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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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Leer es un clima

Los libros son un medio de transporte. La llave para penetrar en vidas ajenas. Un desentenderse del mundo para llegar a entender sus migas. También significan un salvoconducto que permite sentir la complejidad y la sencillez de las cosas. Leer es recogerse. Descubrir sin sorpresa, como Georges Perec en Un hombre que duerme, «que algo no va bien, que hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás», a pesar de que el sol caliente la chapa del tejado o que tus sentidos reconozcan los olores que llegan de la calle. Leer es tomar conciencia de que te quedas inmóvil mientras los ruidos de la vida suenan cerca. También es no advertir que atardece hasta que terminas el capítulo y media luna descansa sobre el lomo del cielo. Es olvidar el tiempo, alcanzar un microclima, recostar la cabeza en la ventanilla del tren y pensar con los ojos cerrados. O reclinarla sobre la almohada para releer la misma línea que te ha devuelto las palabras que no encontrabas para decir lo que ya sabías. Buscar respuestas pero hallar preguntas distintas. Agazaparse a pie de página sintiendo el crujido del papel o la luz lechosa de la pantalla. Leer es una forma de conversar a solas. «Dicen que el libro está destinado a desaparecer. Con él nos iremos todos», escribió Álvaro Mutis. Leer también es encerrarse con uno mismo en una casa llena de gente, y seguir con los ojos una línea hasta extraviarse entre las dunas del pensamiento. Sentirse silencioso en una sociedad de seductores, mudo en tiempos de charlatanes, misterioso en un mundo de cristal, escaneado y previsible. Pero leer es reconocer los límites, identificar las sombras, el pecho ahuecado o el nudo en la garganta. Descubrir «que ya no somos tan felices, ni queremos, como antaño, decirle al mundo entero lo que pensamos» (Tolstói, La felicidad conyugal). Recuperar lo real: «Él ha dejado de llorar. Contempla su mundo. La piscina, las baldosas. Nunca fuimos a África, ni a ninguna parte. Casi nunca salimos de esta casa» (Jennifer Egan, El tiempo es un canalla). Tomar conciencia de que «siempre que llegas a una encrucijada en el camino, se te destroza el organismo porque tu cuerpo siempre ha sabido lo que tu intelecto desconocía» (Paul Auster, Diario de invierno). O prolongar la ausencia, «sólo yo, dócil, perro fiel, ando tras la huella ya borrada» (M. Mercè Marçal, Deshielo). Leer es sentirse orgulloso -pero también celoso- de que los otros lean. De que los otros escriban. De que un día como hoy los libreros salgan a la calle y los autores se pavoneen o se coman las uñas. De que las ediciones digitales prosperen, los libros breves sean aliados de un tiempo entrecortado, los blogs literarios, un bulevar despierto. Leer es apurar un buen libro como una copa de vino, cerrarlo sobre tu pecho y rozar tu intimidad.

(La Vanguardia)

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23 de abril de 2012
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Sex=oh

El mundo respira sexo. Tecleas la palabra en Google y existen en español casi quinientos millones de entradas. Desde la publicidad a la pasarela, los conciertos o la política, la sexualidad emerge para atrapar al ojo que está al otro lado. A veces como un anzuelo provocador; otras, como el hombro que asoma sutilmente bajo un vestido de raso. Caben muchos universos en estas cuatro letras que expresan todo aquello que se desentiende de la razón. A menudo se asocia con el placer, con la escalera que te conduce a una descarga eléctrica o a un pozo de luciérnagas, pero acostumbrados a sobrevalorarlo, a veces nos olvidamos de que hay también un sexo que ahueca el corazón y deja una estela de vacío. Pulsión, reacción, atracción; el sexo ?al igual que el dinero? es un deseo agonizante capaz de mover los hilos del planeta. ¿Cuántas batallas se han ganado o se han perdido en nombre del sexo, aunque se le haya llamado amor? La liberación de las mujeres vino acompañada de quemas de sujetadores y de una desinhibición que siempre me resultó impostada, aunque en aquellos tiempos todo era poco para salir de la cueva. Había que exagerar las conductas, mostrar avidez ante un tabú que hasta bien pasada la mitad de este siglo había sido territorio exclusivo de los hombres. El impacto que tuvieron los estudios de Kinsey o Masters & Johnson cambiaron la percepción de la sexualidad femenina ?sin olvidar el popular Informe Hite, en el que 3.500 mujeres confirmaban que eran perfectamente capaces de tomar el control de su vida sexual en lugar de ser receptoras pasivas de la arremetida del gran macho; aunque su mayor hallazgo fue el de que el centro del orgasmo femenino se localizaba en el clítoris?. A menudo surgen noticias contrarias a esa recuperación de la sexualidad como un territorio luminoso en lugar de oscuro o perverso. Y no solo por los lastres puritanos, sino por una desventaja cultural que aún favorece que una mujer se sienta extraditada de su propio cuerpo, igual que el mito de que las mujeres prefieren una buena conversación a un encuentro sexual, como si fueran asuntos excluyentes. «¿Por qué hoy tantas mujeres escriben de sexo?, ¿se han vuelto de repente, misteriosamente, más libidinosas o es solo una moda?», se preguntaban las participantes en el congreso Eroticon 12. No, respondió Zoe Margolis, autora del exitoso blog Girl with a One Track Mind: «No se trata de exponerse, sino de expresarse: escribir le ayuda a uno a poner en orden sus ideas». El auge de la primera persona, de la escritura confesional y del juego de espejos donde el yo se muestra cada vez más desnudo, ha favorecido una nueva voz y la reconstrucción de un imaginario a veces compartido con los hombres. Afortunadamente, hoy, la identidad sexual se vive con mayor libertad, como señalan las jóvenes que en este número confiesan a Gabriela Wiener y Verónica Marín sus «sexcretos». Ya lo anticipó Helmut Newton ?que en los años setenta fue colaborador de Marie Claire?, quien empoderó a la mujer y la desnudó vistiéndola. Y sí, en nuestra portada, con Eva Mendes, anunciamos el nuevo código sexy que no solo determina la altura de los tacones, los corsés años cincuenta, las melenas mojadas y las espaldas al aire, sino la celebración de que el sexo esté alojado en nuestro cerebro. (Marie Claire)

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20 de abril de 2012
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Metamorfosis emocional

«¿Podría haberse evitado la gran crisis con dirigentes femeninos?», se pregunta Vicente Verdú en su afinado ensayo La hoguera del capital (premio Temas de Hoy). Al leerlo, recordé que en el inicio del desplome financiero corría un chiste no exento de orgullo hembrista: «Si Lehman Brothers hubiese sido Lehman Sisters, todo sería distinto». El juego de las hipótesis, siempre tan literario, se sirve en bandeja condicional : «Y si…». Pero antes que nada un matiz, el talante machista y vetusto está representado tanto por hombres como por mujeres, como Angela Merkel, a quien Verdú etiqueta sin piedad de “adefesio ideogramático” con sus recetas de la abuela basadas en recortes y ahorro. El autor también recuerda que fue una mujer, Brooksley Born, presidenta de la CFTC (Commodity Futures Trading Comission), quien compareció hasta 17 veces en el Congreso estadounidense para reclamar la regulación de productos tóxicos para la estabilidad financiera. Los gobiernos Bush y Clinton se burlaron de ella hasta que renunció a su cargo, «hastiada de machos sordos». Cierto es que mucho se ha abundado en la consolidación de una sociedad en red, porque sin ella no hay colaboración igualitaria ni comunicación. Una red que nos conecte y nos cohesione tejiendo valores tradicionalmente femeninos. La ética del cuidado, la gestión de los afectos y la previsión y el cálculo de lo micro parecen fundamentales para desactivar el miedo que nos atenaza. Porque -y esa es una de las claves de La hoguera del capital- el monstruo apocalíptico que anuncia un cambio de era, un cuestionamiento del modelo productivo o la tercermundialización de Occidente se muestra más emocional que racional, huérfano de brújula y necesitado de una nueva generación de jóvenes que ahora carecen de espacio y oportunidades. Nuestra sociedad ha desarrollado grandes habilidades en crear sensaciones para vender: desde una noticia hasta un bolso que te permite dejar de ser cualquiera para ser alguien. Y aunque sabemos que detrás de la crisis se agazapa la debilidad política, la misma que en numerosas cumbres ha sido incapaz de frenar el desplome de las bolsas, aguardamos una resurrección emocional, más allá de la reacción y la indignación. Claro que hay emociones malas y emociones buenas: las primeras apuntan a que iremos a peor, las segundas ansían un futuro más saludable, complejo y solidario donde no todo sea blanco o negro y una variada gama de grises nos acompañe en esta metamorfosis, entre la bruma y la luz. Eso sí, siendo capaces de interpretar los claroscuros sin alarmismos y con más cariño, esa palabra tan femenina pero tan universal. (La Vanguardia)

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18 de abril de 2012
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Solos, singles o solistas

No existe otro estadio humano que haya mejorado de forma tan asombrosa su reputación como la soledad. Porque no hace tanto tiempo que la estampa de una vida sin compañía humana invocaba un paisaje sombrío y mal ventilado donde el tictac de las agujas del reloj y un solo plato en el fregadero representaban cierta idea de la vida incompleta. Cuán antiguo suena hoy aquello de solterona, un término en desuso en nuestra sociedad hipermoderna en la que las cifras de personas que viven solas ?más mujeres que hombres? se ha incrementado un 80% en quince años. Ahora son las singles, treintañeras o cuarentonas que ya no se deprimen en las bodas ante la insidiosa pregunta de que para cuándo la suya. Todo lo contrario, ejercen su condición solitaria con orgullo y conforman un colectivo mimado por el marketing. Al igual que ellos, tanto heteros como gais, han sacralizado el culto a lo individual que les permite agilidad para moverse y escalar, libres de ataduras. Desde Suecia y Noruega, donde ya casi la mitad de hogares son unipersonales, hasta Japón, cuya sociedad se articulaba entorno a la familia y ahora el 30% opta por vivir solo, pasando por EE.UU., Reino Unido o España -más de tres millones-, la soledad se extiende como una plaga universal tanto en las metrópolis como en las zonas rurales. ¿Por qué cada vez más gente elige vivir sola? ¿Se ha idealizado la soledad, cristalizando una nueva leyenda que exalta los beneficios de una vida independiente en la que no es necesario pelearse por el mando a distancia? Hay etapas biográficas donde se asocia la búsqueda de la identidad con vivir solo, como contaba Jordi Jarque en el Es: El placer de vivir solos. Pero la popularización y el prestigio de la soledad son consecuencia de los valores liberales imperantes: la liberación de la mujer, internet y el aumento de la esperanza de vida. Así lo argumenta el ensayo Going Solo, de Eric Klinenberg ?estudioso de la soledad en la universidad de Nueva York?, que también contempla la otra cara: el desamparo de aquellos que se han quedado sin una red de apoyo. Mientras el matrimonio se ha devaluado, la familia se ha complicado y la amistad se ha virtualizado, la vida en solitario es una opción cada vez más defendida por el mercado y la cultura. Existen dos tipos de mono-habitantes: los que nunca ordenan armarios y los que incluso ponen nombres a los cajones. Los primeros son leones que sienten que están de paso. Los segundos deberían llamarse solistas porque comparten vocación con quienes eligen componer y actuar en solitario. Seleccionan su partitura y la ejecutan con la voluptuosidad de quien tiene ante sí infinitas posibilidades. Lejos de sentirse aislados convierten su espacio en una vibrante sala de mandos. Pero corren el riesgo de olvidar lo esencial: la soledad es ante todo un estado psicológico. (La Vanguardia)

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16 de abril de 2012
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Tertulianos al plató

A veces los presentadores se impacientan y dicen: «Por favor, no estéis todos tan de acuerdo, a ver si dais más juego…». Los puristas se estremecen y remugan que no van allí a hacer el paripé, sino a defender su sagrada libertad de expresión. Pero acaban agachando la cabeza porque, ¿cómo no va a bajar el share si ellos mismos se preguntan a quién carajo puede interesarle su opinión? En la mesa siempre hay uno más relajado, más alfa, un incontestable porque es más cínico, culto o simpático que el resto; es el que dice: «Venga, yo ahora voy a llevarle la contraria a Ludovica aunque piense como ella». Y el aire tensa las ondas hasta el punto de que Ludovica, desconcertada, se queda sin tiempo y las voces la atropellan. En la pausa, siempre hay alguien que recuerda aquello de «esto es radio» o «esto es televisión». Y al final, todos abandonan el plató maquillados gratis, como si hubieran esnifado caviar. Existen auténticos profesionales de las tertulias. Cambias de canal y ahí están, con otro decorado y los temas de siempre. Un formato consolidado: barato, entretenido y útil en una sociedad sin tiempo para pensar. «Te lo compro», dicen aún algunos «motivados» cuando comparten la idea del otro y la hacen suya. Quien no tuviera constancia de las tertulias del Algonquin, Els Quatre Gats, el Gijón o los cafés bohemios de provincias donde se cultivaba un arte del conversar sin fines ni sin trabas podría pensar que un debate es un rifirrafe verbal entre políticos o periodistas donde resulta cada vez más difícil distinguir al uno del otro. Y es que hoy poco tiene que ver con el «grupo de personas que se reúnen con asiduidad para conversar y recrearse» al que hacen referencia tanto el diccionario de la RAE como el DGLC. ¿Conversar? En mi experiencia como tertuliana televisiva, siempre me sentí una torpe impostora, y más aquella vez en que una moderadora me recomendó: «Rápido y mortal, como un tirachinas». Sería injusto quitarle méritos a la figura del contertulio mediático, ese animal todoterreno que segrega hormonas mientras las ondas catódicas lo engordan tres kilos. El que habla con ingenio o sosería de los perdigones en el pie de Froilán, del obispo Reig, los recortes anunciados con escuetas notas de prensa o de las pulgas que invaden los expedientes de los juzgados. Y todo ello sin pitillo, ni whisky, ni intelectualidad al estilo La clave. No son estos tiempos para nostálgicos ni pedantes que reivindican la claridad de Cicerón; hoy gritar vende. Pero a veces se produce un chispazo llamado conexión humana y la palabra exacta traspasa la pantalla justo cuando nadie dice «esto es televisión». (La Vanguardia)

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11 de abril de 2012
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La chispa de la vida

La apropiación del lenguaje emocional por parte de esos personajes que ejercen de asertivos y empáticos, sean echadores de cartas o presentadores de televisión, produce una chirriante vergüenza ajena. Me refiero a quienes se despiden con frases del estilo: «Háganme el favor de ser felices». Lo primero que me pregunto es si ellos lo son; si se sienten tan encantados de conocerse y en verdad atesoran los signos de su autorrealización tras el bótox del entrecejo. Cierto es que no existe otro mandato social que goce de tanto prestigio como la felicidad, un asunto mucho menos abstracto de lo que parece aunque no siempre haya habido acuerdo en definirla. Para unos representa la conquista de los placeres, para otros, de los honores; ahí están quienes aseguran que se trata de una actitud mental, una decisión que el ser humano puede asumir conscientemente porque representa la principal finalidad de su existencia. O los que, como Woody Allen, repiten: «Qué feliz sería si fuera feliz». Siempre nos falta algo, desde un caramelo de menta hasta el amor de la vida. Según los más pesimistas, la felicidad es esquiva e irreal, una aspiración tan edulcorada como huidiza, incompatible con la ansiedad vital del individuo. Y si este alguna vez la alcanzó, lo hizo sin saberlo, tocando el timbre de la bicicleta por las calles de la infancia cuando el mundo aún cabía en la palma de la mano. La felicidad carece de género; la cortejamos por igual hombres y mujeres sin buscarla de frente sino de forma oblicua, conscientes de que hay que empezar por liberarse de los prejuicios además de tener inquietudes en lugar de pensamientos parásitos. En nuestra sociedad inmadura y estólida, las alarmas no protegen ni del autoengaño ni de esa insatisfacción que invalida cualquier logro porque siempre se ambiciona más: sólo hay una coma del éxito al fracaso, del amor al desamor, del éxtasis al vacío. A lo largo de la historia, la felicidad se ha definido por la capacidad en alcanzar metas, sentir bienestar intelectual y físico o disfrutar del reconocimiento y los afectos. Pero hoy variadas investigaciones aseguran que el hecho de aferrarse a su vapor aún produce más frustración. De eso y más se tratará en el Congreso de la Felicidad que empieza hoy en Madrid, dirigido por Eduard Punset, un demiurgo de nuestros tiempos que ha conseguido hacer de la neurociencia un fast food intelectual para todos los públicos. Y sorprende que algo inmaterial pero tan anhelado se integre en el calendario de ferias y congresos ?junto a los de energía geotécnica, ferretería y bricolaje o games & technologies?. Desde la ciencia y la experiencia, y del budismo a la antropología, los congresistas se proponen indagar en ese objetivo común de todos los tiempos en un foro esponsorizado cómo no, por «la chispa de la vida». Y es que hoy, en nombre de la felicidad, filosofía y marketing no sólo matrimonian sino que se entienden a las mil maravillas. (La Vanguardia)

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9 de abril de 2012
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Pensamiento mágico

Por fin llegan las lluvias, y la bofetada de la primavera empieza a germinar sus aromas dulzones. Es la promesa de una naturaleza fragantemente soltera cuya plenitud se desentiende de la enjuta actualidad. El argumento frente a los recortes se apoya en la piadosa idea de que el esfuerzo siempre trae consigo una recompensa, lo mismo que una dieta: pase hambre durante un mes y verá después cuánta satisfacción le aporta tanta penuria. La invocación al milagro cotidiano impregna tanto las noticias económicas como la publicidad para fortalecer las uñas. En Europa, más de 17 millones de personas no tienen trabajo, una masa tan anónima como extraviada a la que sólo le queda esperar, como en una película de Frank Capra, que ocurra algo. Con una mirada vulnerable, las pupilas dilatadas, y sobre todo con una querencia por volver a pensar como cuando éramos niños y creíamos que nuestros propios pensamientos eran capaces de alterar el orden natural de las cosas gracias a una intervención sobrenatural. El emisario de Merkel, Volker Kauder, afirma haberse llevado «una excelente impresión» de las medidas aplicadas por el Gobierno español. Acaso una impresión parecida a la de quienes han probado un compuesto «para estar todo el día al 100%» ?¿qué clase de masoquismo habita en nuestra aldea global para querer estar todo el día a cien??. Las recetas visionarias para la recuperación son tan sonoras como los llamados productos milagro. Y es que estos son tiempos prósperos para agoreros, brujas, loterías y esmaltes de uñas. Según el nuevo nail index: en el 2010 las españolas se dejaron crecer las uñas como nunca ?increíble metáfora? y las ventas de esmaltes multicolores aumentaron. El pensamiento mágico nos invade, aunque el escepticismo asuele nuestros corazones con tanto descreimiento como el horóscopo. Pero los hay que siguen creyendo fervorosamente en la astrología, como esos periodistas que siguen preguntándole al personaje «¿cómo ve su futuro?». También están quienes desde las portavocías oficiales defienden la asfixia social apelando a la voluntad y al esfuerzo. Pero, ¡ay del exceso de voluntarismo, el que a menudo significa no entender el misterio de la vida humana! Las contradicciones habitan en el colorido de la personalidad, mientras que en nombre de la voluntad se han perpetrado horrores y se han prodigado los infelices. Sin recortes hay riesgo, dice Rajoy. Pero con ellos, también. De ahí el auge del pensamiento mágico que tolera tan bien el engaño: un 69% de consumidores dicen haberse encontrado con publicidades engañosas, pero no por ello pierden la fe en que algún día amanecerán más guapos y delgados. Y con trabajo. (La Vanguardia)

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4 de abril de 2012
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De vicios y libertinos

Dominique Strauss-Kahn ha querido excusar su imputación el caso Carlton por proxenetismo aduciendo a su construcción cultural. Y se ha reconocido como libertino: «Un hombre que malgasta su fortuna, generalmente heredada, en vino, mujeres y diversión ideológicamente es descreído o nihilista», la definición de Wikipedia no puede ser en este caso más afín. Porque el libertino contemporáneo que representa Strauss-Kahn ha sabido combinar el cinismo y los restaurantes caros con el ejercicio del poder, un elemento clave en la destrucción del personaje, ya que a día de hoy un libertino sin poder es una rémora, una pesada excrecencia que a la sociedad le cuesta soportar. Hubo un tiempo, coincidiendo con el crecimiento de la burbuja inmobiliaria, en que el libertino alcanzó el epicentro del establishment. Los había amateurs y cutres, como aquel Roldán en un jacuzzi de aguas inciertas, o los que mostraban sus cadenas de oro en aquellos desmanes marbellíes. Fueron denominados incluso beautiful people, una etiqueta demasiado complaciente para quienes hicieron del exceso una religión. Hoy, se ven abocados al bajo perfil y, si quieren ser respetados, deben cultivar sus vicios en privado. Aunque nuestra sociedad haya alcanzado un elevado nivel de tolerancia, y casi todo el mundo haya encontrado la vía de escape para sus demonios, prevalece un juicio sesgado hacia ellos: son inmorales o amorales. Michel Onfray, en el tercer tomo de su extraordinaria Contrahistoria de la filosofía, asegura que ante todo el libertino es utilitarista: «Trata el cuerpo como cómplice, mientras que la civilización surgida de la cultura judeocristiana practica el odio paulino a los cuerpos, detesta los deseos y los placeres». Al fin y al cabo, quiere darle lo mejor a su cuerpo sin hipocresías. El cuerpo es un pozo sin fondo. No ha habido nunca otro cómplice del alma más venerado en la historia, por los narcisos griegos, los libertinos barrocos o la generación YouTube. No en vano, desde el jardín del Edén, el cuerpo ha tenido que soportar una penosa extradición moral. Aún hoy nos escandalizamos de él y de sus declinaciones viciosas, que -mientras no causen daños ajenos- deberían ser al menos tan tolerables como la autorepresión. Las imágenes de Strauss-Kahn con los calzoncillos bajados relatadas en el proceso son humillantes. Aunque mucho más lo era la forma en que él se refería a las mujeres ?tengo «material», decía de las prostitutas?. Lejos de juzgar sus costumbres libertinas, según el juez que instruye el caso, las orgías organizadas en nombre de Strauss-Kahn vulneran la ley. Su abogado orientó la defensa con una frase que muestra, con una persistencia propia del Marqués de Sade, la altura del personaje: «Le reto a usted a distinguir a una prostituta desnuda de cualquier otra mujer desnuda». Pero es que hubo un día en que todos pensábamos que el exdirector del FMI era un hombre sagaz. (La Vanguardia)

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2 de abril de 2012
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Galletas de barro

En el desierto de Atacama hay que aprovechar la más mínima oportunidad para sobrevivir. Cierto es que la sensación de derrota lo invade todo; soñar es una palabra improbable, mientras que el futuro se desdibuja igual que una pisada sobre la arena. Las únicas huellas del tiempo, aquí, las marca el dolor, mientras que la belleza mítica del entorno rompe cualquier conexión con la realidad. Porque el padecimiento envejece, se infiltra bajo los párpados, tuerce la sonrisa, carga las espaldas, revienta las tripas. Es imposible adivinar la edad de un grupo de mujeres del desierto: aparentan cuarenta, pero apenas han cumplido los dieciocho. Creen que no les corresponde nada en la vida, aceptan que su obligación consiste en sobrevivir a cualquier precio. Me sobrecoge el testimonio de una de ellas, el de una mujer que pasó toda la noche recogiendo las gotas de agua que caían de un rosal silvestre. Una a una. Paciente e insomne. Hasta que consiguió llenar un vaso para calmar la sed de sus hijos. Tal vez una parte de la memoria abdique en favor de la amnesia voluntaria para que los recuerdos dejen espacio al hilo de vida que queda, hermosamente testarudo. Como esa chica que en el campo de refugiados de Dadaab, entre Kenia y Somalia, montó un puesto para cargar móviles con un atrotinado generador eléctrico heredado de su abuela. Y pudo comer. O como el agricultor que empezó a sembrar un huerto, aprovechando el agua que se pierde al abrir los grifos de las tuberías que canalizan los pozos de agua construidos por la cooperación internacional. Las que me cuenta la gente de Intermón-Oxfam son historias en positivo, aunque las protagonice parte de los mil millones de personas desnutridas del mundo ?como América del Norte y Europa juntas?. A veces el organismo está tan hambriento que llega a comerse a sí mismo, marasmo lo llaman. Para engañarlo, vale todo: en Haití comen galletas de barro. Sí, una mezcla de lodo con agua, algo de aceite y sal que mastican lentamente para llenar sus estómagos vacíos. La hambruna crece, pero en algunos países como España se podan radicalmente las ayudas para el desarrollo. Un 60%. Casi mil millones. Aparentemente la crisis lo justifica todo, pero cabría preguntarse por qué en el Reino Unido no recortan los presupuestos para cooperación, sino que los aumentan, por qué en Italia se crea un Ministerio de Cooperación Internacional o por qué China tiene su libro blanco de ayudas al desarrollo. Tal vez, ahora sí, las oenegés empiecen a protestar con argumentos, lejos de adoctrinar en la ética. Menos victimismo y más pragmatismo: «La desigualdad es un riesgo para la economía, que tiene que abrir nuevos mercados». «Hay que ver más allá del año contable; la solidaridad debe formar parte de la marca España», reflexiona Verónica Hernández de Intermón-Oxfam, coincidiendo con el lanzamiento del informe La realidad de la ayuda 2011. En verdad, son insostenibles las islas de riqueza rodeadas de un mar de pobreza porque detienen el progreso. ¿Qué es el hambre extrema?, le pregunto. «Es decidir si morirás hoy o mañana, si te comes hoy las semillas que te quedan o las siembras; es decidir a cuál de tus hijos tendrás que dejar morir en el camino para salvar al resto». El sufrimiento es persistente, y en lugar de colarse por el desagüe crea círculos concéntricos. Porque no es sólo la ausencia de guerra lo que define la paz: la discriminación, la explotación o la pobreza en el nuevo desorden internacional provocan que cada tres segundos muera un niño de hambre, lo que demuestra que no puede haber paz sin justicia social. Y para quien no entienda este lenguaje, existe otro mucho más sencillo: invertir en desarrollo es invertir en futuro.

(La Vanguardia)

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28 de marzo de 2012
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El problema no son las princesas

  Millones de niñas sueñan cada día con un hechizo, un vestido de color rosa y un caballo blanco. El príncipe, en realidad, es lo de menos; de hecho, apenas aparece en sus juegos aunque su presencia ?casi siempre al final del cuento? haya causado gran revuelo en el mundo de los adultos. Tanto desde lo políticamente correcto como desde una perspectiva crítica ?la que ha intentado darle la vuelta a los clásicos de los Grimm convirtiendo a Caperucita en una niña deslenguada o al lobo en un pobre bicho asustado?, se argumenta que lo más nocivo de los cuentos de hadas radica en el ideal de dependencia que proyectan. La incompletud de los personajes femeninos, que sólo puede remediarse con la intervención de un caballero salvador, amplificando la vulnerabilidad de las princesitas y glorificando un romanticismo tan venenoso como la manzana de la madrastra. Pero en los cuartos de juego, lo más significativo es la escenificación del cuento en sí mismo: el vestido como contraseña para acceder a un mundo mágico; el castillo que imprime una atmósfera misteriosa y, sobre todo, la pasión por el papel de princesa, una palabra polisémica en la más tierna infancia. Ni de lejos la idea fuerza la aportan los príncipes sino los personajes secundarios. Vean si no Blancanieves, uno de los clásicos eternos que ahora vuelve a la gran pantalla con Julia Roberts de madrastra y Lily Collins en el papel principal (y en junio, en una versión más punki, con Kristen Stewart y Charlize Theron). Hay imágenes en este cuento que producen mucho más sobresalto que el beso del príncipe: cuando la madrastra le habla al espejo, el heigh-ho de los siete enanitos (un modismo anglosajón que expresa cansancio y que en castellano perdió todo el sentido) y la manzana envenenada, que simbolizan, respectivamente, la envidia, la rutina y el engaño. Hoy la palabra princesa sigue vendiendo. Lo saben la monarquía británica y la factoría Disney, que se ha forrado con sus muñecas cursis, pero también con las más marginales como Mulán, Pocahontas o Tiana, que rompió con el llamado complejo de cenicienta buscándose la vida y abriendo un bar con su pareja. Pero ni las princesas tradicionales ni las más diseñadas son tan alarmantes como los mensajes que envía cada segundo nuestra sociedad hipersexualizada. La misma que se echa las manos en la cabeza ante la rosificación de los grandes almacenes mientras no deja de insinuarse en los platós acentuando la frontera entre lo naif y lo procaz. La inocencia es un valor a la baja, porque ¿quién la defiende y la alienta? No basta criticar con remilgos la tradición de los tóxicos cuentos de hadas sin advertir el efecto espejo que producimos entre los pequeños, como si en verdad quisiéramos que se parecieran a nosotros en lugar de parecernos un poco más a ellos.

(La Vanguardia)

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26 de marzo de 2012
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