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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La chispa de la vida

La apropiación del lenguaje emocional por parte de esos personajes que ejercen de asertivos y empáticos, sean echadores de cartas o presentadores de televisión, produce una chirriante vergüenza ajena. Me refiero a quienes se despiden con frases del estilo: «Háganme el favor de ser felices». Lo primero que me pregunto es si ellos lo son; si se sienten tan encantados de conocerse y en verdad atesoran los signos de su autorrealización tras el bótox del entrecejo. Cierto es que no existe otro mandato social que goce de tanto prestigio como la felicidad, un asunto mucho menos abstracto de lo que parece aunque no siempre haya habido acuerdo en definirla. Para unos representa la conquista de los placeres, para otros, de los honores; ahí están quienes aseguran que se trata de una actitud mental, una decisión que el ser humano puede asumir conscientemente porque representa la principal finalidad de su existencia. O los que, como Woody Allen, repiten: «Qué feliz sería si fuera feliz». Siempre nos falta algo, desde un caramelo de menta hasta el amor de la vida. Según los más pesimistas, la felicidad es esquiva e irreal, una aspiración tan edulcorada como huidiza, incompatible con la ansiedad vital del individuo. Y si este alguna vez la alcanzó, lo hizo sin saberlo, tocando el timbre de la bicicleta por las calles de la infancia cuando el mundo aún cabía en la palma de la mano. La felicidad carece de género; la cortejamos por igual hombres y mujeres sin buscarla de frente sino de forma oblicua, conscientes de que hay que empezar por liberarse de los prejuicios además de tener inquietudes en lugar de pensamientos parásitos. En nuestra sociedad inmadura y estólida, las alarmas no protegen ni del autoengaño ni de esa insatisfacción que invalida cualquier logro porque siempre se ambiciona más: sólo hay una coma del éxito al fracaso, del amor al desamor, del éxtasis al vacío. A lo largo de la historia, la felicidad se ha definido por la capacidad en alcanzar metas, sentir bienestar intelectual y físico o disfrutar del reconocimiento y los afectos. Pero hoy variadas investigaciones aseguran que el hecho de aferrarse a su vapor aún produce más frustración. De eso y más se tratará en el Congreso de la Felicidad que empieza hoy en Madrid, dirigido por Eduard Punset, un demiurgo de nuestros tiempos que ha conseguido hacer de la neurociencia un fast food intelectual para todos los públicos. Y sorprende que algo inmaterial pero tan anhelado se integre en el calendario de ferias y congresos ?junto a los de energía geotécnica, ferretería y bricolaje o games & technologies?. Desde la ciencia y la experiencia, y del budismo a la antropología, los congresistas se proponen indagar en ese objetivo común de todos los tiempos en un foro esponsorizado cómo no, por «la chispa de la vida». Y es que hoy, en nombre de la felicidad, filosofía y marketing no sólo matrimonian sino que se entienden a las mil maravillas. (La Vanguardia)

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9 de abril de 2012
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Pensamiento mágico

Por fin llegan las lluvias, y la bofetada de la primavera empieza a germinar sus aromas dulzones. Es la promesa de una naturaleza fragantemente soltera cuya plenitud se desentiende de la enjuta actualidad. El argumento frente a los recortes se apoya en la piadosa idea de que el esfuerzo siempre trae consigo una recompensa, lo mismo que una dieta: pase hambre durante un mes y verá después cuánta satisfacción le aporta tanta penuria. La invocación al milagro cotidiano impregna tanto las noticias económicas como la publicidad para fortalecer las uñas. En Europa, más de 17 millones de personas no tienen trabajo, una masa tan anónima como extraviada a la que sólo le queda esperar, como en una película de Frank Capra, que ocurra algo. Con una mirada vulnerable, las pupilas dilatadas, y sobre todo con una querencia por volver a pensar como cuando éramos niños y creíamos que nuestros propios pensamientos eran capaces de alterar el orden natural de las cosas gracias a una intervención sobrenatural. El emisario de Merkel, Volker Kauder, afirma haberse llevado «una excelente impresión» de las medidas aplicadas por el Gobierno español. Acaso una impresión parecida a la de quienes han probado un compuesto «para estar todo el día al 100%» ?¿qué clase de masoquismo habita en nuestra aldea global para querer estar todo el día a cien??. Las recetas visionarias para la recuperación son tan sonoras como los llamados productos milagro. Y es que estos son tiempos prósperos para agoreros, brujas, loterías y esmaltes de uñas. Según el nuevo nail index: en el 2010 las españolas se dejaron crecer las uñas como nunca ?increíble metáfora? y las ventas de esmaltes multicolores aumentaron. El pensamiento mágico nos invade, aunque el escepticismo asuele nuestros corazones con tanto descreimiento como el horóscopo. Pero los hay que siguen creyendo fervorosamente en la astrología, como esos periodistas que siguen preguntándole al personaje «¿cómo ve su futuro?». También están quienes desde las portavocías oficiales defienden la asfixia social apelando a la voluntad y al esfuerzo. Pero, ¡ay del exceso de voluntarismo, el que a menudo significa no entender el misterio de la vida humana! Las contradicciones habitan en el colorido de la personalidad, mientras que en nombre de la voluntad se han perpetrado horrores y se han prodigado los infelices. Sin recortes hay riesgo, dice Rajoy. Pero con ellos, también. De ahí el auge del pensamiento mágico que tolera tan bien el engaño: un 69% de consumidores dicen haberse encontrado con publicidades engañosas, pero no por ello pierden la fe en que algún día amanecerán más guapos y delgados. Y con trabajo. (La Vanguardia)

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4 de abril de 2012
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De vicios y libertinos

Dominique Strauss-Kahn ha querido excusar su imputación el caso Carlton por proxenetismo aduciendo a su construcción cultural. Y se ha reconocido como libertino: «Un hombre que malgasta su fortuna, generalmente heredada, en vino, mujeres y diversión ideológicamente es descreído o nihilista», la definición de Wikipedia no puede ser en este caso más afín. Porque el libertino contemporáneo que representa Strauss-Kahn ha sabido combinar el cinismo y los restaurantes caros con el ejercicio del poder, un elemento clave en la destrucción del personaje, ya que a día de hoy un libertino sin poder es una rémora, una pesada excrecencia que a la sociedad le cuesta soportar. Hubo un tiempo, coincidiendo con el crecimiento de la burbuja inmobiliaria, en que el libertino alcanzó el epicentro del establishment. Los había amateurs y cutres, como aquel Roldán en un jacuzzi de aguas inciertas, o los que mostraban sus cadenas de oro en aquellos desmanes marbellíes. Fueron denominados incluso beautiful people, una etiqueta demasiado complaciente para quienes hicieron del exceso una religión. Hoy, se ven abocados al bajo perfil y, si quieren ser respetados, deben cultivar sus vicios en privado. Aunque nuestra sociedad haya alcanzado un elevado nivel de tolerancia, y casi todo el mundo haya encontrado la vía de escape para sus demonios, prevalece un juicio sesgado hacia ellos: son inmorales o amorales. Michel Onfray, en el tercer tomo de su extraordinaria Contrahistoria de la filosofía, asegura que ante todo el libertino es utilitarista: «Trata el cuerpo como cómplice, mientras que la civilización surgida de la cultura judeocristiana practica el odio paulino a los cuerpos, detesta los deseos y los placeres». Al fin y al cabo, quiere darle lo mejor a su cuerpo sin hipocresías. El cuerpo es un pozo sin fondo. No ha habido nunca otro cómplice del alma más venerado en la historia, por los narcisos griegos, los libertinos barrocos o la generación YouTube. No en vano, desde el jardín del Edén, el cuerpo ha tenido que soportar una penosa extradición moral. Aún hoy nos escandalizamos de él y de sus declinaciones viciosas, que -mientras no causen daños ajenos- deberían ser al menos tan tolerables como la autorepresión. Las imágenes de Strauss-Kahn con los calzoncillos bajados relatadas en el proceso son humillantes. Aunque mucho más lo era la forma en que él se refería a las mujeres ?tengo «material», decía de las prostitutas?. Lejos de juzgar sus costumbres libertinas, según el juez que instruye el caso, las orgías organizadas en nombre de Strauss-Kahn vulneran la ley. Su abogado orientó la defensa con una frase que muestra, con una persistencia propia del Marqués de Sade, la altura del personaje: «Le reto a usted a distinguir a una prostituta desnuda de cualquier otra mujer desnuda». Pero es que hubo un día en que todos pensábamos que el exdirector del FMI era un hombre sagaz. (La Vanguardia)

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2 de abril de 2012
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Galletas de barro

En el desierto de Atacama hay que aprovechar la más mínima oportunidad para sobrevivir. Cierto es que la sensación de derrota lo invade todo; soñar es una palabra improbable, mientras que el futuro se desdibuja igual que una pisada sobre la arena. Las únicas huellas del tiempo, aquí, las marca el dolor, mientras que la belleza mítica del entorno rompe cualquier conexión con la realidad. Porque el padecimiento envejece, se infiltra bajo los párpados, tuerce la sonrisa, carga las espaldas, revienta las tripas. Es imposible adivinar la edad de un grupo de mujeres del desierto: aparentan cuarenta, pero apenas han cumplido los dieciocho. Creen que no les corresponde nada en la vida, aceptan que su obligación consiste en sobrevivir a cualquier precio. Me sobrecoge el testimonio de una de ellas, el de una mujer que pasó toda la noche recogiendo las gotas de agua que caían de un rosal silvestre. Una a una. Paciente e insomne. Hasta que consiguió llenar un vaso para calmar la sed de sus hijos. Tal vez una parte de la memoria abdique en favor de la amnesia voluntaria para que los recuerdos dejen espacio al hilo de vida que queda, hermosamente testarudo. Como esa chica que en el campo de refugiados de Dadaab, entre Kenia y Somalia, montó un puesto para cargar móviles con un atrotinado generador eléctrico heredado de su abuela. Y pudo comer. O como el agricultor que empezó a sembrar un huerto, aprovechando el agua que se pierde al abrir los grifos de las tuberías que canalizan los pozos de agua construidos por la cooperación internacional. Las que me cuenta la gente de Intermón-Oxfam son historias en positivo, aunque las protagonice parte de los mil millones de personas desnutridas del mundo ?como América del Norte y Europa juntas?. A veces el organismo está tan hambriento que llega a comerse a sí mismo, marasmo lo llaman. Para engañarlo, vale todo: en Haití comen galletas de barro. Sí, una mezcla de lodo con agua, algo de aceite y sal que mastican lentamente para llenar sus estómagos vacíos. La hambruna crece, pero en algunos países como España se podan radicalmente las ayudas para el desarrollo. Un 60%. Casi mil millones. Aparentemente la crisis lo justifica todo, pero cabría preguntarse por qué en el Reino Unido no recortan los presupuestos para cooperación, sino que los aumentan, por qué en Italia se crea un Ministerio de Cooperación Internacional o por qué China tiene su libro blanco de ayudas al desarrollo. Tal vez, ahora sí, las oenegés empiecen a protestar con argumentos, lejos de adoctrinar en la ética. Menos victimismo y más pragmatismo: «La desigualdad es un riesgo para la economía, que tiene que abrir nuevos mercados». «Hay que ver más allá del año contable; la solidaridad debe formar parte de la marca España», reflexiona Verónica Hernández de Intermón-Oxfam, coincidiendo con el lanzamiento del informe La realidad de la ayuda 2011. En verdad, son insostenibles las islas de riqueza rodeadas de un mar de pobreza porque detienen el progreso. ¿Qué es el hambre extrema?, le pregunto. «Es decidir si morirás hoy o mañana, si te comes hoy las semillas que te quedan o las siembras; es decidir a cuál de tus hijos tendrás que dejar morir en el camino para salvar al resto». El sufrimiento es persistente, y en lugar de colarse por el desagüe crea círculos concéntricos. Porque no es sólo la ausencia de guerra lo que define la paz: la discriminación, la explotación o la pobreza en el nuevo desorden internacional provocan que cada tres segundos muera un niño de hambre, lo que demuestra que no puede haber paz sin justicia social. Y para quien no entienda este lenguaje, existe otro mucho más sencillo: invertir en desarrollo es invertir en futuro.

(La Vanguardia)

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28 de marzo de 2012
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El problema no son las princesas

  Millones de niñas sueñan cada día con un hechizo, un vestido de color rosa y un caballo blanco. El príncipe, en realidad, es lo de menos; de hecho, apenas aparece en sus juegos aunque su presencia ?casi siempre al final del cuento? haya causado gran revuelo en el mundo de los adultos. Tanto desde lo políticamente correcto como desde una perspectiva crítica ?la que ha intentado darle la vuelta a los clásicos de los Grimm convirtiendo a Caperucita en una niña deslenguada o al lobo en un pobre bicho asustado?, se argumenta que lo más nocivo de los cuentos de hadas radica en el ideal de dependencia que proyectan. La incompletud de los personajes femeninos, que sólo puede remediarse con la intervención de un caballero salvador, amplificando la vulnerabilidad de las princesitas y glorificando un romanticismo tan venenoso como la manzana de la madrastra. Pero en los cuartos de juego, lo más significativo es la escenificación del cuento en sí mismo: el vestido como contraseña para acceder a un mundo mágico; el castillo que imprime una atmósfera misteriosa y, sobre todo, la pasión por el papel de princesa, una palabra polisémica en la más tierna infancia. Ni de lejos la idea fuerza la aportan los príncipes sino los personajes secundarios. Vean si no Blancanieves, uno de los clásicos eternos que ahora vuelve a la gran pantalla con Julia Roberts de madrastra y Lily Collins en el papel principal (y en junio, en una versión más punki, con Kristen Stewart y Charlize Theron). Hay imágenes en este cuento que producen mucho más sobresalto que el beso del príncipe: cuando la madrastra le habla al espejo, el heigh-ho de los siete enanitos (un modismo anglosajón que expresa cansancio y que en castellano perdió todo el sentido) y la manzana envenenada, que simbolizan, respectivamente, la envidia, la rutina y el engaño. Hoy la palabra princesa sigue vendiendo. Lo saben la monarquía británica y la factoría Disney, que se ha forrado con sus muñecas cursis, pero también con las más marginales como Mulán, Pocahontas o Tiana, que rompió con el llamado complejo de cenicienta buscándose la vida y abriendo un bar con su pareja. Pero ni las princesas tradicionales ni las más diseñadas son tan alarmantes como los mensajes que envía cada segundo nuestra sociedad hipersexualizada. La misma que se echa las manos en la cabeza ante la rosificación de los grandes almacenes mientras no deja de insinuarse en los platós acentuando la frontera entre lo naif y lo procaz. La inocencia es un valor a la baja, porque ¿quién la defiende y la alienta? No basta criticar con remilgos la tradición de los tóxicos cuentos de hadas sin advertir el efecto espejo que producimos entre los pequeños, como si en verdad quisiéramos que se parecieran a nosotros en lugar de parecernos un poco más a ellos.

(La Vanguardia)

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26 de marzo de 2012
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El viaje interior

Nueva York, Londres, Milán, París? Acabo de regresar de las pasareles internacionales, donde la moda no solo escenifica sus colecciones, sino un ambicioso negocio apoyado en la creación, el marketing y la vanidad, capaz de movilizar a más de 2.200 periodistas que interpretaremos las claves de las nuevas siluetas, los próximos iconos de estilo, los objetos de deseo. Y pronto mimetizaremos esa ráfaga de novedad y la incorporaremos a nuestro sueño de belleza, capaz de variar el paisaje cuando cambian las estaciones y en nuestro interior también anida la fantasía del cambio. La moda ofrece una ilusión transformadora. Y estas colecciones, que han mostrado cómo vestiremos en otoño-invierno 2012-2013, exploran más que nunca la idea del viaje. No del viaje como huida, sino como recuperación. Qué imagen tan poderosa la de una locomotora humeante dentro del Louvre, transportando las modelos de Louis Vuitton, que parecían llegar del pasado y del futuro. Bajaban al andén, como las damas del siglo pasado, pero enfundadas en unas siluetas nunca vistas, ricas en abalorios y detalles, tocadas con hermosos sombreros, afinando su feminidad en la cintura. La moda cambia. Las mujeres también. Afortunadamente, la sexualización pasa a un segundo plano. No se trata de realzar las curvas, el eterno femenino, la piel animal, sino de potenciar el poder de una mujer que antes de seducir, convence. Así son las mujeres fuertes de Prada, con reminiscencias florentinas y pasos pequeños pero firmes como sus ideas. O la masculinidad newtoniana de Saint Laurent, en el espléndido desfile de despedida de Stefano Pilati; también Lagerfeld en Chanel mostró un paso resolutivo, rescatando el punto, los brillos, los ecos góticos pasados por el sintetizador y la riqueza del detalle. Porque, en verdad, lo que nos define y delimita es eso: el matiz, el timbre, el detalle. La capacidad de proyectarnos, y de neutralizar nuestros temores. De todo ello hablamos con Elvira Lindo, en un restaurante hindú de Tribeca. Y, cómo no, de ese mal moderno llamado ansiedad que se multiplica en este cambio de era dominado por las incertidumbres. Del punzón que, a una determinada hora del día, sin saber por qué extraña razón, sobreviene con tal bravura que todo lo que te parecía consistente un minuto antes, se desvanece, e incluso el pisar se ablanda. Pasos dubitativos, como de astronauta, que te adentran en un «de yo a yo» aturdido. Nueva York es una ciudad que te instruye bien en la idea de no ser nadie. Lo cuenta magníficamente la escritora en «Lugares que no quieres compartir con nadie», un diario de viaje a la inversa; es decir, un diario de residencia, aunque sea provisional. El libro arranca con un viaje en metro hasta Queens para visitar a un psiquiatra. «Ansiedad crónica severa», le diagnostican, o sea, demasiada vitalidad difícil de contener; «La implacable sensación de que mi vida se me queda corta». Cierto es, como dice la amiga Lindo, que son muchos los Nueva Yores que hay en Nueva York, como muchos los amores que hay en el amor. Al igual que muchas son las sociedades que se miran de reojo en el metro, entendido como espejo colectivo. Lindo, al terminar la cena, se fue a coger el metro para subir a Lincoln Center: «Antonio, mi marido, me dijo: pon en una hucha todo lo que te gastarías si fueras en taxi de un lugar a otro. Me hace sentir bien subirme al vagón». No solo es tarea de los escritores, los diseñadores o los fotógrafos saber observar. La mirada, la que forma parte del viaje interior, nos pertenece a todos.

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24 de marzo de 2012
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Perder la cabeza

No importa la naturaleza del objeto extraviado: puede ser previsible, como un teléfono, unas llaves o una bufanda; o de lo más exótico, como un guacamayo; excepcional como un vestido de novia de Vera Wang, o doméstico como una olla exprés. Sí, en este mundo hay personas capaces de olvidarse en el metro de Barcelona o el de Madrid una nevera portátil, un medidor de glucosa, una caña de pescar, una cuna de bebé o incluso unos papiros egipcios. Una vez me quedé impresionada por el relato de un vendedor de Ikea, que, por cierto, no parecía escandalizado: “En nuestra sala de juegos, en más de una ocasión, los padres se han olvidado recoger a sus hijos. Sí, cuando estábamos a punto de cerrar, los hemos llamado, o ellos a nosotros porque al llegar a casa advirtieron que la sillita del coche estaba vacía”. Sin ir más lejos, el año pasado fue olvidado un bebé de 18 meses en un hotel británico, y también en el Reino Unido, según una información de José Luis Ortega publicada en La Vanguardia, hubo quien se dejó en la habitación una antorcha olímpica de un metro de altura, las llaves de un Ferrari o una urna con las cenizas de un familiar. ¿Qué mecanismo se anula o se dispara para que alguien sea capaz de olvidar las cenizas de su padre, o a su propio hijo vivo? La gente, cuando se queda en blanco ante algo que sabe que sabe, suele usar el humor negro como salida desesperada: “Es mi alzheimer”, bromean, porque dejar de ser capaz de recordar conforma uno de los vértigos más tenebrosos para el ser humano. La llegada de la presbicia a menudo suele acompañarse de un lugar común tremendamente incómodo: no saber cómo se llama quien te está saludando. Como si no cupiera un lugar para aquella persona que te llama por tu nombre y te convoca a vivencias comunes. Una leve luz pugna por abrirse paso entre las zonas oscuras y blandas del pensamiento. Alguien que no debió de impactarte, te dices, que no se coló en el disco duro de la memoria. O bien tu memoria es perezosa e incauta, no toma memorin ni hace sudokus, y ya no registra los números de teléfono, aquella gimnasia mental del pasado suprimida por las tarjetas sim. ¿Por qué olvidamos unas cosas y recordamos otras? ¿Por qué hay gafas que nos acompañan durante diez años y otras que se pierden al cabo de una semana? Como escribe Empar Moliner en La Col·laboradora, un apasionante fresco sobre la impostura y la supervivencia, hay nombres como Natascha Kampusch, Priklopil o Praia da Luz que extrañamente aprendimos para siempre mientras otros, mucho más familiares, se nos resisten. Según las teorías de Freud sobre los olvidos, y de una manera más amplia los actos fallidos, estos se producen por la interferencia de un deseo. Lejos de ser casuales, de limitarse a un simple descuido, han sido empujados por un anhelo inconsciente que difícilmente podría manifestarse de otro modo. Es decir, que quien olvidó el vestido de novia en el fondo no quería casarse o quienes dejaron a sus hijos en Ikea en el fondo querían dimitir como padres. Quizá por ello tan a menudo olvidamos gafas porque no queremos ver, llaves porque no queremos regresar y teléfonos porque queremos perdernos. Pero también hay que atribuir la desmemoria a la llamada ensoñación. Ese vagabundear aflojando el sentido de la realidad, como exaltaba Rousseau, que escribía que pensar con profundidad no le aportaba placer, pero en cambio ensoñarse le descansaba y le procuraba un goce único. En verdad, la idea que todos tenemos de una oficina de objetos perdidos es mucho más romántica que la realidad. Pero cómo negar que detrás de cada extravío hay un ser humano despistado, ensoñado o azorado que tiene otra cabeza dentro de la cabeza. (La Vanguardia)

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21 de marzo de 2012
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Aprender a vivir de nuevo

El marco social es un taller de reparación. Los cristales rotos a menudo van acompañados de un sentimiento de orfandad, como cuando se nos rompe un jarrón y sentimos el impulso del llanto. De nuevo, lo urgente enmascara lo importante, porque un mundo averiado parece abocado a recolocar lo inmediato en lugar de proyectarse hacia delante, esto es: primero se requiere taponar la hemorragia laboral, repensar el derrumbe de la Seguridad Social, acallar los grandes déficits educativos y cubrir las necesidades de los nuevos pobres. Ya vendrá después el aprender a vivir. Hay un factor que tener en cuenta en el hundimiento del Estado de bienestar: el de una nueva recapitulación del consumo, que recupera el concepto de rentabilización frente al de novedad. Sí, se abre un nuevo ciclo en el que se pone en riesgo la llamada ansiedad de la caducidad tan bien acogida por una élite de consumidores que siempre habían ido en busca de lo nuevo y diferente, predispuestos a abrazar lo último entendido como un escalón para diferenciarse; que querían exhibir unicidad a través de algo milagroso como un quitamanchas de última generación o un deslumbrante bolso de Louis Vuitton personalizado. Como esos habitantes tan bien representados por Italo Calvino en sus ciudades invisibles, que cada día quieren estrenarlo todo, vender y comprar, intercambiar incluso sus recuerdos. Deshacerse con inmediatez del pasado, para explorar con regocijo lo diferente. Hoy, la búsqueda de la ilusión en las estanterías del supermercado se ha debilitado, incluso lo plus, lo extra y otros reclamos hiperbólicos que prolongaban la adolescencia -y parecían acentuar lo exclusivo- se han difuminado ante la necesidad de otro tipo de reclamos, curiosamente menos anglófonos: básico, esencial, necesario, resistente. Puro manual de supervivencia. Dos meses antes de morir, uno de los últimos grandes filósofos, Jacques Derrida, fue entrevistado en Le Monde, donde confesaba a Jean Birnbaum que seguía en guerra contra sí mismo, que se sentía más que nunca como un superviviente, un espectro ineducable que jamás había aprendido a vivir, pero también un hombre que no quería dejar de decir “sí” a la vida, apegado a la intensidad subversiva de la existencia. Derrida constataba que la filosofía, a diferencia de la medicina o la abogacía, goza de menor prestigio social, sin demasiado espacio para reflexionar sobre el verdadero aprendizaje del ser. Lejos de connotaciones epicúreas, ese aprender a vivir comprende el perseverar, el cultivar aquello que forma parte de uno mismo, el no renunciar a lo que nos conforma ni a lo que amamos. Un instinto de conservación que, ahora que la sociedad bracea en el desguace, el consumo declina y lo esencial se revaloriza, debería bastar para no dejar de decir “sí” a la vida. (La Vanguardia)

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19 de marzo de 2012
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La carrera de la vida

Resumir en una página lo que vales sin literatura. No lo que eres. Huir de egobiografía y transmitir convicción y solvencia. Interesar, incluso sorprender, aunque mesuradamente. No cometer errores técnicos y ponderar la expresión prescindiendo de los adjetivos. Evitar despedirse con un «feliz lunes» o un demencial «gracias por tu tiempo y que te vaya bonito». Ser cronológico y lineal pero con la habilidad de crear tempos, eso es, lograr que por un instante al otro lado los ojos que ahora tienen la llave se detengan en un renglón de tu historia. No es el relato que querrías contarle a quien admiras o temes, ni mucho menos a quien deseas amar. ¿Útil?, sí, aunque hoy en día un currículo vital sólo sirva para no extraviar el hilo de la memoria. Las etapas que estructuran tu pasado en experiencia académica y experiencia profesional y que hoy más que nunca deben ser imborrables, porque sin ellas, te dices, también borrarías tu identidad. Tú eres uno de los miles de CV que llegan al día a las redacciones, oficinas o supermercados. Uno más de los que emiten un grito de socorro. Si el receptor guarda un destello de aquella anacrónica sensibilidad, cuando aún se sentía con el deber moral de descubrir talentos y ofrecer oportunidades, de ejercer el maestrazgo acompañando en los primeros pasos al debutante, percibirá el tamaño de la súplica. «Un curro perdido como un arca para una redactora latina que busca su lugar en el siglo», «no me tires a la basura», «es muy importante que leas esto», «te propongo un win-win». Las señales, muchas de ellas ya emitidas en la casilla de «asunto» del correo, arrastran la misma dosis de desesperación que de desconfianza. Optarás por un directo y lacónico «currículum», o si para ti pedir trabajo nunca ha sido un trago fácil, elegirás un suicida «sin asunto», acaso incluso provoques una ráfaga de misterio. Puedes ser de los directos que escriben en gerundio “buscando trabajo”; de los apremiantes, «candidata a empleo y prácticas» o de los emboscados «consulta», «buenos días… importante»; incluso de los atrevidos: «conocernos personalmente» acompañado de una foto sexy. Pero antes de dar a enviar ya has tirado la toalla. Sabes que sólo se contrata en Finlandia o Qatar. Que tienes tantas posibilidades de conseguir un contrato fijo y digno como de que te toque la lotería. Así es, el trabajo hoy se ha convertido en un juego de azar. Hubo un tiempo en que la expresión latina currículum vitae (carrera de la vida) sí contaba lo que eras. Se acuñó en contraposición a cursus honorum, que resumía la carrera profesional de los magistrados romanos. Entonces importaban los matices, y la suma de experiencias era un grado. Hoy, si buscas en google «currículum vitae», el buscador te devuelve 2.720.000 resultados, la mayoría guías de cómo diseñarlo, modelos, plantillas, software, aplicaciones… Porque a pesar de la ingenuidad de tu acto, mandar tu currículum consiste en tu tarea diaria, la tenacidad con la que quieres tranquilizar a tu familia, la persistencia con la que ahuyentas las fantasías de abandono. Es difícil que visualices un lugar para ti, aunque heroicamente no has perdido del todo la fe en el futuro. Al enviar el currículum lo personalizas, estudias la empresa, incluso envuelves la frialdad técnica del documento con un carta adjetivada, aun sabiendo que la idoneidad pasa por la dignidad. Porque ni tus cum laude, tus cuatro idiomas, tus másters, tu experiencia, incluso tus contactos, son garantía de nada. Los currículum representan el fantasma de la inutilidad, y aun así los continuarás enviando, porque claro que hay una buena noticia: mañana amanecerá de nuevo. (La Vanguardia)

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14 de marzo de 2012
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El trampolín de la política

Mucho se ha abundado últimamente en la falta de ejemplaridad de los políticos, casi tanto como en la necesidad de que estén mejor pagados. La política, entendida como un «abierto 24 horas», sin días de asuntos propios ni planes de conciliación, es mucho más que una inclinación y mucho menos que una pasión, aunque no falten quienes se llenan la boca con esa palabra tan polisémica que tanto sirve para explicitar entrega y arrojo como incontinencia. El mundo teme a los políticos apasionados, pero sigue mostrando desafección por los ejecutores del sistema. Están los políticos vocacionales, aquellos que en su storytelling cuentan cómo sintieron la llamada del servicio público; y están los «profesionales», que tras las primeras pasantías se sintieron empujados a colorear el tedio con un escaño. Los primeros han crecido con una gran tendencia hacia la idealización, mientras que los segundos, precozmente maduros, ejercen un férreo autocontrol programático a fin de no dejarse vencer por el reblandecimiento de las pieles. El peaje es aparentemente sacrificado para la clase política: hay que estar preparado para que a uno le hagan vudú o cosquillas en los pies; para que cualquier día aparezca algún trapo sucio, un bulo en el currículum, una inclinación sexual, un micrófono abierto, unos calcetines agujereados o un trato de favor. Pero ¿qué pasa cuando por fin se abandona el cargo, que no el coche oficial? A qué dedican el tiempo libre los que durante dos años cobrarán el 80% de su sueldo (y una pensión vitalicia por haber formado parte del consejo de ministros). ¿Valen en verdad dos discursos de Blair ?de media hora cada uno? 425.000 euros? ¿Y el caché de cerca de 100.000 de Aznar? Ahora, la ex vicepresidenta económica Elena Salgado se suma a la larga lista de ex captados por el sector de la energía: Felipe González en Gas Natural, Pedro Solbes en Enel, Josu Jon Imaz en Petronor. Cierto es que su experiencia pública amplía la visión estratégica de las compañías y suma poder y contactos, como ocurre con la banca: desde Isabel Tocino a Rodrigo Rato, Abel Matutes o Ángel Acebes. Pero el debate ni de lejos se centra en una cuestión de idoneidad, sino en la posición ética ante aquella sentida vocación por el bien común: «El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado», mantenía Aristóteles. Existe una Ley de Incompatibilidades que, los menos, respetan a rajatabla, dedicándose a escribir poemas, como César Antonio Molina, o a crear fundaciones para el desarrollo en África como Fernández de la Vega. Pero una amplía mayoría, nada más apagarse los focos, se lanza al mundo contante y sonante desde el poderoso trampolín de la política con un claro objetivo: el bien colectivo, aquel sincero compromiso, pasa a ser el de uno mismo. (La Vanguardia)

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12 de marzo de 2012
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