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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El horror nacional

  De pocas cosas tengo tan diáfana certeza como de que el Comité Olímpico Español debe retirar inmediatamente los uniformes fabricados en Rusia con los que quiere humillar a nuestros deportistas en Londres. Sí, con la misma rapidez que un lote de leche infantil adulterada o una golosina tóxica made in China. Porque es evidente que se trata de un delito estético y psicológico. Justo cuando desde el Ministerio de Exteriores se intenta relanzar la «marca España» en sus horas más bajas, es sorprendente que se exhiba un desconocimiento palmario del principio de representación de la vestimenta por parte de un organismo tan solvente como el COE. La elección es de una vulgaridad que nos empequeñece al lado de los diseños de Ralph Lauren para EE.UU. o Armani para Italia. Porque, cómo van a reducir al esperpento a los pocos héroes que nos quedan, como Rafa Nadal, Ricky Rubio, Marc Gasol o Andrea Fuentes, embutiéndolos en un chándal de pata acampanada que, en el mejor de los casos, se asemeja al de un bailarín del Circo del Sol y, en el peor, al de un compungido animador de gincana. Mientras que el dos piezas para ellas evoca la peor salida de la pasarela de Kirguistán (con todos mis respetos); una mezcla de campesina zíngara y maripili, un absurdo quiero y no puedo inspiración Vacaciones en Roma. Los uniformes siempre han convocado el reconocimiento social, tanto para quienes los visten como para quien los identifica, trasladando simbólicamente atributos y funciones a su portador. Pueden expresar desde servidumbre hasta distinción; y sus detalles han sido fijados ?desde el uniforme militar hasta el hábito de clérigo? para esconder al individuo y fijar al personaje social. La reacción del sector de la moda ha sido previsible y demoledora. «Una estampa propia de Berlanga», según Ton Pernas. «Una broma», para Modesto Lomba. El asunto pervierte la imagen de nuestro país, y supone la dimisión de su dignidad creativa (¡qué nostalgia la de aquellos trajes que diseñó Toni Miró en el 92!) por cuestión de dinero. El portavoz del COE lo ha dejado bien claro: la empresa rusa, Bosco di Ciliegi, «nos paga por llevar su ropa». La justificación no puede ser más prostibularia. Y muestra un alarmante déficit de capacitación en impulsar un sector, el textil, que crece un 9,2% en exportaciones, con empresas líderes en el mundo. A eso se le llama pérdida de oportunidades. Y si no los retiran (#uniformesJJOO), que los sacrificados deportistas exijan derechos de imagen por tener que disfrazarse como en un carnaval para pasear la bandera y rendir honores a la Antorcha. El dinero no lo explica todo.

(La Vanguardia)

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9 de mayo de 2012
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El ?outlet? sanitario

Una sociedad con lumbalgia, aquejada por una migraña recurrente de las que te hacen ver destellos de luz cuando cierras los ojos. O mejor dicho, una sociedad que fibrila. Después de cuatro años de crisis y con más cinco millones de parados casi cualquier patología sirve como imagen de unos tiempos enfermos ante los que el nuevo orden mundial parece incapaz de sanar su mal. Rajoy se siente perplejo por la frialdad de los mercados, vacío de otras propuestas que no sean las tijeras. Y viendo el debate entre Hollande y Sarkozy, a ratos tenía la sensación de playback, como si se limitaran a mover los labios. Hoy los políticos ofician de cirujanos, convencidos de que deben intervenir en condiciones extremas, aunque no sepan por dónde abrir ni cauterizar. Acaso las conquistas del bienestar habían difuminado una terrible evidencia: cada vida tiene un precio. Y poder alargarla depende tanto de la biología como de que las ambulancias lleguen a tiempo o los quirófanos no cierren en fin de semana. Antes la vida se entendía como una boutique exclusiva; hoy se conforma con ser un outlet atiborrado de saldos para quienes quedarán excluidos del sistema sanitario. Érase una vez cuando, a pesar de las listas de espera y las camillas en los pasillos, sacábamos a pasear nuestra ejemplar sanidad pública como a un santo. Se trataba de un modelo encumbrado aunque insostenible, nos dicen ahora, con un real decreto regresivo que nos devuelve a los años setenta y que puede acabar transformando la sanidad en un modelo de aseguramiento privado para los ricos y de beneficencia para los pobres. La hipocondría nacional permanece en cuclillas, a punto de transformarse en un ataque de pánico. Que cada uno se financie su locura y su pluripatología, anuncia ahora el Estado. Desde propuestas sensatas, destinadas a repartir el esfuerzo con más justicia según los niveles de renta, como la de Mas-Colell, hasta medidas extremas ante las cuales los perjudicados no seremos el 25% de catalanes que pagamos una mutua sino aquellos que se quedarán fuera del sistema, extramuros, desde monjas a estudiantes que nunca han trabajado, inmigrantes irregulares, enfermos crónicos o pensionistas sin prótesis subvencionadas. A menudo, cuando se juzgan nuestros problemas, nos limitamos a señalar con el dedo al tramposo: los inmigrantes que llenan nuestras urgencias, los irresponsables que piden recetas para toda la familia, los funcionarios que simulan una depresión… Pero, ¿de verdad esas prácticas constituyen la raíz del problema o sólo se trata de una generalización que nos impide plantear un debate maduro sobre el copago sanitario, además de que aclaren cuántos impuestos tenemos que asumir y qué partidas presupuestarias sustentarán? Un debate tan necesario como farragoso, pero ya nos lo advertían las abuelas: con la salud no se juega. (La Vanguardia)

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7 de mayo de 2012
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Nos hacemos viejos

Te dices «sólo es un pliegue». Lo coges entre dos dedos, en forma de pinza, para examinarlo como si no fuera tuyo y te pellizcas hasta que duele. Lo combates mentalmente, aunque no tienes demasiado claro cómo destruirlo. Sabes que transitas ya por los años en que la grasa ya no admite prórrogas y, como la política, busca insistentemente el centro, siempre alrededor del ombligo. Ahí está la edad en que hay que cambiar hábitos, el meridiano de tu biografía. Un tiempo en que las mujeres van dejando de ser reproductivas y los hombres acomodan su calvicie ante el espejo. Tiempo de vista cansada ?magnífico eufemismo que aporta tintes heroicos a quien ha visto mucho? y de botellas de vino escogidas. De madrugar más y mejor, desayunar con cariño, admirar el aroma de lluvia y de pino o sustituir el café por tisanas ?de la rooibosmanía a las flores de jazmín, que en agua hirviendo se abren con una voluptuosidad casi pornográfica?. Sabes que los bancos saben que te quedan menos años para pagar una hipoteca y que las aseguradoras te exigen que aún seas capaz de hacer el pino. Y es que a pesar de que el progreso haya prolongado la esperanza de vida, y no dejemos de repetir que los 40 de hoy son los 30 de ayer y así sucesivamente, como si le hubiéramos ganado a la vejez una década, la percepción del declive se te pega como un chicle debajo de la silla. Leyendo a David Bainbridge en The Washington Post me entero de que las orcas tienen la menopausia y que sus vidas son un buen reflejo de las nuestras. Viven mucho, son comunicativas y se desarrollan lentamente. Con sus técnicas para conseguir comida u organizarse evidencian unas capacidades sobresalientes después incluso de haber dejado de reproducir. Bainbridge asegura que la madurez en los humanos también es un periodo de desarrollo: la edad productiva en la que se acumula experiencia vital y se goza de energía y buena salud. «Los múltiples roles de las personas de mediana edad en las sociedades humanas son tan complejos y están tan entrelazados que podría decirse que son los seres vivientes más impresionantes producidos por la selección natural». Ni jóvenes adultos ni maduros rejuvenecidos, «biojóvenes», denomina la psicóloga Carmen Freixa al fenómeno de los cuarentones y cincuentones con cara de redbull, que sortean la flacidez y las manchas en la piel amparados por una industria que se apresta a buscar los elixires de la juventud. Pero más allá de una resignación optimista acerca de las pequeñas miserias corporales, en la mitad de la vida hay que expurgar la lamentable autocompasión y dejar de decir de una vez por todas esa vulgaridad melancólica de «nos hacemos viejos». (La Vanguardia)

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2 de mayo de 2012
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Schubert y Shakira

¿Sobrevaloramos hoy a chefs y diseñadores como máximos exponentes de la cultura?, ¿soportamos todo tipo de artefactos escabrosos como obras de arte, autores de pacotilla, colas insufribles para contar que pudimos ver «la exposición» de la temporada? Según Mario Vargas Llosa, no sólo eso, sino que la cultura se ha acabado tal y como un día se entendió. Su último libro ?curiosamente el primero después de recibir el merecido Nobel? ha suscitado una amena controversia. «Perdonen, ¡pero qué viejas ideas! Primero porque la gran cultura siempre ha sido cosa de pocos, pero al menos ahora todos pueden leer, aunque no sea Nietzsche», escribía hace unos días Pilar Rahola, mientras que el escritor Jorge Volpi analizaba la paradoja de que alguien que se define como liberal, «se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata». Porque en su acérrima defensa de una aristocracia intelectual, Vargas Llosa pasa de puntillas ante la democratización de la cultura, ese fenómeno «altruista y loable», dice, pero cuyo efecto ha sido tan catastrófico como banal. El menosprecio vale tanto para los contenidos como sus envoltorios. Aunque, curiosamente, en una entrevista publicada en La Vanguardia, el autor contaba que tuvo que terminar el libro en aeropuertos, «a salto de mata», un proceso tan nómada e hipermoderno en las antípodas del recogimiento del autor clásico que precisa soledad y silencio para crear. Cierto es que desde las atalayas resulta más confortable estar en contra de todo. Contra el periodismo irresponsable, la política deslavada, la crítica literaria insustancial o los productos culturales light que requieren un esfuerzo intelectual mínimo. Su desconfianza ante las nuevas tecnologías roza el negacionismo. Y arremete contra la influencia de «la jerga, a veces indescifrable, que domina el mundo de los blogs, Twitter y Facebook». «Pero si en los 140 caracteres te cabe un link de la Enciclopedia Británica», me argumenta el filósofo Javier Gomá, que en su libro Todo a mil (Galaxia Gutenberg) recupera el sentimiento de ser «hijo gozoso de nuestro tiempo». Además de un discurso beato que anega todos los progresos morales de la civilización, esta radiografía de la pobreza cultural, esta melancolía intelectual, vuelve a lo de siempre: a contraponer lo viejo y lo joven, lo profundo y lo superficial, lo permanente y lo efímero, lo elevado y lo popular. Por supuesto, corriendo a deslegitimar la promiscuidad cultural de quienes van a los conciertos de Shakira pero también escuchan a Schubert. Porque, quién a día de hoy está legitimado para imponer un canon, desatendiendo uno de los principios de la cultura: la subjetividad.

(La Vanguardia)

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30 de abril de 2012
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Esos franceses aburridos

Ese espejo de la Francia que tanto ha encandilado. Bien articulada en femenino a pesar de las bravuras marsellesas, las veleidades de aquellos greñudos misóginos que dejaron su huella en Saint-Germain o el rusticismo provenzal al estilo Monet. Los franceses pronuncian la palabra macho y se les llena la boca, predispuestos a seguir idealizando la pasión. Colorean bien con el vino y el salchichón. Con el arrojo y la mediterraneidad, arrinconando la flema del norte en la Rive Droite. Vean si no a Sarkozy pidiendo el cuerpo a cuerpo con Hollande: «Póngamelo delante», reclama, augurando un duelo al sol. Aunque no parece suficiente su napoleónica energía, ni sus artes cortesanas, frente al zeitgeist que hoy invade Francia: ahí está la indolencia de la vieja dama europea, ese je m’en foutisme que tanta distancia marca entre las cosas y el amor. O entre la vida y el Elíseo. Pero que acaba por acudir en tropa a las urnas. Lo que aquí entendemos por desafección o desapego de la política, los franceses, con su inclinación natural a una sinceridad sonora e insolente, lo llaman aburrimiento, ese gran enemigo de la felicidad. Ennuyant, dicen, tan dados a dividir las conversaciones y las personas entre interesantes o ridículas. La opinión pública gala acusa tedio ante unas hojas de ruta que bracean por gobernar. Y ahí están los extremos. Por un lado, el grito de guerra de Marine Le Pen cala incluso entre los jóvenes apolíticos que la identifican como «antisistema». Por otro, el orador Mélenchon quiere refundar la izquierda, apasionadamente. Pero este extrotskista con campaña ascendente no ha logrado desvincular su discurso de la pandilla de radicales que se agazapan tras él. Cierto es que la crisis pasa factura y excita las fantasías populistas: Le Pen enciende la idea de un gobierno asistencialista ?que no social? pero sobre todo aguerrido y ultranacional, que debe independizarse de Europa, mal de todos los males. Y Sarkozy, un traidor ideológico para muchos que lo votaron en el 2007, radicaliza el discurso de la seguridad, el control de la inmigración y el chovinismo, aunque secuestrado por la hermética hucha de Merkel. Era previsible que en la primera vuelta ganara Hollande. Pero hacía 17 años que no se producía el milagro, alumbrado además en plena debacle de la socialdemocracia. «Es una posición que me honra y me obliga», ha declarado Hollande, «el blando». El caballero que dejó pasar primero a su exmujer, Ségolène Royal, porque parecía menos aburrida que él, y a quien la incontinencia de Strauss-Kahn le cedió la silla, por fin, después de quince años de tramoyista, ha acabado saliendo al escenario para acallar tanto exceso de pasión. On verra. (La Vanguardia)

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25 de abril de 2012
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Leer es un clima

Los libros son un medio de transporte. La llave para penetrar en vidas ajenas. Un desentenderse del mundo para llegar a entender sus migas. También significan un salvoconducto que permite sentir la complejidad y la sencillez de las cosas. Leer es recogerse. Descubrir sin sorpresa, como Georges Perec en Un hombre que duerme, «que algo no va bien, que hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás», a pesar de que el sol caliente la chapa del tejado o que tus sentidos reconozcan los olores que llegan de la calle. Leer es tomar conciencia de que te quedas inmóvil mientras los ruidos de la vida suenan cerca. También es no advertir que atardece hasta que terminas el capítulo y media luna descansa sobre el lomo del cielo. Es olvidar el tiempo, alcanzar un microclima, recostar la cabeza en la ventanilla del tren y pensar con los ojos cerrados. O reclinarla sobre la almohada para releer la misma línea que te ha devuelto las palabras que no encontrabas para decir lo que ya sabías. Buscar respuestas pero hallar preguntas distintas. Agazaparse a pie de página sintiendo el crujido del papel o la luz lechosa de la pantalla. Leer es una forma de conversar a solas. «Dicen que el libro está destinado a desaparecer. Con él nos iremos todos», escribió Álvaro Mutis. Leer también es encerrarse con uno mismo en una casa llena de gente, y seguir con los ojos una línea hasta extraviarse entre las dunas del pensamiento. Sentirse silencioso en una sociedad de seductores, mudo en tiempos de charlatanes, misterioso en un mundo de cristal, escaneado y previsible. Pero leer es reconocer los límites, identificar las sombras, el pecho ahuecado o el nudo en la garganta. Descubrir «que ya no somos tan felices, ni queremos, como antaño, decirle al mundo entero lo que pensamos» (Tolstói, La felicidad conyugal). Recuperar lo real: «Él ha dejado de llorar. Contempla su mundo. La piscina, las baldosas. Nunca fuimos a África, ni a ninguna parte. Casi nunca salimos de esta casa» (Jennifer Egan, El tiempo es un canalla). Tomar conciencia de que «siempre que llegas a una encrucijada en el camino, se te destroza el organismo porque tu cuerpo siempre ha sabido lo que tu intelecto desconocía» (Paul Auster, Diario de invierno). O prolongar la ausencia, «sólo yo, dócil, perro fiel, ando tras la huella ya borrada» (M. Mercè Marçal, Deshielo). Leer es sentirse orgulloso -pero también celoso- de que los otros lean. De que los otros escriban. De que un día como hoy los libreros salgan a la calle y los autores se pavoneen o se coman las uñas. De que las ediciones digitales prosperen, los libros breves sean aliados de un tiempo entrecortado, los blogs literarios, un bulevar despierto. Leer es apurar un buen libro como una copa de vino, cerrarlo sobre tu pecho y rozar tu intimidad.

(La Vanguardia)

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23 de abril de 2012
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Sex=oh

El mundo respira sexo. Tecleas la palabra en Google y existen en español casi quinientos millones de entradas. Desde la publicidad a la pasarela, los conciertos o la política, la sexualidad emerge para atrapar al ojo que está al otro lado. A veces como un anzuelo provocador; otras, como el hombro que asoma sutilmente bajo un vestido de raso. Caben muchos universos en estas cuatro letras que expresan todo aquello que se desentiende de la razón. A menudo se asocia con el placer, con la escalera que te conduce a una descarga eléctrica o a un pozo de luciérnagas, pero acostumbrados a sobrevalorarlo, a veces nos olvidamos de que hay también un sexo que ahueca el corazón y deja una estela de vacío. Pulsión, reacción, atracción; el sexo ?al igual que el dinero? es un deseo agonizante capaz de mover los hilos del planeta. ¿Cuántas batallas se han ganado o se han perdido en nombre del sexo, aunque se le haya llamado amor? La liberación de las mujeres vino acompañada de quemas de sujetadores y de una desinhibición que siempre me resultó impostada, aunque en aquellos tiempos todo era poco para salir de la cueva. Había que exagerar las conductas, mostrar avidez ante un tabú que hasta bien pasada la mitad de este siglo había sido territorio exclusivo de los hombres. El impacto que tuvieron los estudios de Kinsey o Masters & Johnson cambiaron la percepción de la sexualidad femenina ?sin olvidar el popular Informe Hite, en el que 3.500 mujeres confirmaban que eran perfectamente capaces de tomar el control de su vida sexual en lugar de ser receptoras pasivas de la arremetida del gran macho; aunque su mayor hallazgo fue el de que el centro del orgasmo femenino se localizaba en el clítoris?. A menudo surgen noticias contrarias a esa recuperación de la sexualidad como un territorio luminoso en lugar de oscuro o perverso. Y no solo por los lastres puritanos, sino por una desventaja cultural que aún favorece que una mujer se sienta extraditada de su propio cuerpo, igual que el mito de que las mujeres prefieren una buena conversación a un encuentro sexual, como si fueran asuntos excluyentes. «¿Por qué hoy tantas mujeres escriben de sexo?, ¿se han vuelto de repente, misteriosamente, más libidinosas o es solo una moda?», se preguntaban las participantes en el congreso Eroticon 12. No, respondió Zoe Margolis, autora del exitoso blog Girl with a One Track Mind: «No se trata de exponerse, sino de expresarse: escribir le ayuda a uno a poner en orden sus ideas». El auge de la primera persona, de la escritura confesional y del juego de espejos donde el yo se muestra cada vez más desnudo, ha favorecido una nueva voz y la reconstrucción de un imaginario a veces compartido con los hombres. Afortunadamente, hoy, la identidad sexual se vive con mayor libertad, como señalan las jóvenes que en este número confiesan a Gabriela Wiener y Verónica Marín sus «sexcretos». Ya lo anticipó Helmut Newton ?que en los años setenta fue colaborador de Marie Claire?, quien empoderó a la mujer y la desnudó vistiéndola. Y sí, en nuestra portada, con Eva Mendes, anunciamos el nuevo código sexy que no solo determina la altura de los tacones, los corsés años cincuenta, las melenas mojadas y las espaldas al aire, sino la celebración de que el sexo esté alojado en nuestro cerebro. (Marie Claire)

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20 de abril de 2012
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Metamorfosis emocional

«¿Podría haberse evitado la gran crisis con dirigentes femeninos?», se pregunta Vicente Verdú en su afinado ensayo La hoguera del capital (premio Temas de Hoy). Al leerlo, recordé que en el inicio del desplome financiero corría un chiste no exento de orgullo hembrista: «Si Lehman Brothers hubiese sido Lehman Sisters, todo sería distinto». El juego de las hipótesis, siempre tan literario, se sirve en bandeja condicional : «Y si…». Pero antes que nada un matiz, el talante machista y vetusto está representado tanto por hombres como por mujeres, como Angela Merkel, a quien Verdú etiqueta sin piedad de “adefesio ideogramático” con sus recetas de la abuela basadas en recortes y ahorro. El autor también recuerda que fue una mujer, Brooksley Born, presidenta de la CFTC (Commodity Futures Trading Comission), quien compareció hasta 17 veces en el Congreso estadounidense para reclamar la regulación de productos tóxicos para la estabilidad financiera. Los gobiernos Bush y Clinton se burlaron de ella hasta que renunció a su cargo, «hastiada de machos sordos». Cierto es que mucho se ha abundado en la consolidación de una sociedad en red, porque sin ella no hay colaboración igualitaria ni comunicación. Una red que nos conecte y nos cohesione tejiendo valores tradicionalmente femeninos. La ética del cuidado, la gestión de los afectos y la previsión y el cálculo de lo micro parecen fundamentales para desactivar el miedo que nos atenaza. Porque -y esa es una de las claves de La hoguera del capital- el monstruo apocalíptico que anuncia un cambio de era, un cuestionamiento del modelo productivo o la tercermundialización de Occidente se muestra más emocional que racional, huérfano de brújula y necesitado de una nueva generación de jóvenes que ahora carecen de espacio y oportunidades. Nuestra sociedad ha desarrollado grandes habilidades en crear sensaciones para vender: desde una noticia hasta un bolso que te permite dejar de ser cualquiera para ser alguien. Y aunque sabemos que detrás de la crisis se agazapa la debilidad política, la misma que en numerosas cumbres ha sido incapaz de frenar el desplome de las bolsas, aguardamos una resurrección emocional, más allá de la reacción y la indignación. Claro que hay emociones malas y emociones buenas: las primeras apuntan a que iremos a peor, las segundas ansían un futuro más saludable, complejo y solidario donde no todo sea blanco o negro y una variada gama de grises nos acompañe en esta metamorfosis, entre la bruma y la luz. Eso sí, siendo capaces de interpretar los claroscuros sin alarmismos y con más cariño, esa palabra tan femenina pero tan universal. (La Vanguardia)

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18 de abril de 2012
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Solos, singles o solistas

No existe otro estadio humano que haya mejorado de forma tan asombrosa su reputación como la soledad. Porque no hace tanto tiempo que la estampa de una vida sin compañía humana invocaba un paisaje sombrío y mal ventilado donde el tictac de las agujas del reloj y un solo plato en el fregadero representaban cierta idea de la vida incompleta. Cuán antiguo suena hoy aquello de solterona, un término en desuso en nuestra sociedad hipermoderna en la que las cifras de personas que viven solas ?más mujeres que hombres? se ha incrementado un 80% en quince años. Ahora son las singles, treintañeras o cuarentonas que ya no se deprimen en las bodas ante la insidiosa pregunta de que para cuándo la suya. Todo lo contrario, ejercen su condición solitaria con orgullo y conforman un colectivo mimado por el marketing. Al igual que ellos, tanto heteros como gais, han sacralizado el culto a lo individual que les permite agilidad para moverse y escalar, libres de ataduras. Desde Suecia y Noruega, donde ya casi la mitad de hogares son unipersonales, hasta Japón, cuya sociedad se articulaba entorno a la familia y ahora el 30% opta por vivir solo, pasando por EE.UU., Reino Unido o España -más de tres millones-, la soledad se extiende como una plaga universal tanto en las metrópolis como en las zonas rurales. ¿Por qué cada vez más gente elige vivir sola? ¿Se ha idealizado la soledad, cristalizando una nueva leyenda que exalta los beneficios de una vida independiente en la que no es necesario pelearse por el mando a distancia? Hay etapas biográficas donde se asocia la búsqueda de la identidad con vivir solo, como contaba Jordi Jarque en el Es: El placer de vivir solos. Pero la popularización y el prestigio de la soledad son consecuencia de los valores liberales imperantes: la liberación de la mujer, internet y el aumento de la esperanza de vida. Así lo argumenta el ensayo Going Solo, de Eric Klinenberg ?estudioso de la soledad en la universidad de Nueva York?, que también contempla la otra cara: el desamparo de aquellos que se han quedado sin una red de apoyo. Mientras el matrimonio se ha devaluado, la familia se ha complicado y la amistad se ha virtualizado, la vida en solitario es una opción cada vez más defendida por el mercado y la cultura. Existen dos tipos de mono-habitantes: los que nunca ordenan armarios y los que incluso ponen nombres a los cajones. Los primeros son leones que sienten que están de paso. Los segundos deberían llamarse solistas porque comparten vocación con quienes eligen componer y actuar en solitario. Seleccionan su partitura y la ejecutan con la voluptuosidad de quien tiene ante sí infinitas posibilidades. Lejos de sentirse aislados convierten su espacio en una vibrante sala de mandos. Pero corren el riesgo de olvidar lo esencial: la soledad es ante todo un estado psicológico. (La Vanguardia)

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16 de abril de 2012
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Tertulianos al plató

A veces los presentadores se impacientan y dicen: «Por favor, no estéis todos tan de acuerdo, a ver si dais más juego…». Los puristas se estremecen y remugan que no van allí a hacer el paripé, sino a defender su sagrada libertad de expresión. Pero acaban agachando la cabeza porque, ¿cómo no va a bajar el share si ellos mismos se preguntan a quién carajo puede interesarle su opinión? En la mesa siempre hay uno más relajado, más alfa, un incontestable porque es más cínico, culto o simpático que el resto; es el que dice: «Venga, yo ahora voy a llevarle la contraria a Ludovica aunque piense como ella». Y el aire tensa las ondas hasta el punto de que Ludovica, desconcertada, se queda sin tiempo y las voces la atropellan. En la pausa, siempre hay alguien que recuerda aquello de «esto es radio» o «esto es televisión». Y al final, todos abandonan el plató maquillados gratis, como si hubieran esnifado caviar. Existen auténticos profesionales de las tertulias. Cambias de canal y ahí están, con otro decorado y los temas de siempre. Un formato consolidado: barato, entretenido y útil en una sociedad sin tiempo para pensar. «Te lo compro», dicen aún algunos «motivados» cuando comparten la idea del otro y la hacen suya. Quien no tuviera constancia de las tertulias del Algonquin, Els Quatre Gats, el Gijón o los cafés bohemios de provincias donde se cultivaba un arte del conversar sin fines ni sin trabas podría pensar que un debate es un rifirrafe verbal entre políticos o periodistas donde resulta cada vez más difícil distinguir al uno del otro. Y es que hoy poco tiene que ver con el «grupo de personas que se reúnen con asiduidad para conversar y recrearse» al que hacen referencia tanto el diccionario de la RAE como el DGLC. ¿Conversar? En mi experiencia como tertuliana televisiva, siempre me sentí una torpe impostora, y más aquella vez en que una moderadora me recomendó: «Rápido y mortal, como un tirachinas». Sería injusto quitarle méritos a la figura del contertulio mediático, ese animal todoterreno que segrega hormonas mientras las ondas catódicas lo engordan tres kilos. El que habla con ingenio o sosería de los perdigones en el pie de Froilán, del obispo Reig, los recortes anunciados con escuetas notas de prensa o de las pulgas que invaden los expedientes de los juzgados. Y todo ello sin pitillo, ni whisky, ni intelectualidad al estilo La clave. No son estos tiempos para nostálgicos ni pedantes que reivindican la claridad de Cicerón; hoy gritar vende. Pero a veces se produce un chispazo llamado conexión humana y la palabra exacta traspasa la pantalla justo cuando nadie dice «esto es televisión». (La Vanguardia)

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11 de abril de 2012
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