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Reloj sin manecillas

Por 19 de diciembre de 2011 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

La reaparición de Carson McCullers en librerías, en esta ocasión se trata de su última novela, Reloj sin manecillas, constituye una buena ocasión para releer a esta excelente narradora sureña que nunca tuvo demasiada suerte con la fama y el reconocimiento público. Para entendernos, fue una escritora merecedora de más prestigio que ventas, y alguien de la talla de Arthur Miller incluso la consideró siempre “una novelista menor”.

 

La experiencia demuestra que morir joven (y Carson McCullers lo hizo a los cincuenta años) no es la mejor forma de hacer frente al olvido. Y si encima de morir joven eres una persona de vida rara pero discreta, de salud enfermiza y poco dada a abusar de los focos y las candilejas casi se puede decir con tota seguridad que se trata de una candidata segura  al anonimato.

Una de las causas de relativamente escaso  aprecio multitudinario que acompañó a toda la trayectoria pública de Carson McCullers podría ser la oportunidad. O por mejor decir, la inoportunidad de dar a  conocer  a destiempo una obra  cuyas características estaban poco acorde con los gustos y las necesidades sociales de la época.

En lo que se refiere al ámbito anglosajón, la tendencia la marcaban nombres de escrituras tan complejas como James Joyce o William Faulkner, mientras que las figuras públicas eran los Tennessee Williams (que siempre fue un defensor y protector a ultranza de su tímida compatriota sureña), Ernst Hemingway, Truman Capote o el propio Arthur Miller, es decir, hombres todos ellos muy comprometidos con la época y visitadores frecuentes de las primeras planas de los medios de comunicación.  Gente de carácter recio y que por entender la escritura como un arma de combate aspiraba a influir en la sociedad. En cambio,  la primera novela de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario (1941) le valió un sólido prestigio personal pero también un doloroso tropiezo sentimental: estaba casada desde los veinte años con un escritor mediocre llamado Reeves McCullers, para el cual  la buena acogida de la novela de su esposa fue como el primer paso en una trayectoria descendente que terminaría en suicidio unos años más tarde en París, no sin antes haber hecho cuanto estuvo en su mano para hundirla a ella en la miseria. Como final de una historia de amor, resulta harto significativo el que, al enterarse en  Nueva York de la muerte de su esposo en París, Carson McCullers se negara a hacerse cargo de la repatriación del cadáver y que incluso se negase a sufragar los gastos del entierro.

Una prosa limpia, sencilla y sin altibajos, sin rastros de técnicas narrativas de vanguardia y con gente humilde y sin relevancia como protagonistas poco tenía que hacer frente a la reciedumbre de los productos que sus contemporáneos estaban dando a la imprenta.

En el ámbito castellano la aparición de las primeras traducciones, Reflejos en un ojo dorado (1953), La balada del café triste (1958) o la propia Reloj sin manecillas (1961), fue saludada con gran aprecio pero sin que tuvieran  repercusión alguna en los narradores de la época. La atención general estaba centrada en las últimas boqueadas de la literatura social y en las propuestas vanguardistas  del movimiento surgido en torno al Nouveau Roman. Hasta que de repente hizo su aparición el pelotón de escritores latinoamericanos y el panorama de la narrativa castellana estalló literalmente (no en vano se habla de aquel momento como un boom) y las perspectivas ofrecidas por un movimiento cenital como era el Nouveau Roman se vieron definitivamente barridas por la prosa alegre, colorista e imaginativa liderada por Cien años de soledad.

En algún momento de Reloj sin manecillas se dice: “Sin duda la vida se compone de innumerables milagros cotidianos, la mayor parte de los cuales pasan inadvertidos”. A mi me parece una descripción muy acertada de la escritura de la propia Carson McCullers: la acción transcurre en un pueblecito del Deep Sur donde un viejo juez y un farmacéutico enfermo de muerte, y los criados negros, y las diferencias raciales o las minúsculas aspiraciones vitales de las generaciones siguientes transcurren sin altibajos y prácticamente desapercibidas (como los milagros cotidianos). El reloj sin manecillas es un conocido término carcelario, símbolo de un espacio sin tiempo donde las horas se siguen unas a otras  sin más esperanza que la llegada de la última, la de la libertad. Una libertad que allí, en ese pueblo sureño enterrado en el calor y el olvido, tiene un extraño parecido con la muerte.

 

Reloj sin manecillas

Carson McCullers

Seix Barral

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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