Skip to main content
Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Sé que mi padre decía

Esta novela que ahora reedita la editorial Los libros del lince ganó en 2009  el Premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón, pero no tiene mucho que ver con lo que uno espera encontrar cuando empieza a leer una novela de detectives. Para empezar, no sigue la moda de los relatos nórdicos de crímenes, que de forma tan merecida se han ganado un aprecio prácticamente universal. Y tampoco es un remedo de los grandes escritores de género estadounidense. Por no haber  ni siquiera hay policías violentos, detectives en vísperas de alcoholizarse, comisarías ruinosas y polvorientas ni laboratorios científicos en los que desentrañar habilidosamente la verdad. A decir verdad, Sé lo que dice mi padre no se parece a nada de lo que habitualmente se acumula en las estanterías reservadas a la novela negra. No tiene referentes. Resulta ocioso  traer a colación a gente como Patricia Highsmith, Jim Thompson o Fred Vargas porque no hay parangón con ninguno de ellos.

 

Lo que más llama la atención es la absoluta y radical falta de juicio moral acerca de los personajes, sus actos o la sociedad que los ampara. Ni siquiera a la hora de describir a Jon Asecas, un pistolero que empieza por verse implicado azarosamente en la trama y acaba erigiéndose en uno de los actores principales, se utiliza el rasgo que hubiera permitido definirlo nítidamente y de un solo trazo, es decir, su condición de miembro de ETA, unas siglas que sólo aparecen una vez y por un motivo equivocado y por completo ajeno a la trama. Aunque mi conocimiento de la literatura producida en el País Vasco en los últimos años no es tan exhaustivo como para poder afirmarlo con toda seguridad, yo diría que es la primera vez que en un relato de ficción aparece un miembro de esa organización sin que, directa o indirectamente, se le juzgue por su militancia o se le cuelgue algún tipo de etiqueta moral, ya sea a favor o en contra. El tal Jon Asecas actúa como actúa y son sus actos quienes le sitúan a uno u otro lado de la línea moral que cada lector tiene en su conciencia. Y lo mismo podría decirse del resto de personajes, que vaya otros. Si acaso, el juicio emana de los propios actores del conflicto. Por ejemplo Ismael Ochoa, el narrador, es reiteradamente negado en insultado por todos cuantos le rodean, empezando por su propio padre, debido a su condición de ex legionario. Si deseaba romper con su pasado, e incluso si buscaba negar sus orígenes y empezar desde cero en otro sitio (vienen a decirle su concuidadanos), ¿no tenía a su disposición un montón de opciones antes que enrolarse en la legión?

La trama, en su planteamiento, no puede ser más sencilla. Ese ex legionario que lleva muchos años dando tumbos por ahí, recibe de su ex mujer las pruebas necesarias para hacer un chantaje que les solucionará la vida a ambos. Todo lo que debe hacer es presentarse ante su único amigo de la infancia, mencionarle las pruebas de su intolerable y culposa doblez y sacarle un montón de pasta a cambio de su silencio. Pero nada sale como está previsto, entre otras cosas porque tampoco nadie es lo que parece, ni tampoco actúa como debería. Con notable habilidad, Willy Uribe teje esta historia de traiciones, derrotas, cobardías, crímenes y miserias en la que resultaría difícil trazar la vieja distinción entre buenos y malos, o entre ganadores y perdedores. Y como en toda buena historia, adivinamos que la palabra Fin no significa que todo quede resuelto y perdonado, o que cada uno vaya a conformarse con su suerte, pues incluso los supuestos ganadores acabarán recibiendo su merecido.    

Otro aspecto notable de la novela es su localización: transcurre  casi íntegramente en Bilbao y con personajes locales, pero contra todo pronóstico resulta de una verosimilitud muy de agradecer. Tal vez en gran parte elloc se deba a que Willy Uribe es un alumno aventajado de Ramiro Pinilla, un hombre que ha hecho del País Vasco un universo narrativo de gran riqueza y lleno de matices. Y que se empiece a poder hablar de ETA (o incluso de los  pistoleros de ETA) sin atrincherarse tras una andana de denuestos o beatificaciones es, me parece a mi, un síntoma de salud, o un primer paso hacia la normalización.  La Historia acabará situando a ETA donde corresponde. Y ya va siendo hora de que los ciudadanos (y quienes escriben ) vayan haciendo lo propio.

 

Sé que mi padre decía

Willy Uribe

Los libros del lince



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
12 de marzo de 2012
Blogs de autor

Que cien años no es nada

Hoy, 27 de febrero se cumplen cien años del nacimiento de Lawrence Durrell en la localidad india de Julundur. En los países civilizados se está celebrando la efemérides con artículos, ediciones especiales y, sobre todo, manifestaciones espontáneas de gratitud por las muchas horas de inolvidables lectura que  ese hombre nos proporcionó. Por descontado que España guarda un silencio sepulcral y desagradecido. Nada. Como si jamás hubiera oído nadie hablar de ese Lawrence ¿qué?

Y sin embargo se le debe, como poco, el majestuoso Cuarteto de Alejandría, repleto de hallazgos, sugerencias y fertilidad literaría, por no hablar del descubrimiento de la ciudad de Alejandría o el regalo de un personaje como la misteriosa Justine. Con sólo que Durrell hubiese dejado esos cuatro libros como testimonio de su paso por este mundo ya debería ser recordado con gratitud año tras año. Pero es que encima dejó atrás otras dos huellas de su paso que conducen a unos  lugares tan impagables como son Grecia y la Provenza , la primera vivida apasionadamente durante su etapa más vital y creativa (las islas, el sol, la luz, los baños, los olivos, los sucesivos amores o los libros fruto de todo ello) y la segunda durante los largos años vividos allí en su  madurez, dejando como testimonio de ello el Quinteto de Avignon y un retrato encantador de ese universo que nos cae a un tiro de piedra y titulado Visión de Provenza.  Y para qué dar las gracias por ello si aquí andamos sobrados de todo.

Pero algo muy grave tiene que estar pasando si además de despreciar a los grandes hombres con el olvido se desprecian incluso los soportes materiales de sus obras, y me estoy refiriendo a los libros.  Actualmente paso por el emotivo trance de desalojar un piso en el que se me han acumulado libros desde hace lo menos treinta años.  Muchos de ellos los ha acarreado (literalmente) por estaciones francesas, inglesas e italianas, y he sentido una indecible sensación de orgullo cuando finalmente los he visto  colocados en el lugar que les estaba reservado en las estanterías de casa. ¿Para siempre?

Quiá.

Primera sorpresa: actualmente ya nadie compra libros de segunda mano porque, me dicen los profesionales del ramo, no se valora que sea una edición muy cuidada y a cargo de un intelectual muy prestigiado…hace treinta años.  Lo de que sea un ejemplar agotado e inencontrable tampoco es valor suficiente.  La impresión general es que, antes o después, Google acabará ofreciéndolo, y qué más da si la edición es anónima y mediocre si sale (palabra mágica) gratis.

Segunda sorpresa: nadie quiere libros usados ni quiera gratis porque, me dicen los profesionales del ramo, a ellos no les salen tan regalados como parece. En primer lugar hay que mandar a buscarlos con una furgoneta y pagar a quien los cargue, y una vez en el almacén hay que contratar a otra persona para que los introduzca en la base de datos porque, me dicen, las pocas ventas que se hacen llegan a través de Internet.

Tercera y última sorpresa: hay instituciones, por ejemplo las universitarias,  que después de mucho insistir están dispuestas a aceptar una biblioteca pero sólo si es excepcional . Y ello no para incorporarla a sus propios fondos sino para ponerla en una sala cuya llave las secretarias se la facilitan a quien la pida, con el resultado de que a los pocos meses han desparecido los ejemplares más valiosos.  No sé si sirve de mucho consuelo la certeza de que a esos saqueadores les aguarda la misma suerte cuando quieran dejar a buen recaudo sus respectivas bibliotecas.

Otras instituciones, como por ejemplo las bibliotecas públicas de las comunidades históricas tampoco aceptan libros si no están escritos en su lengua vernácula. Y otras instituciones más, por ejemplo las penitenciarias y las asistenciales, aseguran que sus bibliotecas están muy desasistidas y que aceptarán gustosas  toda clase de libros…a condición de que se los depositen en los correspondientes estable cimientos. Es decir, cargar una vez más con los libros, ahora para depositarlos en la cárcel o un hospicio. Vivir para ver.

Solución final: aprovechando el persistente anticiclón invernal que hemos disfrutado,  improvisé un tenderete frente a mi casa y tuve la satisfacción de ver cómo había transeúntes que optaban por llevarse unos cuantos libros bajo el brazo. Pero conste que los más usados, es decir, los más queridos, releídos y consultados no los quería nadie y hoy deben de estar a punto de ser reciclados para ser reconvertidos en bolsas para la compra o papel de envolver regalos. Pero ya digo que algo muy grave nos está pasando.

Leer más
profile avatar
27 de febrero de 2012
Blogs de autor

Lección pasada de moda

El título que se ha elegido para esta colección de artículos tiene algo de guiño cómplice dirigido al buen entendedor. Si tenemos en cuenta que ya en el siglo I a. de C. se produjo en Grecia un movimiento llamado aticismo que pretendía preservar la pureza  de la lengua tal y como se hablaba en el periodo de máximo esplendor (siglos V y IV a. de C.) bien se puede considerar pasado de moda cualquier intento de preservar la pureza de una lengua, en este caso la castellana,  en pleno siglo XXI.

 

Repasando la cincuentena de artículos seleccionados por el editor,  Alexis Grohmann, se advierte que no se trata de un mero recurso para salir del paso (por ejemplo cuando llega la hora de entregar la colaboración semanal y no hay “tema”) ni tampoco una manía personal recurrente a lo largo de los años.  Al fin y al cabo Javier Marías no sólo vive del idioma sino que basa gran parte de su prestigio en el buen uso que hace del mismo, tanto en su faceta de escritor como de  traductor.

Ello le lleva a salir reiteradamente a la palestra para dar unas lecciones que además de pasadas de moda entrañan un riesgo evidente para quien las ofrece. En palabras de Manuel Seco, “una lengua es patrimonio de una comunidad, y quien la hace y la deshace es la masa, la mayoría”. En ese sentido, pretender apoderarse de una lengua y querer  dirigirla es un empeño tan censurable como desentenderse de ella y dejar que se corrompa. Pero quien se decida a romper lanzas a favor de una lengua hará bien en delimitar muy claramente dónde queda la frontera que separa el dirigismo abusivo de la permisividad igualmente abusiva. Y como no es una tarea fácil, el propio Javier Marías ofrece numerosos ejemplos de lectores que se sienten agredidos por las opiniones del articulista y así se lo hacen saber, bien directamente o bien mediante cartas al Director.

El asunto de la frontera entre dirigismo y pasotismo es de suma importancia porque, como queda dicho, la lengua no es de nadie y es de todos, con la particularidad de que en su misma esencia radica la facultad de variar, crecer, aceptar nuevos conceptos y – lo cual es maravilloso – dar origen a otras  lenguas a partir de la degeneración de la original. Y ahí están todos los brotes que le salieron al latín cuando la decadencia del Imperio rompió los lazos que vinculaban a los diversos pueblos y cada uno buscó sus propias vías de expresión.  Por lo tanto, que una lengua evolucione no es malo en sí mismo y los usuarios tienen todo el derecho del mundo a reivindicar sus hallazgos y a esperar que no les fustiguen los puristas acérrimos. Pero como al mismo tiempo asistimos diariamente a las múltiples agresiones que sufren las lenguas, es lógico que haya voces que se alcen en su defensa, por más que en numerosas ocasiones sea como una prédica en el desierto.

El mayor peligro de corrupción suele venir de la lengua dominante, actualmente  el inglés. Por pereza, desconocimiento o servilismo de los receptores, las lenguas dominantes imponen  nuevas palabras que no siempre implican una mejora y que muchas veces podrían ser reflejadas en vocablos  propios  y cuyo uso ha quedado sancionado por la tradición. El peligro es evidente en el caso de la jerga relativa a los negocios y la economía, pero es extensible al idioma cotidiano debido a los coladeros que en ese sentido son los libros, los periódicos y revistas, el cine y, sobre todo, la televisión. Javier Marías ofrece incontables ejemplos de supuestos neologismos que son en realidad fruto de una mala traducción o de un uso defectuoso del idioma, muchas veces del opresor pero muchas veces también por desconocimiento del idioma propio.

El dirigismo, el intento de apropiarse de un idioma para usarlo como arma política (nacionalismo) o los intentos de imposición que surgen de los propios grupos sociales están a la orden del día y defenderse de ellos es una tarea casi titánica.  Ahí está, por ejemplo, el caso de “lo políticamente correcto”, que si bien puede surgir de unos intentos bienintencionados de facilitar la convivencia (defensa de las minorías, igualdad de géneros, no menosprecio por razas y tantos otros) pueden acabar en verdaderas aberraciones.  Con el agravante de que, al uniformizar la forma de hablar, se priva al oyente de una fuente de información fundamental acerca de la verdadera ideología e intención del interlocutor. El tema, como verá el lector que se adentre en este peliagudo laberinto de dimes y diretes en el que Javier Marías se mueve con envidiable soltura y humor, daría en realidad para bastante más de los cincuenta artículos aquí reunidos.

 

Lección pasada de moda

Javier Marías

Galaxia Gutenberg

Leer más
profile avatar
20 de febrero de 2012
Blogs de autor

Mitologías

Lo dice él mismo en el prólogo, y como seguro  que lo hace mejor, me limito a reproducir sus palabras: “He deseado […] mostrar en una visión algo de la faz de Irlanda a cualquiera de mi propio pueblo que quiera  mirar hacia donde yo le invito. Por tanto, he puesto por escrito con exactitud y sinceridad mucho que he visto y oído, y excepto a modo de comentario, nada que tan solo haya imaginado”.

En otro lugar (concretamente en La filosofía de la poesía de Shelley, que es de la misma época que gran parte de los escritos recogidos en Mitologías) insiste: “Cualquier poeta con sensibilidad para lo supernatural comparte la convicción de que los recuerdos personales sólo son un fragmento de la Gran Memoria que renueva el mundo y los pensamientos del hombre generación tras generación”.

Todo símbolo tiene algo de universal y ejerce como vínculo entre dos ámbitos de significación, uno “natural” y otro “supernatural” y por lo tanto inefable, o sólo transmisible mediante la sensibilidad y el sentimiento. En el caso de Yeats, Irlanda (y de paso la lengua que la refleja) es el ámbito de significación natural, la expresión de lo que los irlandeses manifiestan de sí mismos. Durante años, Yeats se dedicó  recopilar historias y leyendas, unas veces por sí mismo, en la localidad de Sligo donde pasó su infancia, y otras veces gracias a los buenos oficios de otras personas que conocían su interés por los relatos populares. Y como él mismo dejó dicho, puso por escrito lo que le contaron sin poner nada de cosecha propia. El resultado, sobre todo en los dos primeros libros del presente volumen, El crepúsculo celta ( que es de 1893) y La rosa secreta ( de 1897,  es una colección de relatos protagonizados por hadas, duendes, caballeros, músicos y poetas del pueblo que habitan en lagos y bosques misteriosos y que se mezclan con los vivos unas veces para fortuna de éstos (por ejemplo cuando les avisan con antelación de un peligro de muerte o les advierten de lo que deben hacer para escapar de la desgracia que les acecha) y otras veces para su desgracia, pues son frecuentes las abducciones, los encantamientos y las desapariciones.

Desde un punto de vista estrictamente estilístico – por ejemplo comparándolos con los relatos de los grandes escritores anglosajones contemporáneos -    parecen formalmente toscos y reiterativos, por no hablar de las inconsistencias y los olvidos.  Sin embargo, y a pesar de las sucesivas traducciones (muchas veces desde el gaélico y siempre del inglés al castellano)  conservan el misterioso encanto de la tradición oral, el aroma que transmiten unas historias repetidas de generación en generación y que en muchos casos sus depositarios se resisten a transmitir por miedo a incomodar  a quienes las vivieron. También resulta sorprendente comprobar que algunas de esas historias entroncan directamente con el folklore y la tradición de culturas muy alejadas de la irlandesa.  A la vistas de lo cual se entiende que el propio Yeats hable de una Gran Memoria  de la que se desgajan recuerdos comunes a todos los hombres sensibles. Incluso cuando se trata de varios relatos que tienen un protagonista común (pienso por ejemplo en la historia de Hanrahan el Rojo) es claramente perceptible la autoría coral de sus aventuras vitales, debiendo felicitarnos de que no hayan venido el  Perrault de turno a reescribirlas para dotarlas de un orden narrativo y una uniformidad formal.

En la vida de Yeats hubo dos periodos vitales claramente diferenciados y perfectamente obvios para un lector normal. El primero de ellos, que abarca toda su etapa de formación y se prolonga más o menos hasta la I Guerra Mundial, coincide con el máximo interés del poeta por el mundo “supernatural”.  También coincide con su máximo nacionalismo y activismo político a favor de lo irlandés. De haberse quedado en esa etapa, Yeats nos parecería hoy un poeta prerrafaelita y simbolista, muy en la línea de los románticos y el apego de éstos por la naturaleza, tan cercana al mundo mágico y feérico.  Sin embargo, a partir de los cincuenta años Yeats rompió con su trayectoria anterior para convertirse, junto con T.S. Elliot y la ayuda breve pero intensa de Ezra Pound, en el referente de la poesía inglesa de su época. Conservó su interés por la metafísica, pero ahora desde una perspectiva más universal, la misma, por ejemplo, que le llevaba a preguntarse por la posibilidad de diferenciar al bailarín de la danza. Es inútil categorizar ambas etapas o primar una sobre la otra porque lo que toca es agradecerle libros como éste, y también los de su última etapa.

 

Mitologías

William Butles Yeats

Acantilado        

Leer más
profile avatar
13 de febrero de 2012
Blogs de autor

La carroza de Bolívar

Todo parce indicar que los novelistas colombianos han decidido hacer caso omiso  de la pesada sombra del omnipresente García Márquez para buscar su propio camino. Y en esta tesitura Evelio Rosero ha hecho lo más correcto que cabe hacer al respecto, o sea, escribir una buena historia con independencia  de posibles parecidos o remedos. Que los hay, cómo no, pero a su manera.
En cierto modo La carroza de Bolívar podría ser leída como un ajuste de cuentas histórico. La ciudad de Pasto, donde está ambientada la novela, hizo frente al “libertador” y pagó tan cara su osadía que casi doscientos años después de tan sangrientos sucesos todavía no se han cerrado las heridas. Para muchos habitantes de esa ciudad – y Evelio Rosero  es uno de ellos-, Bolívar es una figura mucho menos digna y heroica de lo que dicen los historiadores y hagiógrafos.  El propio autor ha confesado que muchas de las opiniones y hechos de escasa grandeza que se atribuyen  en Pasto al padre de la patria, y que se recogen en la novela, las escuchó él de niño a miembros de su familia que a su vez las habían escuchado de sus antepasados. Otro fondo documental abundantemente utilizado son los escritos de un historiador local llamado José Rafael Sañudo, cuyas investigaciones y conclusiones acerca de Bolívar le costaron no pocos disgustos en vida por chocar abiertamente con la versión oficial.
El proceso de demolición de la figura del controvertido político soñador de la Gran Colombia es una de las líneas argumentales más sólidas de la novela, pero no la más importante ni la que de verdad interesa al autor. La figura de Bolívar, y las reacciones  de adhesión o rechazo popular que provoca cualquier intento de negar la versión oficial constituyen el armazón que permite a Evelio Rosero contar una enloquecida historia de amor  en clave de comedia y tragedia, aparte de que los dos protagonistas - el doctor Justo Pastor Proceso López  y su esposa , Primavera Pinzón – se ven acompañados en el desarrollo de su pasión por una atractiva galería  de personajes locales  cuyas peripecias hacen de la lectura un ejercicio ameno y, a ratos, divertido.
El tiempo narrativo abarca desde el 28 de diciembre de 1966, día de los Inocentes, hasta el carnaval de Blancos y Negros que tiene lugar durante la primera semana del mes de enero.  En esos ocho o diez días siguientes, el doctor Justo Pastor y su esposa Primavera Pinzón van a vivir una historia de amor marcada por el ambiente grotesco y desaforado de las vísperas del carnaval. Entre la escena inicial, en la que el bienintencionado doctor trata de seducir a su mujer disfrazado de gorila, hasta a apoteosis final, en la que la celebración del carnaval da motivo a toda clase de transformismos y equívocos, el autor se las apaña para crear una atmósfera desquiciada y ostensiblemente sensual y apasionada en la que el amor, la política, la amistad o la prudencia son sometidas a toda clase de pruebas: las esposas beatas acaban demostrando ser unas hembras apasionadas, las esposas infieles son cruelmente  laceradas con un ramo de rosas y las hijas desfloradas sin que el hecho merezca mayor atención porque mientras tanto están pasando toda clase de sucesos bizarros y dignos de ser  atendidos una vez que el traspiés adolescente no parece que vaya a tener trascendencia. El doctor, el catedrático, el obispo, el alcalde, el artista o las esposas hacen cada cual su papel  en un entramado que poco a poco va tomando los tintes inequívocos de la tragedia. Cuando el doctor decide impulsar la creación de una carroza en la que el gran libertador desfilará por las calles haciendo de sí mismo (o al menos mostrando la faz que el doctor cree que debería exhibir en honor a la verdad) todo su entorno coincide: “No te dejarán mostrarlo como tú pretendes. Antes te matarán”.
Pero el carnaval arrecia y las calles de pueblan de personajes que se disfrazan de lo que quieren, o de lo que les gustaría, ser, y el doctor Justo Pastor Proceso López, nuevamente caracterizado de gorila, se encuentra  en la tesitura de quedarse a ver desfilar la carroza impulsada por él o ir en busca de su mujer, ahora en peligro de caer definitivamente en las garras del general. Y elija  lo que elija,  escogerá  lo que ya se ha convertido en su destino.

La carroza de Bolívar

Evelio Rosero
Tusquets

Leer más
profile avatar
6 de febrero de 2012
Blogs de autor

El rey pálido

En principio, rebuscar en los cajones del gran escritor recientemente fallecido y apañar con los fragmentos hallados un texto que permita sacar un rendimiento económico póstumo es una práctica deleznable y no por frecuente menos odiosa.El rey pálido entra de lleno en esta categoría, pero con importantes salvedades.
Como se sabe, David Foster Wallace sufría una depresión persistente y tan profunda que él mismo pidió ser ingresado en un centro donde le tuvieran vigilado las veinticuatro horas porque no estaba seguro de poder dominar sus tendencias suicidas. Por desgracia, y provechando un descuido de su esposa, David Foster Wallace se ahorcó el 12 de septiembre de 2008.
Es  probable que la propia certeza de que la muerte podía llegarle en cualquier momento le impulsara a disponer  –dentro de lo que cabe- el material que iba acumulando a fin de dar pistas acerca de cómo ordenarlo y darle la forma final.
Michel Pietsch, el encargado de editar El rey pálido reconoce en el prólogo que no tiene ni idea de qué hubiera hecho el propio Wallace, pues así como quedaron 12 capítulos (250 páginas) pulcramente ordenados y listos para su publicación, también quedaron varios centenares de páginas  que evidentemente hubieran sufrido un profundo proceso de reescritura y edición, aparte de que tampoco se sabe en qué orden  habrían quedado ubicadas en el texto final. En cuyo caso la pregunta es: ¿merece la pena echarse al coleto más de quinientas páginas de material inconcluso?
La respuesta es, rotundamente, sí. Junto con los Barth, Barthelme, Pynchon, Franzen y tantos otros, David Foster Wallace integra el nutrido pelotón de ilustres fracasados que, desconfiando de la capacidad del lenguaje para  contar el mundo con precisión, se han lanzado a la aventura de superar eso que la novelista inglesa Zadie Smith (otra que tal) denomina “el realismo lírico decimonónico de Balzac y Flaubert”, es decir, la narrativa tradicional con todos los aditamentos del posmodernismo,  realismo sucio y todo el resto de inventos ideados para vender lo mismo pero con un envoltorio diferente.
Al renunciar a las convenciones tradicionales de la  novela, Foster Wallace y muchos de los antes mencionados, se ven obligados a buscar sus fundamentos narrativos en valores que no son estrictamente literarios, pero que en cambio les dan resultados visibles. En el caso del autor de El rey pálido uno de esos fundamentos es un concepto del hecho narrativo desde la moral, o por decirlo en sus propias palabras, la producción de “una ficción apasionadamente moral, moralmente apasionada”. O también, por citar este  pasaje de una de sus Entrevistas breves con hombres repulsivos, “[…] la gran distinción entre el buen arte y el arte así así reside en  la finalidad del corazón del arte, la intención de la conciencia que se esconde detrás del texto. Tiene que ver con el amor. Con poseer la disciplina de hablar desde la parte de uno que es capaz de querer en lugar de la parte que sólo quiere ser querida….El lector deja atrás el arte verdadero con un peso mayor que cuando penetró en él. Está más lleno”.
Por volver a El rey pálido, el lector se va a encontrar con un texto caótico, desconcertante y en buena medida irritante, como esa sesentena larga de páginas (encima acribilladas a notas de extensión kilométrica) en las que sólo se describe el primer contacto de un personaje con lo que va a ser su lugar de trabajo en los próximos años. Medido en tiempo real, ese pasaje a duras penas abarca  un par de horas. O qué decir de las infinitas páginas dedicadas a describir morosamente el funcionamiento interno de la Agencia Tributaria norteamericana. O esos personajes que aparecen, son extensa y minuciosamente descritos y luego desaparecen para siempre sin que, en apariencia, cumplan una función en el conjunto del relato. Es decir que se trata de una novela que en lugar del desarrollo tradicional avanza por acumulación, y en ese sentido tiene razón el editor cuando reconoce que muchos de los fragmentos han sido colocados al azar: el orden en el relato se va formando en la mente del lector, que si tiene arrestos para seguir hasta el final va a ver recompensados de sobra sus esfuerzos. O para decirlo en palabras del propio Foster Wallace, saldrá con más peso que al entrar.   Y los incondicionales que ya hayan leído sus novelas anteriores van a encontrar gran parte de los temas y los tics habituales en este autor. Y también otra cosa: un agudo e indesmayable sentido del humor que atraviesa transversalmente el texto emergiendo a la superficie en los momentos más inesperados.

El rey pálido
David Foster Wallace
Mondadori

Leer más
profile avatar
30 de enero de 2012
Blogs de autor

El cartógrafo de Lisboa

A primera vista podría parecer que para  novelar un suceso histórico bien conocido – por ejemplo el descubrimiento de América –  uno no necesita romperse mucho los cascos porque, en líneas generales, el argumento ya está inventado. Sin embargo, a la hora de la verdad  resulta que sí es necesario agudizar el ingenio porque el lector conoce la historia en líneas generales y espera algo más que un simple remedo o recreación de los hechos históricos. Y en este sentido El cartógrafo de Lisboa es un ejemplo extremo de inventiva y búsqueda de material narrativo novedoso.
Puesto en la tesitura de no caer en la rutina, el autor parece haber obedecido a un reflejo personal.  Profesionalmente, Erik Orsenna pertenece al Consejo de Estado francés y ha sido asesor de altos funcionarios gubernamentales. Es decir, es un hombre acostumbrado a moverse en los estadios más altos del poder pero siempre desde un discreto segundo plano. Y eso es lo que ha hecho en su novela. En lugar de centrarse en el verdadero descubridor de América, Cristóbal Colón, ha preferido darle voz a su hermano Bartolomé, hombre de confianza y mano derecha del Almirante pero que siempre se mantuvo en segundo plano.
Y quizás por el mismo reflejo personal, en lugar de arrancar la historia en aquel luminoso 3 de agosto de 1492 en que las tres carabelas partieron hacia lo desconocido desde el puerto de Palos, Erik Orsenna ha elegido una vía mucho menos espectacular y directa. La casi totalidad del relato transcurre en Lisboa antes del Descubrimiento, mientras que el final tiene lugar en Santo Domingo, unos años después de la muerte del Almirante. Puesto en términos clásicos, esta sería una novela con planteamiento y desenlace, quedando el nudo a disposición del lector para que lo desarrolle a su gusto.
Es cierto que Bartolomé Colón trabajó como cartógrafo en Lisboa al servicio de la corona portuguesa, y hasta se conserva en Italia un mapa de las Indias Occidentales que un Alessandro Zorzi dibujó siguiendo sus instrucciones (y que contiene tantos y tan notorios errores relativos a las distancias y la situación de los continentes que incluso asombra que las naves españolas  fuesen y volviesen tantas veces de América sin perderse). Pero tampoco es una biografía del hermano casi desconocido de los Colón. Lo que de verdad interesa a Erik Orsenna es el ambiente que se vivía en Lisboa en vísperas de la gran aventura, cuál era la mentalidad imperante y el grado de desarrollo de la navegación o los límites del conocimiento de las ciencias relacionadas con ésta. Y para cumplir lo propuesto ofrece una  magnífica galería de personajes, ocurrencias  y parajes de la capital lisboeta: la prostituta que se ganaba la vida gracias a su oreja izquierda, la navegación como fabricante de viudas, las andanzas de éstas en el Bosque de los Ciegos, la llegada de aves y animales exóticos a Lisboa o la evocación de los temibles dogos devoradores de indios  son hallazgos felices pero que sobre todo ilustran el ambiente y las transformaciones que estaba experimentando el mundo gracias al impulso otorgado por el rey Enrique el Navegante a las exploraciones marítimas.
Desde su oficio de cartógrafo al servicio de una importante empresa de elaboración de mapas, y gracias a su estrecho contacto y colaboración con su hermano Cristóbal, Bartolomé Colón se convierte en un testigo privilegiado de la fase previa al Descubrimiento. Los notorios avances de los marinos portugueses a lo largo de las costas de África y la progresiva convicción de que ahí estaba la puerta de acceso a Oriente hacía cada vez más inverosímil el empeño del marino genovés por ver aprobada su idea de llegar a Las Indias por el lado contrario, o sea salir hacia el oeste con intención de llegar al este. Sin grandilocuencias ni visiones enfebrecidas, más bien como si se tratase de una chifladura personal, Bartolomé Colón colabora con su hermano y durante años ayuda a éste a encontrar pruebas documentales y testimonios personales que avalen su proyecto. Y es muy característico del papel secundario de Bartolomé el hecho de que él estuviese visitando diversas cortes europeas recabando apoyo para su hermano mientras  éste, aprovechando un repentino voto favorable de la corona castellana, parte hacia América sin avisarle, de manera que el fiel y oscuro colaborador  es casi el último en enterarse  de que la historia del mundo ha sufrido un vuelco sensacional gracias al descubrimiento de las Indias Occidentales.

El cartógrafo de Lisboa
Erik Orsenna
Tusquets

Leer más
profile avatar
16 de enero de 2012
Blogs de autor

Los nombres

Partiendo de la base de que nadie sabe de antemano por qué se venden mucho unos libros y otros no (si alguien lo supiera estaría produciendo best-sellers todo el tiempo y sería más rico que las petroleras) Don DeLillo es un enigma total. En Estados Unidos goza de gran prestigio y popularidad (ventas), gana premios importantes y está traducido a las principales lenguas cultas. Reduciendo Los nombres a su esquema más elemental podría sonar así: un grupo de privilegiados norteamericanos auto exilados (banqueros, altos ejecutivos, analistas de riesgo, un director cinematográfico de culto) viajan por Oriente Medios y coinciden ocasionalmente en una isla griega de las Cícladas. La muerte a martillazos de un anciano tullido les llama la atención y  las discretas averiguaciones posteriores hacen recaer la autoría sobre una secta secreta practicante de sacrificios humanos. La sucesión de muertes rituales en diversos países de Oriente Medio y los sucesos dentro del propio grupo de afortunados  investigadores (espionajes mutuos, aparición de la CIA bajo el disfraz de la empresa a la que pertenece el  personaje protagonista, rupturas e infidelidades dentro del grupo, etc) enrarecen y tensionan el ambiente y hacen temer un desenlace trágico. Es decir, un esquema que parece destinado a un best-seller como los hay a docenas en las librerías, con todos los ingredientes de sexo, alcohol, glamour, sectas , conspiraciones y espías de altos vuelos.
Y sin embargo Los nombres apenas si responde vagamente a lo que el esquema promete.  En primer lugar porque la presencia física, espiritual y simbólica de Grecia tiene un protagonismo casi constante, y muchas veces la influencia de la luz, las formas, los olores o la atmósfera reciben más atención que los conspiradores, por poner un ejemplo; en segundo lugar, los personajes están tratados con una técnica que podría denominarse tangencial, ya que la mayoría de las veces empiezan siendo anecdóticos respecto a la narración y sólo poco a poco ésta va centrándose en ellos casi sin llamar la atención. Y en tercer lugar porque la visión general, en sentido profundo de la existencia que une, dirige y condiciona a los personajes y los sucesos recibe una atención primordial pero igualmente discreta.
Obviamente, este tratamiento del material narrativo impone una cadencia pausada y distendida que nada tiene que ver con el tremendismo y la aceleración inherentes a la literatura de consumo. Por poner un ejemplo, la secta de asesinos rituales no hace su aparición hasta pasadas las cien primeras páginas y ni siquiera entonces en ningún momento se apodera de la acción ni absorbe la atención del lector. Mas bien es como un leit motiv de fondo que da lugar a discusiones sobre el lenguaje y el significado de las palabras y las acciones que estas designan. Y también el motivo para el clímax que propicia la aparición de la CIA, la cual, a su vez, tampoco es una irrupción estelar. “¿Qué hace un analista de riesgos?”, pregunta en un momento determinado uno de los personajes. Respuesta: “Política”.  Un analista de riesgos es una suerte de consejero de inversiones y necesita estar al tanto de la realidad de una región para apoyar o desaconsejar una inversión a sus adinerados clientes. Por lo tanto no puede tomarle de nuevas la presencia de la CIA en Oriente Medio ni su aparición le puede resultar estrepitosa. El analista deja la empresa por una cuestión de estrategia profesional y no porque moralmente le parezca mal colaborar con un organismo que recibe la siguiente descripción: “Si Norteamérica es el mito viviente de nuestro mundo, la CIA es el mito viviente de Norteamérica”. Aunque en  Los nombres no sea tan acusado como en otras novelas, el interés de DeLillo por  el papel de Norteamérica en el mundo y su condición de chivo expiatorio es crucial en su narrativa, hasta el extremo de que un autor como Martin Amis lo ha trivializado calificándolo de “poeta de la paranoia”.  El papel de líder mundial que ejerce Norteamérica le confiere grandes ventajas pero también inconvenientes que los personajes de DeLillo resienten como propios. Están en el mundo para influir (a favor de su país) y por lo tanto saben no ser inocentes.
En definitiva, como decía al comenzar,  Los nombres es una novela muy singular y que atraerá desde las primeras páginas a quienes sepan gustar del ritmo lento y una cierta delectación por las atmósferas y la recreación sutil de personajes.
    

Los nombres
Don DeLillo
Seix Barral

Leer más
profile avatar
2 de enero de 2012
Blogs de autor

Bad Lands

Últimamente resulta tan raro encontrar una buena novela del Oeste que los amantes del género debieran saludar la aparición de Bad Lands como un acontecimiento. Porque se trata de un auténtico y genuino “novelón” ambientado en un territorio salvaje poblado de gente ruda y entregada  a toda clase de excesos violentos, pero que también cumple todos los ritos del género, con estampidas de ganado, rodeos, cabalgadas vertiginosas, tiros y un desaforado consumo de whisky en el salón del pueblo.

 

Oakley Hall (nacido en 1920  y muerto en 2008) es un escritor que dejó una veintena de notables novelas, muchas de ellas ambientadas en el Oeste y  varias protagonizadas por el excelente periodista-detective llamado Ambrose Bierce (nada que ver con el escritor del mismo nombre). Durante más de veinte años estuvo al frente del taller de escritura de la Universidad de California, Irvine, del cual salió entre otros muchos el prestigioso Richard Ford. Fue además creador e impulsor de la Squaw Valley Community of Writers, una iniciativa que tenía como finalidad el que escritores consagrados o en ciernes pudieran convivir con críticos, agentes, editores y distribuidores. La perla más preciada salida de esa comunidad fue la superfamosa Amy Tan.

Sin embargo, y en contra de lo que pueda parecer viniendo de un experimentado profesor, la escritura de Oakley Hall no tiene una estructura compleja ni tampoco refleja su profundo conocimiento de las técnicas y artificios literarios. Tampoco le interesó reinventar un género o trascender un espacio físico (el Oeste) para convertirlo en un símbolo universal de la condición humana. Por el contrario, Hall es un narrador puro al que lo único que le interesaba de verdad era contar bien una historia que le apasionaba y que él encarnaba en unos personajes con los que se comprometía a fondo. Y no hay más que leerlo para comprobarlo.

Cronológicamente, Bad Lands es inmediatamente posterior a Warlock, una novela asimismo del Oeste que le valió un gran éxito de público pero también encendidos elogios de alguien como Thomas Pynchon. A todo el mundo le suena gracias a la versión cinematográfica que hizo  Edward Dmytryck protagonizada por Richard Widmark, Henry Fonda y Anthony Quinn, y estrenada en España como “El hombre de las pistolas de oro”. Si la cito es porque, debido a su éxito, Hall debió de sentirse moralmente obligado a superarla pero sin imitarla. En Warlock, que en cierto modo recuerda la muy filmada matanza de Tombstone, un pistolero es contratado por la asociación de ciudadanos de Warlok para que imponga la ley y el orden. El recurso a la violencia y los límites que puede alcanzar ésta en el curso de su implantación planteaba una apasionante serie de problemas y contradicciones morales. En Bad Lands también hay ganaderos y granjeros, vaqueros y cuatreros que resuelven a tiros sus diferencias pero empuñando las armas ellos mismos, sin recurrir  a pistoleros profesionales. En este caso el conflicto moral se deriva del hecho de que, en el fondo, todos tienen sus razones y nadie puede detentar en exclusiva la Razón: las Bad Lands, un amplísimo territorio de caza que abarcaba una gran parte de Dakota y donde, sólo tres años atrás pastaban 300.000 búfalos hoy extinguidos a tiros, se están viendo saturadas por la llegada de nuevos ganaderos y granjeros cuyos derechos chocan violentamente con los derechos de los ya instalados. El problema se agrava por la pretensión de los recién llegados de vallar unas propiedades que hasta entonces habían sido territorios libres en los que debido a la precariedad de las condiciones de vida predominaba la necesidad de cooperar unos con otros. La propiedad privada y su símbolo más odiado (la cerca de alambre espinoso) amenazan con arruinar los modos de vida tradicionales y de ahí el (irresoluble) conflicto de intereses.

Pero el gran atractivo de la novela son los personajes que se van a ver atrapados en los acontecimientos, entre los que destacan un aristócrata escocés que maneja con idéntica soltura la poesía que la pistola, bebedor irredento, degustador de mujeres y excesivo incluso en sus virtudes; su compinche, madame de un burdel que es como la quintaesencia de  todos los burdeles del Oeste; pero también Mary, la desgraciada muchacha lisiada de una mano; el viejo trampero, obligado a vender su pistola al mejor postor porque ya no se puede ganar la vida con la caza o Andrew Livingstone, el banquero de Nueva York que ha ido a las Band Lands a cazar pero que se quedará tan fascinado por la belleza del lugar que se embarcará él mismo en la complicada aventura de convertirse en ganadero. Como digo, un novelón que, en contra de lo que suele ser habitual en los productos dirigidos a consumidores de literatura de quiosco, ocupa casi 500 páginas y, sobre todo, está muy bien escrito.

 

 Bad Lands

Oakley Hall

Galaxia Gutenberg

Leer más
profile avatar
26 de diciembre de 2011
Blogs de autor

Reloj sin manecillas

La reaparición de Carson McCullers en librerías, en esta ocasión se trata de su última novela, Reloj sin manecillas, constituye una buena ocasión para releer a esta excelente narradora sureña que nunca tuvo demasiada suerte con la fama y el reconocimiento público. Para entendernos, fue una escritora merecedora de más prestigio que ventas, y alguien de la talla de Arthur Miller incluso la consideró siempre “una novelista menor”.

 

La experiencia demuestra que morir joven (y Carson McCullers lo hizo a los cincuenta años) no es la mejor forma de hacer frente al olvido. Y si encima de morir joven eres una persona de vida rara pero discreta, de salud enfermiza y poco dada a abusar de los focos y las candilejas casi se puede decir con tota seguridad que se trata de una candidata segura  al anonimato.

Una de las causas de relativamente escaso  aprecio multitudinario que acompañó a toda la trayectoria pública de Carson McCullers podría ser la oportunidad. O por mejor decir, la inoportunidad de dar a  conocer  a destiempo una obra  cuyas características estaban poco acorde con los gustos y las necesidades sociales de la época.

En lo que se refiere al ámbito anglosajón, la tendencia la marcaban nombres de escrituras tan complejas como James Joyce o William Faulkner, mientras que las figuras públicas eran los Tennessee Williams (que siempre fue un defensor y protector a ultranza de su tímida compatriota sureña), Ernst Hemingway, Truman Capote o el propio Arthur Miller, es decir, hombres todos ellos muy comprometidos con la época y visitadores frecuentes de las primeras planas de los medios de comunicación.  Gente de carácter recio y que por entender la escritura como un arma de combate aspiraba a influir en la sociedad. En cambio,  la primera novela de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario (1941) le valió un sólido prestigio personal pero también un doloroso tropiezo sentimental: estaba casada desde los veinte años con un escritor mediocre llamado Reeves McCullers, para el cual  la buena acogida de la novela de su esposa fue como el primer paso en una trayectoria descendente que terminaría en suicidio unos años más tarde en París, no sin antes haber hecho cuanto estuvo en su mano para hundirla a ella en la miseria. Como final de una historia de amor, resulta harto significativo el que, al enterarse en  Nueva York de la muerte de su esposo en París, Carson McCullers se negara a hacerse cargo de la repatriación del cadáver y que incluso se negase a sufragar los gastos del entierro.

Una prosa limpia, sencilla y sin altibajos, sin rastros de técnicas narrativas de vanguardia y con gente humilde y sin relevancia como protagonistas poco tenía que hacer frente a la reciedumbre de los productos que sus contemporáneos estaban dando a la imprenta.

En el ámbito castellano la aparición de las primeras traducciones, Reflejos en un ojo dorado (1953), La balada del café triste (1958) o la propia Reloj sin manecillas (1961), fue saludada con gran aprecio pero sin que tuvieran  repercusión alguna en los narradores de la época. La atención general estaba centrada en las últimas boqueadas de la literatura social y en las propuestas vanguardistas  del movimiento surgido en torno al Nouveau Roman. Hasta que de repente hizo su aparición el pelotón de escritores latinoamericanos y el panorama de la narrativa castellana estalló literalmente (no en vano se habla de aquel momento como un boom) y las perspectivas ofrecidas por un movimiento cenital como era el Nouveau Roman se vieron definitivamente barridas por la prosa alegre, colorista e imaginativa liderada por Cien años de soledad.

En algún momento de Reloj sin manecillas se dice: “Sin duda la vida se compone de innumerables milagros cotidianos, la mayor parte de los cuales pasan inadvertidos”. A mi me parece una descripción muy acertada de la escritura de la propia Carson McCullers: la acción transcurre en un pueblecito del Deep Sur donde un viejo juez y un farmacéutico enfermo de muerte, y los criados negros, y las diferencias raciales o las minúsculas aspiraciones vitales de las generaciones siguientes transcurren sin altibajos y prácticamente desapercibidas (como los milagros cotidianos). El reloj sin manecillas es un conocido término carcelario, símbolo de un espacio sin tiempo donde las horas se siguen unas a otras  sin más esperanza que la llegada de la última, la de la libertad. Una libertad que allí, en ese pueblo sureño enterrado en el calor y el olvido, tiene un extraño parecido con la muerte.

 

Reloj sin manecillas

Carson McCullers

Seix Barral

Leer más
profile avatar
19 de diciembre de 2011
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.