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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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El viaje interior

Nueva York, Londres, Milán, París? Acabo de regresar de las pasareles internacionales, donde la moda no solo escenifica sus colecciones, sino un ambicioso negocio apoyado en la creación, el marketing y la vanidad, capaz de movilizar a más de 2.200 periodistas que interpretaremos las claves de las nuevas siluetas, los próximos iconos de estilo, los objetos de deseo. Y pronto mimetizaremos esa ráfaga de novedad y la incorporaremos a nuestro sueño de belleza, capaz de variar el paisaje cuando cambian las estaciones y en nuestro interior también anida la fantasía del cambio. La moda ofrece una ilusión transformadora. Y estas colecciones, que han mostrado cómo vestiremos en otoño-invierno 2012-2013, exploran más que nunca la idea del viaje. No del viaje como huida, sino como recuperación. Qué imagen tan poderosa la de una locomotora humeante dentro del Louvre, transportando las modelos de Louis Vuitton, que parecían llegar del pasado y del futuro. Bajaban al andén, como las damas del siglo pasado, pero enfundadas en unas siluetas nunca vistas, ricas en abalorios y detalles, tocadas con hermosos sombreros, afinando su feminidad en la cintura. La moda cambia. Las mujeres también. Afortunadamente, la sexualización pasa a un segundo plano. No se trata de realzar las curvas, el eterno femenino, la piel animal, sino de potenciar el poder de una mujer que antes de seducir, convence. Así son las mujeres fuertes de Prada, con reminiscencias florentinas y pasos pequeños pero firmes como sus ideas. O la masculinidad newtoniana de Saint Laurent, en el espléndido desfile de despedida de Stefano Pilati; también Lagerfeld en Chanel mostró un paso resolutivo, rescatando el punto, los brillos, los ecos góticos pasados por el sintetizador y la riqueza del detalle. Porque, en verdad, lo que nos define y delimita es eso: el matiz, el timbre, el detalle. La capacidad de proyectarnos, y de neutralizar nuestros temores. De todo ello hablamos con Elvira Lindo, en un restaurante hindú de Tribeca. Y, cómo no, de ese mal moderno llamado ansiedad que se multiplica en este cambio de era dominado por las incertidumbres. Del punzón que, a una determinada hora del día, sin saber por qué extraña razón, sobreviene con tal bravura que todo lo que te parecía consistente un minuto antes, se desvanece, e incluso el pisar se ablanda. Pasos dubitativos, como de astronauta, que te adentran en un «de yo a yo» aturdido. Nueva York es una ciudad que te instruye bien en la idea de no ser nadie. Lo cuenta magníficamente la escritora en «Lugares que no quieres compartir con nadie», un diario de viaje a la inversa; es decir, un diario de residencia, aunque sea provisional. El libro arranca con un viaje en metro hasta Queens para visitar a un psiquiatra. «Ansiedad crónica severa», le diagnostican, o sea, demasiada vitalidad difícil de contener; «La implacable sensación de que mi vida se me queda corta». Cierto es, como dice la amiga Lindo, que son muchos los Nueva Yores que hay en Nueva York, como muchos los amores que hay en el amor. Al igual que muchas son las sociedades que se miran de reojo en el metro, entendido como espejo colectivo. Lindo, al terminar la cena, se fue a coger el metro para subir a Lincoln Center: «Antonio, mi marido, me dijo: pon en una hucha todo lo que te gastarías si fueras en taxi de un lugar a otro. Me hace sentir bien subirme al vagón». No solo es tarea de los escritores, los diseñadores o los fotógrafos saber observar. La mirada, la que forma parte del viaje interior, nos pertenece a todos.

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24 de marzo de 2012
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Perder la cabeza

No importa la naturaleza del objeto extraviado: puede ser previsible, como un teléfono, unas llaves o una bufanda; o de lo más exótico, como un guacamayo; excepcional como un vestido de novia de Vera Wang, o doméstico como una olla exprés. Sí, en este mundo hay personas capaces de olvidarse en el metro de Barcelona o el de Madrid una nevera portátil, un medidor de glucosa, una caña de pescar, una cuna de bebé o incluso unos papiros egipcios. Una vez me quedé impresionada por el relato de un vendedor de Ikea, que, por cierto, no parecía escandalizado: “En nuestra sala de juegos, en más de una ocasión, los padres se han olvidado recoger a sus hijos. Sí, cuando estábamos a punto de cerrar, los hemos llamado, o ellos a nosotros porque al llegar a casa advirtieron que la sillita del coche estaba vacía”. Sin ir más lejos, el año pasado fue olvidado un bebé de 18 meses en un hotel británico, y también en el Reino Unido, según una información de José Luis Ortega publicada en La Vanguardia, hubo quien se dejó en la habitación una antorcha olímpica de un metro de altura, las llaves de un Ferrari o una urna con las cenizas de un familiar. ¿Qué mecanismo se anula o se dispara para que alguien sea capaz de olvidar las cenizas de su padre, o a su propio hijo vivo? La gente, cuando se queda en blanco ante algo que sabe que sabe, suele usar el humor negro como salida desesperada: “Es mi alzheimer”, bromean, porque dejar de ser capaz de recordar conforma uno de los vértigos más tenebrosos para el ser humano. La llegada de la presbicia a menudo suele acompañarse de un lugar común tremendamente incómodo: no saber cómo se llama quien te está saludando. Como si no cupiera un lugar para aquella persona que te llama por tu nombre y te convoca a vivencias comunes. Una leve luz pugna por abrirse paso entre las zonas oscuras y blandas del pensamiento. Alguien que no debió de impactarte, te dices, que no se coló en el disco duro de la memoria. O bien tu memoria es perezosa e incauta, no toma memorin ni hace sudokus, y ya no registra los números de teléfono, aquella gimnasia mental del pasado suprimida por las tarjetas sim. ¿Por qué olvidamos unas cosas y recordamos otras? ¿Por qué hay gafas que nos acompañan durante diez años y otras que se pierden al cabo de una semana? Como escribe Empar Moliner en La Col·laboradora, un apasionante fresco sobre la impostura y la supervivencia, hay nombres como Natascha Kampusch, Priklopil o Praia da Luz que extrañamente aprendimos para siempre mientras otros, mucho más familiares, se nos resisten. Según las teorías de Freud sobre los olvidos, y de una manera más amplia los actos fallidos, estos se producen por la interferencia de un deseo. Lejos de ser casuales, de limitarse a un simple descuido, han sido empujados por un anhelo inconsciente que difícilmente podría manifestarse de otro modo. Es decir, que quien olvidó el vestido de novia en el fondo no quería casarse o quienes dejaron a sus hijos en Ikea en el fondo querían dimitir como padres. Quizá por ello tan a menudo olvidamos gafas porque no queremos ver, llaves porque no queremos regresar y teléfonos porque queremos perdernos. Pero también hay que atribuir la desmemoria a la llamada ensoñación. Ese vagabundear aflojando el sentido de la realidad, como exaltaba Rousseau, que escribía que pensar con profundidad no le aportaba placer, pero en cambio ensoñarse le descansaba y le procuraba un goce único. En verdad, la idea que todos tenemos de una oficina de objetos perdidos es mucho más romántica que la realidad. Pero cómo negar que detrás de cada extravío hay un ser humano despistado, ensoñado o azorado que tiene otra cabeza dentro de la cabeza. (La Vanguardia)

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21 de marzo de 2012
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Aprender a vivir de nuevo

El marco social es un taller de reparación. Los cristales rotos a menudo van acompañados de un sentimiento de orfandad, como cuando se nos rompe un jarrón y sentimos el impulso del llanto. De nuevo, lo urgente enmascara lo importante, porque un mundo averiado parece abocado a recolocar lo inmediato en lugar de proyectarse hacia delante, esto es: primero se requiere taponar la hemorragia laboral, repensar el derrumbe de la Seguridad Social, acallar los grandes déficits educativos y cubrir las necesidades de los nuevos pobres. Ya vendrá después el aprender a vivir. Hay un factor que tener en cuenta en el hundimiento del Estado de bienestar: el de una nueva recapitulación del consumo, que recupera el concepto de rentabilización frente al de novedad. Sí, se abre un nuevo ciclo en el que se pone en riesgo la llamada ansiedad de la caducidad tan bien acogida por una élite de consumidores que siempre habían ido en busca de lo nuevo y diferente, predispuestos a abrazar lo último entendido como un escalón para diferenciarse; que querían exhibir unicidad a través de algo milagroso como un quitamanchas de última generación o un deslumbrante bolso de Louis Vuitton personalizado. Como esos habitantes tan bien representados por Italo Calvino en sus ciudades invisibles, que cada día quieren estrenarlo todo, vender y comprar, intercambiar incluso sus recuerdos. Deshacerse con inmediatez del pasado, para explorar con regocijo lo diferente. Hoy, la búsqueda de la ilusión en las estanterías del supermercado se ha debilitado, incluso lo plus, lo extra y otros reclamos hiperbólicos que prolongaban la adolescencia -y parecían acentuar lo exclusivo- se han difuminado ante la necesidad de otro tipo de reclamos, curiosamente menos anglófonos: básico, esencial, necesario, resistente. Puro manual de supervivencia. Dos meses antes de morir, uno de los últimos grandes filósofos, Jacques Derrida, fue entrevistado en Le Monde, donde confesaba a Jean Birnbaum que seguía en guerra contra sí mismo, que se sentía más que nunca como un superviviente, un espectro ineducable que jamás había aprendido a vivir, pero también un hombre que no quería dejar de decir “sí” a la vida, apegado a la intensidad subversiva de la existencia. Derrida constataba que la filosofía, a diferencia de la medicina o la abogacía, goza de menor prestigio social, sin demasiado espacio para reflexionar sobre el verdadero aprendizaje del ser. Lejos de connotaciones epicúreas, ese aprender a vivir comprende el perseverar, el cultivar aquello que forma parte de uno mismo, el no renunciar a lo que nos conforma ni a lo que amamos. Un instinto de conservación que, ahora que la sociedad bracea en el desguace, el consumo declina y lo esencial se revaloriza, debería bastar para no dejar de decir “sí” a la vida. (La Vanguardia)

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19 de marzo de 2012
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La carrera de la vida

Resumir en una página lo que vales sin literatura. No lo que eres. Huir de egobiografía y transmitir convicción y solvencia. Interesar, incluso sorprender, aunque mesuradamente. No cometer errores técnicos y ponderar la expresión prescindiendo de los adjetivos. Evitar despedirse con un «feliz lunes» o un demencial «gracias por tu tiempo y que te vaya bonito». Ser cronológico y lineal pero con la habilidad de crear tempos, eso es, lograr que por un instante al otro lado los ojos que ahora tienen la llave se detengan en un renglón de tu historia. No es el relato que querrías contarle a quien admiras o temes, ni mucho menos a quien deseas amar. ¿Útil?, sí, aunque hoy en día un currículo vital sólo sirva para no extraviar el hilo de la memoria. Las etapas que estructuran tu pasado en experiencia académica y experiencia profesional y que hoy más que nunca deben ser imborrables, porque sin ellas, te dices, también borrarías tu identidad. Tú eres uno de los miles de CV que llegan al día a las redacciones, oficinas o supermercados. Uno más de los que emiten un grito de socorro. Si el receptor guarda un destello de aquella anacrónica sensibilidad, cuando aún se sentía con el deber moral de descubrir talentos y ofrecer oportunidades, de ejercer el maestrazgo acompañando en los primeros pasos al debutante, percibirá el tamaño de la súplica. «Un curro perdido como un arca para una redactora latina que busca su lugar en el siglo», «no me tires a la basura», «es muy importante que leas esto», «te propongo un win-win». Las señales, muchas de ellas ya emitidas en la casilla de «asunto» del correo, arrastran la misma dosis de desesperación que de desconfianza. Optarás por un directo y lacónico «currículum», o si para ti pedir trabajo nunca ha sido un trago fácil, elegirás un suicida «sin asunto», acaso incluso provoques una ráfaga de misterio. Puedes ser de los directos que escriben en gerundio “buscando trabajo”; de los apremiantes, «candidata a empleo y prácticas» o de los emboscados «consulta», «buenos días… importante»; incluso de los atrevidos: «conocernos personalmente» acompañado de una foto sexy. Pero antes de dar a enviar ya has tirado la toalla. Sabes que sólo se contrata en Finlandia o Qatar. Que tienes tantas posibilidades de conseguir un contrato fijo y digno como de que te toque la lotería. Así es, el trabajo hoy se ha convertido en un juego de azar. Hubo un tiempo en que la expresión latina currículum vitae (carrera de la vida) sí contaba lo que eras. Se acuñó en contraposición a cursus honorum, que resumía la carrera profesional de los magistrados romanos. Entonces importaban los matices, y la suma de experiencias era un grado. Hoy, si buscas en google «currículum vitae», el buscador te devuelve 2.720.000 resultados, la mayoría guías de cómo diseñarlo, modelos, plantillas, software, aplicaciones… Porque a pesar de la ingenuidad de tu acto, mandar tu currículum consiste en tu tarea diaria, la tenacidad con la que quieres tranquilizar a tu familia, la persistencia con la que ahuyentas las fantasías de abandono. Es difícil que visualices un lugar para ti, aunque heroicamente no has perdido del todo la fe en el futuro. Al enviar el currículum lo personalizas, estudias la empresa, incluso envuelves la frialdad técnica del documento con un carta adjetivada, aun sabiendo que la idoneidad pasa por la dignidad. Porque ni tus cum laude, tus cuatro idiomas, tus másters, tu experiencia, incluso tus contactos, son garantía de nada. Los currículum representan el fantasma de la inutilidad, y aun así los continuarás enviando, porque claro que hay una buena noticia: mañana amanecerá de nuevo. (La Vanguardia)

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14 de marzo de 2012
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El trampolín de la política

Mucho se ha abundado últimamente en la falta de ejemplaridad de los políticos, casi tanto como en la necesidad de que estén mejor pagados. La política, entendida como un «abierto 24 horas», sin días de asuntos propios ni planes de conciliación, es mucho más que una inclinación y mucho menos que una pasión, aunque no falten quienes se llenan la boca con esa palabra tan polisémica que tanto sirve para explicitar entrega y arrojo como incontinencia. El mundo teme a los políticos apasionados, pero sigue mostrando desafección por los ejecutores del sistema. Están los políticos vocacionales, aquellos que en su storytelling cuentan cómo sintieron la llamada del servicio público; y están los «profesionales», que tras las primeras pasantías se sintieron empujados a colorear el tedio con un escaño. Los primeros han crecido con una gran tendencia hacia la idealización, mientras que los segundos, precozmente maduros, ejercen un férreo autocontrol programático a fin de no dejarse vencer por el reblandecimiento de las pieles. El peaje es aparentemente sacrificado para la clase política: hay que estar preparado para que a uno le hagan vudú o cosquillas en los pies; para que cualquier día aparezca algún trapo sucio, un bulo en el currículum, una inclinación sexual, un micrófono abierto, unos calcetines agujereados o un trato de favor. Pero ¿qué pasa cuando por fin se abandona el cargo, que no el coche oficial? A qué dedican el tiempo libre los que durante dos años cobrarán el 80% de su sueldo (y una pensión vitalicia por haber formado parte del consejo de ministros). ¿Valen en verdad dos discursos de Blair ?de media hora cada uno? 425.000 euros? ¿Y el caché de cerca de 100.000 de Aznar? Ahora, la ex vicepresidenta económica Elena Salgado se suma a la larga lista de ex captados por el sector de la energía: Felipe González en Gas Natural, Pedro Solbes en Enel, Josu Jon Imaz en Petronor. Cierto es que su experiencia pública amplía la visión estratégica de las compañías y suma poder y contactos, como ocurre con la banca: desde Isabel Tocino a Rodrigo Rato, Abel Matutes o Ángel Acebes. Pero el debate ni de lejos se centra en una cuestión de idoneidad, sino en la posición ética ante aquella sentida vocación por el bien común: «El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado», mantenía Aristóteles. Existe una Ley de Incompatibilidades que, los menos, respetan a rajatabla, dedicándose a escribir poemas, como César Antonio Molina, o a crear fundaciones para el desarrollo en África como Fernández de la Vega. Pero una amplía mayoría, nada más apagarse los focos, se lanza al mundo contante y sonante desde el poderoso trampolín de la política con un claro objetivo: el bien colectivo, aquel sincero compromiso, pasa a ser el de uno mismo. (La Vanguardia)

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12 de marzo de 2012
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?Mademoiselle non plus?

En nuestro diccionario, el que pagamos entre todos, el de la RAE, ocurren cosas como estas: gozar: «Conocer a una mujer carnalmente» ?definición de la cual se comprende que el individuo que tiene las cualidades consideradas varoniles puede gozar, sí, pero sólo si entra en contacto carnal con otra?. En cambio marujear no implica la necesidad de recurrir al lesbianismo: «Tener comportamiento de maruja», esto es, de «ama de casa de bajo nivel cultural», pero sí cuestiona la sexualidad de los hombres que marujean ?haberlos haylos?, excluidos del verbo. Pero la simple definición de hombre, según me han referido muchos varones ?en especial aquellos a quienes les impresiona la sangre, tienen miedo a las arañas o cambian de opinión como suele hacer la gente inteligente?, de tan excelsa, resulta amenazante: «individuo que tiene las cualidad consideradas varoniles por excelencia, como el valor y la firmeza». Cierto es que la condición masculina se confunde con lo humano como una categoría sin fisuras, mientras que en lo femenino siempre hay un matiz de incompletud. El lenguaje nos vincula y nos representa, y a menudo se ha esmerado en reciclarse para que en aquello que nombra no subyazca degradación ni injusticia. Ya hace demasiado tiempo que ellos pueden ser fáciles o zorros a mayor honra, mientras que ellas mejor evitarlo; además, del riesgo de ser consideradas lobas, panteras, leonas, focas o víboras, analogías mucho más perversas que tiburones, gallitos o toros. En cuanto a la definición de mujer: «que tiene las cualidades consideradas femeninas por excelencia», no hay sustantivos que las expliciten. En ese silencio del diccionario subsiste un espíritu añejo. No quiero imaginar qué cualidades invocan los académicos y subyacen en la estructura profunda de la definición: ¿ternura, curvas e instinto maternal? ¿Hemisferio izquierdo del cerebro más desarrollado o incontinencia urinaria? El sexismo sigue regio en el diccionario, acaso más que en la calle. No me refiero al extenuante desdoblamiento os/as, que cuestiona el uso del masculino como género inclusivo porque invisibiliza lo femenino, ni a esas intromisiones malsonantes de miembras, personas becarias y demás ocurrencias, aunque las filólogas reivindicativas aseguren que también sonaba mal abogada cuando sólo había abogados. Hace unos días los miembros de la Real Academia han suscrito un informe contra las guías sexistas: «No es sexismo, es lenguaje», sostienen. Vaya por delante un aplauso, por el detenimiento e interés que ha concentrado el asunto, y ojalá más allá de la pataleta ?porque, aseguran, el intrusismo feminista se ha colado en los renglones lingüísticos? sirva para revisar aquellas definiciones que huelen a alcanfor. En Francia, el Gobierno acaba de atender una vieja reivindicación de las mujeres: que la soltería deje de ser un grado. Se acabaron las mademoiselles. Ya no habrá distinción en los formularios de la administración pública entre señoras y señoritas; estén casadas o no, todas serán señoras. Vean si no cómo en España se utiliza el término: cuando una mujer es ejemplar, se dice que es toda una señora. Cuando no alcanza tal grado, no es que sea una señorita, sino una petarda e incluso una choni. El señoritismo femenino tuvo buena cobertura en el nodo. Nada que ver con las mademoiselles emancipadas, como Mademoiselle de Scudéry, que escribía bajo el nom de plume de Safo. Ahí está aún, impreso en los perfumes, el nombre de Mademoiselle Coco. Porque hubo un tiempo en que las ancianas solteras de ochenta años eran mademoiselles, y si eran ricas o célebres, se merecían la mayúscula. Algunas eran, además, brujas: «Mujer fea y vieja», dice la RAE. Mientras que los brujos, ah, esos hechiceros con poderes mágicos… (La Vanguardia)

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7 de marzo de 2012
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Sin ojos para contarlo

Un polvorín en Siria ante la timidez internacional. Comparable con Grozny o Sarajevo, dicen los que han estado allí. El barrio de Bab Amro es un fundido en negro, sin cámaras ni micrófonos. Llamadas a media voz de la ONU para que cese la sangrienta represión, sospechas de «crímenes contra la humanidad». Pero en Homs van rematando a los civiles mientras los últimos periodistas han logrado escapar. Cuatro días para recorrer 40 kilómetros hasta la frontera con Líbano necesitaron los franceses Édith Bouvier y William Daniels. Tampoco fue fácil para Javier Espinosa, el periodista de El Mundo que así relataba su huida: «Había un grupo de niños que estaban aterrorizados y decían: “¡Mamá, mamá!”. Intentamos decirles que se mantuvieran callados pero fue demasiado tarde y los soldados comenzaron a disparar». Plàcid García-Planas, en su nuevo libro, Como un ángel sin permiso, se pregunta por la naturaleza del reporterismo: «¿Debe el reporterismo dejar mal cuerpo? Probablemente. Porque el reporterismo es algo más que escribir un reportaje. Es como la banlieue parisina, el independentismo catalán o la mirada de un travesti afgano: un estado de ánimo». Respirar o dejar de respirar. Una cuestión que no debe entrometerse en la crónica. No hay reporterismo en Bruselas o Washington. Bastan los forenses de la información económica que la diseccionan en titulares. Al igual que los reporteros, su trabajo es el de informar sobre lo que las manos visibles e invisibles del poder hacen y deshacen en nuestro nombre. No hay bolas de cristal para invocar la náusea a tiempo, pero hay datos. Hace año y medio, cuando ya teníamos los suficientes para determinar el despotismo del presidente sirio Bashar el Asad, lo recibimos en casa como “a un buen amigo” a fin de negociar “intereses comunes” con el gobierno y cenar en la Zarzuela. Le acompañaba su esposa Salma, icono de la modernidad para la mujer árabe, sin velo y con guccis. Y ahí estaban hace unos días, en un simulacro de democracia, como una obscena pareja modélica mientras su país se desangra y ya no queda nadie para contarlo. Puede que el traje de Savile Row del joven El Asad le hiciera parecer más fiable que aquellos viejos Huseins o Gadafis. O tal vez sólo se trate de intereses geopolíticos. Las democracias plenas aún son minoría y pese a su empaque no saben qué hacer con los tiranos. ¿Bloqueo económico? ¿Sólo cuándo perjudican los intereses occidentales? ¿Cuáles? Y cuando masacran al pueblo, ¿hay que intervenir ?en unos sí y otros no? para salvar la economía? ¿O era para evitar más muertes? Occidente prefiere esperar a que gane un pueblo extenuado mientras continúa comerciando con sus cómplices ?como Rusia o China que ahora apoyan a los verdugos sirios?. No consuela pensar que si Kant resucitara trataría a todos los tiranos por igual, a riesgo de reventar. (La Vanguardia)

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5 de marzo de 2012
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Una solterona en un burdel

Acostumbro a meter un libro en mi bolso cada semana. Sé que las hay más originales, como mi colega Empar Moliner, que muy previsoramente lleva un sacacorchos en su it bag porque una buena catadora siempre debe estar preparada. Para quienes tenemos un alma proclive a la adicción del tecnoestrés, un poco de papel aporta una brizna del clásico sosiego. Vaya por delante que no comulgo con el pensamiento mágico, pero siempre he mantenido una complicidad física con los libros. La semana en que murió Wislawa Szymborska, llevaba en mi bolso su poemario Aquí, tan breve, quirúrgico, intenso. Y cuando transportaba la María Antonieta de Stefan Zweig, se hizo pública su carta de suicidio: dimitía de la vida desencantado ante una Europa agonizante y extraviada. El caso es que cuando abro un libro al azar, buscando algo sin saber qué, lo encuentro. Además de suerte, es necesaria cierta predisposición para dejarse sorprender porque cualquier libro puede llegar a funcionar como un I Ching. Como ahora, que buscando unas migas de pasado sobre la crisis del periodismo me encuentro con un texto de Karl Kraus, escrito hace más de cien años: “La Antorcha dejará de publicarse según todas las previsiones humanas. Aún así, fecho el ocaso del mundo en la instauración de la navegación aérea”. La carta no tiene desperdicio: “La cultura se queda sin aliento y al final yace una humanidad muerta junto a sus obras cuya invención le ha costado todo el ingenio que ahora le falta para aprovecharlas”. Kraus domina con inteligencia, sarcasmo y brillantez su profunda decepción. Y llega a referirse a la tragedia de la humanidad caída “que sirve menos para la vida en civilización que una solterona para un burdel”. Durante casi 37 años, el autor austriaco publicó la revista Die Fackel, tan incómoda como independiente, en que denunciaba la luctuosa degradación de una prensa incapaz de ejercer la autocrítica; también un progreso que enmascaraba los verdaderos objetivos. ¿Les suena? ¿Es la economía o el periodismo lo que representa hoy a una solterona en un burdel? El cierre de los periódicos ADN y Público, la pérdida de casi 5.000 puestos de trabajo en cuatro años, la precariedad rayana en esclavitud de los becarios cronificados o la pleitesía de la información a la diosa publicidad, la que en definitiva paga el papel ?porque en internet aún no cotiza lo suficiente?, marcan las horas bajas de esta profesión. Claro que no hay que dejarse barrer por la melancolía, ni por los velatorios chovinistas, sino vislumbrar las oportunidades que brinda el futuro: el mismo que invita a cualquiera, periodista o no, a informar gratis. Ese es el drama. Avanzamos en la identidad digital de la prensa sin saber hacia dónde vamos, ni los réditos que podremos recuperar para que este oficio sea digno y rentable. Los periodistas no gozamos de demasiado prestigio social, pero en esta crisis ?dicen que estructural y coyuntural, palabras tan de molde, tan frías?, hay que recordar que once países no reconocen la libertad de expresión y prensa (por fin ayer, el presidente Correa indultó a cuatro periodistas de El Universo sentenciados por injuriarle). O que 66 informadores ?16% más que en el 2010? murieron el año pasado cubriendo conflictos. Y hace una semana, una periodista con cara de periodista y un parche en el ojo izquierdo, Marie Colvin, moría destrozada por la metralla en Siria. Minutos antes acababa de ver cómo mataban a un bebé, e indignada quería contar qué estaba pasando. Dicen que siempre era la primera en llegar y la última en irse. Eso es la vocación, la de informar a pie de obra, sin importar el roce del miedo. Basta un aliento para seguir mirando, oliendo, escuchando y contando la realidad. Y eso, hoy en día, no es oficio para aficionados.

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29 de febrero de 2012
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La ciencia y la piel de gallina

Por qué hay canciones que nos erizan la piel y nos conectan con un viejo amor, un sueño perdido o que incluso nos hacen llorar? Hace unos días, el periodista científico Michaeleen Doucleff publicaba en The Wall Street Journal «Anatomía de un generador de lágrimas», donde analizaba el poder conmovedor de la música y en particular de una de las cinco canciones más descargadas en iTunes, Someone Like You, de la antidiva Adele. He seguido en Twitter el interés por los escalofríos musicales que propician analogías con las emociones. Eso que tan bien expresó Mendelssohn al afirmar que en ambas realidades ?la musical y la emocional? existen formas parecidas de crecer y de empequeñecerse, de calma y de excitación, de intervalos soñadores. Como la comida, el sexo o las drogas, la música estimula los circuitos del cerebro y libera dopamina en los centros de placer y recompensa. Y en el caso de la canción de Adele, según Doucleff, se pasa de la tristeza al bienestar gracias a las llamadas apoyaturas ?una especie de contrapunto musical que puede producir tensión, alivio e incluso lágrimas?. Confieso que Adele no me hace llorar, pero recuerdo con nitidez otras canciones con las que he experimentado ese pellizco.

De adolescente, en las largas tardes de verano, escuchaba Es fa llarg esperar y sus notas pronunciaban una densa sensación de expectativa, en especial cuando Maria del Mar Bonet sube de octava para decir doliente: «El cel roig i el sol que ja se’n va». Todos tenemos una banda sonora que nos acompaña hasta la muerte ?aún recuerdo la sonrisa que esbozamos en la despedida de Enrique Puig cuando al terminar la liturgia sonó Matilda?. No hay más que fijarse en Obama para entender cómo explota el contagioso poder de la música. Después de que en el Apollo Theater se lanzara a cantar Let’s Stay Together, las ventas del viejo tema se dispararon. Hace cuatro años publicó la música que llevaba en su iPod. Fue un golpe maestro y creó escuela. Ahora, sus temas preferidos acaban de aparecer en una playlist de Spotify. Obama pasa de la celebridad a la intimidad con un suave encabalgamiento, baila arrobado con su mujer como nunca ha hecho aquí ningún presidente del Gobierno, y además de cantar bien, sabe que cuando a dos o más personas les gusta la misma canción se dispara un mecanismo gozoso que incita a reconocerse en el otro. Hace tiempo que los jukebox se callaron. Habitaba en el acto de elegir una canción, o varias, un deliberado ejercicio de cercanía. Hoy la música se escucha en solitario, con auriculares y en silencio. Pero es tan necesaria como siempre, y más ahora que la ciencia demuestra que no estamos locos cuando al escuchar una canción creemos vivir una vida paralela, en las antípodas de las primaveras valencianas, la sumisión laboral y los juicios por corrupción. Basta con darle al play. (La Vanguardia)

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27 de febrero de 2012
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El aire de los tiempos

Frente al parque del Oeste, ese lugar de Madrid donde siempre siento la ilusión del mar, convocamos el primer Salón Literario de Madame Marie Claire. Nos movía ante todo un impulso de belleza,el reunirnos alrededor de una mesa para conversar sin fines, trabas ni guiones políticamente correctos. También el deseo de recuperar la deliciosa tradición femenina de los salones franceses del XVIII, concebidos para que la gente mundana no se aburriera y los intelectuales tuvieran un espacio para poder comunicar sus ideas. Un puente entre las artes y la moda, bien argumentado por uno de nuestros más ilustres salonniers, Félix de Azúa: «hay una corriente profunda entre la literatura y la moda. Que nadie piense que estoy hablando de literatura, “ese oficio divino”, frente a la moda? todo lo contrario, lo que es divino es la moda y la literatura se añade como puede». No en vano, la raíz etimológica de la moda, modus, explica bien su esencia: «la manera del momento».

Al tiempo que escribía estas líneas, llegó la noticia de la muerte de Antoni Tàpies, el pintor español más importante después de Picasso y Miró. Y no pude dejar de pensar en la generosidad del artista cuando cuando hace ya más de tres años quiso participar en un especial dedicado a la relación entre las modas y las artes. En su estudio, se fotografió junto a la modelo Eugenia Silva, y conversaron acerca de las paletas de tierra y ocres, de sus matéricas pinceladas y de cómo en el lienzo desplegado sobre el suelo regresó a la figura humana. Observo su entrecejo de filósofo, su voluntad de iluminar la oscuridad, la belleza moral de su obra. Y celebro que este oficio nos haya dejado más imágenes como ésta, en la que logramos que la alta cultura y la moda dialogaran, sin los estúpidos prejuicios que aún permanecen en nuestro país. Lo que ha ocurrido sobre la pasarela esta nueva temporada es excepcionalmente paradójico. En plena recesión, los diseñadores han decidido celebrar la vida y colorear el aire de los tiempos. Vierten colores mediterráneos, estampan naturalezas vivas ?berenjenas y pimientos, girasoles y bungavillas? e imprimen la huella del sol en las faldas con vuelo. Encima de la pasarela sonaba un mambo infinito. Mientras los llamados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), en la cuerda floja, se debaten para no ser intervenidos, la huella de su cultura mediterránea inspira «la manera del momento». Una tendencia solar, libre y sensual que crea una ilusión de paraíso íntimo. Las influencias españolas, de Goya a Picasso y el propio Tàpies, marcan la temporada. Además del elogio a la inocencia en una paleta de colores pastel. Se prepara una primavera rebosante de moda en los museos. Y una nueva hornada de talentos demuestra, en España, que la imaginación sí es poder. El viaje de una idea desde la torre de marfil hasta la calle es apasionante. Y más aún cuando, para esta temporada, la moda ha enviado una contraseña: volver a reír. Éste será tu password vital para afrontar el aire de los tiempos. (Marie Claire)

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24 de febrero de 2012
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