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Que cien años no es nada

Javier Fernández de Castro

Hoy, 27 de febrero se cumplen cien años del nacimiento de Lawrence Durrell en la localidad india de Julundur. En los países civilizados se está celebrando la efemérides con artículos, ediciones especiales y, sobre todo, manifestaciones espontáneas de gratitud por las muchas horas de inolvidables lectura que  ese hombre nos proporcionó. Por descontado que España guarda un silencio sepulcral y desagradecido. Nada. Como si jamás hubiera oído nadie hablar de ese Lawrence ¿qué?

Y sin embargo se le debe, como poco, el majestuoso Cuarteto de Alejandría, repleto de hallazgos, sugerencias y fertilidad literaría, por no hablar del descubrimiento de la ciudad de Alejandría o el regalo de un personaje como la misteriosa Justine. Con sólo que Durrell hubiese dejado esos cuatro libros como testimonio de su paso por este mundo ya debería ser recordado con gratitud año tras año. Pero es que encima dejó atrás otras dos huellas de su paso que conducen a unos  lugares tan impagables como son Grecia y la Provenza , la primera vivida apasionadamente durante su etapa más vital y creativa (las islas, el sol, la luz, los baños, los olivos, los sucesivos amores o los libros fruto de todo ello) y la segunda durante los largos años vividos allí en su  madurez, dejando como testimonio de ello el Quinteto de Avignon y un retrato encantador de ese universo que nos cae a un tiro de piedra y titulado Visión de Provenza.  Y para qué dar las gracias por ello si aquí andamos sobrados de todo.

Pero algo muy grave tiene que estar pasando si además de despreciar a los grandes hombres con el olvido se desprecian incluso los soportes materiales de sus obras, y me estoy refiriendo a los libros.  Actualmente paso por el emotivo trance de desalojar un piso en el que se me han acumulado libros desde hace lo menos treinta años.  Muchos de ellos los ha acarreado (literalmente) por estaciones francesas, inglesas e italianas, y he sentido una indecible sensación de orgullo cuando finalmente los he visto  colocados en el lugar que les estaba reservado en las estanterías de casa. ¿Para siempre?

Quiá.

Primera sorpresa: actualmente ya nadie compra libros de segunda mano porque, me dicen los profesionales del ramo, no se valora que sea una edición muy cuidada y a cargo de un intelectual muy prestigiado…hace treinta años.  Lo de que sea un ejemplar agotado e inencontrable tampoco es valor suficiente.  La impresión general es que, antes o después, Google acabará ofreciéndolo, y qué más da si la edición es anónima y mediocre si sale (palabra mágica) gratis.

Segunda sorpresa: nadie quiere libros usados ni quiera gratis porque, me dicen los profesionales del ramo, a ellos no les salen tan regalados como parece. En primer lugar hay que mandar a buscarlos con una furgoneta y pagar a quien los cargue, y una vez en el almacén hay que contratar a otra persona para que los introduzca en la base de datos porque, me dicen, las pocas ventas que se hacen llegan a través de Internet.

Tercera y última sorpresa: hay instituciones, por ejemplo las universitarias,  que después de mucho insistir están dispuestas a aceptar una biblioteca pero sólo si es excepcional . Y ello no para incorporarla a sus propios fondos sino para ponerla en una sala cuya llave las secretarias se la facilitan a quien la pida, con el resultado de que a los pocos meses han desparecido los ejemplares más valiosos.  No sé si sirve de mucho consuelo la certeza de que a esos saqueadores les aguarda la misma suerte cuando quieran dejar a buen recaudo sus respectivas bibliotecas.

Otras instituciones, como por ejemplo las bibliotecas públicas de las comunidades históricas tampoco aceptan libros si no están escritos en su lengua vernácula. Y otras instituciones más, por ejemplo las penitenciarias y las asistenciales, aseguran que sus bibliotecas están muy desasistidas y que aceptarán gustosas  toda clase de libros…a condición de que se los depositen en los correspondientes estable cimientos. Es decir, cargar una vez más con los libros, ahora para depositarlos en la cárcel o un hospicio. Vivir para ver.

Solución final: aprovechando el persistente anticiclón invernal que hemos disfrutado,  improvisé un tenderete frente a mi casa y tuve la satisfacción de ver cómo había transeúntes que optaban por llevarse unos cuantos libros bajo el brazo. Pero conste que los más usados, es decir, los más queridos, releídos y consultados no los quería nadie y hoy deben de estar a punto de ser reciclados para ser reconvertidos en bolsas para la compra o papel de envolver regalos. Pero ya digo que algo muy grave nos está pasando.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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