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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Resuelto el misterio de Jack el Destripador, escritor de cuentos para niños

Las grandes obras pueden originarse una tarde ociosa y banal, llena de sublimaciones como todas las tardes ociosas y banales.

Dos sacerdotes anglicanos pasean en barca con tres niñas. Es verano, arde el Támesis. Uno de los sacerdotes, Lewis Carroll, empieza a improvisar un cuento que gusta mucho a las niñas. Una de ellas le pide que lo escriba.

Lewis Carroll obedece y escribe Alicia en el País de las Maravilllas.

 

Un cuento surgido de forma tan circunstancial es ahora una obra capital de la literatura moderna. Se adelantó a tantas fórmulas que es imposible no verlo como el cofre de las anticipaciones.

Se adelantó al teatro del absurdo, al surrealismo, a la literatura fantástica en sentido moderno, y a la literatura inspirada en las matemáticas y la ciencia. A todo lo ya dicho hay que añadir desde hace años la sospecha de que Lewis Carroll fue Jack el destripador.

 

La década pasada, hallándome en China, me encontré con la escritora Esther Tusquets, que estaba por allí adquiriendo auténticos tesoros orientales. Primero la vi en Pekín, en el vestíbulo de un hotel de lujo, y más tarde en la Gran Muralla junto a varias personas que parecían sus lacayos. Fue allí donde me confesó que había tenido que vender un ejemplar de la primera edición de Alicia en el País de las Maravillas. Parecía lamentar profundamente aquella pérdida. Era desprenderse de un fetiche supremo: más que vender un ejemplar de la primera edición de Robinson Crusoe, y estamos hablando de otro mito. Mucho más. Creo recordar que la escritora me dijo que el libro había caído en las manos de una oscura persona que vivía en Londres. Comentó que el ejemplar acabaría en algún museo, aquel ejemplar que ella había tenido tanto tiempo en su casa; y recuerdo que al oírla me invadió un cierto estupor. Era como si para mí Alicia fuese una entidad mitológica que gravitase fuera de los límites de los libros, y que por lo tanto no era creíble que existiese una presunta primera edición de Alicia en el país de las Maravillas, y si existía, todo indicaba que su materialización se remontaba a la noche de los tiempos.

Es sabido que las ediciones que se pierden en la noche de los tiempos tienen un valor incalculable. Preferí no preguntarle a Esther Tusquets por cuánto había vendido el libro y nos quedamos en silencio. Estábamos en la Gran Muralla, y allí las palabras resuenan mucho, amplificadas por los ecos, para luego expandirse en el infinito de las negras montañas y las negras estepas. Es un lugar de locos, y ahora, siempre que pienso en Lewis Carroll, absolutamente siempre, me acuerdo de aquel ejemplar de la primera edición de Alicia, que Esther Tusquets tuvo que vender a un enigmático coleccionista londinense, y esa imagen se mezcla con la Gran Muralla y sus geometrías imposibles, como si perteneciesen a la misma historia y estuviesen en el mismo campo semántico.

Vuelvo a aquella tarde otoñal en China: ya nos íbamos de la Gran Muralla y descendíamos por una cuesta al fondo de la cual se veía un pueblo y un río que se iba derramando en cascadas sucesivas. Estábamos cansados y nos montamos en una especie de balancín arrastrado por un chino de músculos compactos y aspecto fiero.

 

(Confieso que al advertir que la bestia de tiro iba a ser una persona quisimos desistir, pero entonces el chino se puso furioso y se sintió humillado y aniquilado. Así que tuvimos que consentir que nos arrastrara hasta el pueblo a la velocidad del rayo. Iba tan deprisa que no podíamos ver el paisaje por el que nos íbamos desplazando. Lo percibíamos todo borroso, como si nos deslizásemos a una velocidad superior a la que necesita la vista para retener algo).

En el pueblo, estuvimos bebiendo cerveza china en la terraza de un bar junto al río. Allí Esther Tusquets me dijo:

-Verás, el hombre al que le vendí el ejemplar de Alicia ha dedicado su vida a coleccionar objetos de Lewis Carroll. Los apiña en una bodega de su casa. Un día se los robarán todos y acabará loco como el primo Pons de la novela de Balzac. El comprador en cuestión se llama David Dodgson, y asegura ser familiar lejano de Carrol. Devid Dodgson defiende la misma tesis que Richard Wallace en su libro Jack the Ripper, a saber: que Lewis Carroll fue Jack el Destripador. De modo que según su apreciación, yo le vendí en realidad un ejemplar de la primera edición del cuento más famoso de Jack el Destripador, lejano y divinizado pariente suyo. ¿Qué te parece?

Conocía la tesis del señor Wallace, y le dije que me parecía una locura. En realidad todo parecía una locura aquella tarde en la muralla china, porque allí todo se agrandaba.

-Extraño el destino de Carroll -comenté-. Para algunos ha pasado de ser un sacerdote perverso a ser un asesino legendario.

 

Esther Tusquets asintió. Para ella estaba claro que la figura de Lewis Carroll podía encajar con cualquier fantasía de la humanidad, y que se iba agrandando con el tiempo. Ahora le estaban añadiendo a su curriculum todo el poder del mal, y eso podía convertirlo en un escritor gigantesco.

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7 de diciembre de 2015
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El imperio del terror

Vivir permanentemente sometidos a la conciencia de la muerte sería lo mismo que habitar el infierno. Rubén Darío lo expresa en su magnífico poema Lo fatal:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Al hablar de la vida consciente, el poeta se refiere sobre todo a la vida consciente de la muerte: el futuro terror, que aparece en el segundo cuarteto del soneto más terrible de Rubén Darío.

Tenemos muchas maneras de evadirnos de la conciencia de la muerte, que surge en la infancia pero que se instala como una corriente helada en plena juventud, cuando llega a nosotros como una radiación lo que Martin Amis llama, en una de sus novelas, la información fulminante y definitiva de que vamos a morir.

La forma más habitual de escapar de la conciencia de la muerte estaría vinculada a la superación de la temporalidad por medio de una inmersión en el presente a través del ocio, el placer, el entretenimiento y la diversión. Y la forma más trascendente habría que relacionarla con las invenciones de la cultura y sus sistemas de elevación y sublimación: el arte, la filosofía, la religión.

El terrorismo islámico tendría por misión fundamental bloquear estas dos vías de escape. En primer lugar atacando las formas de ocio y de placer más inmediatas y habituales, llenando de sangre los lugares vinculados al disfrute (la matanza del Bataclan). En segundo lugar atacando las esferas de la cultura que más elevan y que ubican al género humano en una cierta idea de la inmortalidad, así como los espacios simbólicos en los que hemos proyectado el deseo de infinitud y el ansia de perdurar en el espacio y el tiempo (la destrucción de Palmira).

Bloqueados esos dos caminos (el de la eternidad del instante y el de la eternidad simbólica) estaríamos abocados al nihilismo y a la desesperación.

Los terrorismos más radicales anhelan instaurar de forma perpetua la sofocante conciencia de la muerte, dinamitando los dos caminos que más nos ayudan a olvidarnos de ella.

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22 de noviembre de 2015
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La mezquindad y el mal

Ninguna pasión cabe en el exiguo territorio de la mezquindad.

Kierkegaard creía que la falta de pasiones es la causa de la mezquindad, cuando en realidad es al revés: la mezquindad es la causa de la falta de pasiones, y las pasiones condensan siempre más vida que la ordinaria, aunque también más muerte.

¿Qué ocurre cuando la mezquindad y la maldad se juntan? Cuando el mezquino ejerce la maldad, el mal puede ser muy considerable, pero siempre tendrá su punto de mezquindad.

¿Paga el mezquino su mezquindad? Como decía George Herbert, “el mezquino lleva en sí su propio infierno”. ¿Y cómo no lo iba a llevar? Un mezquino de verdad también lo es consigo mismo, de forma que el infierno que prodiga a los demás es muy inferior al infierno de absoluta mezquindad que se propicia a sí mismo.

Como la mezquindad es una pasión muy cicatera, una especie de anti-pasión que nos avergüenza, la solemos proyectar en los demás, como si el infierno que Herbert vincula a la mezquindad estuviese siempre fuera de nosotros.

En esto estarían milagrosamente de acuerdo Freud, Jung y... Lacan, que aseguraba que “el yo es un miserable”.

Proyectar en los otros nuestra propia mezquindad es un procedimiento vinculado al narcisismo y a la ignorancia. Cuando los griegos de la antigüedad llegaban a Delfos podían leer en el frontón del templo de Apolo: “Conócete a ti mismo”. Dicho de otra manera: afronta sin miedo tu propia mezquindad, advierte sin miedo tu propia ignorancia, aborda sin miedo tu propia oscuridad, y nunca creas que solucionas algo proyectando tu miseria en los demás.

No vomites

sobre los que te acompañan en este infierno

las amapolas que has comido con los muertos.

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9 de noviembre de 2015
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Posesión y terror absoluto

Los cuatro elementos tienen dueño: el aire, el fuego, el agua, y sobre todo los tiene la tierra. Lo decía Lawrence de Arabia en Los siete pilares de la sabiduría: “La gente suele considerar el desierto como una tierra baldía, sobre la que cualquiera puede poner la mano; pero la realidad es que cada colina y cada valle tenía a alguien que era reconocido como su propietario y que estaba inmediatamente dispuesto a afirmar los derechos de su familia o de su clan contra cualquier intento de usurpación. Hasta los pozos y los árboles tenían sus propietarios.”

La información de Lawrence me recordó la obra de Ernest Becker La negación de la muerte, a la vez que me hizo pensar en la posesión y en sus vínculos con la destrucción. ¿Colocamos nuestras posesiones como una barrera ante la muerte, ignorando que la muerte no entiende de fuertes y fronteras? Poder y posesión tienen la misma raíz, y el poder que nos confiere una posesión nos crea la ilusión de que nos va a proteger de la muerte.

La TMT, Teoría del Manejo del Terror, postula que las mentes rígidas, cerradas y excluyentes están más obsesionadas con la muerte que las mentes abiertas y tolerantes. Y también más obsesionadas con la posesión.

La misma teoría vincula el miedo a la muerte con el tribalismo, con el instinto grupal y con la creación de masas. Las masas protegen y a la vez matan (Canetti), como protegen y matan las naciones cuando instauran la religión del terror: esa religión vinculada a la tribu y a la raza (nosotros contra los otros) que se apoderó de Europa desde 1914 a 1945. Unos cien millones de personas murieron en las dos contiendas, a las que hay que añadir el medio millón que murieron en la guerra civil española, que hizo de puente entre las dos guerras más racistas de la historia.

Puede que los tribalismos sean la única causa de que no se asiente entre nosotros una verdadera conciencia de la especie. Con tantas tribus y fronteras es difícil asimilar que somos una sola especie, y que nuestro único enemigo común es la muerte: la muerte de cada uno, y la muerte integral de la especie, que sería algo parecido al terror absoluto.

Lawrence de Arabia, Los siete pilares de la sabiduría, Huerga & Fierro, 2006, Ediciones B, 1997.

Ernest Becker, La negación de la muerte, Kairos, 2003

Elías Canetti, Masa y poder, Galaxia Gutenberg, 2002

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2 de noviembre de 2015
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Mentiras literarias

Los narradores que mienten mucho son muy detallistas. ¿Siempre? No, a veces en lugar de cultivar el detalle optan por la abstracción.

Toda mentira es una narración en la que estamos falseando los hechos, y para que la mentira sea efectiva la narración tiene que ser convincente. Solo hay dos maneras de recorrer con mayor o menor pericia ese camino: o bien deteniéndose en los detalles para dar a entender que lo que estamos contando ha sido exhaustivamente vivido; o bien renunciando a los detalles para dar a entender que estamos hablando de una experiencia muy asimilada por nuestra conciencia y que puede ser narrada de forma concisa y abstracta.

Borges era partidario de recurrir a los detalles, pero tenían que ser siempre muy significativos y en consecuencia muy estratégicos. Entre nosotros abundan los autores detallistas hasta la extenuación y los que prefieren la concreción y la abstracción. Los primeros aspiran a que el lector viva la novela, los segundos pretenden que el lector la piense.

En ambas tendencias ha habido grandes autores: Flaubert, Zola y Proust son muy detallistas; en cambio Valery es muy abstracto y cristalino.

Mi estilo ideal estaría en la frontera entre el detallismo y la abstracción.

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19 de octubre de 2015
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Altavoces de nuestra miseria

Las sociedades oscuras eligen a líderes oscuros en los que proyectar su propia oscuridad.

Las sociedades cobardes eligen a líderes cobardes en los que proyectar su propia cobardía.

Las sociedades mediocres eligen a líderes mediocres en los que proyectar su propia mediocridad.

Las sociedades racistas eligen a líderes racistas en los que proyectar su propio racismo.

Las sociedades amargas eligen a líderes amargos en los que proyectar su propia amargura.

Y así hasta el infinito.

Los líderes no resuelven nuestros problemas, los agrandan y son nuestra gloriosa proyección en la nada.

No resuelven tu desdicha. La expanden y la multiplican.

No resuelven tu confusión. La expanden y la multiplican.

No resuelven tu cobardía. La expanden y la multiplican.

No son diferentes a ti y están tan inseguros como tú. Si confías en ellos demasiado y les das mucho poder, multiplicarán exponencialmente tus pequeñas desgracias hasta convertirlas en desgracias gigantescas.

Si los dejas, se convertirán en la expansión nuclear de la miseria.

No los guían los principios, los guía el delirio interpretativo, lo mismo que a sus fieles, pero elevado a la enésima potencia.

 

El sueño de la razón puede producir monstruos, pero nunca tan monstruosos como los que generan la oscuridad, la mediocridad y la confusión.

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12 de octubre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (2) Amigo es el que te libra del ruido

Ayer volví a encontrarme con Umbral en un país sin nombre en el que había una dacha de pasillos que se bifurcaban, configurando una imagen borgiana del infinito. No recuerdo cómo conseguimos salir de la dacha, pero sí recuerdo que de pronto comenzamos a internarnos en un bosque húmedo, oscuro y enfermo. Más allá de los densos y corrompidos árboles había una cascada y nos acercamos a ella. El rumor del agua se convirtió enseguida en un infierno. El agua caía con un ruido ensordecedor que parecía amalgamar todos los ruidos ensordecedores y todos los estruendos del mundo: truenos, latigazos, bramidos, alaridos, estallidos y crujidos, cadenas, campanas, platillos de orquesta. Casi hacía perder el sentido.

-¿Sabes dónde estamos? -me preguntó.

-No tengo ni idea -respondí.

-Estamos en la página 449 de La montaña mágica de Thomas Mann.

-Vaya sorpresa. Pensé que estábamos en África.

-Pues no. Escucha este ruido atronador, pero no te pierdas en él porque te volverás loco. Me recuerda el ruido que hacen en España los políticos. No hablan, simplemente imitan a los chamanes cuando aúllan y vociferan en sus trances. Tanto ruido siempre, y tan pocas ideas, y tan poca delicadeza, y tan poca ironía, y tan poco humor... Y cuando ves su sonrisa, siempre parece la abominable sonrisa del idiota aquel del que hablaba Rimbaud y que Baudelaire solía ver en sus peores pesadillas. Tanto ruido incesante, extenuante, aniquilador.... Malos tiempos para la lírica, amigo, muy malos. El prosaísmo nos invade como lodo envenenado, cortándonos la respiración.

Nos fuimos de allí y, a la misma velocidad con que viajamos en los sueños, nos vimos de pronto en medio de una ciudad que parecía Barcelona y al mismo tiempo Madrid, en una plaza que semejaba la plaça Reial de la Ciudad Condal y la plaza Real de Madrid. Allí nos topamos con varios individuos vestidos de blanco que estaban degollando a un dinosaurio. La sangre corría por la plaza y las calles colindantes. Los niños jugaban extasiados con el engrudo rojo. Nos acercamos a una fuente y volvimos a oír el ruido atronador que parecía amalgamar todos los ruidos posibles y en el que desaparecían las palabras y las caras. El dinosaurio seguía sangrando. Los taxis resbalaban en el engrudo y chocaban contra muros y personas. Un anciano gritó:

-Señor Umbral, ¿me puede firmar un autógrafo?

-No -dijo Francisco ofendido-. ¡Sólo he venido a hablar de mi libro!

-¿Ah, sí? ¿Y cómo se titula?

-Esperpentos, persecuciones, delirios.

-¿Y de qué trata?

-Del infierno y de los que se fueron para volver con un cuchillo.

Pronto huimos de allí y regresamos a la dacha junto al mar Negro, donde nos invitaron a caviar Beluga con vodka del Cáucaso, y donde una rusa que había sido amante de Djuna Barnes nos dijo sin venir a cuento a y a la vez con mucho atino: “Amigo es aquel que te libra del ruido sin por eso sepultarte en el silencio.”

 

Le dimos la razón. Poco después, volví a perderme en lo inconcreto y amanecí en mi cuarto lleno de nostalgia y con la certeza de que había viajado por la constelación alfa, donde todavía anidan los pájaros perdidos de la ironía y el ingenio.

 

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5 de octubre de 2015
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Eclipse en el bosque

Miraba los ruidos entre los hombres, entre los pasos, entre los pueblos. Miró el ruido de los días, de las tardes. Cuando los años caían sobre las calles miró el ruido que hacían al caer, y contemplaba el que hacían las calles al sentirlos y al comenzar a esconderlos. Poco a poco las calles escondieron los años en el polvo, los ocultaron con un ruido leve, los escondieron hasta fatigarse, hasta que empezaron a partirse, a cubrirse de piedras como si nunca hubiesen sido. Tsu-Kien miró el ruido de ese envejecer, el ruido de la tierra al ocultar sus años, el ruido que los años hacían al morir; y en sus ojos quedaron tantos ruidos que olvidó palabras y hombres.”

Estos días de tanto ruido y tanto nombre, he leído varias veces este fragmento de Historia vieja, de Carlos Montemayor.

Y de pronto, anoche, busqué el silencio de los árboles, las piedras, los astros, y estuve contemplando el eclipse desde el bosque. Necesitaba un poco de paz, un poco de silencio, y me refugié hasta el alba en la noche sin caras y sin nombres. “Como las generaciones de hojas, así las de los hombres.”

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28 de septiembre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (1) La dacha del mar Negro

Me encontré con Francisco Umbral en un país brumoso. Estábamos en una dacha llena de pasillos y estancias en la que no era fácil encontrar la salida. Había más sujetos a nuestro alrededor a los que Umbral no prestaba atención. Acerca de ellos me dijo en tono confidencial:

-Son meros ectoplasmas, y si los observas bien descubrirás su naturaleza fantasmal.

Me fijé mejor y le di la razón al maestro, que enseguida añadió:

-El secreto de mi estilo está en detectar lo que hay de fantasmal en el otro y lo que hay de fantasmón.

 

En aquella dacha que quizá se hallaba en Crimea, junto al mar Negro, o quizá no (en cualquier caso podría jurar que no estaba en la comunidad Madrid), en aquella dacha de un país inconcreto e inmemorial, que podía haber sido concebido tanto por Kafka como por Lovecraft, Umbral presentaba su cara más amable. Iba muy elegante, por lo menos a mí me lo pareció, con una camisa de seda rústica que tenía un cuello muy curioso, indescriptible, del que pendía una corbata con adornos blancos y azulados que parecían de la dinastía Ming.

 

Me contó que en los últimos tiempos frecuentaba mucho a los poetas chinos y a Marcel Proust, que era un poeta persa al que le hubiese gustado ser portero del Ritz. Casi con dolor le informé que el Ritz de Madrid era asunto del pasado y que lo habían comprado los chinos, pero no los chinos de la dinastía Ming, más bien los chinos de la dinastía Mong que tenían en sus dachas de Pekín todo el oro del Rin, del río Amarillo y del Mekong. Umbral lo lamentó y volvió a utilizar el tono confidencial para decirme:

-Tengo que regresar a España para dibujaros el mapa del laberinto en el que os halláis. Puede que lo haga un día de estos, pero antes tengo que acabar un libro sobre el cainismo, el desprecio, la corrupción, el deseo, la impudicia, la obscenidad y la nostalgia de los que se fueron al país de IrásYnoVolverás.

 

Fue lo último que le oí decir. Después me perdí y amanecí en mi cuarto. Afuera el cielo tenía el color del estaño y el campo estaba lleno de rosas mortales y grises.

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16 de septiembre de 2015
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La cabeza de Murnau (7 y fin del relato) En brazos de la mujer más dura

                                                                                           A Anastasia

Sigo en el asilo psiquiátrico a las afueras de Berlín y todo en mí es desesperación. La institución parece el manicomio que abre y cierra la película de El gabinete del doctor Caligari. Ah, Dios mío, es como si me hubiese perdido en el laberinto del expresionismo alemán, y empiezo a pensar que mi locura ya no tiene salida. Los pacientes pasean por los pasillos y el jardín de asilo. El jardín es de flores artificiales: rosas, tulipanes, jacintos de plástico fosforescentes que más que tranquilizarme me vuelven más loco. ¿Tengo que creer que todos los que me rodean son androides? ¿Y los doctores también? A fin de soportar mejor mi terrible situación me hago amigo de un paciente que habla español y que se llama Diodoro. El relato que me cuenta acerca de su vida, mientras paseamos entre los rosales de plástico, es absolutamente estremecedor. He aquí lo que me confesó:

 

Animado por los amigos, y tras haber ganado un premio millonario en la Lotería Nacional, decidí pedirles a los Reyes Magos el simulacro de Angela Merkel, con el que no quería establecer ninguna relación perversa. Muy al contrario, deseaba entablar con ella una relación amistosa y neutra, que propiciara el entendimiento entre nuestros pueblos respectivos.

A fin de que Angela no se sintiera extraña en mi casa, decoré el salón al estilo alemán, adquirí un frigorífico enorme y monolítico que parecía de la Edad de Bronce, y colgué de una pared un cuadro del romanticismo alemán que me había regalado mi abuelo Ferrer Tumbado, que fue ministro de Franco. Lo recordarás inaugurando pantanos o cazando en Gredos con la duquesa Delobri, que más tarde sería acusada de apropiación indebida, adulterio e incesto.

La misma mañana de Reyes llegó a mí casa, por línea directa desde el imperio amarillo, una Angela Merkel idéntica a la real. Me cobraron veinte mil dólares por el artefacto, pero no me importó, pues se trataba de un simulacro perfecto, ya que a través del plasma neuronal de naturaleza sintética que habían adherido a su materia, podía acceder a recuerdos muy conmovedores de la Merkel: Angela trabajando de camarera y dándole un puñetazo a un borracho que ha rozado su culo. Angela entrando en un cine para ver una película titulada No soy una ninfómana. Angela jugando a los bolos en un boliche: al inclinarse para coger la bola se le escapa una ventosidad y enrojece como una colegiala. Angela ofreciéndole un plato de leche a un gatito que ha irrumpido en su jardín. El gatito le da un arañazo. Angela está a punto de hacer algo muy grave, pero al final se contiene y piensa que las bestias, bestias son, y que hay que tener mucha paciencia con la naturaleza. (Un recuerdo que me conmovió sobremanera pues mostraba el lado más humano de la Merkel).

A mí me extrañaba que hubiesen conseguido un simulacro tan extraordinario, pero desde antiguo es bien conocida la pericia manufacturera de los chinos y su capacidad para elaborar objetos mágicos.

Recuerdo que en cuanto tuve a Angela sentada frente a mí, me miró con sus ojos trasparentes y tímidos de campesina alemana y me preguntó a qué me dedicaba. Le dije la verdad:

-A nada.

Angela estalló en carcajadas. Se reía cada vez más, como una bacante descontrolada, hasta que finalmente dijo:

-Ya veo que eres un gandul de raza genuinamente mediterránea. Pero no me importa, me gustas así, canalla. Para mí solo eres un juguete sexual. Prepárate para lo que te aguarda, hermoso. Quiero que me dejes bien satisfecha.

Mi estupor iba en crescendo cuando me atreví a decir:

-Mucho me temo, Angela, que te estás equivocando de obra, de papel y de interpretación. Esto no era lo que yo había pactado con los chinos cuando encargué tu simulacro.

Angela me miró con un estupor muy superior al mío y murmuró:

-¿De modo que crees que soy un simulacro?

-¿Y qué eres si no?

A modo de respuesta, Angela se echó a reír de nuevo antes de decir:

-¿Aún ignoras que el simulacro eres tú y que fui yo la que te encargué a los chinos porque quería tener a mi servicio un gigoló español? ¿En qué ciudad crees que estás?

-En Madrid, por supuesto.

-Mira por la ventana.

Le hice caso y caí en la cuenta de que estábamos en Berlín. Ante mí derecha podía ver la Puerta de Brandenburgo, y a mi izquierda el Ángel de la Victoria, sobre la columna central del parque.

Supe entonces que había caído en la trampa de mi propio simulacro, supe que los chinos me habían construido todo entero y me habían creado falsos recuerdos, tan inverosímiles como pintorescos. Giré la cabeza y vi a Angela de nuevo. Blandía una tralla y se erguía ante mi triste figura con sus cueros y sus tacones de acero inoxidable mientras murmuraba:

-Empieza la función, muchacho, que voy a darte lo mismo que a todos tus compatriotas. Ponte de rodillas y canta Noche de Paz... No, mejor algo menos sagrado, que nos ponga a tono y nos caliente un poco. Ya lo tengo: arrástrate como un perro y canta alguna canción de los Beatles.

En Berlín, bajo una atmósfera cada vez más confusa y el cielo azul de Prusia que se veía tras el ventanal, asumí la condición canina que me asignaba mi ama, y empecé a andar a cuatro patas mientras cantaba Ob-La-Di, Ob-La-Da.

Tras esa horrible sesión que no te puedo describir en su totalidad para no destrozar tus nervios, me desvanecí y me desperté en esta institución en la que me ves y en la que te ves.>>

 

Tras escuchar el relato de Diodoro, mi locura se acentuó y corrí salvajemente por el jardín hasta chocar con una red de alambradas. Allí me desmayé de nuevo. Me he despertado en una celda oscura, atado de pies y manos, y más desesperado que antes. No veo nada. Me me hallo en la más completa oscuridad . Para entretener mi oscurísima soledad, me pongo a recitar a los clásicos y los mezclo unos con otros, si bien sabiendo siempre lo que digo:

-Ah, mísero de mí, ah infelice -grito con todas mis fuerzas-¿Qué delito cometí para que me tengáis aquí, en esta mazmorra fría, donde ni sé cuando es de día, ni cuando las noches son?. Ah, mísero de mí, ah mísero de mí. ¡Pero no pienso callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio aviséis o amenacéis miedo!

Periódicamente los loqueros abren la puerta de la celda y me arrojan cubos de agua helada para hacerme callar.

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8 de septiembre de 2015
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