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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Diario del confinamiento (15) Confrontaciones desconocidas

En este momento la coherencia brilla tanto por su ausencia, que habría que decir que resplandece. 

Asusta el fulgor de esa ausencia entre tantas voces que divergen y se estrellan unas contra otras en el carnaval de la insolencia, la mentira, los eufemismos, los delirios, el sinsentido  y el estupor.

 Es como una radiación: la radiación del vacío, de la contradicción, de sinsentido y de la estulticia.

 En esto momento la coherencia brilla tanto por su ausencia, que su fulgor quema las pupilas.

 Avanzamos a pasos muy rápidos hacia confrontaciones desconocidas.

 

 

 

 

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30 de octubre de 2020
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Ausentes

He visto tantas personas ausentes de su propio ser... Cientos de personas que creían estar viviendo su no-vida.

Cientos de almas perdidas, cientos y cientos de fantasmas flotantes que creían existir y que tan solo latían levemente entre las murallas del sí y las murallas del no: más entre las murallas del no, si he de decir lo que sentí cuando miraba sus ojos: símbolos de una ausencia trágica, en medio de la burda comedia de la vida.

Los seres que más admiro son los que saben nadar en un mar de conflictos sin permitir que les arrebaten su propio ser, su propia vida.

Los ladrones de vida están por todas partes, los ladrones de sueños y de pensamientos. Siempre habrá alguien dispuesto a convertir tu ser en un instrumento de sus deseos.

Siempre habrá alguien dispuesto a despojarte de tu ser. Siempre habrá alguien que simulando que te da vida, en realidad te está dando la amarga sustancia de la muerte.

Pero hay en nosotros un núcleo irreductible, inconquistable. Las mujeres lo saben mejor que nadie.

Acercarse a ese núcleo candente es acercarse a lo más valioso del ser, al lugar donde hallar el verdadero aliento, el verdadero albedrío, y el sentido más hondo de la vida.

Todo cuando acabo de decir no está en La posesión de la vida, es una derivación de entre las muchas que podría hacer. Todo libro tendría que ser un generador de nuevos pensamientos.

 

 

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29 de octubre de 2020
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Las olvidadas (1) Adorada Violette Leduc

 

Cuando pienso en escritoras absurdamente olvidadas, me vienen a la mente Djuna Barnes y Violette Leduc. Si Marguerite Duras vuela con la lengua, Violette Leduc no se queda atrás. La nueva y vieja convencionalidad, a la que se entregan con desvergüenza tantos autores sobrevalorados, se encuentra a miles de años luz por detrás de escritoras como Violette Leduc, con la que Simone de Beauvoir fue de una generosidad inaudita, a la vez que la acusó más de una vez de obscena y de explícita. Podía ser cierto en la época en la que estas dos grandes escritoras tuvieron que vivir y sufrir, pero ahora no.

Violette Leduc no solo escribe, Violette Leduc derrama diamantes en cada frase, Violette Leduc hace restallar la lengua, la incendia, la convierte en un animal peligroso, la fustiga, la expande, la deja fluir como un río de estrellas derretidas en novelas como Thérèse e Isabelle. Violette era bisexual, y en la novela que acabo de mentar narra un amor-pasión entre dos muchachas que están descubriendo sus cuerpos y están renaciendo desde la misma piel.

Es dulce y es cruel, es radiantemente obscena y libre, es lírica hasta el mismo estremecimiento, está como al otro lado de la frontera. ¿De qué frontera? De la que divide y separa la gran escritura de la literatura simplemente correcta, y que tanto abunda.

Es la que va a sobrevivir en Francia, junto a Marguerite Duras y algunas otras, aunque murió cuando corría el mes de mayo de 1972. Físicamente, no era muy agraciada. En el Barrio Latino la llamaban “la fea”. Ya sabéis, el viejo racismo de la belleza.

Su vida fue muy difícil y Simone de Beauvoir la tuvo que ayudar en secreto. Llegó a pasar hambre, vivió al borde del precipicio, pero yo la quiero como si fuese mi hermana, y me bebo sus palabras como un licor exquisito.

El francés, en sus manos, es una dimensión de luz y de tiniebla, la una a la otra tan enlazadas como los dos mechones de una trenza. Todas sus novelas me interesan: La asfixia, La bastarda, La locura en la cabeza, Thérèse e Isabelle...

Ahora mismo en español solo están traducidas Thérèse e Isabelle, publicada por Mármara en el 2015, y La bastarda, recientemente editada por Capitán Swing. Basta con estas dos novelas (de entre las mejores de su obra) para darse cuenta de quién es Violette Leduc, que regresará del abismo para asombrarnos. Ya lo dije en otra ocasión: Thérèse e Isabelle es el Cantar de los cantares del safismo: una novela que desprende una luz irreal y que resistirá a la usura del tiempo como un diamante negro.

Cuando la lees empiezas a desdeñar la literatura cobarde, despojada de nervio y de fuego. Si aún no habéis leído Thérèse e Isabelle, enmendad pronto ese error. Dejemos que en la feria de las vanidades dance la literatura endeble y yerta. Hay otra literatura que está llamado a tu puerta y hay que sacar a esta mujer del reino del olvido.

No es la primera vez que hablo de ella ni será la última. La quiero como a una novia que llega del bosque de la noche con los cabellos húmedos y los ojos ardiendo. Beso su calavera, me arrojo a las luminosas tinieblas de su prosa.

(Aparecido en El País, 23/10/20) 

 

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24 de octubre de 2020
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El dilema de Telémaco (Louise Glück)

 

La entrada anterior era una broma lírica que me permití, con el permiso de los lectores, escrita y publicada antes de la concesión del Nobel. Aclarado esto, felicito a la ganadora de este año, la poeta Louise Glück, injustamente juzgada por su sencillez minimalista (heredera de la sencillez de Emily Dickinson y de Williams Carlos Williams). De todos los poemas que he leído de ella, uno de los que más me gustan es, curiosamente, de inspiración homérica. Se trata de un poema donde la voz que habla se ve enfrantada al dilema que pudo tener Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, a la hora de juzgar a su padre, un seductor profesional, y a su madre, la virtuosa tejedora.

El dilema de Telémaco

 

 Nunca me decido

sobre qué poner

en la tumba de mis padres. Sé

lo que él quiere: él quiere

amado’, lo que ciertamente resulta

muy exacto, sobre todo

si contamos a todas esas

mujeres. Pero

eso dejaría a mi madre

en la intemperie. Ella me dice

que en realidad no le importa

lo más mínimo; ella prefiere

ser descrita

por sus logros. No tendría yo mucho

tacto si les recordara

que uno

no honra a sus muertos

perpetuando sus vanidades, sus

auto-proyecciones.

Mi propio criterio me recomienda

exactitud sin

palabrería; son

mis padres y, en consecuencia,

los visualizo juntos,

a veces me inclino por

'marido y mujer, a veces por

fuerzas contrarias'.

 

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11 de octubre de 2020
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La Academia Sueca le concede el Premio Nobel de Literatura a Homero

Mi madre y yo nunca olvidaremos 

el día en que la Academia Sueca 

tuvo finalmente la dignidad y el acierto 

de darle el Premio Nobel 

de Literatura a Homero.

(Fue hace tantos años...,

muchos más de los que tengo,

aunque os resulte extraño).

 

Los griegos se lo agradecen 

y se lo agradecemos todos 

los habitantes de la Tierra.

Mi madre vio la primera luz en Quíos 

donde es sabido que nació 

el poeta más grande de todos los tiempos.

 

Siempre recordaré las lagrimas de mi madre,

y mis propias lágrimas cuando Homero, 

indescriptiblemente viejo,

mas viejo que los troyanos y los aqueos,

más viejo que el invierno

y casi más viejo que Dios,

recibió el galardón de manos del rey sueco.

El poeta derramó las lágrimas

más gratas de su vida

y con voz temblorosa dijo:

He dejado en la memoria

de los hombres un clamor

que no cesa con los siglos.

Hablé de odio y del amor

y he sido a mi manera

amable, cálido y profundo.

He buscado una patria

pero nunca pude hallarla

porque mi patria es el Mundo.

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8 de octubre de 2020
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El hombre que murió en una estación

El encuentro al que me voy a referir tuvo lugar a finales de 1981, cuando Paul y yo éramos estudiantes. Él en la Sorbona y yo en la EHESS. Paul estaba redactando una tesina sobre las pasiones en Tolstoi y conocía a algunos rusos que habían llegado a París en 1917. Eran seres extraños y trágicos, que agotaban los últimos años de su vida en habitaciones miserables y totalmente olvidados. Uno de ellos era especialista en Tolstoi, se llamaba Sergey Ulanov y fuimos a verlo. Sergey nos recibió en su cuarto, gélido y austero como una celda monástica. Tres paredes se hallaban repletas de curvados anaqueles llenos de libros en ruso, que creaban en el recién llegado una paradójica sensación a medio camino entre la solidez y la oscilación. Daba la impresión de que, más que en una habitación, te hallabas en un barco a la deriva pero de algún modo habitado por la razón. En alfabeto cirílico, podían leerse nombres como Platón, Aristóteles, Montaigne, Spinoza, Descartes...

Sergey calentó agua en un hornillo de gas, la vertió después en una palangana, se sentó en una silla de madera, y metió sus pies desnudos en la jofaina. Al detectar el asombro que nos producían sus movimientos, Sergey sonrió levemente y nos dijo:

-Hijos míos, supongo que ya sabéis que la muerte empieza en los pies. Yo la combato con agua caliente. ¿Queréis hacer lo mismo? Tengo una jofaina más y una cacerola...

Le dijimos que no. Sergey ya sabía que mi amigo venía dispuesto a hablar con él de Tolstoi, de modo que, sin más preámbulos, nuestro decrépito y sabio anfitrión comentó:

-La culpa puede parecernos un problema moral, pero es más interesante tratarla como un tema filosófico. ¿Qué es la culpa? Para nuestros antepasados la culpa era simplemente una falta, sin embargo  con el correr del tiempo ha pasado a convertirse en un fenómeno de la conciencia, y así para nosotros la culpa no designa una falta, un error o una carencia, ya que ha alargado considerablemente su esfera semántica y tiende a hacer referencia a la conciencia, más bien dolorosa, que sentimos al examinar nuestras faltas, nuestros errores y muestras carencias. De la falta sin más, pasamos a la conciencia mortificante de esa falta, y del error en su más pura simpleza, pasamos al dolor psíquico que sentimos por haberlo cometido. También podemos experimentar una culpa general que se apodera de todas las dimensiones de la vida, una culpa in abstracto, sumamente demoledora.

-Si ahora mismo Nietzsche estuviese con nosotros, nos diría que la culpa es una emoción inútil. ¿Lo es? -me atreví a preguntar.

Sergey me miró casi con lástima, pidió a Paul que vertiese más agua caliente en la jofaina, y apuntándome con su ojos azules y penetrantes, musitó:

-Deja que te diga una cosa, hijo, si todos esos nazis que procedían del catolicismo como Heydrich y Hitler (que hicieron la primera comunión y que asistían a la misa dominical hasta bien entrada la adolescencia) hubiesen padecido fuertes ataques del culpa, sí, de culpa católica, apostólica y romana, seguramente no hubiesen llegado tan lejos en su empeño de convertir la tierra en un infierno, pero resulta que la culpa se evaporó de sus almas, milagrosamente, y abrieron de par en par las puertas de horror. Hablo desde el agnosticismo, claro está. A pesar de mi origen ruso, soy devoto del racionalismo francés, circunstancia que no me impide plantearme el problema de la culpa desde el punto de vista de la economía emocional y moral. ¿Y todo esto para qué?, os preguntaréis

-Sí, nos lo preguntamos, y adivinamos que su reflexión va siguiendo un sendero más o menos definido -musitó Paul

-Sí, el sendero definido por Tolstoi. Su existencia es la prueba de lo mucho que puede cambiar una vida en el transcurso del tiempo. Hay en nuestro ser ámbitos inmodificables, y ámbitos que pueden alterarse más de lo que creemos, y que dependen mucho de nuestra experiencia social y personal. Si dividimos la vida de Tolstoi en tres períodos, el primero fue arrogante, estúpido, narcisista. Tenía sed de gloria... Qué sed más patética, ¿no es verdad? Primero de gloria militar y después, por derivación, de gloria literaria. La espada dejó paso a la pluma. Tolstoi nunca llegó a encajar del todo esa metamorfosis, que se le antojana poco viril. Normal... Aunque Tolstoi nunca fue un escritor genuinamente romántico, o digamos mejor casi nunca, vivía envuelto en la atmósfera densa y tóxica del romanticismo... Golpeaba a los siervos, se sentía feo, sucio, ignorante y lleno de lagunas... Por cierto, hallándose en París, fue a visitar a su amigo Turguénev (el que le había abierto las puertas de San Petersburgo), y tras una discusión con él lo retó a un duelo... La discusión tuvo lugar en el hotel Marigny, que más tarde se convertiría en un burdel financiado por Proust... Afortunadamente, el duelo no tuvo lugar. Imaginad que se lleva a cabo y mueren los dos... Tolstoi tenía entonces veintinueve años y era una celebridad, pues ya había escrito Infancia, Adolescencia y Juventud, además de la trilogía de Sebastopol... Doce años después, en 1869, tiene una revelación...

Paul miró a Sergey con atención mientras sacaba de su bolsillo un paquete de hebra holandesa. Nuestro anfitrión le pidió a mi amigo tabaco y lió un cigarrillo con una sola mano y a gran velocidad.

-¿A qué revelación se refiere? -preguntó Paul.

-Pues a la revelación de la finitud de la vida -respondió Sergey-. De pronto Tolstoi se percató, a los cuarenta y un años, de que era un ser mortal. En general, solemos llegar a esa conclusión mucho antes, pero es bueno advertir que en algunos asuntos nuestro escritor no era precisamente un lince. Ahí reside el encanto de algunos escritores excelentes, en sus asombrosas limitaciones. ¿Sabéis que Proust no sabía que Dostoyevski había escrito Los hermanos Karamazov? Es casi imposible no saberlo, pero siempre hay excepciones admirables, que nos dejan boquiabiertos. Nos hallamos ya en el segundo período de la vida de Tolstoi, el del descubrimiento de la muerte...

-Supongo que fue el año en que buscó el amparo filosófico de Schopenhauer... -comentó Paul.

 -Exactamente. Cuando te asusta la muerte resulta conveniente el consejo de un gran demoledor. Te vuelves más nihilista, pero también más valiente. Cuatro años después comienza a escribir Ana Karenina. Tras publicarla, empieza a detestar toda su obra anterior, con ese desprecio inconmensurable, aterrador, que solo sienten a veces los grandes autores. ¿Y si toda su vida hubiese sido una equivocación? Estoy hablando del momento en el que la culpa adquiere en él dimensiones absolutas, y absolutamente abstractas, que lo abarcan todo, su vida y la del universo. Un proceso de conversión y demolición que lo conducirá hasta Resurrección, que como bien sabéis vio la luz en 1899. Diez años después, el gran León morirá, como su heroína fundamental, en una estación. El padre de Tolstoi, había muerto también fuera de casa, en plena calle, y fuera de casa había muerto Anna Karenina, la misma que pensaba que “todos hemos sido creados para sufrir; que todos solemos inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer”. ¿Recordáis dónde tuvo Ana esos pensamientos? -preguntó Sergey.

-En el último tren al que se subió en su vida -respondió enseguida Paul-, en el tren que la llevaba a la estación de la muerte.

-Efectivamente. Y ahora viene la gran primicia, muchachos... Mi padre, Dimitri Ulanov, era el jefe de la remota estación en la que acabaron los días de Tolstoi. Él lo vio sentado en un banco de un gélido andén de la estación de Astapovo. Mi padre me contaba que Tolstoi hablaba con el fantasma de Ana Karenina. Tolstoi comprendía la desesperación de Ana, su último viaje, la decisión final cuando ve a lo lejos el tren mercancías que acabará con su vida. Mi padre temió que Tolstoi pudiese hacer lo mismo que su heroína, y corrió hasta su despacho en busca de ayuda. Entre dos hombres lo trasportaron hasta un cuarto de la estación, donde murió no mucho después. Mi padre llegó a casa llorando y nos contó lo ocurrido. Yo acababa de cumplir diez años, y desde entonces soy un devoto de Tolstoi, ese gran explorador de la vida y de la muerte, ese gran explorador de la culpa: la primera y la última dimensión del alma partida.

Tras el torrente de palabras, Sergey se calló y nos miró con sus ojos dolientes y vivos. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que nos hallábamos ante un hombre absolutamente emocionante y conmovedor, y agradecí a Paul que me hubiese llevado hasta su casa. Tan solo un año después, Sergei moría en la estación de Saint-Lazare. Al parecer lo habían echado de su querida buhardilla en pleno invierno y anduvo varios días perdido por París, falto de razón y de abrigo. Murió sin dolor, como dicen que les ocurre a los que mueren de frío.

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4 de octubre de 2020
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El terror del pobre Tarzán ante el espejo

“En las tierras altas que frecuentaba su tribu de monos, había un pequeño lago y en sus tranquilas y claras aguas, Tarzán vio por primera vez su rostro. Fue un caluroso día de la estación seca, cuando él y uno de los monos fueron a beber. Al inclinarse las dos pequeñas caras se reflejaron en la quieta superficie; las fieras facciones del mono al lado de los aristocráticos rasgos del noble inglés.

          Tarzán quedó anonadado. Ya era desgracia suficiente carecer de pelo, y ahora resulta que tenía aquella apariencia… ¿Cómo era posible que los otros monos no lo despreciaran?

            Aquella delgada abertura en la boca y aquellos pequeños y blancos dientes, ¡qué ridículos resultaban comparados con las hermosas narices aplastadas de sus compañeros que casi les ocupaban toda la cara! ¡Qué envidia!, pensó el pobre Tarzán.

         Pero lo que más le afectó fueron sus ojos: un puntito negro rodeado de un círculo gris y después todo blanco. ¡Horrible! Ni siquiera las serpientes tenían unos ojos tan repugnantes.

         Tan inmerso estaba en la contemplación de sus facciones que no oyó separarse las altas hierbas movidas por el avance de un cuerpo; su compañero tampoco oyó nada porque estaba bebiendo, y sus sorbos y gruñidos de satisfacción apagaban el ligero rumor del silencioso intruso.

       A unos treinta pasos de ellos, Sabor, la gran leona, se acercaba agazapada, adelantando una pata y apoyándola sigilosamente en el suelo antes de mover la otra…,  preparándose para saltar sobre su presa.”

 

 Pocas veces se ha descrito con tanta gracia y tanto acierto la fase del espejo en un buen salvaje como en la novela de Edgar Rice Burroughs Tar­zán de los monos. La utiliza­remos como base para ahondar en el estadio más deter­minante de la infancia: la construcción de autorretrato.

 

Entendemos por autorretrato el retrato interior que vamos haciendo de nosotros mismos a lo largo de la vida, sin el cual no tendría puntos de apoyo nuestra individualidad y ni siquiera podríamos movernos por el mundo. También podemos llamarlo “la imagen interior”.

 

Para abordar el problema de esta imagen interior que irá unida a nuestro nombre, conviene analizar el fragmento de Tarzán de los monos que acabamos de presentar. En la sección dedicada al código Pigmalión hablábamos del nombre propio, esa palabra de las palabras que llega a nosotros en la más profunda infancia. Y bien, tras la revelación del nombre, viene la revelación de nuestra propia imagen, que Tarzán tuvo tan tardíamente y que tan cara le salió a Narciso.

 

Como vemos, no solo para el embelesado Narciso fue peligroso mirarse en el espejo, también la conflictiva contemplación de Tarzán, que a diferencia de Narciso está muy lejos de gustarse, acarrea sus peligros, como si los mitos nos estuviesen diciendo que contemplarnos demasiado puede ser arriesgado.

 

Detengámonos en la escena de Tarzán. ¿Por qué no se gusta? Por una razón bien simple: lo que está viendo no coincide ni con la idea ni con la imagen que tiene de sí mismo. Pero antes convendría preguntase por qué Tarzán sabe que ese mono blanco reflejado en el agua del lago es él. Sólo puede saberlo por un elemental proceso de deducción. Tarzán sabe cómo son los monos con los que vive, los ha visto a su alrededor desde que era un lactante, y ahora va con uno de ellos. Es de suponer que lo primero que ve al mirar el agua es al otro mono, porque a ese otro mono sí que puede identificarlo inmediatamente, de hecho según el narrador de la novela es uno de sus “primos”. Si el mono reflejado en el agua es su primo, y su primo se halla junto a él, lo lógico es que Tarzán piense que el mono blanco que se refleja junto al mono negro tiene que ser él. De esa manera, el mono negro le sirve de puente para poder reconocerse ante el espejo, y también para poder asombrarse y lamentarse de todas sus imperfecciones.

 

 La escena de Tarzán ilustra como pocas el problema de la imagen mental que tenemos de nosotros mismos, y que rara vez coincide con la que vemos en el espejo y con la que ven los demás. Imagen que en los peores y más conflictivos casos no deja de ser un estereotipo en franca contradicción con el principio de individualidad.

 

Tarzán lleva en su mente una imagen de sí mismo no demasiado diferente a la de los otros monos con los que vive, si bien de piel blanca y sin pelo, y cabe pensar que en su espejo interior se ve con la boca grande, la nariz ancha, los ojos negros o castaños… Pero, de pronto, he aquí que se ve con la boca pequeña, los dientes mínimos, y los ojos grises y reptílicos, parecidos a los de algunas serpientes. Es entonces cuando “el pobre Tarzán”, como lo designa compasívamente el narrador, se pregunta cómo, con semejante aspecto, los otros monos de la tribu lo han podido aceptar.

 

A Lacan le asombra que el ser humano reconozca su propia imagen en el espejo antes de entrar en el universo del lenguaje y antes de poder expresarse verbalmente, pero ¿es realmente asombroso o tiene una explicación? Según Baldwin, invocado por Lacan, nos reconocemos ante el espejo a partir de los seis meses. En plena lactancia, cuando aún no sabemos andar y ni siquiera sostenernos de pie, ya festejamos el descubrimiento de nuestro reflejo en un cristal. Y digo festejamos porque, como el sabido, el niño expresa júbilo al descubrir su imagen especular, cosa que, con toda evidencia, no le ocurre a Tarzán, que se ha criado entre monos poco habituados a usar espejos para atusarse y para identificarse a sí mismos.

 

Detengámonos un instante en este fenómeno tan curioso: antes de entrar en el universo del lenguaje, antes de entrar en su sistema de significados, valores y razones, ya nos reconocemos en una imagen. Lo que equivale a decir que ese icono aparece como flotando en la más pura irracionalidad y es anterior a los mecanismos que nos permiten razonar. Es, por decirlo de algún modo, anterior al mundo o a nuestra percepción del mundo. Anterior a todo, por eso cierto psicoanálisis la llama matriz, “matriz simbólica en la que el yo se precipita en una forma primordial” antes de que sepamos decir yo.

 

 Ahora bien, ¿por qué el niño se reconoce ante el espejo de forma tan temprana? ¿Qué mecanismo sigue para aceptar que esa imagen que ve ante él es la suya? Hemos de pensar que se dispara en él el mismo mecanismo que en Tarzán: la deducción elemental que quizá funciona con igual solvencia en nosotros y en el mundo animal.

 

Hagámonos una pregunta: antes de reconocer su propia imagen, ¿el niño es capaz de identificar, de singularizar, alguna cara? Evidentemente sí, pues  para entonces el niño puede identificar las caras de sus padres y otros familiares, y muy especialmente la de su madre: esa cara la identifica perfectamente, es la gran cara, la gran referencia.

 

Hemos de suponer que cuando el niño descubre por primera vez su imagen especular se halla junto a su madre, de la misma manera que Tarzán se halla junto a uno de los monos de su tribu. Situado con su madre ante el espejo, lo primero que el niño ve es la cara de su madre, que reconoce desde hace tiempo. Su madre está junto a él, su madre le está tocando, como la madre del reflejo toca al niño del reflejo: ergo el niño del reflejo es también él, como la madre del reflejo es también su madre.

 

Este hecho tiene una importancia capital pues nos obliga a pensar que la imagen de nuestra madre es el puente que nos conduce a nuestra propia imagen, lo que equivale a decir que llegamos a reconocer nuestra imagen ante el espejo gracias a la mediación de la mujer que está junto a nosotros, y que nos sirve de referencia fundamental para descubrir nuestro icono como a Tarzán le sirve de referencia fundamental el mono que está junto a él, no tan diferente, hemos de suponer, al mono hembra que lo ha amamantado y cuidado como a su propio hijo.

 

Las primeras imágenes que nos ofrece el espejo se van a grabar en nuestra mente, conformando el origen de nuestra imagen interior o nuestro autorretrato íntimo (que iremos modificando a lo largo de la vida). Un autorretrato que nunca va a dejar de ser problemático, pues comenzamos a elaborarlo antes de acceder a toda forma de racionalización. Justamente por eso va a ser siempre algo muy difícil de controlar y, en consecuencia, muy difícil de racionalizar.

 

Desde nuestro cielo y nuestro infierno personales, nuestra imagen nunca va a dejar de oscilar y de inquietarnos. 

-La posesión de la vida-

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24 de septiembre de 2020
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Diario del confinamiento (14)¿Dónde están las nieves del Kilimanjaro?

El fotógrafo Yann Arthus-Bertrand subió hace algún tiempo hasta la cima del Kilimanjaro en un helicóptero y al dirigir la mirada hacia el monte quedó petrificado. La cúspide de la montaña sagrada “parecía surcada de profundas cuchilladas, como la piel gris de un animal muerto, agrietada por el calor y la sequía, y había desaparecido casi toda la nieve”.

Hemingway creía que las nieves del Kilimanjaro eran eternas. Se lo habían dicho los nativos y él lo creía. En su magnífica novela Las nieves del Kilimanjaro, nos presenta a un cazador americano que está agonizando y que recuerda su vida. El cazador mira de vez en cuando la montaña que tiene frente a él, admira su cima. Siente que al morir su alma volará hasta las nieves del Kilimanjaro, implacablemente blancas.

Se equivocó el cazador de la novela. Las nieves del Kilimanjaro ya se están yendo. Los nativos de la comarca tiemblan. Sus espíritus se están quedando sin morada, sin la blancura que sellaba sus memorias, y cuando los espíritus no hallan cobijo dejan de ser entidades protectoras.

Se equivocó Hemingway, se equivocó el cazador, se equivocaron los nativos que proyectaban en las nieves de la roca su idea de la eternidad. Estamos en otra historia.

Las divinidades protectoras están desapareciendo. Lo vemos muy bien en esta pandemia.

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11 de septiembre de 2020
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