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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El asesino de la puerta de al lado

No en la lejana Alemania nazi de los hornos, las cámaras de gas y los campos de concentración. Tampoco en la minúscula Ruanda, de la que nunca habíamos escuchado hablar hasta que una parte de la población se lanzó a masacrar a otra a golpes de machete. Ni en la misteriosa Yugoslavia, ejemplo de convivencia pacífica, hasta que serbios, croatas, bosnios y kosovares redescubrieron -más bien reinventaron- sus diferencias y, con especial saña en el primer caso, se lanzaron a violar y asesinar a sus vecinos. No en el otro confín del mundo, sino aquí al lado, a unos kilómetros, en Guatemala. Quizás oímos las noticias, quizás nos enteramos de algún fallido esfuerzo diplomático, pero en general cerramos los ojos, ajenos a lo que ocurría allí, a nuestro lado. Doscientos mil muertos en una de las guerras civiles más cruentas de la cruenta América Latina. Tengo que repetir la cifra para que no parezca, al menos por un instante, una cifra: 200 mil muertos. Tres cuartas partes de ellos indígenas mayas, idénticos a sus hermanos (discriminados mas no asesinados) de Chiapas, Yucatán y Quintana Roo.

            Los mexicanos solemos lamentarnos de que Estados Unidos nos ignore, de que nos perciba como una realidad distante, de que no repare en que nuestros problemas también son sus problemas. Pues eso es nada comparado con el desconocimiento o el desprecio que sentimos hacia los guatemaltecos, con quien compartimos otra larga frontera. Desde que Centroamérica decidió separarse de México en 1823 tras la caída de el emperador Agustín I, hemos creído que esa zona del mundo no existe o que, si existe, nada tiene que ver con nosotros, por más que todas las fronteras sean artificiales y que una historia común nos haya unido durante siglos.

            Orgullosos de nuestra paz social y nuestra independencia de Washington -la mejor propaganda del PRI de la época-, los mexicanos apenas nos dimos cuenta de los treinta y seis años de guerra civil que sufrieron nuestros vecinos. Treinta y seis años de conflicto derivados del golpe de estado orquestado por Estados Unidos (en la operación PBSUCCSESS) contra el presidente nacionalista Jacobo Arbentz en 1954, al cual habrían de sucederle muchos otros hasta 1996, cuando por fin volvió la paz. A lo largo de estos años de terror se sucedieron distintos jefes militares, unos peores que los otros, entre los que destacan por su crueldad el coronel Carlos Castillo Armas -bajo cuyo gobierno fue incendiada la embajada española, causando la muerte de 37 personas, entre ellas el padre de Rigoberta Menchú- y el general Efraín Ríos Montt, recientemente condenado por genocidio y delitos contra la humanidad.

            Todos los observadores coinciden en señalar a la guatemalteca como una de las sociedades más injustas del siglo xx (razón por la cual Chiapas, que formó parte de la Capitanía General de Guatemala hasta 1823, no haya escapado a esta categoría). Aunque en el papel las leyes le granjeaban los mismos derechos a los indígenas que a los ladinos, la realidad es que los primeros, que hoy aún componen cerca de la mitad de la población, siempre sufrieron una discriminación semejante a la padecida por los judíos en la Alemania nazi o los negros en la Sudáfrica del apartheid. Desprovistos de tierras y condenados a la pobreza, no tardaron en ser vistos por los militares como subversivos en potencia y, con el pretexto de que auxiliaban a las guerrillas marxistas esparcidas en la selva, fueron convertidos en el primer blanco de la represión.

            Evangélico militante -en sus alocuciones no paraba de referirse a Dios y a la lucha contra el mal-, Ríos Montt ascendió al poder tras deponer a Fernando Lucas García. Su mandato apenas se prolongó durante año y medio, pero fue suficiente para perpetrar miles de asesinatos de militantes comunistas e indígenas mayas de la etnia Ixil. Como demostró la fiscalía durante su reciente proceso, estos crímenes no sólo se debieron a una guerra civil particularmente sangrienta, sino a una estrategia perfectamente planeada en contra de esa parte de la población. Los testimonios de las víctimas remiten a los Juicios de Núremberg: miles de personas torturadas, quemadas y ajusticiadas en aras de defender al mundo libre del comunismo. Apenas sorprende que, mientras estos crímenes se llevaban a cabo, Ronald Reagan visitara Guatemala en 1982 y declarase que Ríos Mont era un hombre "de gran integridad personal".

            La reciente condena contra Ríos Montt en Guatemala representa uno de esos pocos momentos que en verdad podemos llamar históricos. Al tratarse del primer dictador en la historia condenado por genocidio en su propio país, Guatemala sienta un precedente único para la justicia global. Por una vez los mexicanos deberíamos mirar hacia el sur y contemplar con admiración cómo nuestros vecinos han sido capaces de darle un vuelco a la historia de impunidad que predomina en nuestro continente.

 

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19 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los ricos también ríen

En la escena que más risas desata en el público mayoritariamente clasemediero en la sala de la colonia Escandón a la que asisto, Peter (Carlos Gascón), el vividor que mediante amenazas y chantajes está a punto de casarse con la hija del empresario Germán Noble (Gonzalo Vega), se ve obligado a revelar sus datos personales al notario que está a punto de concederle una tajada sustancial del patrimonio de su prometida. A lo largo de toda la comedia lo hemos visto presumir un machacón acento español -y un estilo que remite al de Colate, hasta hace poco marido de Paulina Rubio-, y de pronto nos enteramos de que el simulador nació en Cholula, Puebla (si bien alega haber estudiado en Salamanca.)

            Que este gag se alce como el punto más hilarante de Nosotros los nobles (2013), la primera película de Gaz Alazraki, da cuenta de los alcances de su humor. Y que este remake de El gran Calavera, la segunda película mexicana de Luis Buñuel (1949), se haya convertido en pocas semanas en la cinta más taquillera del cine nacional, revela que la aplastante inequidad que sufre nuestro país desde los años cuarenta, y que no ha hecho sino acentuarse en los últimos decenios, continúa siendo terreno fértil para la sátira social, por pedestre que ésta sea.

            Obligado a trabajar a partir del guión de Luis y Janet Alcoriza, una especie de fábula moral que retrataba los excesos de la incipiente burguesía mexicana de aquellos años, Buñuel filmó una de sus películas menos relevantes, apenas punteada por sus buenas actuaciones (con Fernando Soler en el papel del Calavera) y una mirada que se regodea en desnudar algunos de los tics y las manías de esa incipiente clase social que, una vez cerrada la etapa revolucionaria, estaba a punto de adueñarse de México.

            Setenta años después, los excesos de los personajes de Buñuel se han convertido en benévolas caricaturas frente al imparable ascenso de los millonarios mexicanos, los cuales desde que se inició la liberalización de nuestra economía en los años ochenta no han encontrado límite alguno a sus ambiciones. Lo que en Buñuel era una lección de moral dada a esos rancios petimetres, se transforma en manos de Alazraki en una suerte de lavado de cara de nuestros pirrurris, yuppies, hipsters y mirreyes, quienes con una mínima presión parecen capaces de redimirse y de demostrar que son tan frágiles y humanos como cualquiera.

            La trama de Nosotros los nobles -las múltiples referencias a la época de oro del cine mexicano resultan tan superficiales como vanas- es de sobra conocida, así que no temo arruinarle la tarde a quien aún no la haya visto. Un rico empresario viudo de pronto se da cuenta de que sus tres hijos, la fresa Barbie (Karla Souza), el yuppy Javi (Luis Gerardo Méndez) y el hipster Charlie (Juan Pablo Gil), malgastan sus días y su fortuna en toda suerte de excesos, desde las borracheras del mayor hasta los deslices eróticos del menor, pasando por el amorío de Barbie con el insufrible Peter. A fin de darles una lección, Germán Noble finge que el sindicato de sus empresas ha descubierto un fraude millonario, confiscando sus propiedades y obligándolos a vivir como pobres, refugiados en la casona abandonada del abuelo.

            A partir de esta premisa -calcada de la de Buñuel-, cada uno de los hijos irá descubriendo sus errores al enfrentarse a la dura realidad del mundo, convirtiéndose (en teoría) en seres humanos más responsables y solidarios. Así, Barbie dejará a Peter -exhibido como un pícaro, más que como un malvado- y se enamorará de Lucho, el hijo de la sirvienta con quien coqueteaba desde niña, mientras que Javi montará un negocio con los amigos que conoció como chofer de microbús y Charlie al fin encontrará a una novia de su edad. Revelado el engaño del padre, se suceden los previsibles enojos de los hijos, la reconciliación y el ineludible final feliz.

            Desde las obras de Aristófanes, Plauto, Lope o Molière, las grandes comedias siempre fungieron como termómetros de la sociedad. Al ridiculizar a los avaros, los presumidos o los sabihondos -a los poderosos-, sus autores mostraban las llagas de su época y, en los mejores casos, se convertían en catalizadores del descontento o la frustración. No puede exigirse que todas las comedias busquen esta dimensión artística, pero que la película más vista en México en los últimos años sea una burda reivindicación de nuestros ricos, los cuales a pesar de sus defectos terminan por despertar todas nuestras simpatías, la convierte más bien en cómplice del statu quo.

            Cuando casi al final del filme Germán Noble le revela la verdad a sus hijos, Barbie no puede creerlo y le recuerda a su padre el momento en el que les anunció que el sindicato había clausurado sus empresas. A lo cual Noble responde, en la única línea verdaderamente ácida de la película (que no tardará en quedar sepultada bajo de la melosa reunificación familiar): "Si ni siquiera tenemos sindicato". Poco importa: aún así los queremos.

 

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12 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El maratón y la lucha

Correr. Correr sin descanso. Correr sin pausa. Correr hasta la meta. Correr aunque los músculos se te desgajen. Correr aunque tus pulmones no alcancen a llenarse. Correr aunque el esfuerzo te reviente el corazón. Correr las 25 millas -unos 42 kilómetros- que separan los llanos de Maratón, donde la armada griega ha vencido a los odiados persas, de la gloriosa Atenas. Feidipides (otras fuentes lo llaman Filipides, Tersipio, Erquio o Eucles) mira la hermosa ciudad a la distancia y, venciendo la debilidad de su cuerpo, acelera hasta donde lo esperan sus ansiosos dignatarios. νενικηκαμεν, pronuncia con su último aliento: "Hemos vencido". Y muere en el instante.

            Según la leyenda griega, recreada en 1879 por el poeta Robert Browning, la carrera que hoy conocemos con el nombre de maratón estuvo siempre ligada con la victoria sobre uno mismo -y con la muerte. Yo, que siempre he odiado las largas distancias (el asma las colocaba fuera de mi alcance), siempre he sentido fascinación por los exultantes relatos de los maratonistas. Según ellos, nada se compara a ese instante de iluminación en el que, cuando el cuerpo parece haber sido doblegado por la fatiga, el corredor sigue adelante en un último arresto, animado por los aplausos de los espectadores.

En Correr, el novelista japonés Haruki Murakami ve en el maratón una filosofía de vida. "El dolor es inevitable, pero el sufrimiento opcional", escribe recordando el consejo que le dio un atleta veterano. "Digamos que empiezas a correr y te dices: esto duele, no puedo más. El dolor es una realidad inevitable, pero en qué medida puedes soportarlo es decisión del corredor. Esto resume el aspecto más importante del maratón."

No deja de ser llamativo que Tamerlán y Dzhojar Tsarnaev hayan elegido precisamente el Maratón de Boston como escenario de su venganza. Desde que se reintrodujo como parte esencial de los Juegos Olímpicos modernos, esta carrera no sólo se convirtió en una metáfora del triunfo de la voluntad sobre la carne -basta recordar a tantos agónicos atletas arrastrándose hasta la meta vitoreados por los espectadores- sino de la paz y la armonía entre los pueblos.

La elección no parece casual. Los dos hermanos eran atletas meritorios, si bien sus intereses se hallaban en los deportes más contrapuestos, si cabe, a las carreras de resistencia: la lucha y el boxeo. A diferencia de los maratonistas, cuyo objetivo esencial consiste en vencerse a sí mismos, los peleadores están obligados a imponerse a sus rivales, a quienes difícilmente dejan de ver como enemigos. Aunque sus razones aún puedan resultarnos misteriosas, Tamerlán y Dzhojar dejaron claro no sólo su odio hacia la sociedad secular y consumista que los había acogido desde niños, sino hacia ese autocontrol de los maratonistas que ellos al parecer nunca tuvieron.

A menos que se descubran más tarde otros indicios, todo indica que, a diferencia de los perpetradores de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los hermanos Tsarnaev actuaron por su cuenta, sin vínculos estrechos con organizaciones terroristas. Chechenos étnicos, ambos llegaron a Estados Unidos desde Kirguizistán, adonde su familia había sido deportada por Stalin en los años cuarenta. De acuerdo con los reportes de la prensa, Tamerlán nunca se sintió cómodo en su nuevo país y acaso fue el responsable del adoctrinamiento de su hermano menor, un joven a quien sus compañeros de escuela consideraban simpático y algo retraído.

En principio resulta incomprensible que dos jóvenes más o menos bien integrados a la sociedad estadounidense pudiesen de pronto convertirse en terroristas. ¿Qué frustración, qué deseo de venganza o qué miedo los condujo a asesinar y mutilar a otros atletas como ellos? ¿En verdad la defensa del Islam podría servir de justificación a un crimen tan espantoso? Su desvarío quizás no se separe demasiado de esos otros asesinos solitarios que cada cierto tiempo aparecen, sin falta, en Estados Unidos. Por más que ahora se les quiera asimilar a los talibanes o los combatientes de Al-Qaeda, su ideología religiosa resulta tan vaga como los delirios de Adam Lanza, el homicida de Newtown.

Correr. Correr sin descanso. Correr sin pausa. Correr hasta la meta. Correr aunque los músculos se te desgajen. Correr aunque tus pulmones no alcancen a llenarse. Correr aunque el esfuerzo te reviente el corazón. Correr para que no te atrapen. Tras asesinar a tres personas y mutilar a decenas de inocentes, de enfrentarse a la policía y ver caer muerto a su hermano, Dzhojar Tsarnaev corre por Watertown hasta refugiarse, malherido, en un bote. E antiguo luchador jamás comprenderá que, como dijo el presidente Obama en otro de sus discursos memorables, lo que distingue al maratón no es sólo el combate del corredor contra sí mismo, sino el respeto de quienes lo contemplan. "En la milla más ardua, justo cuando creemos que nos hemos golpeado contra un muro, alguien estará allí para animarnos y levantarnos si caemos".

 

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5 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin testigos

La madrugada del pasado 17 de abril una granada de fragmentación y una bomba casera fueron lanzadas contra el Mural, de Guadalajara, sin que por fortuna se registrase ningún herido. (El año pasado otro de los periódicos del Grupo Reforma, El Norte, sufrió tres atentados contra sus sedes suburbanas en Monterrey, Guadalupe y San Pedro.) Apenas dos días más tarde, el 19 de abril, la representación para México y Centroamérica de Article 19, la organización no gubernamental encargada justo de defender y promover la libertad de prensa en el mundo, recibió una carta con amenazas de muerte para sus directivos. Y esta misma semana, el 25 de abril, se encontró el cadáver mutilado de Alejandro Martínez, fotógrafo del diario La Vanguardia de Torreón.

            Ominosos incidentes que se suman a las 50 agresiones contra la prensa documentadas por el propio Article 19 en el primer trimestre de 2013 -entre las que se cuentan un homicidio, una desaparición y ocho detenciones ilegales-, las 207 de 2012 o las 172 de 2011 y que, como se ha vuelto ya un siniestro lugar común, han convertido a México en uno de los lugares más peligrosos del planeta para el ejercicio del periodismo.

            Tras la puesta en marcha de la "guerra contra el narco· en 2007, el país se transmutó en un auténtico escenario bélico para los reporteros y corresponsales que desde entonces se han dedicado a narrarla. Las amenazas contra los medios de comunicación de los estados donde se libran las principales batallas del conflicto han logrado que buena parte de nuestro territorio sea una especie de caja negra en la que resulta prácticamente imposible saber lo que sucede, al menos por las vías tradicionales. El sonado editorial de El Diario de Ciudad Juárez que suplicaba a las bandas delictivas una tregua después de que dos de sus empleados fuesen asesinados, o la renuncia de Zócalo de Coahuila a informar sobre el combate al narcotráfico, no son sino los síntomas más agudos de una epidemia que ya infecta a todo el país.  

El acoso sistemático a la prensa significa una drástica merma de nuestros derechos civiles. Obligados a la autocensura u orillados a practicar un silencio precavido, numerosos diarios de las zonas más afectadas por la violencia han perdido su razón misma de existir. Si no tienen más remedio que abstenerse de informar sobre las heridas más graves que sufren sus comunidades, ¿han de conformarse con fungir como meras revistas de deportes o sociales? Sin el concurso de esos testigos privilegiados, los ciudadanos nos volvemos incapaces de comprender la realidad que nos circunda y nos priva de elementos para decidir cómo y quién ha de gobernarnos.

            Esta laguna no sólo supone, pues, un peligro para quienes ejercen el oficio periodístico, sino una amenaza para la sociedad civil que, desprovista de las historias que le permitirían forjarse un juicio propio sobre la violencia, se vuelve incapaz de reaccionar frente a ella. Sordos y mudos, los ciudadanos quedamos confinados a un sitio marginal, sin influencia política alguna. Enclaustrados en una suerte de caverna platónica, apenas distinguimos sombras de lo que ocurre afuera, en ese mundo exterior que es nuestra propia calle, nuestro propio barrio, nuestra propio municipio.

            Todas esas ciudades en las que a partir de las siete u ocho de la tarde suena un toque de queda imaginario y sus habitantes no tienen más remedio que dirigirse a toda prisa hacia sus casas, donde permanecerán encerrados ante el riesgo de acudir a cines, restaurantes o bares, constituyen la parte más visible de un fenómeno más extendido y aún más lamentable: las ciudades o incluso los estados en los que resulta imposible saber lo que ocurre, todos esos sitios que se han transformado en hoyos negros porque quienes detentan el poder han decidido que sus actos nunca salgan a la luz.

            Si bien buena parte de las agresiones contra la prensa provienen de los criminales, otras tantas se deben a las autoridades de los tres niveles de gobierno encargadas de combatirlos, como en los casos de las detenciones de periodistas contrarias a las normas internacionales en Tlaxcala -donde el código penal aún contempla los delitos contra el honor- o las intimidaciones contra el periodista Jorge Carrasco, de Proceso, responsable de investigar el homicidio de Regina Martínez, la corresponsal del semanario en Veracruz asesinada allí el año anterior.

            En un escenario de confrontación tan agudo como el que vivimos, quedarnos sin testigos significa perder los últimos lazos que nos unen a ese universo agreste y oscuro que, por culpa de unos cuantos, queda al margen de nuestro campo de visión. Una democracia donde los ciudadanos ignoran lo que sucede en su entorno no es ya una auténtica democracia. Por ello resulta imprescindible tomar conciencia de la grave pérdida sufrimos: esta erosión en la libertad de prensa supone uno de los mayores atentados a nuestra libertad.

 

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28 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De elecciones a elecciones

La jornada electoral se inicia con el ominoso presagio de las últimas encuestas, que pronostican un cerrado empate técnico. El nerviosismo invade a los candidatos -y a sus fervientes seguidores- conforme las votaciones se acercan a su conclusión. A las pocas horas de cerradas las casillas resulta evidente que el margen entre los dos punteros es muy pequeño: lo peor que puede ocurrirle a una sociedad devorada desde el inicio del proceso por una creciente crispación. Una y otra vez, el candidato opositor ha denunciado la inequidad de la contienda, la grosera intervención del aparato del Estado a favor de su rival y los infinitos recursos que han beneficiado su proyecto.

            Tras largas horas de expectación, por fin el órgano electoral -igualmente cuestionado por su servilismo con el régimen- anuncia la "tendencia irreversible" que señala la victoria del candidato oficial. Convencido de que se ha operado un siniestro fraude, el líder opositor se niega a reconocer los resultados y convoca una serie de protestas que se tornan cada vez más airadas y ruidosas. El virtual triunfador acusa a su oponente de incitar a la confrontación social y de despreciar el estado de derecho. Éste, por su parte, anuncia el redoblamiento de las manifestaciones para exigir la apertura de todos los paquetes electorales ("voto por voto,").

            Hasta aquí, ¿hablamos de la Venezuela del 2013 o del México del 2006? ¿El candidato oficial es Nicolás Maduro o Felipe Calderón? ¿Y el opositor que se niega a reconocerlo es Henrique Capriles o Andrés Manuel López Obrador? A primera vista los relatos apenas se distinguen, de no ser porque la diferencia entre los políticos mexicanos fue de 0.58% frente al 1.77% de los venezolanos: un margen en cualquier caso demasiado estrecho como para que no se generasen dudas sobre el proceso.

            Lo más llamativo de estas elecciones ha sido constatar la reacción de buena parte de nuestros analistas y políticos en uno y otro caso. Mientras aquellos que se consideran liberales, demócratas o simplemente de derechas no vacilaron en condenar la actitud de López Obrador, acusándolo de ser un populista mesiánico incapaz de respetar las instituciones y el marco legal, en cambio no han dudado en secundar la posición de Capriles, convertido a sus ojos en un héroe de la libertad y en un hombre responsable que ya no podía tolerar la desfachatez de su enemigo. De otro lado del espectro, quienes se presentan como antiimperialistas, globalifóbicos o simplemente de izquierdas, no dudaron en tachar a Calderón de espurio y secundaron las acciones de resistencia civil del PRD y sus aliados, mientras Capriles les parece una figura despreciable al servicio de Estados Unidos y los grandes capitales.

            En pocas ocasiones ha quedado más patente la incoherencia demostrada por los dos bandos, incapaces de percibir que su sesgo ideológico les impide reconocer los innegables paralelismos entre ambas situaciones. Ello no quiere decir, por supuesto, que no se impongan algunos matices necesarios. Aunque en los dos lugares el Estado actuó de manera obvia -e ilegal- a favor de candidato oficialista, los años de gobierno de Hugo Chávez erosionaron de manera mucho más profunda la democracia venezolana que el régimen de Vicente Fox, nacido justo como una alternativa al autoritarismo previo. Pero en cualquier caso el primer presidente del PAN no dudó en usar toda su influencia para acabar con López Obrador, a quien consideraba una especie de enemigo personal, mientras que el influjo de Chávez se llevó a cabo desde ese mundo ultraterreno en que le susurraba consejos a Maduro. Hoy, Maduro no ha dudado en amenazar a Capriles con acciones legales en su contra, mientras que ayer Fox quiso torcer la ley para apartar a López Obrador de la contienda mediante un polémico intento de desafuero.

Éste, por su parte, tuvo el descaro de aparecer en todas las televisiones mientras aún no cerraban las casillas, pero del otro lado no hay que olvidar la campaña pagada por distintos empresarios que, con el fin de desprestigiarlo, buscaban asociar a López Obrador ni más ni menos que con Chávez. Otra diferencia en otro escenario paralelo: en las elecciones anteriores, Capriles se apresuró a reconocer el triunfo del Comandante pese a la inequidad de la contienda, consciente de que la distancia que lo separaba de éste era demasiado grande. En una situación similar, en las elecciones de 2012, López Obrador en cambio se negó a reconocer la victoria de Enrique Peña Nieto pese a los millones de votos obtenidos por éste.

            Como fuere, más que para determinar el papel histórico de estos personajes, las similitudes y diferencias entre las experiencias mexicanas y venezolanas deberían servirnos como un llamado de atención a quienes solemos juzgar a los demás, amparados en la inquebrantable fe en nuestras convicciones, sin darnos cuenta de la verdadera dimensión de nuestros prejuicios.

 

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21 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La baronesa y el actor

A Carlos Fuentes le encantaba contar esta anécdota: en la cena de gala posterior a la ceremonia en la cual se convirtió en presidente de Francia, a François Mitterrand, siempre orgulloso de sus devaneos literarios, se le ocurrió sentar lado al lado a Margaret Tatcher y Gabriel García Márquez. Con su peinado de escultura futurista, la primera ministra se acodó hacia su compañero de mesa y le preguntó con una cortesía tan fría como ensayada: "Disculpe, ¿y usted a qué se dedica?" A lo que el Premio Nobel respondió con su campechanería habitual: "Yo escribo. ¿Y usted?"

            Más allá del chascarrillo, la respuesta de la primera ministra bien podría haber sido: "A luchar contra el comunismo y a liberar a los mercados". Una actividad como cualquier otra, de no ser porque su tesón ideológico, sumado a su complicidad con Ronald Reagan -sumada a la del papa Juan Pablo II-, terminaría por sellar de manera indeleble el rumbo del planeta desde entonces. Durante más de una década estos paladines del conservadurismo, provenientes de entornos antitéticos -la baja burguesía británica, los entretelones de Hollywood-, sumaron sus energías en una batalla común: acabar con el Imperio Soviético y reducir el Estado a su mínima expresión.

            No hay más remedio que reconocer su triunfo en ambos casos. Si bien el desmembramiento de la URSS respondió más a una descomposición interna, acelerada por el reformismo de Mijaíl Gorbachov, resulta innegable que la alianza de la futura baronesa y el actor jubilado contribuyó a crear condiciones propicias para su debacle. Por otra parte, aún arrastramos las consecuencias de su vocación neoliberal. Inspirados en las ideas de Friedrich Hayek y Milton Friedman (bajo la consigna de que "el Estado no es la solución, es el problema"), Tatcher y Reagan no dudaron en emprender una auténtica cruzada, dentro y fuera de sus fronteras, para minar la legitimidad de cualquier intervención estatal en la economía. Si bien es cierto que durante los años setenta los gobiernos se habían convertido en entidades obesas y atrofiadas, ellos no sólo buscaron adelgazarlos, sino entregarle todo su poder a la iniciativa privada y en particular a los grandes conglomerados.

            A fuerza de privatizaciones y desregulación, en unos años Margareth Tatcher entregó a distintas empresas privadas el control de numerosos servicios públicos, al tiempo que desmantelaba el eficaz sistema sanitario británico, a la par que Reagan reducía aún más el de por sí ajustado presupuesto social de Estados Unidos, aumentaba exponencialmente el gasto militar y ponía en marcha el faraónico escudo antimisiles que en su opinión terminaría por conducir a la economía soviética a la ruina. Tras probar la estrategia en sus países -aplicando numerosas excepciones a su ortodoxia, como ha señalado Joseph Stiglitz-, Tatcher y Reagan no dudaron en imponer medidas aún más draconianas a las naciones periféricas, obligándolas a aceptar esos planes de choque cuya lógica Naomi Klein ha asociado con la de los golpes militares.

            Las consecuencias de su dogmatismo -y de sus relaciones con el gran capital- no tardaron en observarse: una drástica merma en la calidad de los servicios públicos, que en muchos casos tuvieron que regresar a manos del Estado ante la incapacidad de los particulares de volverlos rentables; el enriquecimiento súbito de unos cuantos hombres de negocios  -los "auténticos hombres libres" de Ayn Rand, otra gurú de la época- y el ensanchamiento nunca visto de los índices de desigualdad en todos los lugares en los que se aplicaron sus recetas.

            La insólita caída del Muro de Berlín en 1989 -acontecida ya durante la presidencia del primer George Bush- y la implosión de la Unión Soviética poco después, parecieron confirmar todos los presagios de estos dos líderes, elevados a figuras tutelares del capitalismo salvaje puesto en marcha a partir de los noventa. Aunque Tatcher pronto sería apartada del poder por los mismos líderes conservadores que antes la entronizaron, y el demócrata Clinton impediría la reelección de Bush, la influencia de la baronesa y el actor se mantendría a lo largo de los siguientes lustros, y en buena medida la vertiginosa desregulación financiera que propició la crisis de 2008 puede ser achacada a los principios que tanto defendieron.

            El reciente fallecimiento de la Dama de Hierro, sumada a la desaparición de Reagan y Wojtila, cierra de una vez por todas una era marcada a fuego por sus batallas ideológicas y sus odios ancestrales. En sus obituarios oficiales u oficiosos, sus admiradores no han dejado de aplaudir su "compromiso con la libertad", pero por desgracia la libertad que ellos persiguieron con denuedo, en la mayor parte de los casos, no fue otra que esa libertad económica sin trabas que, fundamentada en la codicia y despreciando la solidaridad, nos ha conducido a una de las mayores recesiones de la historia. 

             

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14 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia de dos islas

"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación." El célebre inicio de Historia de dos ciudades de Charles Dickens bien podría servir hoy para referirse a dos islas cuyas vicisitudes recientes no podrían lucir más parecidas y las medidas para enfrentarlas más opuestas.  

            Situada en los helados confines del Atlántico, Islandia no fue poblada hasta que los primeras exploraciones vikingas arribaron a sus costas en el siglo IX de nuestra era y, tras una larga unión con Dinamarca y una breve ocupación aliada durante la segunda guerra mundial, alcanzó su independencia en 1945; de suave clima mediterráneo, Chipre presume en cambio asentamientos humanos desde el décimo milenio antes de nuestra era, y sus tierras fueron sucesivamente ocupadas por griegos, asirios, egipcios, persas, franceses, otomanos y británicos hasta su independencia en 1960, aunque desde entonces su parte norte se haya bajo el control de fuerzas turcas.

Hasta hace muy poco, la primera era conocida por su alto nivel de desarrollo, sus paisajes agrestes o imponentes -en el volcán Snaesfellsjökull sitúa Jules Verne el inicio de su Viaje al centro de la tierra-, sus aguas termales y la hospitalidad de sus poco más de 300 mil habitantes; la segunda, por su alto nivel de desarrollo, la suavidad de sus playas y la riqueza de sus sitios arqueológicos -según la leyenda, en sus mares emergió Afrodita- y la hospitalidad de su más de un millón de habitantes. Paraísos quietos y serenos, más o menos apartados de los centros de poder global, que uno jamás hubiese imaginado sometidos a las violentas crisis económicas que terminaron por azotarlos.

A partir de los noventa, las dos islas se convirtieron en dos de los más apreciados centros financieros del planeta (como proclamaban los especuladores que se instalaron en sus capitales). Si bien sus economías habían prosperado gracias a una cuidadosa supervisión de sus pequeños sistemas financieros, a partir de entonces se vieron sometidas a la ola de privatizaciones y desregulación que asoló buena parte del planeta y sus bancos se vieron transmutados en gigantes de proporciones mitológicas cuyas drásticas caídas las arruinaron por completo.  

Auspiciados por políticos corruptos, ineficaces o ciegamente entregados al neoliberalismo, los banqueros locales transformaron sus negocios en emporios especulativos que manejaban miles de millones de dólares de ávidos especuladores extranjeros -ingleses y holandeses en Islandia; rusos en Chipre-, ajenos a los intereses de las islas. Inmersos en una burbuja inmobiliaria que de inmediato se volvió una burbuja de crédito, sus sistemas financieros de pronto manejaban capitales infinitamente mayores a sus productos internos brutos: los paraísos de hielo y arena habían ahora eran paraísos fiscales.

Cuando en el verano de 2008 reventó la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y el mundo se precipitó en la recesión que continúa hasta nuestros días, Islandia fue una de sus primeras víctimas. Sus virtuosos ciudadanos, curtidos por la aspereza del clima y su austeridad luterana, observaron con azoro como sus tres grandes bancos se precipitaban en la quiebra, arrastrando consigo toda la economía del país. Sin aprender en cabeza ajena, un lustro después Chipre se ve sumido en la misma postración.

Hasta aquí los parecidos. Porque, tras una serie de protestas sin precedentes, los ciudadanos islandeses decidieron ignorar los preceptos de la ortodoxia económica internacional, devaluaron su moneda, se negaron a pagar a los especuladores holandeses y británicos -recientemente el Tribunal de la Asociación Europea de Libre Comercio confirmó la legalidad de la medida- y prosiguieron causas criminales contra los políticos y los banqueros que los condujeron al desastre. En Chipre, en cambio, tanto la élite local como los funcionarios de la Unión Europea se las han ingeniado para operar el peor rescate posible, el cual ha contemplado la medida extrema de congelar los depósitos de los ahorradores (cuando los especuladores rusos habían emprendido ya la huida), en una suerte de "corralito" mediterráneo.  

            Islas como laboratorios. Islas como metáforas. Islandia como excepción, Chipre como regla. Lo peor es que lo ocurrido con esta última no hace sino demostrar que hay algo irremediablemente podrido en nuestra globalización económica, pues ninguna de estas catástrofes -que son ante todo catástrofes humanas- ha conducido a nuestros dirigentes a eliminar esos paraísos fiscales que cuando prosperan sólo benefician a los ricos y cuando quiebran sólo hunden a los más pobres. Al parecer nos ha tocado vivir en el peor de los tiempos, en la edad de la locura, en la época de la incredulidad, en la era de las tinieblas y en el invierno de la desesperación.   

 

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7 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La paz de los sepulcros

la voz y, sin preocuparse por las descalificaciones de sus críticos, anuncia que se tomará atribuciones que no le corresponden para convertir a su municipio, el más rico de América Latina, en un lugar seguro, ajeno a la ola de violencia que se abate sobre la zona conurbada de Monterrey. Frente a estas palabras que apenas disimulan su tono de advertencia, el gobernador de Nuevo León, decenas de autoridades judiciales y policíacas y cientos de ciudadanos se lanzan en un vibrante aplauso, convencidos de que, para bien o para mal, el empresario Mauricio Fernández no se quedará cruzado de brazos.

 

            En la siguiente imagen podemos observar al reluciente alcalde en primer plano, con su voz profunda y su desafiante acento norteño -su apodo de joven era El Ronco-, narrando con orgullo cómo uno de los criminales que se han atrevido a atentar contra su vida, el Negro Saldaña, ha sido encontrado muerto en la ciudad de México. De no haber sido pronunciado a las 11:45 de la mañana, el anuncio no hubiese parecido sorprendente en medio del estado de guerra que sufre el país en ese octubre de 2009; lo extraño es que el cadáver del Negro, junto con el de dos de sus cómplices, sólo es hallado por la policía del DF a las 5 de la tarde. Sin ruborizarse, Fernández se jacta de predecir el futuro.

            Con estas perturbadoras secuencias se inicia El alcalde, el brillante documental de Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego Enrique Osorno que ha iniciado su recorrido en festivales de cine de todo el mundo. En medio del sinfín de historias macabras generadas por la guerra contra el narco, hacía falta este afilado retrato de este hombre de poder que, en sus tres años al frente de San Pedro Garza García, lo transformó en una especie de isla: la única porción de la capital norteña resguardada de homicidios y secuestros, en la cual sus habitantes continúan disfrutando de una vida normal, contrapuesta al estado de sitio -con toque de queda incluido- que domina en los municipios aledaños.

            Centrándose sólo en su figura y sus palabras, con eventuales desvíos a su mansión -su alberca enmarcada por un arco gótico, el cráneo de Tricerátops que preside su estancia o el artesonado mudéjar que la cubre- y unas cuantas imágenes rescatadas de los archivos familiares -su fastuosa boda, sus cacerías de ciervos y elefantes, su pasión por las armas de fuego-, El alcalde deja que su protagonista se pinte de cuerpo completo con todas sus aristas. Carismático y dueño de una enfática oratoria -aunque en algún momento su llanto resulte obviamente chapucero-, Mauricio Fernández no duda en presentarse como un héroe, un político sui géneris dispuesto a revelar verdades incómodas -las masacres perpetradas por el ejército en el norte del país- y a actuar allí donde otros se muestras pusilánimes, arropado por un apoyo popular que no se reduce a las "grandes familias", sino a buena parte de la población del estado.

            En un país que se desangra, el alcalde de San Pedro se enorgullece de haber expulsado a sicarios y secuestradores, a la vez que admite que los propios capos del narco se han convertido en sus vecinos. En la grotesca fauna surgida en México en estos años de conflicto, Fernández es una rara avis: un multimillonario convertido en político y un político que, como los vigilantes de las películas hollywoodenses, pretende tomar la justicia por su propia mano, asegurándose de que los malvados reciban su merecido obviando las trabas e ineficiencias de nuestro sistema judicial.

            Por momentos el alcalde habla con una lucidez que enviarían varios políticos de izquierda- reconoce que las drogas ya son legales gracias a una ley que, no evita decir, fue aprobada por Felipe Calderón, y que los ciudadanos tendrían que decidir si quieren que éstas sean vendidas por los narcotraficantes o por el Estado-, mientras en otras ocasiones su discurso apenas se diferencia del esgrimido por los paramilitares colombianos y, de manera casi explícita, justifica los asesinatos extrajudiciales.

            El documental de Altuna, Rossini y Osorno no será del gusto de muchos: habrá quien piense que se trata de una apología de Fernández, cuya eficacia podría seducir a ese sector de la población que exige mano dura, mientras otros lo verán como una denuncia sin contemplaciones de un gobernante que oculta sus crímenes -tan viles como los de sus enemigos- bajo una desvergüenza populista. Allí está, sin embargo, lo más relevante de su perspectiva: en vez de valerse del maniqueísmo que Calderón quiso imponerle a su narrativa de la guerra, El alcalde exhibe esa zona de grisura moral que nos infecta desde entonces. Y, sin alaridos ni desplantes, demuestra que el éxito pacificador de Fernández en su isla de San Pedro, con su íntimo desprecio hacia la ley, es la medida de nuestro fracaso como nación.

 

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31 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El mártir de la red

Al descubrir a su novio visiblemente abatido, Taren se apresuró a preguntarle si le ocurría algo. Aaron respondió: "Sigo con vida". Ella trató de animarlo y le aseguró que ganaría el juicio. "Será un gran año", insistió. Él se limitó a responderle: "no me mientas" y cambió la música que sonaba en su computadora por una canción titulada "Fond Farewell". Hacía semanas que él se hallaba en ese estado, incapaz de concentrarse en los proyectos que lo habían vuelto célebre en la blogosfera. Tras la confirmación de las acusaciones en su contra -y la traición de Quinn, su ex novia y antigua compañera de batallas- la depresión que siempre lo azotó se había vuelto más consistente y pegajosa. Tras una breve pelea, Taren decidió darse un baño; al salir encontró a Aaron ya vestido, con el abrigo puesto, y pensó que se disponía a acudir a la oficina. "No pienso ir", le aclaró él. Ella le propuso quedarse a su lado o dar un paseo. "No, ve tú, yo necesito estar solo". Taren accedió a marcharse a condición de que él le prometiese comer algo y no hacerse daño. Aaron accedió. Pero cuando Taren volvió al edificio por la tarde, descubrió su cuerpo colgado frente a la ventana.

            La muerte de Aaron Swartz, a los 26 años, no sólo fue lamentada por su familia -su padre llegó a afirmar que había sido asesinado por los fiscales que lo habían perseguido- sino por millones de cibernautas y activistas que lo consideraban un símbolo de la lucha por una sociedad del conocimiento abierta. Brillante y atribulado, a los 14 años ganó el premio ArsDigita, se sumó al grupo de trabajo que desarrolló el formato RSS y trabajó para el consorcio de la World Wide Web. Más adelante se incorporó a la Universidad de Stanford, que abandonó para fundar una start-up, Infogami, la cual terminaría fundiéndose con la red social Reddit, vendida luego a Condé Nast.

            Aaron no toleró la vida corporativa y, tras una nueva crisis, prefirió consagrarse a la causa de la libertad de información. Pronto se convirtió en uno de los principales adalides contra la Ley para Frenar la Piratería en Internet (SOPA), por considerarla un instrumento represivo del estado. Swartz estaba convencido de que en nuestras endebles democracias sólo unas cuantas personas -los más ricos- toman las decisiones cruciales, aunque a la vez se mostraba desencantado frente al alud de ONG's que perdían el tiempo en minucias sin transformar las políticas que dominan en el planeta.

            Esta lucha lo llevó, sin embargo, a acciones más concretas y más drásticas. En 2006 descargó y colgó de manera gratuita el catálogo bibliográfico de la Biblioteca del Congreso: como la información era pública, no tuvo sanción alguna. En 2008 descargó millones de documentos provenientes de las cortes federales; esta vez sí fue acusado, aunque al final no se presentaron cargos en su contra. Al mismo tiempo, escribió un Manifiesto Guerrillero para el Acceso Abierto, donde exigía que los ensayos académicos fuesen compartidos con todo el mundo. Y por fin, entre 2010 y 2011, descargó millones de documentos de JSTOR, la mayor base de artículos científicos de Estados Unidos.  

            Esta vez las autoridades no lo dejaron escapar y tanto JSTOR como el Instituto Tecnológico de Massachussets -cuya red había usado- presentaron una denuncia penal en su contra. El 6 de enero de 2011, Aaron fue arrestado en la Universidad de Harvard y en julio fue acusado de fraude cibernético y otros delitos por los que podría haber recibido una pena de hasta 35 años de cárcel. Semanas después los fiscales le ofrecieron un acuerdo extrajudicial: si aceptaba declararse culpable podría pasar sólo seis meses en prisión. Sin embargo, la perspectiva de convertirse en un criminal convicto era demasiado para él, sobre todo después de que  Quinn Norton, su novia de entonces, hubiese aceptado colaborar con las autoridades.

            Así llegamos al 11 de febrero de 2013, el día en que Aaron decidió colgarse de su cinturón. Aunque el gobierno estaba al tanto de su propensión al suicidio, insistió en juzgarlo a toda costa. Entretanto, millones de activistas lo veían como un héroe -y un mártir- de su causa. El celo con el cual fue perseguido por el Departamento de Justicia, con ayuda del MIT, refleja la misma visión proteccionista de los defensores de SOPA. Como escribió el propio Aaron en su Manifiesto: "La información es poder. Pero, como todo poder, hay unos cuantos que sólo lo quieren para sí mismos." En una mínima victoria póstuma, JSTOR decidió publicar gratuitamente cuatro millones de artículos académicos (con ciertas restricciones). Una pequeña conquista cuyo ejemplo tendría que ser seguido por miles de instituciones en todo el orbe. Más allá de la defensa a ultranza de los derechos de autor, la utopía de Swartz, y de millones de jóvenes como él, consiste en imaginar un mundo donde todas las personas, pobres y ricas, puedan disfrutar en igualdad de circunstancias de las conquistas intelectuales de la humanidad. 

 

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24 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La guerra de los drones

Capturado en la frontera de Irak con Siria, el sargento Nicholas Brody pasa ocho años como prisionero de Al-Qaeda, sometido a toda suerte de torturas físicas y psicológicas. Un día, Abu Nazir, el feroz comandante de los terroristas, decide rescatarlo y convertirlo en profesor de inglés de su hijo. Brody no tarda en ganarse la confianza de su alumno y entre los dos se establece una relación de cariño al margen de la guerra. Hasta que, durante un bombardeo con aviones teledirigidos, el pequeño Issa pierde la vida. Devastado, Brody se transforma en agente de Abu Nazir, decidido a que el gobierno de Estados Unidos pague por sus crímenes.

            La incursión de los drones en Homeland -paradójicamente, Barack Obama ha declarado que se trata de su serie de televisión favorita- anticipó una de muchas escenas semejantes en la vida real. A mediados de 2012, Salem Ahmed bin Alí Jabed se atrevió a lanzar un severo discurso contra Al Qaeda en una mezquita de Jashamir, en el este de Yemen. Un par de días después, accedió a reunirse con dos miembros de la banda terrorista, quienes habían insistido en hablar con él; para protegerse, el clérigo acudió acompañado por su primo, un oficial de policía. Según el New York Times, un misil teledirigido incineró a los cinco mientras discutían bajo una palmera, así como a un camello que permanecía atado cerca de ellos.

            Durante su primera campaña, Obama prometió acabar con los abusos aprobados por su predecesor tras la caída de las Torres Gemelas: los interrogatorios mejorados -incluido el waterbording-, el envío clandestinos de prisioneros a terceros países, el limbo legal de Guantánamo y la falta absoluta de derechos de los llamados "combatientes ilegales". Cinco años después, el presidente en efecto terminó con las torturas y las entregas ilegales, pero en cambio no logró cerrar Guantánamo, donde quedan más de cien internos que no han sido sometidos a juicio y, arrogándose un poder mayor que el de cualquier otro líder democrático, determinó que él mismo, sin intervención de las cortes o del Congreso, podía ordenar la ejecución extrajudicial de miles de supuestos terroristas con la opacidad propia de una dictadura.

            No es ésta la primera traición de Obama hacia sus electores -durante su mandato se han llevado a cabo más expulsiones de mexicanos ilegales que durante todos los años de Bush Jr.-, pero sí la más grave: quien fuera celebrado por haber devuelto al mundo a la vía de la legalidad y el respeto a los derechos humanos, y fuera recompensado incluso con el Premio Nobel de la Paz, se comporta ahora como un tirano. El apelativo no resulta desmedido: ninguna democracia puede tolerar que un solo hombre pueda dictaminar la vida o la muerte de una persona sin que ésta sea sometida a un proceso judicial. Los asesinatos a sangre fría de Jabar y su primo, así como de decenas de civiles y cientos de supuestos terroristas en Yemen, Pakistán y Afganistán resultan indefendibles por más que el gobierno estadounidense se escude en la supuesta "amenaza inminente" que éstos representan. Según el Bureau of Investigative Journalism, entre 2500 y 3500 personas han muerto en ataques de drones, incluyendo entre 500 y 1000 civiles y entre 170 y 200 niños.

            Al parecer los "martes de terrorismo" el presidente Obama se reúne con John O. Brennan, su principal asesor en la materia -ahora elevado al rango de director de la CIA-, y otros oficiales, quienes le presentan las pruebas sobre cada sospechoso. A continuación él decide, en solitario, quienes deben ser objeto de esos "asesinatos selectivos" copiados de la política antiterrorista israelí. Como señaló el representante Rand Paul durante las arduas sesiones de confirmación de Brennan, todo ello sin informar al Congreso o a la opinión pública, como si se tratase de un antiguo monarca. En muchos casos, los ataques de los drones -un término designa a un tipo de abejorro- ni siquiera han ido dirigidos contra los combatientes, sino contra los clérigos que llaman a la yihad, como Anwar Al-Aulaqi, el imán estadounidense ultimado en Yemen en septiembre de 2011 (días más tarde, su hijo adolescente también fue asesinado "por error").

            Tras los atropellos cometidos por George W. Bush, jamás imaginamos que el paladín de los demócratas -acusado por los sectores más reaccionarios de su país de ser un socialista- sería capaz de comportarse de manera aún más atroz: empleando esas naves que carecen de piloto finge que sus manos no se encuentran manchadas de sangre. ¿Quién hubiese podido imaginar que Obama terminaría convertido en un halcón peor que Cheney o Rumsfeld? Hoy más que nunca, la democracia estadounidense reniega de sí misma: si incluso el presidente más progresista que ha tenido el país en décadas es capaz de semejantes despliegues de fuerza y arrogancia, ¿qué esperanzas nos quedan de que la legalidad internacional al fin se recupere?

 

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17 de marzo de 2013
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