Jorge Volpi
No en la lejana Alemania nazi de los hornos, las cámaras de gas y los campos de concentración. Tampoco en la minúscula Ruanda, de la que nunca habíamos escuchado hablar hasta que una parte de la población se lanzó a masacrar a otra a golpes de machete. Ni en la misteriosa Yugoslavia, ejemplo de convivencia pacífica, hasta que serbios, croatas, bosnios y kosovares redescubrieron -más bien reinventaron- sus diferencias y, con especial saña en el primer caso, se lanzaron a violar y asesinar a sus vecinos. No en el otro confín del mundo, sino aquí al lado, a unos kilómetros, en Guatemala. Quizás oímos las noticias, quizás nos enteramos de algún fallido esfuerzo diplomático, pero en general cerramos los ojos, ajenos a lo que ocurría allí, a nuestro lado. Doscientos mil muertos en una de las guerras civiles más cruentas de la cruenta América Latina. Tengo que repetir la cifra para que no parezca, al menos por un instante, una cifra: 200 mil muertos. Tres cuartas partes de ellos indígenas mayas, idénticos a sus hermanos (discriminados mas no asesinados) de Chiapas, Yucatán y Quintana Roo.
Los mexicanos solemos lamentarnos de que Estados Unidos nos ignore, de que nos perciba como una realidad distante, de que no repare en que nuestros problemas también son sus problemas. Pues eso es nada comparado con el desconocimiento o el desprecio que sentimos hacia los guatemaltecos, con quien compartimos otra larga frontera. Desde que Centroamérica decidió separarse de México en 1823 tras la caída de el emperador Agustín I, hemos creído que esa zona del mundo no existe o que, si existe, nada tiene que ver con nosotros, por más que todas las fronteras sean artificiales y que una historia común nos haya unido durante siglos.
Orgullosos de nuestra paz social y nuestra independencia de Washington -la mejor propaganda del PRI de la época-, los mexicanos apenas nos dimos cuenta de los treinta y seis años de guerra civil que sufrieron nuestros vecinos. Treinta y seis años de conflicto derivados del golpe de estado orquestado por Estados Unidos (en la operación PBSUCCSESS) contra el presidente nacionalista Jacobo Arbentz en 1954, al cual habrían de sucederle muchos otros hasta 1996, cuando por fin volvió la paz. A lo largo de estos años de terror se sucedieron distintos jefes militares, unos peores que los otros, entre los que destacan por su crueldad el coronel Carlos Castillo Armas -bajo cuyo gobierno fue incendiada la embajada española, causando la muerte de 37 personas, entre ellas el padre de Rigoberta Menchú- y el general Efraín Ríos Montt, recientemente condenado por genocidio y delitos contra la humanidad.
Todos los observadores coinciden en señalar a la guatemalteca como una de las sociedades más injustas del siglo xx (razón por la cual Chiapas, que formó parte de la Capitanía General de Guatemala hasta 1823, no haya escapado a esta categoría). Aunque en el papel las leyes le granjeaban los mismos derechos a los indígenas que a los ladinos, la realidad es que los primeros, que hoy aún componen cerca de la mitad de la población, siempre sufrieron una discriminación semejante a la padecida por los judíos en la Alemania nazi o los negros en la Sudáfrica del apartheid. Desprovistos de tierras y condenados a la pobreza, no tardaron en ser vistos por los militares como subversivos en potencia y, con el pretexto de que auxiliaban a las guerrillas marxistas esparcidas en la selva, fueron convertidos en el primer blanco de la represión.
Evangélico militante -en sus alocuciones no paraba de referirse a Dios y a la lucha contra el mal-, Ríos Montt ascendió al poder tras deponer a Fernando Lucas García. Su mandato apenas se prolongó durante año y medio, pero fue suficiente para perpetrar miles de asesinatos de militantes comunistas e indígenas mayas de la etnia Ixil. Como demostró la fiscalía durante su reciente proceso, estos crímenes no sólo se debieron a una guerra civil particularmente sangrienta, sino a una estrategia perfectamente planeada en contra de esa parte de la población. Los testimonios de las víctimas remiten a los Juicios de Núremberg: miles de personas torturadas, quemadas y ajusticiadas en aras de defender al mundo libre del comunismo. Apenas sorprende que, mientras estos crímenes se llevaban a cabo, Ronald Reagan visitara Guatemala en 1982 y declarase que Ríos Mont era un hombre "de gran integridad personal".
La reciente condena contra Ríos Montt en Guatemala representa uno de esos pocos momentos que en verdad podemos llamar históricos. Al tratarse del primer dictador en la historia condenado por genocidio en su propio país, Guatemala sienta un precedente único para la justicia global. Por una vez los mexicanos deberíamos mirar hacia el sur y contemplar con admiración cómo nuestros vecinos han sido capaces de darle un vuelco a la historia de impunidad que predomina en nuestro continente.
Twitter: @jvolpi