernanza planetaria de la Red, en São Paulo, los pasados 23 y 24 de abril, ofrecía la mejor oportunidad para que Rousseff y sus aliados pudiesen no sólo defender sus posiciones, sino contribuir a que Estados Unidos y sus corporaciones dejasen de ser los únicos actores relevantes en el manejo de la Red. Centrada en una doble estrategia de política interna y exterior, justo en una época en que su popularidad ha descendido de manera considerable, Rousseff aprovechó la ocasión para promulgar la Ley de Marco Civil, pomposamente anunciada como la "primera constitución de internet", que incorpora un buen inventario de derechos de los usuarios y defiende una de las principales demandas de los activistas, la "neutralidad de la Red" que impide la discriminación geográfica o los accesos privilegiados por parte de las operadoras.

            El desafío de Rousseff tuvo, desde el inicio, un revés: la imposibilidad de obligar a las grandes empresas de Internet a tener servidores en Brasil, la única manera auténtica de blindar los datos de sus ciudadanos. (Una propuesta en todo muy caso cuestionada por numerosos sectores de la sociedad civil.) No obstante, las esperanzas desatadas por la nueva ley brasileña no lograron trasladarse a NETmundial, donde al final las grandes corporaciones mantuvieron el statu quo, en buena medida porque la propia Rousseff, una vez satisfecha su agenda interna, pareció inclinarse a las presiones de Washington.

            En São Paulo, la estrategia estadounidense de "multiactores" -una idea aparentemente democrática que incorpora numerosas voces al debate, pero que coloca en el mismo nivel a las grandes corporaciones y a los estados- consiguió imponerse, dando lugar a un documento que, como tantas declaraciones internacionales, es más un catálogo de buenas intenciones que producto de una auténtica gobernanza internacional de internet a no tener un carácter vinculante. En ella no aparece más que una manida condena del espionaje y se pospone el debate en torno a la neutralidad de la Red. Por otro lado, tampoco se logró que ICANN, la agencia que concede los dominios de Internet siempre conforme a los intereses de Estados Unidos, vaya a convertirse en un organismo planetario más transparente y abierto en su nueva encarnación como IANA.

            Más allá de aspectos positivos, como la interacción de cientos de voces disidentes, en esta batalla os triunfadores volvieron a ser los mismos: Estados Unidos y los grandes proveedores de servicios, los cuales consiguieron mantener un Internet unificado y "multiactoral" pero, como denuncia Jean-Christophe Notias de The Global Journal, profundamente asimétrico, dominado por quienes siguen considerando que el control estadounidense de la Red es el menor de los males.

           

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4 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La filosofía en el boudoir

Emmanuel Carballo, in memoriam

 

Cuando el viejo descubre a la mujer en el suelo, ultrajada y semiconsciente, no duda en ayudarla. Seligman la conduce a su casa, casi una celda monástica, la arropa en su cama, le ofrece un té y por fin le pregunta qué le ha sucedido. La joven, que se identifica con el nombre andrógino de Joe -acaso una referencia a la célebre prostituta vienesa Josephine Mutzenbacher-, se confiesa culpable de su desgracia, pero a continuación le dice al eremita que, si en verdad aspira a comprenderla, tendrá que escuchar su historia desde el principio, la cual se desplegará a lo largo de ocho capítulos y cinco horas de proyección.

            Nymph()maniac (2013), la más reciente película de Lars von Triers, ha sido vista como otra de sus provocaciones -en cualquier caso menos inconveniente que su desplante nazi en el último Festival de Cannes- o el episodio más endeble de su trilogía sobre la depresión, iniciada con Anticristo (2009) y seguida con la sublime Melancolía (2011), pero en realidad se trata de un denso y chispeante diálogo filosófico, a la manera de La filosofía en el boudoir del Marqués de Sade, que se vale de la sexualidad -del libertinaje, para usar el término de la época- para explorar las tensiones entre el conformismo del establishment y el poder destructivo de la revolución o, en jerga freudiana, entre el manto protector de la cultura y el desorden de las pulsiones individuales.

            Convertida en una suerte de Sheherezada hardcore, Joe (Charlotte Gainsburg, interpretada de joven por la modelo Stacy Martin) iniciará su relato con su iniciación sexual, a los quince años, a manos de un macarra que reaparecerá una y otra vez en su vida, Jérôme (un malogrado Shia LeBoeuf), quien la posee violentamente cinco veces: 3+2, según la fórmula que aparece en la pantalla. Al escuchar esto, Seligman (Stellan Skarsgård) no evitará señalar que los dos números corresponden a la sucesión de Fibonacci, sentando la pauta de sus conversaciones posteriores: mientras la narración de Joe se desliza de la farsa picante a la tragedia pornográfica, él no dejará de introducir referencias pictóricas, literarias y científicas para explicar -o moderar y controlar- la voracidad sexual de su protegida.

            Von Triers invierte los parámetros de Sade: si en La filosofía en el boudoir el caballero Dolmancé educaba a la virgen Eugénie en los placeres del libertinaje, aquí es la libertina Joe quien pervierte y alecciona al igualmente virgen Seligman -cuyo nombre significa no sólo feliz sino bienaventurado- en los desfiladeros de la ninfomanía. En cambio, no traiciona el espíritu del Divino Marqués al enhebrar, en tonos y formatos, que van de la comedia de costumbres a los episodios francamente "sádicos", las distintas posibilidades del desenfreno, ilustradas con las peripecias de Joe y puntuadas por reflexiones -a veces profundas, a veces pueriles- sobre los roles masculinos y femeninos, el lenguaje políticamente correcto o la libertad de expresión.

            En este juego, Joe siempre posee opiniones subversivas: le llama negro (nigger) a un emigrante africano, cuya lengua desconoce, porque "cada vez que se pierde una palabra la democracia pierde", o afirma que, si quienes tienen tendencias pedófilas pudiesen fantasear con ellas habría menos abusos reales (como en Sade, parecería que éstas son las auténticas opiniones de Von Triers). Del otro lado, Seligman no cesa de defender la tolerancia y la razón, y en su mirada nunca deja de advertirse un destello de empatía hacia la joven. Pero, si bien ella no deja de juzgarse con severidad, también asume con firmeza cada una de sus decisiones, desde su afirmación como "ninfómana" en un círculo de ayuda para adictos sexuales hasta el instante en que abandona a su esposo y a su hijo en busca de su propio placer (algo que Sade hubiese aplaudido a rabiar).

            En uno de los pasajes más explícitos de la cinta, Seligman absuelve del todo a Joe al afirmar que, si ella hubiese sido hombre, a nadie le habrían escandalizado su miríada de amantes o el abandono de su familia: ser mujer la hace revolucionaria. El típico "cuento moral" del siglo XVIII acaba también según los cánones, con una retorcida moraleja muy del gusto de Von Triers. Sin querer revelar la sorpresa -advierto sobre un posible spoiler-, baste decir que al final la cultura siempre resulta una máscara hipócrita y son los impulsos y el deseo quienes se acaban por imponerse aun si nos conducen a la muerte.

           

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27 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo, yo, yo

¿Cómo saber cómo se comportará nuestro adversario en el futuro? ¿Cómo prever sus movimientos, sus estrategias, sus argucias? ¿Cómo defendernos de sus ataques o colaborar con sus llamados de concordia? ¿Cómo adivinar lo que se oculta detrás de sus facciones luminosas o siniestras, y en cualquier caso engañosas? Y, lo más importante, ¿cómo negociar con esos desconocidos que nos rodean y que esconden sus verdaderas intenciones? La respuesta es simple: todo lo que hacen es en busca de su provecho. Todo. ¿Cómo lo sé? Porque yo soy igual: nada me importa excepto mi propio beneficio. Mejor aceptémoslo de una vez. Asumamos que el egoísmo es el único motor del ser humano, y el único motor de la sociedad contemporánea.

            Esta reducción del ser humano a una sola explicación omnicomprensiva -a un totalitarismo como tantos del pasado- se instauró de manera permanente entre nosotros hace apenas unas décadas, cuando economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman la asumieron como punto de partida de sus teorías, y sobre todo cuando la ideología neoliberal la adoptó como piedra de toque de sus planteamientos. La caída del Muro y la extinción del bloque soviético -de la patraña comunista- encausó su edad de oro: desde entonces ningún economista y ningún líder cuestionan su validez. De pronto todos pasamos a ser tan sencillos como previsibles: dado que sólo nos importa nuestro yo, predecir nuestro comportamiento resulta tan fácil como introducir unos cuantos algoritmos en una computadora y esperar unos segundos para obtener el resultado.

            Pero, ¿cómo ocurrió este acto de prestidigitación que nos transformó en unos seres tan sosos, tan inocuos? En Ego. Las trampas del juego capitalista (Ariel, 2014), Frank Schirrmacher realiza una genealogía de esta peligrosa idea que ha terminado por contaminarnos sin remedio. El codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung sitúa su origen en la teoría de juegos desarrollada por John von Neumann y Oskar Morgenstern y luego ampliada por John Nash -el excéntrico matemático de Una mente brillante que aún deambula por el campus de Princeton-: a fin de encontrar una estrategia para entender la conducta ajena, hacía falta inventar un modelo de ser humano puramente racional cuyo única obsesión fuese el egoísmo. Pero de allí a asumir que los seres humanos somos idénticos a ese engendro -al que Schirrmacher denomina el "Número 2"- no sólo hay un abismo, sino un desplazamiento moral que acaso sea el causante de muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo.  

            En Ego, Schirrmacher sigue el sorprendente itinerario de esta mutación, desde el momento en que los economistas neoliberales se valieron de la teoría de juegos para poner en marcha sus propias ideas -en particular su pasión por el homo oeconomicus, sus aproximaciones al rational choice y a los mercados eficientes de Eugene Fama- hasta el momento en que sus algoritmos computacionales se han extendido por doquier, de la mercadotecnia a la política y de la educación a la criminología, asumiendo que ese Número 2 ha pasado a ocupar nuestro sitio.

            Schirrmacher pinta una nueva criatura de Frankenstein, por supuesto. Un monstruo inventado por nosotros como una mera aproximación a la realidad -un modelo teórico como cualquier otro- que hoy controla infinitos ordenes de nuestra vida política, económica y social. De nuestra vida cotidiana. La concepción de que el yo es lo único que cuenta, trasladada al mundo financiero, ha sido una de las causas de la Gran Recesión de 2008, pero también de los anuncios dirigidos de Google o Amazon, que intentan adivinar nuestras elecciones a cada instante, o de que la política haya terminado reducida, gracias al poder de las encuestas, a un simulacro al servicio de los mercados. Los ciudadanos se vuelven clientes y el Estado una gran computadora que nos impone comportamientos predeterminados.

            Por alarmante que suene, quien escribe estas páginas no es un reportero amarillista, sino el codirector de uno de los diarios más influyentes del planeta -hasta donde los diarios aún pueden serlo. Su denuncia de un mundo regido por la "democracia de mercado" y por la "economía de la información" basadas en una reducción del ser humano a un puro ego previsible constituye una poderosa alerta sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros mientras nos mantengamos ciegos a las diarias conquistas del Número 2. 

           

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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apolo y Dioniso

Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y nuestro Aristóteles. O, mejor, nuestro Apolo y nuestro Dioniso.

            Sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas Llosa, de Donoso a Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales -si entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos- fueron las del poeta y cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge Isaacs a Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros libros.

            A la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano -a su pesar- a la derecha, el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas las familias -esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo-, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún otro en América Latina.

            Sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el delincuente. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia -y en especial la sórdida trama colombiana- el mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se -y nos- impone.

            Apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. Las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. Para empezar, García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas.

Los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar -Vargas Llosa dixit- su deicidio.

                          

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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vencedor del tiempo

Corrían las primeras semanas de 1967 y Gabriel García Márquez, quien estaba a punto de cumplir 40 años, era considerado un escritor talentoso y un brillante periodista, pero en cualquier caso una figura menor si se le comparaba con sus compañeros de promoción, ese grupo mitad literario, mitad político -suerte de trasuntos de los Beatles en América Latina-, conocido como el Boom. Carlos Fuentes estaba a punto de ganar el Premio Biblioteca Breve con Cambio de piel y hacía ya cinco años de que Mario Vargas Llosa había hecho lo propio con La ciudad y los perros, en tanto que Julio Cortázar había publicado Rayuela en 1963. Y entonces ocurrió el milagro.

La anécdota ha sido contada cientos de veces, como si formara parte de la novela misma: de camino a Acapulco con su familia, el narrador colombiano al fin creyó hallar el tono y el estilo de su próxima obra, dio media vuelta, volvió a la ciudad de México, vendió su coche para sufragar los gastos cotidianos y, mientras su esposa Mercedes se las arreglaba para sobrevivir, se sumergió en la prolongada composición de Cien años de soledad. Un par de años después, García Márquez se había convertido en el escritor más celebrado de América Latina y, en menos de una década, de todo el mundo. Y, apenas quince años después -un parpadeo en la historia literaria-, recibía el Premio Nobel de manos del rey de Suecia.

La historia de este libro, y de su autor, cargada con esa aura a la vez épica y mítica que asociamos con sus páginas, resulta hoy casi inverosímil. Es la a historia de un éxito literario y personal que habría de transformarse en un hito para América Latina. Muy pocos libros han tenido un efecto tan poderoso sobre la realidad como Cien años de soledad, por más que se le siga viendo como un libro fantástico -o parte central de esa etiqueta, tan artificial y engañosa como todas las etiquetas, de "realismo mágico". Porque su publicación no sólo alteró drásticamente nuestra vida literaria, sino que modificó para siempre la percepción que el resto del mundo habría de tener desde entonces sobre esta parte de la Tierra.

Desde 1959, América Latina había dejado de ser un ámbito desconocido, más o menos salvaje y más o menos olvidado, para esa otra engañosa ficción que aún llamamos Occidente. En plena Guerra Fría, parecía como si de pronto nuestros países hubiesen sido llamados a ser un nuevo "laboratorio para el fin de los tiempos", en el que tanto nuestros líderes guerrilleros como nuestros intelectuales debían ocupar un lugar fundamental. Amparados, pues, con esa iluminación a la vez política y literaria -con esa antorcha dual de la Revolución-, los miembros del Boom se decidieron a emprender una auténtica guerra para abrirse paso en los centros de poder de todo el orbe.

Hartos de soportar tanto a sus detractores tradicionales -en especial a los nacionalistas irredentos de cada uno de sus países- como la irrelevancia a que los condenaba el orden global del momento, Fuentes, Vargas Llosa & Cía. se batieron ferozmente con sus libros, sus artículos y sus declaraciones públicas para transmutar violentamente el espacio imaginario latinoamericano, en una guerrilla mucho más exitosa que la llevada a cabo por sus contemporáneos armados en las selvas y las cordilleras del continente. Pero no sería hasta que García Márquez -el menos preparado de entre ellos- publicase Cien años de soledad que su paradójica victoria quedaría asegurada.

Porque, a diferencia de La casa verde o La muerte de Artemio Cruz, novelas políticas donde la imaginación aún estaba al servicio de la historia, o de la propia Rayuela, un artefacto puramente literario, en Cien años de soledad la Historia -la gran historia de Colombia como metonimia de la historia de toda América Latina- quedaba sometida al gran poder del lenguaje y de una imaginación desbordada y sin límites, como si sólo entonces América Latina hubiese sido capaz de liberarse por completo de la subyugación discursiva proveniente de Europa y Estados Unidos. Más que cualquier triunfo guerrillero, Cien años de soledad fue -y aún es- el mayor triunfo de América Latina.

Un libro, sí, que cambió el mundo. A la distancia puede reprochársele que, en pos de una imagen de América Latina radicalmente distinta a la que le había sido impuesta secularmente, Cien años de soledad haya construido otra, tan hegemónica como la anterior, en la que la supuesta "magia" que impregna al libro es usada como pretexto para explicar -o anular- todas las anomalías de la región, pero la culpa de esta lectura sociológica no es por supuesto de García Márquez. Él, como ningún otro escritor de nuestra región, supo batirse con toda la tradición literaria que cargaba a cuestas, triturarla, y fraguar el mejor espejo de la realidad de la segunda mitad del siglo xx, y no sólo para América Latina, sino para el mundo entero. Pese a su bonhomía, él fue nuestro mayor revolucionario. Y por ello, paradójicamente, hoy hemos perdido -sí- a nuestro mayor clásico.

 



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La sonrisa de Rumsfeld

A lo largo de dos horas -y podemos asumir que en las treinta y cuatro que duró la charla- no hace otra cosa que sonreír. A veces sonrisas punzantes, a veces discretas, y en la mayor parte de los casos irónicas. Sonrisas llenas de certezas. De vanidad. De suficiencia. Sólo en un momento, hacia el final de la cinta, a Donald Rumsfeld se le quiebra la voz e incluso deja escapar unas lágrimas para mostrarse frágil y humano. ¿Acaso toda la entrevista es producto de una soberbia actuación? ¿El antiguo secretario de Defensa de George W. Bush merecería un Óscar por su interpretación de sí mismo?

            Si The Unknown Known -la traducción pierde su fuerza en español: Lo desconocido conocido-, el documental de Errol Morris en torno a la figura de Rumsfeld, resulta fascinante no es porque su protagonista realice una sola declaración espectacular o porque alcancemos a vislumbrar sus contradicciones internas y menos un atisbo de redención, como ocurría en The Fog of War (2003) con otro secretario de Defensa caído en desgracia, Robert McNamara, sino justo por lo contrario: la invulnerabilidad de uno de los hombres de poder más influyentes de las últimas décadas frente al juicio de la Historia.

            La entrevista, qué duda cabe, es un combate. Frente a la cámara, el político que hará hasta lo imposible por justificarse, decidido a no mostrar el menor signo de agonía -con la forzada excepción del final- frente a los embates de Morris, a quien considera su enemigo. Y detrás de la cámara, el cineasta que, con el bagaje de su documental previo, intentará que, en un descuido o en un instante de hubris o soberbia, Rumsfeld muestre su auténtica naturaleza. Si hubiera que señalar un ganador de la contienda, en principio habría que pensar que es Rumsfeld: pese al acoso del entrevistador, quien no duda en mostrarle las evidencias de sus mentiras, el antiguo secretario de Defensa se mantiene impertérrito, ajustado militarmente al guion que él mismo ha escrito para sí. Aunque al final la victoria quizás no sea del todo suya...

            Aunque The Unknown Known (2013) parte de los miles de memorandos que Rumsfeld dictó durante sus años en el Pentágono -incluyendo aquellos en los que puja por intervenir en Irak o en los que aprueba las tácticas de tortura conocidas como "interrogatorio mejorado"-, en realidad se extiende a lo largo de toda su carrera, desde sus inicios como joven congresista republicano hasta su ascenso como secretario de Defensa de Gerald Ford, y desde su batalla contra George Bush padre para convertirse en vicepresidente de Ronald Reagan hasta su regreso al primer círculo del poder, con el hijo del anterior, de la mano de su antiguo asistente, Dick Cheney. El retrato, lleno de tintes shakespereanos, recuerda al Frank Underwood de House of Cards: un hombre absorbido por el ansia de poder, capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya y desprovisto de cualquier sombra de culpa. La coherencia, en cualquier caso, es absoluta: el Rumsfeld que en la administración Ford perseguía a toda costa el aumento de presupuesto militar para amedrentar a los soviéticos es el mismo Rumsfeld que se empeñó en invadir Irak para mantener los intereses geoestratégicos de Estados Unidos en Medio Oriente.

            Y es aquí donde se encuentra el meollo del documental, en esa invasión que fue producto de uno de los engaños más grandes del siglo: Saddam Hussein, como ahora sabemos, no poseía armas de destrucción masiva. Frente a esta verdad, Rumsfeld articula su teoría de lo desconocido conocido: "hay cosas que sabemos, cosas que sabemos que no sabemos y cosas que no sabemos que sabemos, pero también hay cosas que creemos saber, aunque al final nos damos cuenta de que no". Un juego de palabras que sirve como metáfora del infinito juego de silogismos y trampas verbales con las que Rumsfeld se escuda una y otra vez para no asumir la menor responsabilidad por sus errores.

            Sin embargo, al final es esa sensación de observar una fortaleza inexpugnable lo que termina por resultar más esclarecedor del personaje -y del régimen que lo llevó a la cima. Una camarilla que, cegada por la ideología y la ambición, no dudó en torcer no sólo el lenguaje, sino la lógica y la moral, para cumplir sus objetivos. Que su estrategia se revelase como un gigantesco desastre -Afganistán e Irak en peor estado que antes de la guerra y Estados Unidos con mucha menos fuerza y prestigio- no les impide permanecer seguros de sí mismos. Ni sonreír sin pudor.

              

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13 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin compromiso

¿Existe aún la literatura política? ¿O toda la literatura es política? Y, si toda literatura es política, ¿entonces al cabo no lo es ninguna? En No tan incendiario (Periférica, 2014), la escritora española Marta Sanz (Madrid, 1967), una de las voces más lucidas de su generación, se formula estas preguntas en una batería destinada a incomodar a sus pares más que a ofrecer respuestas claras o argumentos irrefutables. Su ensayo surge del malestar: la sensación de que, mientras nuestro entorno social se degrada sin remedio, el discurso neoliberal todo lo impregna de maneras soterradas (o bien visibles) y la desigualdad no hace sino acentuarse, los escritores se han vuelto incapaces no ya de reflejar este entorno en sus ficciones, sino de tomar ningún partido frente a ellas.

            Fatigados de que durante buena parte del siglo XX los artistas se viesen obligados a defender "buenas causas" que en numerosas ocasiones se revelaban como máscaras para las dictaduras ocultas bajo el socialismo real, y de que pergeñasen un sinfín de textos plagados de reivindicaciones ideológicas que ahora se han vuelto ilegibles, la mayor parte de los escritores de nuestro tiempo parece haber renunciado a cualquier atisbo de compromiso. A partir de la caída del Muro de Berlín, atreverse a usar la literatura para señalar o acusar se volvió primero anacrónico, luego hilarante y al cabo patético. Hoy, escribe Sanz, "la literatura política se interpreta siempre en clave de panfletarianismo". Pero "es una interpretación interesada".

            Lo sabemos: uno de los mayores triunfos de esa revolución que hemos dado en llamar neoliberal (o neoconservadora), consistió no sólo en presentarse como una no-ideología -un puro alarde de administración técnica- sino en convencer a los ciudadanos de la banalidad de la política. Barajando un sinfín de ejemplos que exhibían sus infinitos males -de la insensatez de nuestros líderes a la corrupción generalizada-, los gestores del discurso dominante consiguieron su objetivo: sociedades asqueadas de sus gobernantes que se desentienden de ellos y los dejan libres de cualquier vigilancia.

            Así se fraguó la despolitización que nos caracteriza: embrutecidos por toda suerte de espectáculos -más circo que pan-, los individuos se concentraron exclusivamente en sí mismos, ajenos a cualquier asunto que sonase a "solidaridad" o "humanismo". Lo peor es que los escritores, hasta entonces asumidos como defensores de los desprotegidos, se convirtieron en entusiastas voceros de esta visión. De allí que, a partir de los años ochenta, el momento en que el neoliberalismo de Reagan y Tatcher se prepara para su asalto final, las novelas políticas pasasen de moda, sustituidas por tramas intimistas o de género, asépticamente ajenas a cualquier pulsión política. "La ideología hegemónica idealiza y aísla el yo como si el yo no formase parte de un nosotros", escribe Sanz.

            Frente a los grandes frescos heredados de la generación del Boom, las novelas posteriores renunciaron a asumirse como espejos sociales para presentarse como meros testimonios del individualismo -del egoísmo- omnipresente. De un lado, sus autores se concentraron en historias mínimas, cuanto más fragmentarias y "anoréxicas" más celebradas por la crítica, o bien en metaficciones que, más allá de su saludable experimentación lingüística, renunciaron a fijarse en lo real. Porque, queriéndolo o no, los escritores responden con sus historias, y las estrategias que emplean para contarlas, a la ideología hegemónica de cada momento, sea para enfrentarse a ella o, más frecuentemente, para dispersarla. A nuestra era neoliberal, apenas escocida por la crisis del 2008, le corresponde esta narrativa neutra, individualista, fragmentaria y libresca o, en el otro extremo, convertida en un puro producto comercial al servicio de los nuevos lectores, auténticos tiranos del gusto a los que es obligatorio complacer.

            ¿Cómo ser hoy un novelista comprometido? Según Sanz, la clave estaría en hallar discursos que, en vez de complacer a ese lector que sólo busca disfrutar de lo que conoce y de lo que exige como consumidor, vuelvan a estremecerlo y perturbarlo. En seguir la consigna de Marguerite Yourcenar y asumir que, hoy más que nunca, nos faltan realidades. Y en no asustarse a la hora de perseguir una escritura política -una literatura que, en vez de ser política por su ausencia de política, vuelva a ser una "forma de conciencia de la vida", capaz de "intervenir en el mundo".

 

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6 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Unir y desnuir

Durante una sesión solemne celebrada el 1º de mayo de 1707 en el Palacio de Westminister, los antiguos parlamentos de Inglaterra y Escocia dejaron formalmente de existir para dar vida al nuevo Parlamento de la Gran Bretaña, de acuerdo con el Tratado de Unión del 22 de julio de 1706. Si bien las dos naciones habían compartido monarca desde que Jacobo VI de Escocia heredase el trono de Inglaterra a la muerte de su prima Isabel I —adoptando el nombre de Jacobo I—, habían conservado sus respectivas instituciones y una soberanía casi absoluta sobre sus asuntos internos. De este modo, aunque la unión se celebró de forma voluntaria, muy pronto aparecieron las voces críticas que consideraban que Escocia había pasado a convertirse en una dependencia de Londres. (Hoy, cuenta con una considerable autonomía).

 

            Ese mismo año de 1707, el nuevo rey de España, Felipe V de Anjou, firmó los Decretos de la Nueva Planta que suprimieron los fueros que habían disfrutado los reinos de la Corona de Aragón tras su unión dinástica con Castilla derivada del matrimonio de los Reyes Católicos en 1469. En este caso, la medida no derivó de un acuerdo más o menos amistoso, sino de la Guerra de Sucesión en la cual Cataluña, Valencia y Baleares apoyaron a Carlos de Austria, el odiado rival de los borbones, el cual finalmente sería derrotado en 1710 (aunque los castellanos sólo se harían con el control de Barcelona en 1714). A partir de su implantación, los Decretos le arrebataron a Cataluña sus privilegios y la sometieron a los designios de Madrid hasta que en 1975 se convirtió en una comunidad autónoma con enormes competencias propias.  

            Luego de tres siglos, escoceses y catalanes se aprestan a celebrar sendas consultas para determinar sus deseos de pertenecer a Gran Bretaña y España o de decantarse por la independencia. Pese a la coincidencia temporal —el referéndum en Escocia está convocado para septiembre, mientras que el de Cataluña podría celebrarse en noviembre—, las diferencias entre ambos procesos son enormes, primero porque el escocés ha sido aceptado a regañadientes por Londres, mientras que Madrid considera que el catalán es ilegal (o, en el mejor de los casos, carente de cualquier consecuencia jurídica), y segundo porque los sondeos vaticinan una derrota de los independentistas en Escocia, que se quedarían en torno al 35%, y su victoria en Cataluña, donde recibirían en torno al 60% de los votos.

Así, mientras el XIX fue el siglo de las reunificaciones (y las expediciones coloniales) derivadas del moderno nacionalismo que acababa de nacer, y el XX el de la descolonización articulada a partir de idénticos principios, el XXI se revela como el siglo de la desunión, como si el pacífico divorcio de la República Checa y Eslovaquia —con el ominoso trasfondo de la desintegración de Yugoslavia— fuese el máximo anhelo al que pueden aspirar sociedades como la catalana o la escocesa (o la vasca, o la bretona o la padana).

Aunque los nacionalismos sean unos de los monstruos más perniciosos surgidos al término de la Guerra Fría, su fuerza actual no sólo deriva de las ideologías excluyentes ferozmente enquistadas en distintas partes de Europa o de la crisis económica, sino de la incapacidad de las élites nacionales para negociar en condiciones de igualdad con las élites locales (y viceversa), en lo que supone más bien un lamentable enfrentamiento entre nacionalismos equivalentes. Basta escuchar cómo hablan numerosos dirigentes madrileños de sus contrapartes catalanas para entender la popularidad del independentismo, del mismo modo que basta con escuchar cómo se refieren numerosos dirigentes catalanistas a sus contrapartes “madrileñas” —jamás dirían españolas— para justificar el centralismo. 

            Más allá de sus resultados, las aventuras independentistas de Escocia y Cataluña ponen en evidencia tanto la fragilidad de las identidades nacionales  —a fin de cuentas ficciones al servicio de unos cuantos— como la perversidad de un sinfín de políticos que no han encontrado mejor forma de acrecentar su popularidad que exacerbando los prejuicios más arraigados de sus electores. El vacío de nuestro discurso político, incapaz de articular nuevos modelos de sociedad en frente a la devastadora crisis del capitalismo que nos aqueja, es el responsable de que, en plena era de la globalización, se derrochen tantas energías en defender banderas, himnos e insignias que no traen a la memoria más que los ecos de infinitas batallas y de sangre.  

 

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30 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La extinción de los intelectuales

El 23 de octubre de 1968, el suplemento La Cultura en México publicó al fin, luego de la llamada “tregua olímpica” impuesta el día 12 en realidad un periodo de censura extrema, el poema que semanas antes Octavio Paz había dirigido a los coordinadores del programa cultural de la Olimpíada. Apenas el 18 de octubre se había hecho pública su renuncia a la embajada en la India, y las voces afines al régimen no cesaban de vituperarlo.

“México: Olimpíada de 1968” incluía algunalíneas poderosamente explícitas(Los empleados/ Municipales lavan la sangre/ En la Plaza de los Sacrificios) y habría de convertirse en un ejemplo para muchos de los poetas más relevantes de laépoca, como José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra, Marco Antonio Montes de Oca o Juan Bañuelos. En el ambiente de represión posterior all 2 de octubre,sus versos fueron el más abierto desafío contra el gobierno.

La renuncia de Paz encarnó uno de los momentos más brillantes de la tradición del intelectual público en México. Siguiendo el modelo iniciado en 1898 por Émile Zolacon su célebre J’accuseel poeta usó todo su prestigio para señalar los abusos del poder. Desde entonces, la figura del escritor comprometido adquirió cada vez mayor prestigio en nuestro país, y la carrera personalidades tan disímbolas como Fuentes, Zaid, Monsiváis o Poniatowska se fraguó en buena medida gracias a la legitimidad alcanzadaen el 68. De hecho, el poder simbólico de los intelectuales se volvió tan grande que lospolíticos de entonces nunca dejaron de verlos con una rara mezcla de temor, admiracióndesprecio.

Estperverso sistema, en el cual los intelectuales fungían como guías morales de la sociedad, siempre dispuestos a exhibir los abusos de un gobierno que a su vez se esforzaba en complacerlos o neutralizarlos, comenzó a extinguirse en el 2000. Pordisfuncional que haya resultado nuestra transición a la democracia, acarreó una drástica mutación en el modelo de autoridad. Como revela el caso extremo del 68, durante la larga época del autoritarismo priista los intelectuales eran casi las únicas voces disidentes, y sus opiniones eran escuchadas tanto por los círculos de poder como por laspequeñas élites ilustradasSus palabras adquirían, pues, un carácter netamenteperformativo y tenían claros efectos en la realidad.

  A partir del 2000, con una sociedad cada vez más abierta y plural, ese rol de gurú o de oráculo se erosionó drásticamente. Las razones son múltiplesPrimero, los medios de comunicación se abrieron poco a poco a otras voces, en especial de quienesse presentan como auténticos expertos en la agenda pública, hitoriadoressociólogos,politólogos y economistas. O bien se dio lugar a opinadores profesionalesopinócrataslos llama Jorge Castañedacuya celebridad no se basa en su obra artística o científica, sino en el éxito social de esas mismas opiniones.

En segundo término, tras el vago interludio de Fox con el Grupo San Ángel, los gobiernos sucesivos ya nunca sintieron esa morbosa fascinación hacia los intelectualesde sus predecesoresen tanto que muchos de éstos comenzaron a acercarse más al poder económico qual político. En tercer lugar, mientras que los escritores de las últimas generaciones nacidos de los sesenta en adelante dejaban de escribir sobre asuntosde interés público, sus maestros inevitablemente han ido desapareciendo (de quienesbrillaron en el 68, sólo quedan Zaid y Poniatowska). Y, por último, la proliferación deblogs y el auge de las redes sociales ha provocado que locomentarios sobre temaspúblicos hayan dejado de ser bienes escasos, como en el 68, para convertirse en una moda omnipresente.

Ninguna de las opiniones de escritores, artistas o científicos que hoy circulan en los medios (incluida por supuesto esta columna) alcanzan siquiera de lejos la relevanciaque tuvieron hace apenas unas décadas. Y quizás esté bien que así sea: el modelo delintelectual engagé respondía a una época de autoritarismo ahíta de figuras admirables. Hoy, la opinión pública se modela de forma más plural, más caótica, más interactiva. Aunque sin duda hay pérdidas: basta leer cualquier artículo de Paz de Fuentes, Zaido Monsiváis, para saber que, si acaso hemos ganado en precisión o variedad, sin duda hemos perdido en términos de estilo. De ese gran estilo que, en el pasado reciente, les servía a nuestros grandes escritores para desmenuzar la realidad e incordiar al poder.

 

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23 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Triste Guerra Fría

Poco después de que el 4 de noviembre de 1956 dos columnas de tanques penetrasen en Budapest a fin de aplastar la revuelta que buscaba sustraer a Hungría del Pacto de Varsovia, Estados Unidos y sus aliados se apresuraron a condenar la maniobra -con escasa vehemencia, pues casi al mismo tiempo Francia y Gran Bretaña habían irrumpido por la fuerza en el Canal de Suez-, exigiendo el retiro de las tropas soviéticas. En las siguientes semanas, la retórica del "mundo libre" se tornó cada vez más inflamada, al tiempo que el control soviético sobre su satélite se volvía un fait accompli. Pese a los intentos de llevar el caso a Naciones Unidas y de formar una comisión que investigara los hechos, el temor a una conflagración atómica impedía que Occidente pudiese intervenir en el ámbito de influencia de su antiguo aliado.

            No es casual que la reciente invasión de Crimea parezca resucitar los fantasmas de esos tiempos: por primera vez desde la eclosión de la URSS, Rusia ha decidido apoderarse de facto del territorio de una nación soberana mientras Estados Unidos y la Unión Europea se conforman con anunciar débiles represalias. A la hora de analizar el conflicto, la mayor parte de los analistas fijan sus miradas en Vladímir Putin, a quien presentan como una suerte de matón profesional que, sin eludir su condición de agente del KGB, se muestra obsesionado con devolverle a Rusia su antiguo imperio a cualquier costo. Las mismas voces que hace unos meses celebraban su habilidad para impedir la incursión de Estados Unidos en Siria -la cual incluso le granjeó su nominación al Nobel de la Paz-, ahora lo presentan como el único responsable de la crisis. Pero, tal como ha demostrado desde que sustituyó al errático Borís Yeltsin, Putin no es ni un palurdo ni un demente. Al contrario: pocos hombres de poder se han acomodado mejor al nuevo orden multipolar.

            En cualquier caso, las diferencias entre esta nueva Guerra Fría y la original son demasiado profundas. A diferencia de entonces, hoy Rusia no representa un modelo ideológico contrario al de Occidente, sino su paradójica exacerbación. Cuando la URSS se autodestruyó en 1991, Rusia y sus antiguas dependencias fueron el mayor campo de ensayo de la utopía neoliberal encabezada por Ronald Reagan y Margareth Tatcher. Allí, más que en ninguna otra parte, los mercados fueron dejados a su arbitrio, libres de cualquier regulación, al tiempo que el estado era reducido al mínimo. El resultado: un caos sin freno que enriqueció a unos cuantos oligarcas y acentuó pavorosamente la desigualdad social.

            No fue sino hasta la llegada de Putin que Rusia recuperó la estabilidad de la mano de un feroz capitalismo de estado incapaz de tolerar la menor disidencia (de allí la venganza contra un antiguo aliado como Jodorkovski). Desde entonces, Putin se ha dedicado a reforzar su autoridad mediante un hábil equilibrio entre la intimidación y la benevolencia. La invasión de Crimea debe ser entendida en esta lógica: un golpe de mano para indicarle a Estados Unidos y la Unión Europea que la época en que podían extraer de su esfera a sus antiguas dependencias -como ocurrió con sus vasallos de Europa del Este y luego con los países bálticos- ha llegado a su fin.

            Sólo que la recuperación de Crimea, que hoy celebra un referéndum que sin duda ganarán los partidarios de la unión con Rusia, podría revertírsele a Putin más pronto de lo que imagina. Usar el ejemplo de Kosovo para justificar la secesión de la península resulta demasiado peligroso si se toma en cuenta que existen decenas de nacionalidades en el ámbito de la Federación, empezando por los chechenos, las cuales ahora podrían invocarlo con idéntica legitimidad. Por no hablar de la suspicacia y el recelo que habrán de acentuarse en las antiguas repúblicas soviéticas que hoy siguen dependiendo económicamente de Moscú, sobre todo en Asia Central. Por ello, a la hora de juzgar la actuación de los hombres providenciales, siempre vale la pena recurrir a otro ruso, Liev Tolstói. Quizás Putin sea el motor de los drásticos cambios que se verifican hoy en esa parte del mundo pero, tal como le ocurrió al Napoleón de Guerra y Paz, ni siquiera el estratega más astuto es capaz de adivinar las consecuencias últimas de sus actos. Tal vez hoy Ucrania pierda Crimea, pero nadie pone en duda que la invasión de Hungría en 1956 fue el germen de la irremediable descomposición -no sólo política, sino moral- que al cabo terminó por destruir a la URSS.            

 

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16 de marzo de 2014
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