Javier Fernández de Castro
Lo dice él mismo en el prólogo, y como seguro que lo hace mejor, me limito a reproducir sus palabras: “He deseado […] mostrar en una visión algo de la faz de Irlanda a cualquiera de mi propio pueblo que quiera mirar hacia donde yo le invito. Por tanto, he puesto por escrito con exactitud y sinceridad mucho que he visto y oído, y excepto a modo de comentario, nada que tan solo haya imaginado”.
En otro lugar (concretamente en La filosofía de la poesía de Shelley, que es de la misma época que gran parte de los escritos recogidos en Mitologías) insiste: “Cualquier poeta con sensibilidad para lo supernatural comparte la convicción de que los recuerdos personales sólo son un fragmento de la Gran Memoria que renueva el mundo y los pensamientos del hombre generación tras generación”.
Todo símbolo tiene algo de universal y ejerce como vínculo entre dos ámbitos de significación, uno “natural” y otro “supernatural” y por lo tanto inefable, o sólo transmisible mediante la sensibilidad y el sentimiento. En el caso de Yeats, Irlanda (y de paso la lengua que la refleja) es el ámbito de significación natural, la expresión de lo que los irlandeses manifiestan de sí mismos. Durante años, Yeats se dedicó recopilar historias y leyendas, unas veces por sí mismo, en la localidad de Sligo donde pasó su infancia, y otras veces gracias a los buenos oficios de otras personas que conocían su interés por los relatos populares. Y como él mismo dejó dicho, puso por escrito lo que le contaron sin poner nada de cosecha propia. El resultado, sobre todo en los dos primeros libros del presente volumen, El crepúsculo celta ( que es de 1893) y La rosa secreta ( de 1897, es una colección de relatos protagonizados por hadas, duendes, caballeros, músicos y poetas del pueblo que habitan en lagos y bosques misteriosos y que se mezclan con los vivos unas veces para fortuna de éstos (por ejemplo cuando les avisan con antelación de un peligro de muerte o les advierten de lo que deben hacer para escapar de la desgracia que les acecha) y otras veces para su desgracia, pues son frecuentes las abducciones, los encantamientos y las desapariciones.
Desde un punto de vista estrictamente estilístico – por ejemplo comparándolos con los relatos de los grandes escritores anglosajones contemporáneos – parecen formalmente toscos y reiterativos, por no hablar de las inconsistencias y los olvidos. Sin embargo, y a pesar de las sucesivas traducciones (muchas veces desde el gaélico y siempre del inglés al castellano) conservan el misterioso encanto de la tradición oral, el aroma que transmiten unas historias repetidas de generación en generación y que en muchos casos sus depositarios se resisten a transmitir por miedo a incomodar a quienes las vivieron. También resulta sorprendente comprobar que algunas de esas historias entroncan directamente con el folklore y la tradición de culturas muy alejadas de la irlandesa. A la vistas de lo cual se entiende que el propio Yeats hable de una Gran Memoria de la que se desgajan recuerdos comunes a todos los hombres sensibles. Incluso cuando se trata de varios relatos que tienen un protagonista común (pienso por ejemplo en la historia de Hanrahan el Rojo) es claramente perceptible la autoría coral de sus aventuras vitales, debiendo felicitarnos de que no hayan venido el Perrault de turno a reescribirlas para dotarlas de un orden narrativo y una uniformidad formal.
En la vida de Yeats hubo dos periodos vitales claramente diferenciados y perfectamente obvios para un lector normal. El primero de ellos, que abarca toda su etapa de formación y se prolonga más o menos hasta la I Guerra Mundial, coincide con el máximo interés del poeta por el mundo “supernatural”. También coincide con su máximo nacionalismo y activismo político a favor de lo irlandés. De haberse quedado en esa etapa, Yeats nos parecería hoy un poeta prerrafaelita y simbolista, muy en la línea de los románticos y el apego de éstos por la naturaleza, tan cercana al mundo mágico y feérico. Sin embargo, a partir de los cincuenta años Yeats rompió con su trayectoria anterior para convertirse, junto con T.S. Elliot y la ayuda breve pero intensa de Ezra Pound, en el referente de la poesía inglesa de su época. Conservó su interés por la metafísica, pero ahora desde una perspectiva más universal, la misma, por ejemplo, que le llevaba a preguntarse por la posibilidad de diferenciar al bailarín de la danza. Es inútil categorizar ambas etapas o primar una sobre la otra porque lo que toca es agradecerle libros como éste, y también los de su última etapa.
Mitologías
William Butles Yeats
Acantilado