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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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Burbujas con pin

Basta una pulsación para sentir el mundo en tus manos. El roce de la yema de los dedos sobre la pantalla para saber en qué lugar del mapa te encuentras; un movimiento casi de prestidigitador con el índice y pulgar para identificar las calles que van a cruzar tus pasos. Apenas cinco pulsaciones para hablar gratis con tu amigo de Australia, tres golpecitos para escuchar emisoras lejanas, como 95.5 Jazz de Costa Rica. Basta un suspiro para husmear en tu red social. Un ligero tecleo digital para recordarle a tu gente que existes. Dos clics para fotografiar lo que no quieres olvidar. Un calor en la palma de la mano para desconectar y ensimismarte. Los teléfonos inteligentes no sólo han modificado la manera de articular la comunicación y el entretenimiento, sino que han dotado a sus usuarios de una nueva autosuficiencia. Era previsible que el exceso de celo alterara la manera de relacionarse. La gente ya no se mira cortésmente a los ojos porque se refugia en su pantalla. Allí están todos los secretos que uno sólo comparte con quien quiere. Su guarida donde protegerse en medio de la multitud hostil. Ya no le hace falta preguntar al desconocido cuando nos perdemos (un gran avance en la vida de las parejas). Ni cubrir espacios en blanco hablando del tiempo cuando la proximidad del otro intimida. Los nuevos caminantes distraídos transitan por las ciudades ajenos al paisaje, aislados. «La gente se mueve en los espacios comunes como si fueran burbujas privadas», sostiene Tali Hatuka, que dirige el Laboratorio para el Diseño Urbano en la Universidad de Tel Aviv, lamentando el lado más oscuro de la tecnología que amenaza lo público. Tras un estudio sobre hábitos de uso de los smartphones que estos ejercen de territorios privados portátiles. Y es que hoy, cuando los extraviamos, nos quedamos sin brújula. Las cifras abruman: se calcula que cada día se envían mil millones de mensajes gratuitos. El WhatsApp ha destronado al SMS justo cuando se cumplen veinte años del invento de unos ingenieros de comunicación franceses que no cuajaría hasta 1996, cuando los adolescentes accedieron al móvil. Según datos del Pew Research Center, los usuarios norteamericanos de 18 a 24 años intercambian más de cien SMS diarios. Y son mayoría quienes prefieren un mensaje de texto a uno de voz. Es interesante indagar por qué. Identificar la adrenalina, la satisfacción o la credibilidad que merece la palabra escrita (incluso mal escrita). A menudo, más allá de su sentido utilitarista, los mensajes son una declaración de intenciones para avivar el amor o aligerar la soledad. Aunque no sea del todo real, y más cuando tu teléfono tan inteligente escribe por ti y en lugar de estar cansada decida que estás casada.

(La Vanguardia)

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23 de mayo de 2012
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La dolce vita

No tengo duda de que vivimos en el siglo de los sentidos. Y de que buscamos una nueva sensualidad en nuestros pequeños placeres cotidianos. Un cielo azul con banda sonora y una bandada de jilgueros trinando escandalizados. O la primera página de un cuaderno nuevo, planchado, cuando aún eres capaz de escuchar el murmullo de la tinta sobre la hoja en blanco. La memoria agitada al recuperar un viejo aroma, el de los tomates fritos de tu madre, el del primer perfume con el que intentabas ser otra. El masaje que recorre todas las partes de tu cuerpo para que no las olvides, la palma de los pies, la cuarta dorsal, la mandíbula. El vapor del hamam que crea una atmósfera blanquecina como si la humedad cambiara la flecha del tiempo. Una hamaca azul en un pequeño balcón alertando de que desde allí también se ve pasar la vida. O el bullicio de un mercado en la mañana fresca, con sus olores a huerta y mar. Romper el papel de seda que envuelve la camisa deseada. Escuchar la voz que arrastra la noche desde una emisora de radio y te pone la canción que estabas esperando. O cuando una niña te dice: «cuando seas pequeña te dejaré mis zapatos rosas». Oler un buen vino saboreando la uva, el árbol, y las cerezas. Sentir cómo estalla un dim sum crujiente bajo tu paladar mientras piensas que los extremos se tocan. Escuchar Like a Rolling Stone con los pies en la arena? La historia de los sentidos es también la historia de la conciencia, partiendo de cómo han influido en el conocimiento humano y, por extensión, en el arte, la cultura y la vida cotidiana. «No se limitan a darle sentido a la vida mediante actos sutiles o violentos de claridad: desgarran la realidad en tajadas vibrantes y las reacomodan?», escribe Diane Ackerman en su Historia natural de los sentidos, una maravillosa lectura en la que se advierte que ser sensible es, en definitiva, ser consciente. La continua búsqueda de emociones y promesas de intensidad se ha convertido en uno de los valores absolutos de nuestro tiempo. Por ello, la industria, la cosmética y la moda exploran una y otra vez las percepciones que somos capaces de alcanzar a través de los sentidos. No es escapismo, es un método saludable de ejercer el derecho a la felicidad. Y tú tienes la llave. (Marie Claire)

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22 de mayo de 2012
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Madres en crisis

Para más de la mitad de las madres occidentales, recibir un abrazo de sus hijos es la mejor forma de compensar sus desvelos. Para la casi totalidad de las madres asiáticas, el ideal del buen hijo consiste en que este saque sobresalientes, toque el violín y consiga una beca para Georgetown. Mano dura, aunque se alcancen métodos rayanos en la tortura. Veamos si no el impacto que tuvo entre nosotros el Himno de batalla la madre tigre, el libro de la profesora de Yale Amy Chua, ante el cual no sólo le respondieron, escandalizados, varios pedagogos occidentales, sino que varias hijas de inmigrantes coreanos o chinos confesaron estar pagando aún terapias a fin de resarcirse de una educación que exaltó hasta el extremo el mito de la meritocracia norteamericana. Nada que ver con la cultura como un medio para elevar el espíritu ni con entender el trabajo como un preciado valor, sino como una lógica en la que ambos son fines en sí mismos. Los estudiantes de la ESO españoles tienen grandes dificultades con las matemáticas, a diferencia de los hijos de las madres tigre a quienes no se les permiten actividades de ocio. Creatividad, para ellas, es una palabra tan inconveniente como pasión; el pensamiento crítico, un precipicio que conduce a la marginalidad, y no hay otro sentido de la vida que no sea el éxito, casi siempre disociado de la felicidad, otra palabra tabú. Creyentes acérrimas en una pedagogía humanista, las indulgentes madres occidentales nos preguntamos acerca de nuestra blandura. Pero cuando los hijos nos dicen llorando que no soportan más ir a clase de piano, no transigimos sólo desde la laxitud sino desde la agitación interior: ¿por qué queremos que nuestros hijos sean todo aquello que nosotros no fuimos? Más allá de los modelos de madre, hoy existe un debate urgente: el impacto de la crisis en la maternidad. Según el informe de Save the Children sobre los mejores países para ser madre, España ha bajado cuatro puntos ?situándose detrás de Francia y Portugal?. Además de la menguante ley de Dependencia, de la congelación de escuelas infantiles públicas, de las ayudas familiares, del permiso de paternidad o la flexibilidad para conciliar, una de cada dos mujeres españolas piensa que su labor como madre se ve dificultada por la situación económica. La desprotección laboral se hace notar ?en Galicia acaban de despedir a tres embarazadas sin más?. Noruega, Islandia y Suecia son los mejores países para ser madre, Níger el peor (un ranking muy parecido al de la igualdad entre se- xos). En el tercer mundo, la educación de las niñas sigue siendo clave para romper el ciclo de la desnutrición, pero aún es un objetivo lejano. Y en España, puestos a posponer, ocurre lo de siempre: el Estado delega en las familias y estas en sus mujeres, cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de construir el futuro.

(La Vanguardia)

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21 de mayo de 2012
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London Calling

«Londres estaba precioso aquel verano», así arranca Westwood, de Stella Gibbons, una novela encantadora sobre el amor y la nostalgia bajo las bombas a lo Jane Austen que acaba de editar Impedimenta con su habitual buen gusto. Abro el libro en el salón de té del Brown’s, el hotel más antiguo de la ciudad, célebre porque Franklin y Eleanor Roosevelt se hospedaron allí durante su luna de miel, y porque sus porteros ?con chistera y clavel? utilizan palabras como sensitive y leen a Kipling. La escena podría haber sido preparada al estilo Vila-Matas: tan sólo para poder escribirla después. Pero es casual. Aún no es verano pero en verdad Londres está precioso y capitalino, exultante aunque sobrio a pesar de sus banderas colgando en las calles nobles, en una especie de Navidad patria para celebrar el jubileo de la reina y después los Juegos Olímpicos. Siempre fui más de París que de Londres, de Chanel, Rodin y los macarons de Ladurée, de los perfumistas del Palais Royal, la tumba de Morrison, la Closerie des Lilas o el champán a borbotones en L’Avenue, donde he visto cenar a Polanski ?ya libre? con muchacha, y a Keith Richards en familia. Me parecía antipática la vida londinense bajo un paraguas, las calles antracitas, los días cortos, la dolorosa exhalación de la campiña con su verde violento. Pura ignorancia. Londres, con y sin sol, hoy resplandece desde sus museos, tan magníficos como accesibles, hasta sus reliquias como la zona de Clerkenwell donde vivió Dickens o la insinuante torre de Foster. Sus gentes ejercen un modélico civismo y parecen tolerarlo todo con su atemperado fair play, excepto la vulgaridad. La ciudad preferida por el dinero en la eurozona, y con una oferta cultural desbordante ?«le tout París son 10.000 personas, le tout Londres, 8 millones», señalaba John Carlin en El País Semanal?, ha demostrado su capacidad para renovarse. Esa es su gracia, la combinación de la flema británica anegada en tes y whiskies, y el barniz contracultural, tan consentido, como los ceniceros malolientes de Damien Hirst ahora en la Tate Modern. Porque más allá del famoso tiburón disecado, en esta primera antología del arte bufo destaca la afición del controvertido autor por las colillas de cigarros, de las que dice sentirse atraído por su polaridad: de la perfección del cilindro al asco y la muerte cuando se apaga. La exposición produce mareo, aturde, y tan sólo hay media tregua en la habitación húmeda con fruta madura donde revolotean unas mariposas. Al salir, hay que ir a ver los Turners en la otra Tate para recomponerse. Y seguir paladeando la excentricidad londinense, así como su proverbial elegancia, tan concentrada en los calcetines masculinos. (La Vanguardia)

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16 de mayo de 2012
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Un presidente ?normal?

La socialdemocracia, porosa y agrietada por una crisis de liderazgo, ha empezado a exfoliar sus pieles muertas. Ahí está, al fin, el apoyo al matrimonio gay por parte de Obama que le ha valido el respaldo de los jóvenes y de las celebrities (en casa del galán y activista Clooney recaudó 15 millones de dólares). Aunque todo empezó a finales de abril, en la tradicional cena de corresponsales donde es habitual que el presidente se ría de sí mismo. Acusado por los extremistas republicanos de ser un peligroso «socialista» y «un infiltrado», aprovechó la oportunidad para lanzar un titular al estilo de El Mundo Today: «Barack Obama, el candidato que quiere imponer el socialismo a nuestros perros americanos». Señalado por los conservadores con mohín antimulticultural porque comió carne de perro durante su infancia indonesia, Obama decidió sacarle jugo al asunto: «¿Cuál es la diferencia entre una hockey mom y un pitbull?, se preguntó. Que el pitbull está delicioso». Contaba la anécdota la corresponsal de Le Monde, Corine Lesnes, días después de que el aún candidato Hollande ?antaño flamby, ya saben, softpower? manifestó en Londres que él no era un «hombre peligroso». Y lo remató afirmando que sería un presidente «normal». La expresión nos evocó aquella confesión de Zapatero que alertó a propios y extraños: «¿Tú sabes, Sonsoles, cuántos españoles podrían ser presidentes de gobierno?». Porque presidir un gobierno es una auténtica anomalía. Puede que muchos franceses que se sientan normales y socialistas, como Hollande, y también sientan una especial predilección por Léo Ferré y Benjamin Biolay, que sus colores sean los del Olympique de Marsella o que tengan Germinal como libro de cabecera, pero nunca aspirarían a presidir la V República. Ni un «presidente normal» diría: «Las finanzas son mi enemigo» hasta el punto de hacer palidecer a las grandes fortunas prometiendo unas tasas del 75% para las rentas superiores a un millón de euros. Hoy, el hombre tranquilo, como le apodan algunos, el que aguardó paciente en la sombra, el gordito feliz que adelgazó once kilos y se aligeró las gafas, ha desafiado la austeridad de Merkel afirmando que las finanzas no pueden pretender el dominio de la economía real. Libération ilustró la cruzada del relanzamiento económico a escala europea que anuncia y le dedicó una caricatura en la que, a modo de Sísifo, empujaba una inmensa roca con la bandera de la UE. Pero Hollande aún no ha tenido tiempo de demostrar la astucia de Sísifo, ni, por supuesto, de ser castigado por los dioses; aunque mañana se entrevista con Merkel dispuesto a cambiar la hoja de ruta para gestionar la crisis, y a representar el fin de la era Merkozy. Lo más paradójico es que muchos de sus adversarios ideológicos desean que no fracase en el intento. Qué gran responsabilidad la suya: lograr que la exfoliada piel de la socialdemocracia resplandezca.

(La Vanguardia)

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14 de mayo de 2012
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El horror nacional

  De pocas cosas tengo tan diáfana certeza como de que el Comité Olímpico Español debe retirar inmediatamente los uniformes fabricados en Rusia con los que quiere humillar a nuestros deportistas en Londres. Sí, con la misma rapidez que un lote de leche infantil adulterada o una golosina tóxica made in China. Porque es evidente que se trata de un delito estético y psicológico. Justo cuando desde el Ministerio de Exteriores se intenta relanzar la «marca España» en sus horas más bajas, es sorprendente que se exhiba un desconocimiento palmario del principio de representación de la vestimenta por parte de un organismo tan solvente como el COE. La elección es de una vulgaridad que nos empequeñece al lado de los diseños de Ralph Lauren para EE.UU. o Armani para Italia. Porque, cómo van a reducir al esperpento a los pocos héroes que nos quedan, como Rafa Nadal, Ricky Rubio, Marc Gasol o Andrea Fuentes, embutiéndolos en un chándal de pata acampanada que, en el mejor de los casos, se asemeja al de un bailarín del Circo del Sol y, en el peor, al de un compungido animador de gincana. Mientras que el dos piezas para ellas evoca la peor salida de la pasarela de Kirguistán (con todos mis respetos); una mezcla de campesina zíngara y maripili, un absurdo quiero y no puedo inspiración Vacaciones en Roma. Los uniformes siempre han convocado el reconocimiento social, tanto para quienes los visten como para quien los identifica, trasladando simbólicamente atributos y funciones a su portador. Pueden expresar desde servidumbre hasta distinción; y sus detalles han sido fijados ?desde el uniforme militar hasta el hábito de clérigo? para esconder al individuo y fijar al personaje social. La reacción del sector de la moda ha sido previsible y demoledora. «Una estampa propia de Berlanga», según Ton Pernas. «Una broma», para Modesto Lomba. El asunto pervierte la imagen de nuestro país, y supone la dimisión de su dignidad creativa (¡qué nostalgia la de aquellos trajes que diseñó Toni Miró en el 92!) por cuestión de dinero. El portavoz del COE lo ha dejado bien claro: la empresa rusa, Bosco di Ciliegi, «nos paga por llevar su ropa». La justificación no puede ser más prostibularia. Y muestra un alarmante déficit de capacitación en impulsar un sector, el textil, que crece un 9,2% en exportaciones, con empresas líderes en el mundo. A eso se le llama pérdida de oportunidades. Y si no los retiran (#uniformesJJOO), que los sacrificados deportistas exijan derechos de imagen por tener que disfrazarse como en un carnaval para pasear la bandera y rendir honores a la Antorcha. El dinero no lo explica todo.

(La Vanguardia)

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9 de mayo de 2012
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El ?outlet? sanitario

Una sociedad con lumbalgia, aquejada por una migraña recurrente de las que te hacen ver destellos de luz cuando cierras los ojos. O mejor dicho, una sociedad que fibrila. Después de cuatro años de crisis y con más cinco millones de parados casi cualquier patología sirve como imagen de unos tiempos enfermos ante los que el nuevo orden mundial parece incapaz de sanar su mal. Rajoy se siente perplejo por la frialdad de los mercados, vacío de otras propuestas que no sean las tijeras. Y viendo el debate entre Hollande y Sarkozy, a ratos tenía la sensación de playback, como si se limitaran a mover los labios. Hoy los políticos ofician de cirujanos, convencidos de que deben intervenir en condiciones extremas, aunque no sepan por dónde abrir ni cauterizar. Acaso las conquistas del bienestar habían difuminado una terrible evidencia: cada vida tiene un precio. Y poder alargarla depende tanto de la biología como de que las ambulancias lleguen a tiempo o los quirófanos no cierren en fin de semana. Antes la vida se entendía como una boutique exclusiva; hoy se conforma con ser un outlet atiborrado de saldos para quienes quedarán excluidos del sistema sanitario. Érase una vez cuando, a pesar de las listas de espera y las camillas en los pasillos, sacábamos a pasear nuestra ejemplar sanidad pública como a un santo. Se trataba de un modelo encumbrado aunque insostenible, nos dicen ahora, con un real decreto regresivo que nos devuelve a los años setenta y que puede acabar transformando la sanidad en un modelo de aseguramiento privado para los ricos y de beneficencia para los pobres. La hipocondría nacional permanece en cuclillas, a punto de transformarse en un ataque de pánico. Que cada uno se financie su locura y su pluripatología, anuncia ahora el Estado. Desde propuestas sensatas, destinadas a repartir el esfuerzo con más justicia según los niveles de renta, como la de Mas-Colell, hasta medidas extremas ante las cuales los perjudicados no seremos el 25% de catalanes que pagamos una mutua sino aquellos que se quedarán fuera del sistema, extramuros, desde monjas a estudiantes que nunca han trabajado, inmigrantes irregulares, enfermos crónicos o pensionistas sin prótesis subvencionadas. A menudo, cuando se juzgan nuestros problemas, nos limitamos a señalar con el dedo al tramposo: los inmigrantes que llenan nuestras urgencias, los irresponsables que piden recetas para toda la familia, los funcionarios que simulan una depresión… Pero, ¿de verdad esas prácticas constituyen la raíz del problema o sólo se trata de una generalización que nos impide plantear un debate maduro sobre el copago sanitario, además de que aclaren cuántos impuestos tenemos que asumir y qué partidas presupuestarias sustentarán? Un debate tan necesario como farragoso, pero ya nos lo advertían las abuelas: con la salud no se juega. (La Vanguardia)

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7 de mayo de 2012
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Nos hacemos viejos

Te dices «sólo es un pliegue». Lo coges entre dos dedos, en forma de pinza, para examinarlo como si no fuera tuyo y te pellizcas hasta que duele. Lo combates mentalmente, aunque no tienes demasiado claro cómo destruirlo. Sabes que transitas ya por los años en que la grasa ya no admite prórrogas y, como la política, busca insistentemente el centro, siempre alrededor del ombligo. Ahí está la edad en que hay que cambiar hábitos, el meridiano de tu biografía. Un tiempo en que las mujeres van dejando de ser reproductivas y los hombres acomodan su calvicie ante el espejo. Tiempo de vista cansada ?magnífico eufemismo que aporta tintes heroicos a quien ha visto mucho? y de botellas de vino escogidas. De madrugar más y mejor, desayunar con cariño, admirar el aroma de lluvia y de pino o sustituir el café por tisanas ?de la rooibosmanía a las flores de jazmín, que en agua hirviendo se abren con una voluptuosidad casi pornográfica?. Sabes que los bancos saben que te quedan menos años para pagar una hipoteca y que las aseguradoras te exigen que aún seas capaz de hacer el pino. Y es que a pesar de que el progreso haya prolongado la esperanza de vida, y no dejemos de repetir que los 40 de hoy son los 30 de ayer y así sucesivamente, como si le hubiéramos ganado a la vejez una década, la percepción del declive se te pega como un chicle debajo de la silla. Leyendo a David Bainbridge en The Washington Post me entero de que las orcas tienen la menopausia y que sus vidas son un buen reflejo de las nuestras. Viven mucho, son comunicativas y se desarrollan lentamente. Con sus técnicas para conseguir comida u organizarse evidencian unas capacidades sobresalientes después incluso de haber dejado de reproducir. Bainbridge asegura que la madurez en los humanos también es un periodo de desarrollo: la edad productiva en la que se acumula experiencia vital y se goza de energía y buena salud. «Los múltiples roles de las personas de mediana edad en las sociedades humanas son tan complejos y están tan entrelazados que podría decirse que son los seres vivientes más impresionantes producidos por la selección natural». Ni jóvenes adultos ni maduros rejuvenecidos, «biojóvenes», denomina la psicóloga Carmen Freixa al fenómeno de los cuarentones y cincuentones con cara de redbull, que sortean la flacidez y las manchas en la piel amparados por una industria que se apresta a buscar los elixires de la juventud. Pero más allá de una resignación optimista acerca de las pequeñas miserias corporales, en la mitad de la vida hay que expurgar la lamentable autocompasión y dejar de decir de una vez por todas esa vulgaridad melancólica de «nos hacemos viejos». (La Vanguardia)

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2 de mayo de 2012
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Schubert y Shakira

¿Sobrevaloramos hoy a chefs y diseñadores como máximos exponentes de la cultura?, ¿soportamos todo tipo de artefactos escabrosos como obras de arte, autores de pacotilla, colas insufribles para contar que pudimos ver «la exposición» de la temporada? Según Mario Vargas Llosa, no sólo eso, sino que la cultura se ha acabado tal y como un día se entendió. Su último libro ?curiosamente el primero después de recibir el merecido Nobel? ha suscitado una amena controversia. «Perdonen, ¡pero qué viejas ideas! Primero porque la gran cultura siempre ha sido cosa de pocos, pero al menos ahora todos pueden leer, aunque no sea Nietzsche», escribía hace unos días Pilar Rahola, mientras que el escritor Jorge Volpi analizaba la paradoja de que alguien que se define como liberal, «se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata». Porque en su acérrima defensa de una aristocracia intelectual, Vargas Llosa pasa de puntillas ante la democratización de la cultura, ese fenómeno «altruista y loable», dice, pero cuyo efecto ha sido tan catastrófico como banal. El menosprecio vale tanto para los contenidos como sus envoltorios. Aunque, curiosamente, en una entrevista publicada en La Vanguardia, el autor contaba que tuvo que terminar el libro en aeropuertos, «a salto de mata», un proceso tan nómada e hipermoderno en las antípodas del recogimiento del autor clásico que precisa soledad y silencio para crear. Cierto es que desde las atalayas resulta más confortable estar en contra de todo. Contra el periodismo irresponsable, la política deslavada, la crítica literaria insustancial o los productos culturales light que requieren un esfuerzo intelectual mínimo. Su desconfianza ante las nuevas tecnologías roza el negacionismo. Y arremete contra la influencia de «la jerga, a veces indescifrable, que domina el mundo de los blogs, Twitter y Facebook». «Pero si en los 140 caracteres te cabe un link de la Enciclopedia Británica», me argumenta el filósofo Javier Gomá, que en su libro Todo a mil (Galaxia Gutenberg) recupera el sentimiento de ser «hijo gozoso de nuestro tiempo». Además de un discurso beato que anega todos los progresos morales de la civilización, esta radiografía de la pobreza cultural, esta melancolía intelectual, vuelve a lo de siempre: a contraponer lo viejo y lo joven, lo profundo y lo superficial, lo permanente y lo efímero, lo elevado y lo popular. Por supuesto, corriendo a deslegitimar la promiscuidad cultural de quienes van a los conciertos de Shakira pero también escuchan a Schubert. Porque, quién a día de hoy está legitimado para imponer un canon, desatendiendo uno de los principios de la cultura: la subjetividad.

(La Vanguardia)

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30 de abril de 2012
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Esos franceses aburridos

Ese espejo de la Francia que tanto ha encandilado. Bien articulada en femenino a pesar de las bravuras marsellesas, las veleidades de aquellos greñudos misóginos que dejaron su huella en Saint-Germain o el rusticismo provenzal al estilo Monet. Los franceses pronuncian la palabra macho y se les llena la boca, predispuestos a seguir idealizando la pasión. Colorean bien con el vino y el salchichón. Con el arrojo y la mediterraneidad, arrinconando la flema del norte en la Rive Droite. Vean si no a Sarkozy pidiendo el cuerpo a cuerpo con Hollande: «Póngamelo delante», reclama, augurando un duelo al sol. Aunque no parece suficiente su napoleónica energía, ni sus artes cortesanas, frente al zeitgeist que hoy invade Francia: ahí está la indolencia de la vieja dama europea, ese je m’en foutisme que tanta distancia marca entre las cosas y el amor. O entre la vida y el Elíseo. Pero que acaba por acudir en tropa a las urnas. Lo que aquí entendemos por desafección o desapego de la política, los franceses, con su inclinación natural a una sinceridad sonora e insolente, lo llaman aburrimiento, ese gran enemigo de la felicidad. Ennuyant, dicen, tan dados a dividir las conversaciones y las personas entre interesantes o ridículas. La opinión pública gala acusa tedio ante unas hojas de ruta que bracean por gobernar. Y ahí están los extremos. Por un lado, el grito de guerra de Marine Le Pen cala incluso entre los jóvenes apolíticos que la identifican como «antisistema». Por otro, el orador Mélenchon quiere refundar la izquierda, apasionadamente. Pero este extrotskista con campaña ascendente no ha logrado desvincular su discurso de la pandilla de radicales que se agazapan tras él. Cierto es que la crisis pasa factura y excita las fantasías populistas: Le Pen enciende la idea de un gobierno asistencialista ?que no social? pero sobre todo aguerrido y ultranacional, que debe independizarse de Europa, mal de todos los males. Y Sarkozy, un traidor ideológico para muchos que lo votaron en el 2007, radicaliza el discurso de la seguridad, el control de la inmigración y el chovinismo, aunque secuestrado por la hermética hucha de Merkel. Era previsible que en la primera vuelta ganara Hollande. Pero hacía 17 años que no se producía el milagro, alumbrado además en plena debacle de la socialdemocracia. «Es una posición que me honra y me obliga», ha declarado Hollande, «el blando». El caballero que dejó pasar primero a su exmujer, Ségolène Royal, porque parecía menos aburrida que él, y a quien la incontinencia de Strauss-Kahn le cedió la silla, por fin, después de quince años de tramoyista, ha acabado saliendo al escenario para acallar tanto exceso de pasión. On verra. (La Vanguardia)

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25 de abril de 2012
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