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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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La cifra y la muerte

La madrugada del 13 de marzo de 1964, Kitty concluyó su turno en el bar como de costumbre, tomó su automóvil y lo estacionó a unos metros del conjunto donde vivía, en Low Gardens. En cuanto inició el camino a casa, distinguió una sombra a sus espaldas. Atemorizada, Kitty corrió hacia la calle Austin, seguida de cerca por un hombre. Antes de que pudiera refugiarse en un edificio, el intruso le asestó dos cuchilladas por la espalda. “¡Auxilio!”, gritó la joven. De entre las decenas de departamentos de la zona, sólo uno de los vecinos abrió la ventana y exclamó: “Dejen en paz a esa chica”. Al constatar que las luces se apagaban, el maleante buscó a Kitty, quien se había arrastrado hasta un porche. Al descubrirla, el sujeto, identificado luego como Winston Moseley, volvió a acuchillarla; luego la violó y la abandonó a su suerte.

 

De acuerdo con el New York Times, el asalto se prolongó por más de media hora, hasta que por fin alguien llamó a la policía. Kitty Genovese murió a las 4:15 de la mañana. Al menos 38 personas observaron el incidente sin que ninguna se decidiese a llamar a la policía; de haberlo hecho al inició del ataque, una patrulla habría tardado menos de 10 minutos en llegar.

            Aunque estudios posteriores han puesto en duda la precisión de este relato, en su momento desató una profunda indignación pública y dio lugar a que dos investigadores, John Darley y Bibb Latané, condujesen un célebre experimento psicológico, el cual dio como resultado el llamado “síndrome de responsabilidad difusa” y el “efecto espectador”. Sus paradójicas conclusiones indican que, entre más personas observan una emergencia, el tiempo que una de ellas tarda en intervenir se vuelve más largo. En otras palabras: la tendencia imitativa inscrita en nuestros genes nos frena a la hora de tomar una decisión distinta a la de quienes nos rodean.

 ¿Por qué recordar hoy a Kitty Genovese? Porque es como si todo México sufriera en estos años del “efecto espectador”. Las víctimas comparecen frente a nosotros todos los días, a todas horas, en la televisión y en la radio, en la prensa y en las redes sociales. Ubicuas, inobjetables. Sin embargo, debido a que nuestras neuronas espejo no se involucran emocionalmente con abstracciones, nos hemos acostumbrado a convivir con ellas, como si los muertos fuesen una compañía natural cada mañana y cada noche, semejantes a las predicciones de los meteorólogos o al himno nacional que cierra las transmisiones. 

“Hoy ha habido 12 ejecuciones”, “72 cadáveres han aparecido en una fosa” o “El número de muertes violentas ha llegado a 50,000”, escuchamos sin descanso. A continuación aparecen los expertos —o, peor aún, los voceros oficiales— para indicarnos que no, que los muertos no son 50,000, sino 47,500, o 48,221, o 62,124. A los cuales habría que sumar los 18,000 desaparecidos, según el recuento de diversas ONG. Cifras y más cifras que pasamos por alto, indiferente a lo que significan. Ése es nuestro escudo: habiendo tantas personas involucradas, no seré yo el primero en actuar. 

Pareciera como si los 112,336,538 de mexicanos estuviésemos confinados en ese conjunto de apartamentos en Queens y, frente al asesinato de 47,512 o 50,603 Kitties, ninguno de nosotros se decidiese a actuar. Algunos dirán que las situaciones no son equivalentes, que un país no es un edificio o, de manera aún más miserable, que la mayor parte de los 48,270 o 53,400 muertos —¿pero quién puede saberlo, si las cifras ni siquiera son confiables?— pertenecen a los malvados y por tanto sus muertes no deberían importarnos tanto.

Cada vez que un atildado funcionario comparece en televisión, asegurando que toda la culpa es de cárteles que se ajustician entre sí, se me revuelve el estómago. Es como si un médico dijese a los familiares de un paciente con cáncer: no se preocupe, sólo se multiplican las células malignas. Un buen gobernante no se desgarra las vestiduras frente a la horrible situación presente —los 30,000 o 40,000 narcos que en teoría se matan entre sí—, sino que se pregunta: “¿Por qué lo hacen?” Y, en vez de lavarse las manos, intenta prevenir la enfermedad. ¿Cómo? De la única forma posible: con profilaxis social. Con educación de buen nivel. Con cultura. Con oportunidades de trabajo.

Si admiramos a los héroes y execramos a los villanos, es porque nos resulta terriblemente difícil separarnos de los demás: para bien o para mal, la evolución nos diseñó para copiarnos unos a otros. Pero si no queremos contemplarnos con vergüenza, como los 38 testigos que no auxiliaron a Kitty porque pensaron que alguien más haría la llamada, tenemos que exigir, sin tregua ni respiro, que las autoridades desmenuces esos números. Sólo el candidato que sea capaz de prometer un listado preciso y exhaustivo de esos 48,234 o 65,967 muertos debería tener nuestro voto. Porque sólo si transformamos las cifras en vidas y destinos concretos, nuestros torpes cerebros serán capaces de comprender un poco la tragedia que nos circunda.

 

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26 de febrero de 2012
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Breviario de campaña

“Aunque estás dotado de todo lo que los hombres pueden adquirir con el talento, la experiencia o la dedicación, no obstante, por el afecto que nos une, he juzgado conveniente explicarte por escrito lo que, día y noche, acudía a mi mente cuando pensaba en tu candidatura”, le escribía Quinto Tulio Cicerón a su hermano mayor Marco, quien estaba por iniciar su campaña al consulado romano en el 64 a.C. Y añadía: “Por mucha fuerza que tengan por sí mismas las cualidades naturales del hombre, creo que, en un asunto de tan pocos meses, las apariencias pueden superar incluso esas cualidades.”

 

            Han transcurrido más de dos milenios desde que Cicerón se lanzase a una campaña electoral, pero muchos de los consejos de su joven hermano mantienen su vigencia. Por supuesto, uno de los cambios más relevantes es que, desde hace en realidad muy poco, ahora las mujeres también pueden aspirar a un cargo público, pero su argumento central se mantiene: en una campaña no cuentan tanto las virtudes de los contendientes como su imagen.

            En la Roma republicana —tan hipócrita como nuestra reluciente democracia—, Cicerón era considerado, como lo serían hoy Vázquez Mota o López Obrador, un homo novus: alguien que no tiene antepasados nobles y no pertenece a una familia política, como Peña Nieto, cobijado desde joven por el Grupo Atlacomulco. Quito Cicerón le dice a su hermano que ha de compensar esta condición con sus dotes oratorias: algo de lo que, visto lo visto, carecen los candidatos mexicanos. AMLO posee, si acaso, un estilo distintivo, y sus pausas y su acento contrastan favorablemente con la vetusta retórica de EPN. Como se percibió en los debates panistas, éste quizás sea uno de los puntos más endebles de JVM. Quinto insiste: “Tendrás que presentarte tan bien preparado para hablar como si en cada una de las causas se fuera a someter a juicio todo tu talento” (Ojo, EPN).

            Quinto le dice a Marco que, como homo novus, está obligado a hacer ostentación de sus amistades y de la alta condición social de los mismos: desde el inicio de esta campaña, AMLO se ha preocupado por anunciar a los miembros de su gabinete, figuras respetadas que disimulan su extremismo; JVM, por su parte, fue invitada a comer con el Presidente, pero este espaldarazo puede convertirse en un regalo envenenado. Peña, en cambio, debería esconder a sus aliados —como ya hizo con Elba Esther Gordillo—, pues representan la más anquilosada clase en el poder.

            En opinión de Quinto, Marco no debe preocuparse por contender contra rivales de familias ilustres, así podrá exhibir sus defectos, sus crímenes y sus depravaciones. AMLO es quien mejor puede intentarlo: tanto EPN como JVM están demasiado ligados a la corrupción centenaria del priismo o la fracasada estrategia contra el narco de Calderón. JVM, “mujer nueva”, sólo podría probarlo si se decide —en un gesto inevitable si quiere ascender en las encuestas— a distanciarse de las políticas de su reciente anfitrión.

            “Una candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos objetivos”, prosigue Quinto, “obtener la adhesión de los amigos y el favor popular”. Amigos que, en nuestros días, llamamos factores reales de poder: hombres de familia; amigos que garanticen la protección de la ley; magistrados; y amigos que consigan votos de las centurias. Hoy diríamos: empresarios, intelectuales y estrellas de TV; opinadores mediáticos; jueces y funcionarios; líderes sociales y promotores en twitter.

            Debido a su radicalismo, tras la elección de 2006 AMLO perdió a más de la mitad de sus votantes (excepto un núcleo duro en torno al 15%). De allí que siga a Quinto, tratando de recuperar el favor de otros sectores. Difícil adivinar si lo logrará con los “hombres nuevos”, esas clases medias que hoy tanto desconfían de él. EPN y JVM cuentan con el apoyo de todos estos grupos —el primero más que la segunda— y luchan cuerpo a cuerpo por el “favor popular”. El consejo de Quinto es pactar con tus enemigos: lo hace AMLO con su República Amorosa. De seguir la recomendación, JVM tendría que dirigirle un guiño a la Maestra para asegurarse su imparcialidad.

            Por último, Quinto señala la importancia de la “opinión pública” que, según él, sólo se obtiene si tus aliados divulgan una buena imagen de ti: los poderosos y los medios, los jóvenes, “la compañía asidua de quienes has defendido”, la multitud urbana y rural. En fin, lo que sabemos. Para lograrlo, Quinto da un consejo que siempre han usado nuestros políticos: prometerlo todo. No importa cuantas de esas promesas se vayan a cumplir.

            En la Roma republicana, como en el México democrático, las campañas fingían estar basadas en argumentos —la vieja arte oratoria—, pero quienes en verdad saben de estrategia electoral, como Quinto Cicerón o Antonio Sola, saben que eso es lo de menos. Importan las alianzas, importan el respaldo de nuevos y viejos amigos —a cambio de defender sus intereses—, importan nada más la apariencias. Buena suerte, candidatos. Alea jacta est!

 

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14 de febrero de 2012
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La guerra del azúcar. Una fábula

Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, un hermoso reino gobernado por una dinastía de feroces hechiceros. Ni siquiera los viejos eran capaces de recordar una época en la cual esos tiranos no se hubiesen enriquecido a costa de sus habitantes, no hubiesen aplastado a sus rivales y no se hubiesen sucedido unos a otros en un juego de tronos que, según ellos, envidiaban todas las casas reales. Cuando alguien osaba cuestionar las intenciones de los Bienhechores —el nombre que se daban los hipócritas—, recibía una respuesta inobjetable: “Sí, tal vez seamos malvados; sí, tal vez seamos corruptos. Pero dirige tu mirada a los reinos vecinos: ninguno ha gozado de una era de paz tan prolongada como la nuestra”.

 

            Durante eones, los hechiceros basaron su predominio en esta magra sensación de seguridad ofrecida al pueblo a cambio de una impunidad sin restricciones. ¿Cómo preservaban la paz los Bienhechores? Celebrando pactos más o menos silenciosos y ocultos con sus rivales, y en especial con las gavillas que comerciaban golosinas —horrorosos productos azucarados que provocaban caries y diabetes—, prohibidos en aquel mundo primigenio por la adicción que causaban en niños y jóvenes. Dicho de otro modo: los Bienhechores se hacían de la vista gorda y dejaban que aquí y allá se instalasen fábricas clandestinas de caramelos y charamuscas, las cuales debían pagar una contribución para financiar las alicaídas arcas del reino (es decir: sus bolsillos).

            La dinastía de hechiceros parecía destinada a perpetuarse al infinito pero, impulsados por la aburrición y el hartazgo de los vecinos hacia sus dirigentes —y a la debilidad del último de rey de su linaje—, un inesperado día veraniego los seculares enemigos de los Bienhechores se vieron instalados en Palacio, aclamados por multitudes que los consideraban redentores. La algarabía se prolongó por varios meses, hasta que los habitantes del reino constataron que los Puros —el nombre elegido para distanciarse de sus predecesores— gobernaban igual que sus rivales.    

            ¿Qué distinguía a éstos de los Bienhechores? Antes que nada, los Puros presumían su entereza moral: a diferencia de los hechiceros, estaban convencidos de que sus principios eran superiores —lo habían demostrado en los años en que fueron perseguidos— y estaban decididos a poner en evidencia su honestidad a toda prueba. Por desgracia, no tardaron ni unos meses en constatar que el poder corrompe sin remedio: sus recaudadores y mayordomos demostraron un singular talento para las chapuzas.

            Como la corrupción seguía irrefrenable, y el buen gobierno parecía una entelequia, al segundo monarca de los Puros se le ocurrió demostrar su superioridad moral de una manera más escandalosa y contundente: en contraste con sus antecesores, él no desviaría la mirada ante el sórdido tráfico de muéganos que se operaba en el reino, minando la salud de sus consumidores. “La connivencia entre los Bienhechores y los golosinos resulta intolerable”, proclamó el Segundo Puro, “así que he decidido emprender una campaña militar en contra de ellos”.

            Se iniciaron así las que hoy se conocen como Guerras del Azúcar: un largo periodo de inestabilidad y conflictos que se mantuvo por decenios. De un día para otro, el reino se convirtió en un campo de batalla aunque, eso sí, el Segundo Puro insistía en que todas las tropelías eran cometidas por los golosinos y no por sus ejércitos. “Son ellos quienes están al margen de la ley”, insistía, “son ellos los que envenenan a nuestros jóvenes y los que a diario se matan entre sí en nuestras plazas y condados”.

Un día, el heraldo de los Puros anunció el número de víctimas de la Guerra del Azúcar: 50,000 en sólo cinco años. Pero nadie estaba autorizado para rebatir sus afirmaciones: frente a cada ejemplo de un minero, un labrador o un zapatero ajusticiado, sus esbirros respondían que se trataba de una calumnia pagada por los Bienhechores. Luego, cuando alguien señaló que en ese tiempo los Puros sólo habían logrado enjuiciar a una veintena de golosinos, el heraldo se dio media vuelta, refunfuñando: “Otro traidor que defiende a los criminales”. Nadie podía cuestionar la superioridad moral de los Puros: ellos tenían siempre la razón, aunque la realidad se obstinase en desmentirlos. 

            Hoy, a tantos eones de distancia, resulta casi ridículo imaginar la suerte de aquel hermoso reino: 50,000 muertos en los primeros 5 años de reinado de los Puros por culpa de la Guerra del Azúcar. El azúcar que, pese a todas las prohibiciones, se podía encontrar en cualquier vecindad y en cualquier senda. El azúcar que por sí misma jamás se cobró 50,000 muertos en cinco años. El azúcar que en nuestros días a nadie se le ocurriría prohibir pese a que unos cuantos adictos —todos mayores de edad— prefieran atiborrarse de glucosa y arriesgarse a una muerte por diabetes. El azúcar que, cuando volvió a ser legal siglos después, provocó la inmediata extinción de los golosinos.

 

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7 de febrero de 2012
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¿Todos de derecha?

El Demonio se ha convertido en un Monstruo Amable. Y ubicuo: gobierna en todas partes. No sólo en un Estado cada vez vas frágil y en un orden financiero cuyo poder excede al de cualquier gobernante, sino —lo que es peor— en la mayor parte de nuestras conductas, nuestras aspiraciones, nuestros gustos. El cambio ha sido tan sigiloso como profundo: aquí y allá el único discurso que se escucha —que se admite— es el del individualismo a ultranza, el bienestar individual, el narcisismo exacerbado. Un modelo de consumo que ha resultado mucho más influyente que el achacoso fantasma de la revolución. 

 

Tras casi un siglo en el cual los valores de la izquierda lograron imponerse —de 1870 a 1968, digamos—, hoy ésta se halla exhausta, sobrepasada en todas las esferas por la derecha en cualquiera de sus versiones, de la más autoritaria a la más liberal. Términos como “lucha de clases” u “hombre nuevo” o propuestas como la de una sociedad igualitaria se han extinguido en nuestro imaginario, sustituidos por conceptos omnipresentes como libertad personal o la preeminencia del interés privado sobre el público. El estrepitoso paso del welfare al wellbeing.

 Al menos estas son las conclusiones de Raffaele Simone en su reciente El monstruo amable. ¿El mundo se vuelve de derechas? (Taurus, 2011), cuyo título en italiano lo dice desde el punto de vista contrario: Por qué Occidente no va hacia la izquierda. Y, si bien algunas de las ideas del lingüista no parecen particularmente originales, parece acertar en su diagnóstico: todas las Grandes Ideas que persiguió la izquierda histórica, sea en sus vertientes comunistas o socialdemócratas, hoy suenan caducas cuando no impertinentes.

El descrédito producido por el derrumbe del imperio soviético arrastró al fango a toda la izquierda, sin que los partidos y dirigentes socialistas hayan sabido cómo remontar la catástrofe. Muchos de sus cuadros terminaron por incorporarse a la “tercera vía” proclamada por Anthony Giddens o al nuevo “centroizquierda”, aun cuando ambos de izquierda no guarden ya casi más que el nombre.

En todo el planeta —con la sola excepción de Corea del Norte, pues incluso Cuba experimenta incipientes señales de transformación— prevalece el mismo modelo económico y, lo que resulta más preocupante, el mismo modelo cultural de derecha: un escenario en el que los ciudadanos, transformados en clientes o en espectadores, no aspiran más que al consumo propio de la burguesía, al entretenimiento y al bienestar individual.

El triunfo de uno de los bandos ha sido tan apabullante que, para paliar el desánimo, muchos afirman que simplemente los postulados de la derecha y de la izquierda se han acercado. Simone no comparte esta visión. Para él, existen cinco puntos claros que diferencian —o al menos diferenciaban— a la izquierda de la derecha: 1. Frente al postulado que defiende la superioridad (“yo soy único, tú no eres nadie”), la izquierda ofrece la igualdad; 2. frente al postulado de propiedad (“esto es mío y nadie lo toca”), la redistribución; 3. frente al postulado de libertad (“yo hago lo que quiero y como quiero”), el interés público; 4. frente al postulado de no injerencia (“no te inmiscuyas en mis asuntos”), el derecho de injerencia por el interés general; y 5. frente a la superioridad de lo privado sobre lo público (“hago lo que me da la gana con las cosas de todos”), la natural primacía de lo segundo.

No deja de llamar la atención que la derechización del planeta sea tan evidente incluso hoy, cuando a partir de la crisis de 2008 tanto se ha hablado de la decadencia del modelo neoliberal y el regreso al Estado. Pero lo cierto es que, en casi todas partes, la izquierda se muestra resignada a gobernar tras el agotamiento de algún régimen de derecha (lo que muy probablemente ocurrirá en Francia este año), pero sin que ello conlleve una verdadera transformación del modelo económico y cultural vigente.

México no es ajeno a este proceso: el Monstruo Amable lleva gobernando al país ininterrumpidamente desde los años ochenta del siglo pasado, sea en su vertiente priista o panista: la distancia entre ambos, muy acusada cuando el PAN en la oposición era un defensor acérrimo de la legalidad y los derechos humanos, se han diluido cada vez más, y hoy día sus programas no se distinguen en absoluto (más que en la enemistad de sus seguidores).

Que en todas las encuestas los candidatos del PRI y el PAN se hallen a la cabeza —con más del 60% de los votos en conjunto—, prueba la vigencia de este análisis, a lo cual habría que añadir que, para colmo, en lo que se refiere a derechos individuales y de las minorías, el candidato “de las izquierdas” apenas se separa de sus adversarios. Malos tiempos, pues, para la izquierda, sobre todo cuando sus auténticos valores —la igualdad, la solidaridad, la redistribución, la primacía de lo público— se requieren más que nunca en un escenario tan caótico, en términos económicos y de seguridad pública, como el que actualmente vivimos.

 

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30 de enero de 2012
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Las falsas vidas del obispo Romney

En busca de fe, el joven Joseph Smith le exige a Dios que lo ilumine. Conmovido, recibe una primera visión. “Vi un pilar de luz justo sobre mi cabeza”, escribe más tarde, “y, más arriba, la brillantez del sol que descendió gradualmente hacia mí”. En el resplandor, Smith distingue la figura de Jesucristo, quien le ordena restaurar su Iglesia. Tres años después, el ángel Moroni le ordena desenterrar tres discos de oro repletos de caracteres de vaga apariencia egipcia. A lo largo de los siguientes meses, el joven descifra aquel lenguaje arcano y traduce el Libro de Mormón, donde se narra la delirante historia bíblica del continente americano. Un año más tarde, San Juan Bautista le concede la autoridad del sacerdocio aarónico. Con este don, funda la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en 1830.

 

Los evangélicos miran con suspicacia a la nueva congregación, cuyo primer templo es edificado en Kirkland, Ohio, en 1836. Expulsados de allí, los mormones se trasladan a Illinois para fundar la ciudad santa de Nauvoo. El gobernador del estado considera a Smith un criminal —entre otras cosas porque Dios le ha ordenado practicar la poligamia—, y lo encarcela. El 27 de junio de 1844, una turba enardecida irrumpe en la prisión y lo asesina.

Brigham Young se convierte en el segundo presidente de la Iglesia y, como Moisés con los judíos, emprende una peregrinación por el desierto que llevará a los mormones a Utah, una región desolada que Estados Unidos acaba de arrebatarle a México. Junto al enorme Lago Salado —trasunto del Mar Muerto—, fundan una comunidad casi independiente. Young se casa con 27 mujeres, aunque al final sólo una de ellas, Ann Eliza, lo abandona y emprende una campaña nacional para denunciar la poligamia, como cuenta el novelista David Ebershoff en la muy entretenida La esposa 19.

Sólo cuando el gobierno federal le ofrece a los mormones convertir a Utah en estado, el tercer presidente de la Iglesia renuncia a la poligamia, provocando que un grupo de disidentes la abandone. Hasta hoy, muchos de ellos permanecen más o menos ocultos en la zona —como los protagonistas de Big Love, la serie de HBO que muestra que una familia polígama puede ser tan adorable y complicada como cualquier otra—, mientras otros encuentran refugio en el norte de México, como la familia de Mitt Romney.

Romney no es polígamo —lleva 43 años casado con la misma mujer—, pero sí ha fungido como obispo mormón, lo que podría convertirlo no sólo en el primer descendiente de mexicanos en llegar a la Casa Blanca —su padre, el exgobernador de Michigan, George Romney, nació en Chihuahua—, sino en el primer clérigo en conseguirlo.

Actualmente, el Partido Republicano se encuentra dominado por una amplia comunidad evangélica encabezada por los ultras del Tea Party; desde el linchamiento de Smith, los líderes protestantes nunca han dejado de ver con suspicacia esta nueva religión que se obstina en presentarse, sobre todo a últimas fechas, como una variante más del cristianismo.

De hecho, Romney parece el más interesado en difundir esta versión, como si la Iglesia de los Santos de los Últimos Días no fuese sino una senda paralela al protestantismo histórico. Semejante maniobra, a tono con su estrategia general de fingir lo que no es —un cristiano ultraconservador—, olvida que ninguno de los reformistas se presentó jamás como un profeta o que los dictados del Libro de Mormón, de una fantasía desbordada, son considerados por su Iglesia idénticos a los evangelios.

En esta simulación constante se advierte claramente quién es Romney: un político dispuesto a cualquier cosa —incluso al travestismo religioso— con tal de obtener el poder. Toda su biografía, desde sus años como empresario hasta su periodo como gobernador de Massachussets, se encuentra sujeta a un feroz proceso de manipulación que aspira a transformarla en otra cosa: lo que los auténticos cristianos ultraconservadores quieren escuchar.

Así, el Romney empresario se empeña en mostrarse como un supremo defensor del libre mercado, un escéptico del estado y un arriesgado creador de oportunidades de trabajo, cuando Bain Capital liquidó miles de empleos y benefició especialmente a sus accionistas —él mismo en primer término—, del mismo modo que el Romney político busca ser percibido como un conservador de pura cepa cuando, entre otras cosas, impulsó una cobertura sanitaria idéntica a la del odiado Obama.

Romney es, en este sentido, el mejor discípulo de Joseph Smith. Siguiendo su estela, no le preocupa alterar documentos, reescribir la historia, insertarse en una tradición que no le pertenece, falsear su pasado o presentarse como un devoto redentor. Que para lograr su objetivo esté dispuesto a asimilarse con quienes persiguieron y asesinaron al fundador de su Iglesia es la mejor prueba de que se trata de un digno sucesor del profeta. 

 

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23 de enero de 2012
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La jaula de la lealtad

En la abúlica disputa que mantienen los precandidatos del PAN a la presidencia —apenas removida por las toscas gracejadas de Ernesto Cordero—, sólo existe una cuestión clara y urgente, aunque ninguno de los contendientes se atreva a esbozarla: al día de hoy, resulta inimaginable que un partido que dejará como legado más de 50 mil muertes (60 mil, según la cuenta del semanario Zeta) derivadas de su política de combate al narcotráfico pueda repetir su triunfo sin un drástico cambio de timón.

 

Esta certeza, menospreciada por unos y silenciada por otros, se filtra en el discurso panista como un mancha grotesca, una monstruosa elipsis que contamina todos sus argumentos y propuestas, convirtiendo la precampaña en una farsa donde lo único que importa no sólo no puede decirse, sino ni siquiera pensarse. Este dilema, por ahora irresoluble, es la consecuencia extrema de una forma de entender el poder —un “estilo personal de gobernar”, escribía Cosío Villegas en otro tiempo— asociado a la presencia cada vez más incómoda (aunque, otra vez, ningún panista quiera expresarlo) de Felipe Calderón.

Si el gobierno de Vicente Fox se caracterizó por el carácter variopinto y con frecuencia inmanejable de sus atrabiliarios integrantes —Jorge Castañeda, Adolfo Aguilar Zínser o el propio Santiago Creel—, desde el principio quedó claro que Calderón privilegiaría la lealtad por encima de cualquier otra virtud. Acosado por los gritos de fraude entonados por la izquierda y luego puesto contra las cuerdas por su propia decisión de declarar una “guerra contra el narco” (que ya no llama así), el segundo presidente panista ha hecho lo imposible por vacunarse contra una posible traición de sus subordinados.

Si se revisan con cautela, todos los movimientos en su gabinete han estado sellados por esta maníaca obsesión por la lealtad. Como un Otelo de la política, esta inseguridad extrema ha terminado por paralizar las mejores acciones de su gobierno y por encadenar a sus colaboradores en un temor reverencial hacia su figura. En su entorno, la autocrítica se ha vuelto cada vez más escasa y la posibilidad de dar marcha atrás, una vez constatados sus fiascos, poco menos que imposible.

Los panistas se hallan, así, frente a una disyuntiva catastrófica: muchos de ellos perciben que la única forma de ganar las elecciones es reconociendo los yerros en la obcecada estrategia de su presidente, pero saben que ese mismo presidente todavía es un enemigo formidable para cualquiera que tenga el valor de cuestionarlo, ya no digamos de traicionarlo.

La elevación y la pervivencia de Ernesto Cordero como precandidato no obedece a otra razón. Si el círculo presidencial lo ha amparado y protegido, y continúa inyectándole recursos pese a las mínimas posibilidades que tendría frente a Peña Nieto y López Obrador, es porque sólo él garantiza una lealtad a toda prueba a Calderón. No sólo porque sea su amigo cercano, sino porque todo el capital político de Cordero descansa en el presidente. En este sentido, más que un precandidato, Cordero se comporta como un rehén de la presidencia.

Si bien se trata de una figura fascinante —los mejores personajes de novela son quienes abundan en contradicciones—, Santiago Creel no representa en la contienda sino una suerte de reivindicación de quien hace seis años ocupaba la posición que hoy detenta Cordero: la de heredero in pectore del presidente en turno. De precandidato oficialista a precandidato independiente, Creel sabe que tiene poco que perder y por ello es quien aporta más ideas frescas y más talante crítico a la disputa panista.

Llegamos así a la figura más inquietante de la precampaña: Josefina Vázquez Mota. Cualquier panista lúcido sabe que, debido a las redes tejidas durante sus doce años en el primer círculo de poder, su astucia política y su condición femenina —inevitable decirlo—, es la única que podría hacerle mella a Peña y a López Obrador. Sólo que, para el círculo calderonista, tiene un inconveniente insalvable: también es la única que podría, legítimamente, distanciarse de su antiguo jefe. Por ahora, ella ha preferido mostrarse prudente —acaso en exceso—, pero nada impide que, una vez convertida en candidata, termine por renovar la ominosa tradición que hasta hace poco cumplían los candidatos del PRI: asesinar (a veces no sólo simbólicamente) a su predecesor.

De hecho, aunque ni ella ni nadie en el PAN tenga el valor de susurrarlo, ésta es la única manera como Vázquez Mota podría arrebatarle la ventaja de más de veinte puntos a su rival del PRI. En el momento en que no sólo exhiba su enemistad con Elba Esther Gordillo y todo lo que representa la líder sindical —la única panista que puede jactarse de enfrentarla—, sino que se decida a reconocer el fracaso total de la estrategia de Calderón frente al narco, estará mucho más cerca de convertirse en la primera presidenta de México.

 

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15 de enero de 2012
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López Obrador, iluminado; Peña, espuma

Empieza 2012 y el año electoral mexicano. Aquí, mis perfiles de los candidatos oficiales a la presidencia por el PRI y el PRD.  La semana próxima, sobre los precandidatos del PAN.

 

 

LA SENDA BÍBLICA DE LÓPEZ OBRADOR

 

Todo empieza con el Éxodo. Tras largos días peregrinaje, guiados por un líder tan severo e iracundo como Moisés, los manifestantes por fin llegan a la tierra prometida: el Zócalo de la ciudad de México. En torno al profeta, unos cuantos discípulos  desentrañan sus murmullos. Su cabello aún no ha adquirido el tono plata que habrá de distinguirlo, pero están ya ahí el tono imperioso, el habla pausada y la beatífica convicción del mártir. Estamos en 1994, y el joven político ha convencido a sus seguidores de marchar desde Villahermosa hasta el DF para denunciar el fraude que le ha arrebatado la gubernatura.

En germen, podemos detectar en este primer acto los rasgos que definirán la imaginación política del tabasqueño. Los mandamientos de su agenda pública: su amor por esa entidad abstracta que reverencia como el pueblo, su apuesta por la justicia aun en contra de la legalidad, su talante de padre generoso o atrabiliario y su carácter de víctima propiciatoria en toda suerte de conspiraciones.

No deja de llamar la atención que el líder más relevante de la izquierda mexicana sea nuestro político más hondamente religioso. He aquí uno de los grandes malentendidos recientes: López Obrador no es, en realidad, un hombre de izquierdas -baste observar su conservadora agenda moral, tan cercana a los principios de la Iglesia-, sino un político de inspiración cristiana, mucho más cercano a Rafael Correa que a Hugo Chávez.

Su carrera se despliega, así, bajo los lentes del sermón y el sacrificio. No sorprende que la tozudez defina su carácter. Todo su relato político gira en torno a la reparación de la injusticia: una injusticia ancestral, sufrida por el pueblo mexicano en su conjunto, qué él se ve obligado a expiar con su sacrificio. Por ello, en los momentos de mayor tribulación, sus palabras adquieren el tono enfebrecido del Antiguo Testamento.

            Tras el Éxodo, el libro de los Reyes. Elevado al poder como jefe de Gobierno de la ciudad de México, López Obrador se convierte en un monarca sereno y generoso. No es que se haya moderado, como afirman algunos: la eficacia de su mandato, reflejada en sus pactos con los poderosos -fariseos y zelotes- emula la unidad conseguida por David o Salomón. Pero, en cuanto se renuevan las insidias en su contra, López Obrador regresa a su papel de chivo expiatorio.

La narrativa funciona: el burdo intento de Fox de apartarlo de la carrera presidencial mediante el desafuero lo transforma en la obvia víctima de una conjura orquestada por los impíos. Porque, en su visión del mundo como una feroz lucha del bien contra el mal, López Obrador sólo puede verse a sí mismo como un justo -a veces, el único justo-, elegido para combatir a los malvados.  

            Y son precisamente éstos -la mafia- quienes lo retratan como un enemigo para México y quienes propician el nuevo fraude electoral. Sólo que esta vez López Obrador no se conforma con otra peregrinación, sino que se empeña en obtener lo que es suyo mediante la escenenificación político-religiosa más abigarrada de los últimos tiempos: el plantón en Reforma y luego la investidura, en el Zócalo, de su presidencia legítima. La ceremonia con la cual inicia su Nuevo Testamento.

            Muchos piensan que López Obrador enloqueció en esa encrucijada. Se equivocan: alguien que ha trazado su vida como una senda bíblica necesita desesperadamente de los símbolos. Tenía que recibir la banda presidencial a cualquier costo: sólo así podía convertirse en el ungido, incluso si la mitad del país -fariseos y zelotes- habrían de desconocerlo. Nosotros sospechamos que, si en vez de inventarse un México donde él es presidente -Sancho Panza en Barataria-, hubiese acabado por aceptar el triunfo de Calderón, hoy tal vez encabezaría las encuestas. Él en cambio no se arrepiente de sus ataques contra las instituciones: la tarea primordial de un profeta es denunciar a los perversos.

            A lo largo de estos cinco años, López Obrador ha deambulado solo en el desierto. Ha visitado cada villorrio y cada provincia, convencido de su misión evangelizadora. Y, gracias a su fe en sí mismo, ha alcanzado su objetivo: convertirse otra vez en candidato. Para conmemorarlo, pronunció su particular Sermón de la Montaña. Errará quien busque el contenido de su República amorosa: no se trata un programa político, sino de la señal de que Moisés ha dado paso a Cristo. En un país desgajado por la violencia y el odio, él se presentará ahora como la sola fuente de paz y reconciliación.

Pero será difícil que logre convertirse en presidente: al dejarse imponer esa banda presidencial en el Zócalo, López Obrador no sólo le hizo un daño irreparable a la izquierda que ahora vuelve a ampararlo, sino que provocó que los priistas capitalizaran todo el descontento hacia el Gobierno. A veces un profeta es, sin saberlo, un falso profeta. Y quien le susurra al oído no es dios, sino el diablo. Al ofuscarse en su papel, el mismo López Obrador terminó por entregarles las llaves del Reino a los demonios.

 

 

PEÑA, ESPUMA

 

Jorge Volpi

 

Los miembros del Estado Mayor se retiran discretamente, comprobando el rumor que circula de mesa en mesa: el presidente Felipe Calderón no llegará al banquete de Los 100 -la reunión anual convocada por la revista Líderes mexicanos-, con lo cual el gobernador del Estado de México se convertirá en el único orador de la tarde. Enrique Peña Nieto no quiere desaprovechar la oportunidad y, en vez de leer el breve discurso que tiene preparado, improvisa uno que se prolongará durante cerca de una hora.

La expectativa es enorme: el aspirante del PRI a la presidencia podrá detallar sus propuestas frente a un auditorio inmejorable. Conforme los meseros traen y llevan los platillos, los rostros de los invitados pasan de la curiosidad al aburrimiento y de la decepción a la ira. A lo largo de esos inagotables minutos, Peña no hace sino exhibir la vetusta retórica priista, ese newspeak perfeccionado a lo largo de 72 años que consiste en enhebrar vaguedades, eufemismos y anacolutos.

Frente a algunas de las figuras más relevantes de México, Peña no articula una sola idea original, un solo planteamiento brillante, un solo destello de lucidez que escape al lugar común. Al final de la comida, las mismas preguntas flotan entre los comensales. ¿Éste es el joven líder que se presenta como el renovador del PRI? ¿Éste es el político que encabeza las encuestas?

Por supuesto, cualquiera puede tener un mal día. Parecería justo concederle el beneficio de la duda y contrastar ese discurso con sus intervenciones posteriores. La tónica se mantiene: una retahíla de oraciones subordinadas carentes de sustancia. Sin duda, Peña recibió lecciones de oratoria -esa disciplina que floreció en el priismo a través de concursos municipales y estatales-, y es capaz de memorizar largas parrafadas, conservando un tono arrebatado y vehemente, pero las ideas originales brillan por su ausencia.

Si no en sus apariciones públicas, quizás éstas podrían encontrarse entonces en su libro México, la gran esperanza. Un Estado Eficaz para una democracia de resultados, justo el que presentó en la FIL cuando no pudo mencionar los tres libros más importantes de su vida. Aquí la retórica priista ha sido maquillada con un lenguaje pretendidamente moderno, barnizado por algún experto en políticas públicas. Pero, si uno lo revisa con cuidado, la espuma es aún más escandalosa: un regreso al anquilosado presidencialismo priista, enmascarado bajo un alud de encuestas y tecnicismos.

 Según Peña, México posee un "estado ineficaz" por culpa de 12 años de panismo, sin recordar que ese estado fue creado por el PRI y que las reformas estructurales que éste ha necesitado desde el 2000 han sido bloqueadas por el PRI. Un ejemplo: su visión de la seguridad pública (a la cual dedica 15 páginas de 212): Peña culpa -correctamente- a Calderón por el incremento de la violencia, pero olvida decir que la gran mayoría de los estados donde ésta se recrudece se encuentran gobernados por priistas. Y concluye: "La meta es reducir la violencia, recuperar la seguridad ciudadana, construir un país más justo, hacer de imperio de la ley una contante para garantizar las libertades, el orden y la tranquilidad de nuestras familias". Otra vez, espuma.

Sólo se me ocurre un descargo a su favor: sin darse cuenta, Peña representa la quintaesencia del PRI contemporáneo: ese partido que, una vez derrotado en el 2000, jamás supo hacer autocrítica, jamás pidió perdón por sus abusos, jamás se renovó, jamás supo encontrar el papel que le corresponde en el 2012. Hoy resulta imposible discernir cuál es la ideología de la organización política que podría ganar las elecciones de julio. Ni derecha ni izquierda. Un pragmatismo reconcentrado que aspira a vencer por una sola razón: el desgaste del PAN y la fallida estrategia de Calderón frente al narcotráfico, aunque sin proponer ninguna alternativa.

De ahí la estrategia que Peña y el PRI han seguido hasta ahora: no decir nada, mantenerse en el vago reino de la oratoria y, sobre todo, tratar de no cometer errores. Dejar que sean los hechos -los horribles hechos que nos hostigan a diario- quienes derroten al PAN. Si somos sinceros, este silencio intencional es la única razón por la cual Peña acumula tal ventaja. Porque su pose de galán hollywoodense o el estar casado con una estrella de Televisa no son más que burbujas que serán reventadas en cualquier confrontación medianamente seria con sus adversarios.

Sin embargo, la indefinición y la cautela que Peña ha escenificado hasta ahora han comenzado a hacer agua. Sus deslices no son simples errores o lapsus: son las fugas que demuestran que el zepelín retórico del PRI está pochado de antemano. Si Peña no emprende una sólida crítica del pasado priista, si no apuesta por ideas y apuestas claras y si no escapa de la posición de niño bonito que lo ha llevado a adelantarse en las encuestas, la espuma que lo rodea terminará por asfixiarlo. Y el camino del PRI hacia Los Pinos, que hoy parece tan claro, terminará por convertirse en otra de sus frases sin sentido.  

 

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8 de enero de 2012
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Una modesta propuesta educativa

Durante varios días los usuarios de redes sociales no han cesado de burlarse del traspié: tras presentar su libro México, la gran esperanza en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Enrique Peña Nieto fue incapaz de responder cuáles eran los tres libros que habían marcado su vida. No sólo trastabilló como un alumno que no ha hecho la tarea, sino que confundió a Carlos Fuentes con —of all people— Enrique Krauze. De inmediato una avalancha de críticas se precipitó sobre él y LibreríaPeñaNieto se convirtió en tema central de Twitter. A continuación, en un episodio de vodevil, Ernesto Cordero quiso prolongar la mofa y él mismo convirtió a Laura Restrepo en Isabel Restrepo al mencionar los tres libros que —dijo con orgullo— ha leído este año.

No es la primera vez que un político incurre en un desliz semejante: Vicente Fox se vanagloriaba de su incultura e incluso Josefina Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación Pública, también confundió a Carlos Fuentes… con Octavio Paz. No se trata, tampoco, de un fenómeno mexicano: en España se regocijan con la anécdota según la cual Esperanza Aguirre, cuando era ministra de Cultura, se congratuló por el Premio Nobel concedido a la gran escritora portuguesa Sara Mago.  

Sin duda, cualquiera puede tener un olvido, pero una cosa es no recordar un autor o un título y otra ser incapaz de mencionar los tres libros que le han cambiado la vida a uno. Quizás porque a ninguno de estos políticos los libros les han cambiado la vida. Lo he dicho en otro momento: leer no nos hace por fuerza mejores. Stalin era un lector empedernido, lo cual no le impidió asesinar a millones de personas (y a numerosos escritores). Pero un gobernante necesita conocer de cerca el universo de sus gobernados y para ello la lectura —incluida la lectura de ficción— resulta una herramienta indispensable.

Este penoso espectáculo demuestra más bien otra cosa: el espacio mínimo que la lectura ocupa en nuestro tiempo. Si nuestros políticos no leen, o leen mal, es porque no sienten que ensayos, poemas o novelas sean relevantes para su desempeño. Porque consideran que los libros —y en general la cultura— son formas de entretenimiento tan inútiles como elitistas. Porque no se dan cuenta de que la lectura, y en especial la literatura, podrían ayudarlos a convertirse en mejores políticos.

En otro sentido, Peña, Cordero o Fox son productos típicos de nuestro sistema educativo, tanto público como privado (y no sólo el mexicano, aunque éste sea el peor de la OCDE). De un sistema que, en vez de incitar la lectura, nos enseña a odiarla. Todos hemos visto cómo los niños aman los cuentos infantiles y cómo, una vez en la primaria, pierden todo interés en los libros. La razón es simple: mientras los relatos de magos y dragones son un placer, en la escuela la lectura se torna una obligación.

Como escribió el novelista Daniel Pennac: el verbo leer, como el verbo amar, jamás debería conjugarse en imperativo. En otras palabras: la lectura, en la primaria, nunca debería ser obligatoria. A lo más, padres y profesores deberían compartir con los niños su gusto por la lectura y demostrarles que, detrás de esas letras hostiles, se encuentran miles de historias y personajes con los que pueden identificarse. Otro error: considerar que la lectura es superior a otras formas narrativas, como la TV, el cine o los videojuegos, y condenarla a un estatuto tan alto como indeseable.

Mi modesta propuesta es muy simple: cambiar, de una vez por todas, un modelo educativo propio del siglo xix, que no ha tomado en cuenta la aparición del mundo audiovisual. Dejemos de enseñar literatura y pasemos a impartir una materia que propongo denominar Clase de Ficción.

Estoy convencido de que la ficción es la mejor puerta a la lectura. La ficción que está en los cuentos infantiles y en las pantallas que hoy rodean a los niños. Lo que éstos necesitan es un guía que los ayude a circular de las miniseries y las películas de animación a los videojuegos y de allí, con naturalidad, a las novelas y relatos. Entonces los maestros podrían enseñarles algunos parámetros que les permitan distinguir la buena de la mala ficción: unas caricaturas profunda de una superficial, una telenovela ambiciosa de una inverosímil, un videojuego estimulante de uno predecible, una gran obra literaria de un best-seller inane.

Todo ello representa trastocar radicalmente nuestra anacrónica idea de cultura. Formar maestros que posean conocimientos de todas las formas de la ficción. Proveer a las escuelas con los instrumentos tecnológicos necesarios para cada disciplina. ¿Es mucho pedir? Quizás. Pero no hacerlo representa permanecer en el pasado. Hoy, miles de ficciones rodean a nuestros niños y nosotros no les enseñamos cómo enfrentarse a ellas. Los tenemos abandonados. Y, al hacerlo, los impulsamos a renegar de la lectura. Sí: es mucho pedir, pero sólo así conseguiremos que en el futuro nuestros políticos —y nuestros niños— no se sientan intimidados por los libros.

 

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11 de diciembre de 2011
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Novelas de terror y resistencia

-las balas que vuelan no tienen convicciones.

carmen boullosa, La patria insomne

 

Durante la última semana no hice sino presentar libros en la Feria de Guadalajara. Todo transcurría con normalidad, o al menos con la ominosa normalidad de nuestro país, cuando me vi atrapado en un juego de espejos. Rosa Beltrán me invitó a presentar Efectos secundarios, un breve y sobrecogedor relato sobre un individuo que se dedica a eso: a presentar libros.

El vértigo pronto se acentuó. Porque, mientras el narrador de Beltrán se embarca en un sutil elogio de la lectura -y una acerada denuncia de la frivolidad literaria-, no deja de escuchar, en sordina, los ecos de la guerra que azotan a su ciudad. La situación se volvió lacerante: allí estábamos, en la presentación de un libro sobre presentaciones de libros, a solo unos metros del lugar donde días atrás fueron encontrados 26 cuerpos sin cabezas. A mis ojos, Efectos secundarios se convirtió en la mejor metáfora de esta feria: una ácida diatriba contra la frivolidad de la violencia.

Fue entonces cuando me pregunté qué clase de ficción estábamos viviendo. Y concluí que el México de hoy es una novela de terror. Tal vez en otro tiempo fue una novela-río, una novela político-policíaca (mientras reinó el PRI) o una novela negra. Pero hoy es una historia de miedo. Y ni siquiera una que remita a Lovecraft o a Poe, ni tampoco a Frankenstein -por más que el gobierno demuestre la arrogancia del doctor-, sino a las delirantes novelas de zombis que apasionan a los jóvenes.

            Una novela de zombis que, para colmo, no se ahorra la imaginería gore: cuerpos destazados, cabezas guillotinadas, vísceras esparcidas por el suelo, sangre a borbotones. Es obvio que al autor de la masacre ocurrida bajo los Arcos de Guadalajara no le importan las reglas de la verosimilitud. Y también es claro que no buscaba amedrentar a lectores y escritores -por la redacción de la narcomanta, deducimos que nunca leyó un libro-, sino emplear un siniestro sistema de márketing para asegurarse la difusión de su texto.

            En este escenario apocalíptico fue inaugurada la 25 edición de la FIL: no sólo la segunda feria del libro más importante del mundo, sino la actividad cultural -y social- más relevante en nuestro país de zombis y vampiros. El contraste no podía ser mayor: allá, bajo los arcos, una enfermedad que corroe a toda la nación; y acá, adentro de la Expo, miles de ciudadanos que, a través de la lectura -desafiando al miedo-, intentaban regresar a la vida. A la vida normal. A la vida cotidiana. A la vida sin zombis.

            Y es que la FIL refleja lo mejor de México: una pequeña feria universitaria que, gracias a la ambición y al coraje, pudo transformarse en una referencia global. Una empresa que, 25 años después, encarna un género literario indispensable: las novelas de la resistencia. Esos libros casi extintos que narraban las aventuras de los maquis durante la segunda guerra mundial. O que circulaban clandestinamente en la Unión Soviética, en samizdat, para desafiar al estalinismo. La FIL convertida, pues, en un centro de resistencia contra la apatía.

El que la Feria haya entregado su premio a Fernando Vallejo acentúa las coincidencias. El colombiano no sólo es uno de nuestros mejores prosistas, sino uno de los pocos escritores que todavía usan el lenguaje como arma de combate. Así, mientras los narcos descabezan a 26 personas a unas cuadras, el autor de La virgen de los sicarios -una obra maestra que, muy a su pesar, inaugura la llamada "literatura del narco"- empleó las palabras para sacudir conciencias, ridiculizar a los poderes establecidos, acentuar la polémica y denunciar la hipocresía.

Vallejo es, sí, un artista del insulto, y qué refrescante oírlo arremeter contra panistas, priistas y perredistas por igual, exhibiendo su falsa moral y sus contradicciones (y qué patético ver a los priistas abandonando el auditorio o a los panistas atacándolo en redes sociales). No se trata de coincidir con las opiniones del novelista, por supuesto, pero su presencia en la Feria no podía resultar más saludable en nuestro país de zombis: alguien que no se conforma con recibir un Premio y permanecer en el "remanso de la cultura", sino que grita y vocifera. Y nos llama a no olvidar que el suelo que pisamos está entintado con sangre.

Candidatos y precandidatos también se pasearon por Guadalajara, muy orondos, llenos de palabras huecas, de simulacros de palabras. Ellos también escriben libros, también los presentan. Usan a la Feria como otro templete. Otro acto de campaña. Eso sí, sordos o indignados ante las imprecaciones de Vallejo. Ninguno de ellos parece haber comprendido que frente al horror sólo cabe la resistencia. Y que ésta sólo puede articularse con iniciativas que acentúen el cambio social, como la FIL. Inundar el país con proyectos culturales -y otros alicientes contra la inequidad y el miedo-, en vez de los soldados que esta vez no cesaron de patrullar en las inmediaciones de la Feria.  

 

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6 de diciembre de 2011
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Inventario antes de liquidación

Hoy no es 1º de diciembre de 2011. Hoy es 1º de diciembre de 2012 y Felipe Calderón se prepara para hacer entrega de la banda presidencial. Son las seis de la mañana y él despierta tras pasar su última noche en la residencia oficial de Los Pinos. Una vez concluida la ceremonia, volverá a su casa, reconvertido en ciudadano común. Tras seis años de calamidades y fatigas, por fin dejará de ser el blanco de todos los reclamos y todas las insidias. Para él, al menos, la pesadilla está a punto de concluir.

            No así, en cambio, para el resto del país. México, cuya historia acumula un sinfín de turbulencias, no había experimentado un período más negro desde 1968. Y, si sólo nos concentramos en las muertes violentas -más de 50 mil-, esta etapa ha sido la más infausta desde la Revolución. Seis años marcados por la destrucción y la venganza, las disputas y la sangre. Seis años que han provocado una fractura social sin precedentes. 

Cuando Calderón consiguió participar in extremis en su investidura debido al acoso de las huestes de López Obrador -un energúmeno que en nada se parece al amoroso líder de hoy-, México era un país azotado por una feroz crisis de legitimidad, pero cuyo ánimo aún no se precipitaba en un pesimismo exacerbado. El futuro ya no lucía tan esperanzador como en el 2000, pero aún se conservaba cierto aliento de renovación y progreso. A fines del 2012, nada queda de aquel entusiasmo democrático. En apenas seis años, México se derrumbó en un caos sin precedentes.

El antecedente es claro: durante más de 70 años, el PRI construyó en el país un estado de derecho imaginario. Leyes e instituciones que en el papel resultaban modélicas, pero que en la práctica eran instrumentos supeditados a su control. Todos los organismos del estado funcionaban así, pero el sistema de justicia era el epítome de esta lógica piramidal. La corrupción de policías y jueces no era una desviación, sino un elemento indispensable del modelo.

La tragedia de Calderón es que, al emprender la "guerra contra el narco", no hizo sino exacerbar los vicios heredados del priismo que en teoría buscaba combatir. Ésta es la mayor debilidad de su estrategia: los narcos no eran el problema, sino un síntoma. Al empeñarse en combatirlos frontalmente, con herramientas torcidas, atomizó el campo de batalla, pulverizó el tejido social, acentuó las lacras del sistema -en especial la violación de derechos humanos, como demuestra el reciente informe de Human Rights Watch- y expuso al ejército a una desgradación irreparable. 

Para justificarse, el Presidente no se ha cansado de afirmar que no podía hacer otra cosa. Que necesitaba combatir a los criminales sin detenerse a limpiar previamente el aparato judicial. Que él no iba a transigir con los delincuentes como el PRI. Por desgracia, el gobierno es el arte de lo posible, y ofrecer soluciones imposibles a problemas mal enfocados porque es moralmente correcto -más bien: ideológicamente conveniente- no sólo constituye un acto de temeridad, sino el mayor yerro que puede cometer un político.

Pero, una vez que haya retornado a la vida civil, no debemos convertir a Calderón en nuestro chivo expiatorio. Todos los actores políticos comparten su culpa: el PRI, por incubar décadas de desigualdad y crimen, y por frenar cualquier intento de reforma; la izquierda, por concentrarse en su rencor y resquebrajar nuestra precaria vida institucional; y el PAN por avalar una estrategia que precipitó al país en esta sobrecogedora exposición a la violencia.

El saldo de estos seis años no puede ser más desalentador, mas negativo. Sin duda hay aspectos rescatables -la solidez macroeconómica, el seguro popular, la infraestructura carretera-, pero esta época no será recordada por estos avances, sino por una suma de cadáveres que alcanza las proporciones de una guerra civil.

Y es justo al hacer este inventario antes de liquidar al gobierno de Calderón cuando debemos darnos cuenta de la paradoja del momento. El PRI que se apresta a beneficiarse del descrédito del PAN es el mismo que construyó y avaló un sistema de justicia basado en el tráfico de influencias, las amenazas y los chantajes a los jueces y el contubernio de los policías con los criminales; el PRI que jamás emprendió un proceso de autocrítica y jamás se arrepintió de sus crímenes y sus mentiras; el PRI que, en estos seis años, bloqueó cualquier deseo de transformación.

Todos estos elementos deberían pesar a la hora de evaluar a los candidatos que se disputan la presidencia. Hoy por hoy, resulta intolerable escucharlos defender la fallida política de seguridad de Calderón, la supuesta tranquilidad previa al 2000 o la presidencia legítima del 2006. Si aspiran a tener una mínima credibilidad, tendrían que distanciarse de una vez por todas de su pasado y confesar que ellos, sí, ellos, son corresponsables de este ciclo de desorden y muerte.

 

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27 de noviembre de 2011
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El Boomeran(g)
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