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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El cuerpo humano

Parece felizmente sobrepasada aquella figura del guerrero italiano que dejó una huella inolvidable en el imaginario popular español al ser encarnada por los brigadistas enviados por Mussolini para ayudar a Franco durante la Guerra Civil. Entonces se forjó una leyenda según la cual, inmediatamente antes de ser lanzados a un asalto cuerpo a cuerpo, al escuchar el grito de "¡ A las bayonetas!", los voluntarios fascistas saltaban invariablemente a las camionetas para salir zumbado hacia la retaguardia. Resulta evidente que se trata de una falsedad propalada por el servicio de propaganda de la República, de la misma forma que los numerosos chistes de la época protagonizados por dos soldados absolutamente cretinos y llamados Otto y Fritz tenían por objeto ridiculizar a los integrantes de la Legión Cóndor enviada por Hitler para ayudar asimismo a Franco.
Sin embargo, y aun siendo de una falsedad absoluta, las "hazañas" de los soldados voluntarios fascistas reflejaban con bastante exactitud la imagen que se tenía aquí del ardor guerrero de los italianos. Una imagen por otra parte eficazmente alimentada por el neorrealismo en general y elevada a la categoría de metafísica por dos extraordinarias películas 1959 tituladas La Gran Guerra y El general de la Rovere, en las que Vittorio Gassman (en la primera con la inestimable ayuda de Alberto Sordi) encarnaba al pobre desgraciado cuya única aspiración era salir vivo de un conflicto que él no había desencadenado y que recurría a todas las tretas y triquiñuelas aprendidas en el arroyo para no verse arrastrado a la fatalidad sabiendo que, ganase quien ganase la guerra, él no estaría en el bando de los vendedores y no le alcanzarían las prebendas, por lo que en fondo se sentía totalmente ajeno al destino común. En ambos casos, y después de apelar a todas las humillaciones e iniquidades que le permitían seguir vivo, el desgraciado encontraba en una cuestión aparentemente baladí un inesperado apoyo moral que le permitía hacer frente a la muerte con una entereza que le devolvía de golpe toda su dignidad como ser humano.
Nada que ver con la imagen de la guerra y el soldado que ofrece Paolo Giordano en El cuerpo humano. Después de siete años de silencio y trabajo, y una vez acallados los ecos de su tan celebrada La soledad de los úmeros primos, Giordano reaparece con un apasionante relato en el que el cuerpo humano, sometido a unas condiciones tan extremas como las que se pueden dar en una polvorienta y olvidada esquina de la guerra de Afganistán, se convierte en una fuente de experiencia y sabiduría que pone en su justa dimensión la escala de valores que conforman al hombre contemporáneo.
Por descontado que la docena larga de personajes que sustentan el relato son inequívocamente italianos, como por ejemplo ese cabo Iestri, tan adsorbido por la Mamma que en sus fantasías eróticas favoritas se imagina a sí mismo retozando en la cama de su casa con una compañera de cuartel mientras en la cocina su progenitora les prepara una deliciosa pasta. Tampoco pueden ser menos típicos el chulesco Cederma, que finalmente no tiene en la cama un comportamiento digno de su chulería, o el subteniente René, el guaperas que redondea el sueldo militar con los extras que les cobra a las mujeres maduras a cambio de un rato provechoso bajo las sábanas. Y las broncas cuarteleras, las pesadísimas bromas al débil Vicenzo Mitrano o el acoso continuo a la recluta Zampieri se parecen sin problemas (quiero decir que no hay el menor intento de originalidad o de tomar por sorpresa al lector) a los infinitos ejemplos de historietas de la mili que antes de que ésta dejase de ser obligatoria todo el mundo tenía en su haber.
Sin embargo hay un elemento claramente diferencial: los pobres chicos de la compañía Charlie han sido enviados a un peligroso rincón del valle de Gulistán, en Afganistán, supuestamente pacificado por los marines americanos aunque todo el mundo es consciente de encontrarse en territorio hostil, vigilados por unos feroces e implacables talibanes que tienen todas las bazas a su favor y que, aun siendo como siempre un factor azaroso, la supervivencia depende en gran parte de la propia fortaleza y la capacidad de superación. Antes o después, y ya sean oficiales o soldados de tropa, todos acaban viéndose enfrentados a sí mismos en una situación extrema. Una novela de aprendizaje, pues, bien escrita, dirigida a un lector fundamentalmente masculino y con una sola pega que a lo mejor es sólo una manía personal mía: está escrita en presente, un presente continuo, podría decirse, que a la larga acaba haciéndose un tanto monótono, aparte de ser del todo innecesario.

El cuerpo humano
Paolo Giordano
Salamandra



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5 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En la Barrera

Acompañar por tierra a la Gran Barrera de Coral que sube a lo largo de 2.600 km por la costa este de Australia resulta relativamente sencillo porque hay una línea férrea y una autopista que discurren paralelas al mar. Gabi Martínez, que en esto es un viajero a la antigua, ha recorrido tan extraordinario escenario desdeñando tanto el vehículo propio como el tren porque ambos, cada cual a su manera, imponen un cierto aislamiento con el paisaje y sus gentes. En cambio ha optado por esos autobuses con una carga tan variopinta como su pasaje y que se detienen donde les parece para que bajen unas personas y aguardan lo que convenga hasta que el vehículo se llene de nuevo, dando ocasión a trabar conocimiento con el personal.
Pero si, como digo, recorrer físicamente esa distancia es relativamente sencillo, contarlo ya es otra cosa. En principio, que Australia se incorporase al concierto de las naciones en el siglo XIX debiera haberle permitido ahorrarse todos los errores cometidos por las viejas naciones y aplicar los mejores conocimientos desde la prehistoria. Pero no sólo no ha sido así sino que ese gigantesco país vino al mundo cuando todavía se pensaba que la ciencia podía solucionarlo todo. Y los desastres cometidos desde entonces en nombre del progreso que los remedios supuestamente científicos aportarían para solucionar un desastre superan de largo al mal que pretendían erradicar. De todos son conocidas la hecatombe provocada por la introducción incontrolada del conejo, los problemas de la superpoblación de canguros (se calcula que hay tres animales por cada habitante con concentraciones de hasta 500 ejemplares por km2), el espectáculo de hordas de camellos asilvestrados y que deben ser muertos a tiros desde helicópteros para que no se lo coman todo, la peligrosa proliferación de los dingos y, últimamente, la plaga del sapo Bufo Marinus traído de América del Sur para acabar con unos escarabajos que se comían la caña de azúcar y que no sólo no ha cumplido su objetivo (al escarabajo le basta subirse un palmo más en la caña para quedar a salvo de su predador ) sino que ha mutado en un voraz devorador de la pequeña fauna autóctona y que se ha extendido hasta colonizar una superficie de un millón de km2. Ello por no hablar de los problemas que han creado la sobre explotación agrícola y ganadera, la consiguiente sequía y la industria extractiva. Y si eso pasa en tierra, el panorama en el mar, y más concretamente en la Gran Barrera, no es más risueño. El coral es un pólipo que se asocia para formar colonias superpuestas que pueden alcanzar extensiones inverosímiles, de hasta 2.600 km en este caso. Aparte de la polución y la sobreexplotación comercial, el gran enemigo es el calor, y todo hace pensar que ese calentamiento global en el que todavía hay muchos que no creen, puede significar el fin del delicadísimo hábitat que precisa el coral para subsistir.
Ante el peligro evidente de que el relato de su viaje se convirtiese un lamento jeremíaco y precursor de todos los horrores que precederán al fin del mundo, Gabi Marínez ha tomado la sabía decisión de traspasar ese amargo cáliz a los especialistas y reservarse para sí el relato del viaje. El resultado visual es que en lugar de un texto corrido en el que el autor va intercalando los sucesos propios de todo viaje con las malas noticias que afectan a cada zona, el libro se compone de muchos micro relatos alternados con citas autorizadas de biólogos, geólogos, zoólogos, sociólogos, geógrafos, exploradores, submarinistas, escritores y, por descontado, los naturales que el autor va encontrando por el camino. Cada uno, desde el naturalista Charles Darwin al arqueólogo Jordi Serrallonga, en intervenciones no superiores a las quince o veinte líneas van perfilando desde sus respectivos conocimientos las múltiples facetas que componen un paisaje, de tal forma que al ser leídas sus aportaciones de corrido se crea un discurso objetivo y en absoluto catastrofista, lastimero y fatalista. Hay de todo eso, como es lógico porque los problemas están ahí y ni siquiera está en manos de los locales resolverlos, como por ejemplo el tan denostado calentamiento global. Pero, como queda dicho, gracias a esa técnica el autor se limita a cumplir el viejo papel del viajero que va, mira y vuelve para contarlo. Del trabajo sucio se encargan los otros.
Los mejores momentos son los que el texto se ocupa de los aspectos menos materiales del universo que se describe, por ejemplo cuando se deja hablar a los aborígenes que, curiosamente, lo hacen por boca del gran Bruce Chatwin y su inevitable Los trazos de la canción. El relato mítico que surge de esos míseros desheredados devastados por la cerveza Foster´s (que por cierto es una versión de nuestra San Miguel) es una imagen viva del destino trágico sufrido por los pueblos que han entrado en contacto con una civilización no necesariamente superior pero sí más fuerte y predadora que la suya.

En la Barrera
Gabi Matínez
Altaïr



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29 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Europa en el parabrisas

Aunque sea a través de un libro primerizo siempre es de celebrar un reencuentro con Robert Byron. A sus lectores les alegrará saber que la editorial malagueña Confluencias tiene el propósito de editar ordenadamente la totalidad de su obra, desde la narración de su estancia en el monte Athos (The Station) tan alabada por Patrick Leigh Fermor, hasta el Viaje a Oxiana, portentosa memoria de su viaje a Persia y Afghanistán escrita poco antes de morir en un barco torpedeado por un submarino nazi cuando estaba a punto de cumplir 36 años. Irónico, introvertido, polémico, aristocrático, poseedor de una erudición asombrosa y de una exquisita mirada estética, Byron despierta tanta admiración como irritación (muchas veces simultáneamente) y en el presente libro el lector va a encontrar motivos de sobra para pasar de una a otra.
Europa en el parabrisas es el relato de un viaje desde Inglaterra a Grecia en compañía de sus amigos Gavin Henderson y Alfred Duggan, que por alguna razón Byron se empeña en disimular tras unos nombres tan falsos como sus biografías. Lo que no puede disimular es que se trata de tres niños bien (tenían en torno a los 20 años) protegidos incluso a distancia por las influencias familiares, aparte de que si es necesario el autor recurre a las resonancias míticas de su apellido pese a que no tenía el menor parentesco con el célebre lord y poeta.
Complemento indispensable del trío y su montaña de baúles y los accesorios que los jóvenes de buenas familias inglesas consideraban indispensables para viajar, es Diana, un enorme Sumbean descapotable que les va a proporcionar tantas molestias (averías, pinchazos, falta de gasolina, robos, etc) como las alegrías que les cabe esperar a tres chicos ricos que viajan por Italia y Grecia en un descapotable pero sabiendo que al final de la jornada les aguarda el mejor hotel de la ciudad.
El viaje se inicia en el puerto inglés de Grimsby y la primera parada es Hamburgo. Estamos en 1926, Europa todavía no se ha repuesto de la Primera Guerra Mundial y los países por los que Diana conduce a sus pasajeros están tratando de dar respuesta a los profundos traumas y desequilibrios provocados por la hecatombe bélica. Quizá porque todavía no dominaba los recursos de la pluma (cosa que no le ocurría con el lápiz, como lo demuestran los dibujitos que acompañan el texto) o también porque a Byron no le gustaba Alemania, el paso por ese país no le inspira gran cosa y más que un relato lo que hace es dejar constancia de lo que pasa. En Insbruck, por ejemplo, dice: "Visito la catedral y me compro un paraguas". Eso todo lo que tiene que decir al respecto. Lo mismo le pasa con Austria, que tampoco le inspira lo más mínimo. En cambio, desde que entran en Italia y comienzan el descenso hacia la Toscana, la prosa florece, aparecen el color, los olores y los cielos, el paisaje cobra un protagonismo equiparable al de la arquitectura y el arte. También aparece de pronto la gente, campesinos, policías, golfos, camareros o mecánicos de taller, como si Alemania y Austria estuvieran desiertas.
Para cuando llegamos a Roma, el Byron admirable e irritante ya está en plena forma. A la vista de la cúpula de San Pedro, no vacila en calificar de "mediocre" a Bernini, y aunque salva algunas pinturas del interior, el conjunto vaticano no le provoca el menor entusiasmo. Y en cambio no puede evitar contraponerlo a la catedral de la localidad húngara de Esztergom, de la que dice que "no solo es uno de los edificios más bellos, sino el máximo exponente de uno de los más armoniosos y dignos estilos posrenacentistas". Invito al lector a que vea en Internet esa catedral porque tendrá una idea exacta de la capacidad de provocación de Byron.
El resto de la aventura italiana (Nápoles y sus alrededores le provocan un considerable subidón) es una delicia y una especie de prólogo a la estancia en Grecia, una segunda patria con la que se identifica hasta el extremo de que le inspirará sus tres próximos libros.
Al llegar al Dodecaneso, muchos lectores quedarán sorprendidos por el encendido elogio que Byron hace de la administración italiana de esas islas y del fascismo en general, una visión favorable que ya cabía colegir de los numerosos (y amistosos) encuentros con fascistas italianos durante el viaje, aparte de algunos comentarios favorables al fascista británico sir Oswald Mosley. Pero no hay de qué alarmarse. Aparte de que en los años 20 la actitud favorable al fascismo entre los intelectuales europeos era mucho más frecuente de lo que ellos mismos dirían después, cuando se publiquen sus restantes libros se podrá comprobar la evolución del pensamiento de Byron, que no llegó a ser nunca lo que hoy llamaríamos "políticamente correcto", pues para ello hubiese debido renunciar a su gusto por la provocación y la transgresión estética, y ello sería pedirle demasiado a un hombre como él, capaz de decir que "Alemania no ha producido un solo pintor, ni lo hará", o de calificar de "vulgares" y "utilitarias" las construcciones romanas.

Europa en el parabrisas
Robert Byron
Confluencias



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23 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuerpos extraños

Para disfrutar de los méritos y sutilezas de esta novela se necesita, antes que nada, no hacer mucho caso de la sinopsis de la contraportada porque, tal y como está redactada, es como para echar a correr. Tampoco viene mal, en lo relativo a disfrutar de la lectura, ser un amante de las narraciones sin apenas trama, ni suspenses ni sobresaltos. Puesto a describir el discurrir de Cuerpos extraños lo compararía con un puñado de hojas secas arrojadas al curso de un arroyo que avanza por terreno llano, sin tramos rápidos pero tampoco meandros en los que se estanquen las hojas (o en este caso lo narrado). En ocasiones esos personajes/hoja toman trayectorias divergentes para luego confluir de nuevo un poco más adelante, a veces de dos en dos, o al cabo de un largo excurso por el pasado. Pero naturalidad, entendida aquí como carencia de gritos y espavientos, no implica tibieza o falta de pasión (que la hay, bajo la tranquila superficie) pues al fin y al cabo esas hojas, como los seres humanos, se encaminan hacia el mar que es el morir y por lo tanto hasta el más leve balanceo entraña una terrible y dramática significación.
La atmósfera general es tan cotidiana, tan alejada de estridencias y sensacionalismos, y el lenguaje es tan llano (un crítico anglosajón diría so matter of fact) que una lectura poco atenta puede provocar la pérdida de algunas de las sutilezas que Cynthia Ozick va dejando caer como sin darle importancia. Ese piano dejado atrás por el marido huido y conservado desde entonces porque era la herramienta de la que él se iba a valer para cambiar el signo musical del mundo y que un buen día, tantos años después, la esposa abandonada cambia por una mesa de comedor y cuatro sillas aunque ya digo que sin estridencias, como quien cambia el abrigo por la gabardina cuando asoma el buen tiempo. Si un personaje es poca cosa y encima se ha dejado ir, se le describe como una escalera de mano a la que le faltan varios travesaños. Cuando una persona (Margaret) escucha algo que no quiere oír (de labios de la tía Bea), la violencia de su reacción se describe así: "Los ojos de Margaret, del color del agua, nadaron hacia Bea como dos tiburones". Bea, la vieja profesora de instituto que lleva años sufriendo las befas de unos alumnos de último curso a los que debe enseñar literatura inglesa, no recibirá la satisfacción de vengarse personalmente. Llegado el momento de ajustar cuentas es la propia autora (o si se prefiere, la tercera persona narrativa) quien describe a esos grandullones incapaces de intuir la grandeza del regalo que les hace su despreciada profesora al facilitarles el acceso a Lady Macbeth como unos zopencos condenados a no entender nada, ni siquiera cuando se encuentren sometidos al fuego enemigo en Corea. La verdadera y cruel venganza, consiste en que se les ofrezca Macbeth y no sepan ver que ahí estaba su única vía de salvación en el pudridero de Corea.
Los personajes son tan próximos como cabría esperar: de un lado está Marvin, un padre que cree poder manipular el destino de los miembros de su familia con la misma mano férrea y desagradable con la que manejó su propio destino a la hora de escapar de la miseria. Margaret, su esposa, una supuesta aristócrata que se refugia en la locura para huir de su tiránico marido aun a costa de que ello le cueste de paso la relación con sus hijos; Julian, el hijo que un padre ambicioso y manipulador no querría tener porque es débil, carece de ambición y está apostando su vida por la literatura cuando de hecho carece del menor talento ( y en este sentido es asimismo de una sutileza muy parecida a la crueldad la manera de la que se vale la narradora para describir en apenas tres líneas la mediocridad del presunto escritor); y finalmente Iris, la hija predilecta de todo padre mandón y que bajo el supuesto de querer lo mejor para sus hijos, fuerza a éstos a tomar unos caminos que ellos detestan. Aunque se muera de miedo, Iris, la hija predilecta, acaba traicionando al padre y corre a esconderse en la misma huida que su hermano Julián.
Y del otro lado está la pobre, abandonada e insignificante tía Bea, un personaje que no deja de ser pobre, abandonado e insignificante pero que de forma casi imperceptible va creciendo a los ojos del lector gracias a su capacidad de evolucionar al compás de los acontecimientos y a una dignidad moral que enaltece su conducta, y eso que dicha conducta, como les ocurre a los restantes personajes, linda y hasta traspasa los límites del egoísmo, la mezquindad y la venganza. La gran virtud de Cynthia Ozick es haber logrado, partiendo de un material literario tan poco prometedor como el que exponemos la contraportada del libro y yo, una novela que sorprende por su gran altura narrativa y su certera percepción de la condición humana. Y todo contado como si tal cosa.

Cuerpos extraños
Cynthia Ozick
Lumen



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15 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Perdida

Gone Girl (Perdida en la edición española) es un ejemplo elocuente de la falsedad de ese axioma según el cual una novela de género, y más aún si encima está siendo un éxito mundial de ventas, deba ser necesariamente mala, o de lectura intrascendente. Y se da la circunstancia de que Perdida no sólo es una obra de género (un thriller) sino que encima ha logrado desbancar a Cincuenta sombras de Grey en la lista de libros más vendidos.
Sin sumarme ahora a la impresionante lista de encendidos elogios aparecidos en prestigiosos medios de comunicación de Estados Unidos y reproducidos en la contracubierta de la edición española, considero que Perdida es una novela muy notable y que merecería la clase de entusiasmos que ya ha cosechado si no fuera por una circunstancia negativa que comentaré más adelante. De momento me limito a matizar la condición de "obra de género" a la que he aludido más arriba. Al decir de una novela que es un thriller, gótica, de ciencia ficción o lo que sea (últimamente ha surgido una gran adicción a los zombies y los vampiros), se está aludiendo a la existencia de una especie de contrato entre el lector y el autor mediante el cual el primero acepta las reglas de juego que plantea el segundo. Mientras éste respete sus propias normas, el lector da por bueno lo que se le ofrece y renuncia a recurrir en exceso a la lógica, la verosimilitud o el realismo, todo ello con vistas a no poner trabas ni dificultar el desarrollo del relato. Con una fórmula así de sencilla se han creado obras notabilísimas y que están en las bibliotecas de todos.
La propuesta de Gillian Flynn es realmente ingeniosa y maneja de forma muy brillante las coordenadas del trhiller : el mismo día en que un matrimonio joven, aparentemente sólido y bien avenido, se dispone a celebrar su quinto aniversario, la esposa desaparece abruptamente. Con esa inexplicable desaparición, una cotidianidad normal e incluso feliz, empieza a cobrar tintes angustiosa y progresivamente sombríos porque, según pasan los días, la evidencias que van surgiendo aquí y allá incriminan inequívocamente al esposo, que ve cómo la policía, los vecinos, la familia de la desaparecida y los medios de comunicación acaban creando un clima cada vez más inculpatorio. Debido a la trama diabólicamente urdida por Gillian Flynn, el lector va de sorpresa en sorpresa hasta quedar a merced de lo que vaya a pasar en el capítulo final.
La técnica elegida por Gillian Flynn para contar esa historia es de una sencillez tan palmaria como eficaz: da voz alternativamente a marido y mujer para que cuenten en primera persona sus respectivas versiones de lo que está pasando y, de paso, dejen constancia de sus conductas y decisiones desde que se conocieron. El desfase temporal que se da entre ambos relatos (el marido es el encargado de dar cuenta del presente y desentrañar la complicada realidad que va surgiendo a la luz según pasan los días, mientras que la esposa va facilitando los datos que complementan, amplían y contradicen la versión del marido) crea una especie de perspectiva y da un respiro al lector para ir hilvanando sus propias conclusiones. El planteamiento y el desarrollo de la trama son tan solventes que el lector, aunque ya sin aliento, podría llegar subyugado hasta el desenlace que pondrá paz y fin a tantos sobresaltos.
La circunstancia negativa a la que aludía antes puede ser achacada a una desgraciada falta de contención por parte de Gillian Flynn. Está tan segura de sus recursos narrativos y está tan entretenida retorciendo el curso de los acontecimientos para lograr dar una vuelta más a la tuerca, que a partir de un momento determinado la historia se le va de la mano. He dicho que en una novela de género el lector no debe recurrir a la lógica ni a la verosimilitud. Pero sólo hasta cierto punto. Y si el personaje que lleva la iniciativa en esta historia (la esposa) ha necesitado años para urdir un plan A que le permita lograr sus propósitos, cuesta creer que si falla ese plan A, tan meticulosamente preparado, puede ser sustituido sobre la marcha por un plan B improvisado y repleto de incongruencias. Con el agravante de que, a partir de ahí, la policía, los vecinos, la familia, la prensa, el marido y el lector, deben aceptar ciegamente las sucesivas manipulaciones que sufre la trama para lograr que el relato avance hacia su final y no pierda fuelle, o para sortear el peor error en que puede caer una obra de género, y que consiste en dar tiempo al lector para pensar y preguntarse si no están abusando de su buena fe.
Podría aventurarse también que es un problema de ritmo. El planteamiento, nudo y una parte importante del desenlace están llevados con un ritmo tan pausado y complacido (un taurino diría "carga tanto la suerte") que llegada la hora de la verdad el final se alarga innecesariamente, quizá para evitar que parezca un bajonazo propinado de cualquier manera. Y es una pena porque hasta un momento perfectamente reconocible la novela era extraordinaria y merecía un remate de la misma altura y acierto.

Perdida
Gillian Flynn
Random House



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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Todas las criaturas grandes y pequeñas

Si a una persona le gustan las variopintas historias de la vida en el campo contadas por un hombre que era de ciudad pero supo aceptar la especial idiosincrasia de la ruralidad y que, si bien no llegó nunca a ser considerado como uno más, acabó convertido en un miembro prominente de la comunidad; si además a esa persona le gustan los animales hasta el extremo de que no le produzcan aprensión las prácticas a las que un veterinario debe recurrir en ocasiones para salvar la vida de sus pacientes, o para traer a este mundo a una cría que rehúsa venir a este perro mundo y prefiere seguir donde está; y, finalmente, si dicha persona es amante de una prosa sencilla y directa y que fluye sin más aspiración que reproducir lo más fielmente posible "lo que pasó", puede tener la seguridad de que Todas las criaturas grandes y pequeñas le va a deparar largas horas de placer y sosiego, y lo digo no sólo porque las más de seiscientas páginas que tiene el libro dan para contar miles de historias sino porque cada vez que por alguna razón debes cerrarlo vuelves a él con la seguridad de ir a pasar otro buen rato.
James Alfred Wight, nacido en Glasgow in 1916 y graduado en la Facultad de Veterinaria de esa ciudad, llegó con veintipocos años a Thirsk, una pequeña localidad situada en lo más profundo del Yorkshire rural. Iba a ejercer su primer empleo: ayudante del veterinario local Donald Sinclair, que vivía en una gran casona en compañía de un hermano más joven que además de excéntrico era un calamidad, un veterano de la Primera Guerra Mundial mucho más aficionado a las batallas de su juventud que a cuidar del jardín y los animales domésticos y un ama de llaves mandona pero imparcial en el sentido de que repartía órdenes a todos por igual, incluidos los cinco perros del amo.
Los tiempos eran difíciles porque adelantos como la mecanización del campo (que iba a terminar con los animales de tiro) y los avances médicos y de la farmacopea estaban trayendo consigo cambios profundos y muy rápidos, dos aspectos de la vida moderna (nuevos modos y aplicados de golpe) que la ruralidad estaba poco preparada para asumir sin resistencia.
Sin embargo, y como no tardará en descubrir el joven y todavía inexperto veterinario, si las condiciones físicas del medio (frío intenso y clima inclemente, valles abruptos y mal comunicados y un nivel de vida no muy alejado de la mera supervivencia) y los imponderables que la práctica médica debe afrontar en su lucha contra la enfermedad, ya hacían de por sí difícil el ejercicio de la profesión, el verdadero y más infranqueable escollo resultaron ser los propios campesinos. Aparte de tacaños, desconfiados ante la sola presencia de un joven al que desconocían y daban por sentada su ignorancia, los campesinos y los propietarios de animales en general, incluidos los de compañía, demostraban sin excepción la indestructible convicción de saber más que el veterinario. Al fin y al cabo no sólo llevaban toda la vida tratándolos sino que habían visto hacer lo mismo a sus padres y abuelos. Y cómo no podían mostrarse reticentes, cuando no abiertamente hostiles, a las medidas adoptadas por un jovencito con la cabeza repleta de enseñanzas mal digeridas y que se presentaba en sus granjas con un instrumental y unas medicinas que nunca se habían visto por aquellos valles.
La relación con los campesinos y dueños de animales en general aporta muchas veces la vena cómica al relato, pero con un matiz: el narrador no era el señorito de ciudad que se ve obligado a convivir con patanes rurales y que descarga sobre ellos toda la frustración y la inquina de quien desearía verse a sí mismo dirigiendo un próspero consultorio en la capital. James Alfred Wight llegó a Thirsk en la década de 1940 y allí se quedó hasta el día de su muerte, a los 78 años de edad. Desde el primer día llevó una minuciosa relación de los casos que trataba y de sus relaciones con sus clientes. Hasta que un día, ya con 53 años de edad, compró una máquina de escribir y se dedicó a contar lo que había sido su vida allí. Thirsk se convirtió en el Darrowby de la ficción, de la misma forma que su jefe, Donald Sinclair, pasó a ser el Siegfried Farnon. Pero ficciones aparte, las historias que James Herriot, el pseudónimo adoptado por James Alfred Wight, están contadas con toda simpatía y una extraordinaria proximidad a quienes las vivieron, y tal vez por eso los libros de Herriot llevan vendidos 60 millones de ejemplares y han dado pie a una exitosa serie de la BBC. Los incondicionales de las hermanas Brontë tienen un aliciente suolementario porque el Yorkshire de Herriot está geográficamente muy cerca y se parece asombrosamente a los paisajes que describían aquellas tres desgraciadas hermanas, aparte de que los personajes también podrían haber salido en sus novelas.

Todas kas criaturas grandes y pequeñas
James Herriot
Ediciones del viento



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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Resérvame el vals

La leyenda, a la que contribuyeron con gran ahínco Ernst Hemingway y los integrantes de aquél París que era una fiesta, dice que al principio de todo, cuando Zelda y Scott Fitzgerald eran dos jóvenes alocados y triunfadores, la alta sociedad se los disputaba porque su sola presencia bastaba para hacer inolvidable una fiesta, ya fuese en Nueva York, París o la Riviera. Pero, sigue diciendo la leyenda, cuando el despilfarro de dinero y los achaques debidos a los continuos excesos les dieron alcance, la ya no tan joven ni tan brillante pareja dejó de tener gracia y en lugar de animar las fiestas se especializó en arruinarlas con sus escándalos de borrachos y sus peleas por celos y la falta de dinero. Durante mucho tiempo, la imagen del pobre Scott Fitzgerald en camiseta y sin afeitar, tratando de escribir un cuento en la esquina del tocador de una desordenada habitación de hotel mientras Zelda, en negligé, no le deja escribir porque continuamente reclama su atención y le reprocha que no le dé dinero para comprarse ropa y salir de fiesta, ha sido el icono que servía para ilustrar el desastroso final del ex matrimonio de moda, él en un asilo para alcohólicos con apenas 44 años y ella un poco después durante el incendio del manicomio donde llevaba años encerrada. En las biografías de él, nunca faltaban descripciones de ella bailando sobre una mesa, nadando desnuda en las fuentes públicas o subida totalmente ebria en el techo de un taxi de Nueva York. La viva imagen de la flapper, aquel modelo de muchacha frívola que irrumpió en los años 20 con los cabellos y la falda tan cortos como sus ideas.
Con semejante imagen no es de extrañar que el lector actual se quede perplejo cuando en las primeras páginas de Resérvame el vals, dedicadas a la infancia de la narradora, le aparecen análisis como éste: "Austin [el padre de la protagonista en la ficción, prácticamente calcado del padre de la Zelda real] quería a las hijas de Millie [la madre en la ficción y la realidad] con esa ternura desapegada e introspectiva que muestran los hombres importantes cuando se enfrentan a alguna reliquia de su juventud, a algún recuerdo anterior a su decisión de convertirse en el instrumento de su experiencia, y no en su resultado". O también, unas páginas más adelante, cuando la niña/narradora ve a sus hermanas mayores rechazar a novios sin posibles y aceptar maridos de conveniencia sin el menor asomo de drama: "Estar enamorado es como pedir un nuevo punto de partida, pensó, otra oportunidad en la vida".
Quiero decir: el uso del lenguaje y la ambición de los análisis no se corresponden con la imagen de una frívola casquivana que, según su leyenda, sólo toleraba a su marido en tanto que compañero de juergas y máquina de hacer dinero. Aparte de poseer una notable destreza para manejar el ritmo de la acción o las técnicas narrativas, y encima casi seguro que de forma totalmente intuitiva, Zelda Fitzgerald no era en absoluto insensible a las corrientes literarias de su época, como por ejemplo la veta surrealista que zigzaguea por sus descripciones sin pretender en ningún momento asumir el protagonismo o intentar deslumbrar al lector. Así, cuando una tarde de intensa lluvia la protagonista es enviada a vigilar a su hermana y al novio de turno, "las enredaderas se agitaban como señoras doblando faldas de seda y los canalones gorgoteaban y gruñían como palomas afligidas". O esta otra descripción con aroma de canción infantil: "vacas cargadas de sombras arrancaban el verano a mordiscos de las blancas laderas".
En cuanto a la historia en sí, y aunque esté contada de forma tan personal, suena conocida en su totalidad: una princesita sureña conoce y se enamora locamente de un joven pintor de gran éxito y juntos viven una apasionada y enloquecida historia de amor salpicada de fiestas y éxitos allí donde van, Nueva York, París, la Riviera...hasta el desastroso final.
A lo que parece, Fitzgerald leyó la primera versión de la narración de su ya para entonces ex esposa y se indignó porque (obviamente) se reconoció en el pintor del relato y pensó que no salía favorablemente retratado, con el agravante de que consideraba que sus propias experiencias vitales, y las de Zelda también, eran su personal material literario porque el escritor era él y ella una entrometida. Y presionó a los editores para que el texto fuese cambiado más a su gusto.
Quizá por eso, mientras se lee hoy Resérvame el vals, de pronto uno empieza a sospechar que Zelda era más perspicaz de lo que nos han hecho creer al considerar que Hemingway no era la clase de dios que él decía ser (más bien le tenía por un novelista mediocre) y que Hemingway le devolvió la gentileza alimentando sin piedad los peores rasgos de una leyenda que ya va siendo hora de empezar a revisar.

Resérvame el vals
Zelda Fitzgerald
Román y Bueno Editores



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24 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un jardín abandonado por los pájaros

En cierto modo Un jardín abandonado por los pájaros es una autobiografía, pero contada de un modo peculiar. En lugar de un YO omnipresente de principio a fin y que narra, evoca, juzga, interpreta o tergiversa maliciosamente mientras se ofrece a sí mismo como ojo que todo lo ve (y que de paso oculta y desprecia todo aquello que no le afecta directamente) un narrador en primera persona hace las veces de punto de fuga en el que convergen las trayectorias de quienes han sido su entorno familiar. Pero la ambición del relato va mucho más allá del mero recuento de las peripecias de unos personajes (los abuelos paternos y maternos) que nacen hacia 1900 y cuyas vidas, junto con las de sus descendientes incluido el propio narrador, ocupan gran parte del siglo XX. Con notable habilidad, y recurriendo a su ya largo oficio de novelista, Marcos Ordóñez avanza, salta y retrocede a lo largo de las épocas, toma y abandona las biografías de tíos, abuelos, padres o incluso vecinos, vuelve a ellos si de pronto le interesa resaltar esto o aquello (a veces el color del envoltorio de un caramelo o un ruido ciudadano característico, aunque también puede ser una película, el olor del cine donde la pasaban o un suceso entonces muy sonado) para luego retomar la historia donde la dejó cuando se distrajo con esto o aquello. Esa técnica le permite por ejemplo contar casi en primera persona, o como si estuvo presente, sucesos ocurridos cuando la voz narradora ni siquiera había sido engendrada, y a veces tampoco sus padres si se ha remontado a los primeros años del siglo, cuando los abuelos todavía ni se conocían. Y le permite asimismo hablar de su infancia como si hubiese sido protagonista o testigo de la misma desde el primer momento y hablar de todo ello con total conocimiento de causa sin que al lector le cueste aceptar tamaña incongruencia. Es una cuestión de pericia en el manejo de esos tiempos y esos espacios que se yuxtaponen, saltan de pronto treinta años o cambian de barrio de un párrafo a otro.
Dicho así, y aunque no lo parezca, el relato final no es en absoluto caótico o incomprensible, pero por eso he dicho más arriba que la voz narradora es una especie de punto de fuga en el que, directa o indirectamente, convergen las historias de unos y otros. Muchas veces el testimonio le llega al yo narrador por relato directo de los protagonistas de los sucesos; otras veces son meros comentarios captados al vuelo en las conversaciones de los mayores y que si en el momento de escucharlos por vez primera resultaban oscuros y muy enigmáticos siempre queda el recurso de la explicación a posteriori, ya desde el presente y en la edad adulta. También hay fotos familiares de cada uno de ellos tomadas en diferentes épocas de sus vidas y, por ejemplo en el caso del padre, un manuscrito en el que se aclaran sus andanzas durante unos años sin testigos que posteriormente hayan dado cuenta de ellos.
En este sentido, Marcos Ordóñez juega con una doble ventaja: de una parte, no es la primera vez que usa a su entorno familiar como material literario (por ejemplo Una vuelta por el Rialto,  de 1994, o Comedia con fantasmas, de 2002) y por lo tanto ya se ha refrescado previamente la memoria. Y de otra parte cuenta, según afirma él mismo en varias ocasiones, con la ayuda de su hermana Victoria, en gran parte responsable de que en este relato autobiográfico surjan incontables colores y olores, sonidos y precisas descripciones de ambientes, ropas y detalles que de otra forma se hubieran perdido de no ser por la memoria prodigiosa y casi fotográfica de su colaboradora.
Entre unas cosas y otras, lo que surge de Un jardín abandonado por los pájaros es la recreación de un país que se adentra trabajosamente en el siglo XX y que se encarna en una ciudad, Barcelona, evocada con más solidaridad que nostalgia, pero que les sonará extrañamente familiar y próxima a todos los lectores nacidos a mediados del siglo pasado y que vivieron los años previos a la Guerra Civil y la guerra misma a través de los testimonios de sus mayores y que luego vivieron por sí mismos los últimos años del franquismo y el advenimiento de la democracia. Todo ello contado, por ejemplo, a partir personajes tan entrañables como la tía Florentina, una mujer a la que se le pasó la juventud y seguía aferrada a ésta comportándose de forma inadecuada para su verdadera edad y tratando de olvidar todo ello con remedios tan de andar por casa como ir todas las tardes a ver una película para ella fascinante, West Side Story. Al cumplirse un año de permanencia en cartel de dicha película (de hecho duró dos) la distribuidora tuvo el acierto de resaltar el acontecimiento trayéndose a Barcelona a Georges Chakiris, el irresistible Bernardo que tanto enamora a la no menos irresistible María/Woods. En premio a su diaria fidelidad, a la tía Florentina le cupo la dicha inenarrable de entregar un ramo de flores a su ídolo, deferencia a la que él correspondió con un beso delante de todos. Pero también salen Raquel Meller, y Herta Frankel y Alady y tantos otros que convivieron con las tías Florentinas y demás parientes y que pueblan un imaginario aquí extraordinariamente bien evocado. No es un libro al uso, pero merecería ser leído mayoritariamente.

Un jardín abandonado por los pájaros
Marcos Ordóñez
El Aleph



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9 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mi vida querida

Los lectores asiduos de Alice Munro suelen resaltar el asombro que les produce constatar que esta mujer, que lleva escribiendo sobre las mujeres desde mediados del siglo pasado, parece no haber contado nunca dos veces la misma historia ni haber repetido una sola protagonista. Y el asombro está tanto más justificado si se tiene en cuenta que casi todas sus narraciones tienen lugar en una época muy concreta (cuando quiera que tuvo lugar un cambio social decisivo en el curso del cual las mujeres dejaron de tener el matrimonio y la maternidad como destino único obligado y empezaron a vivir según sus deseos y a tomar sus propias decisiones, asumiendo de paso las consecuencias de las mismas) y están localizadas en un espacio físico muy concreto (directa o indirectamente los personajes femeninos de Alice Munro tienen una relación muy estrecha con el mundo rural y las estrictas leyes que lo han regido ancestralmente, y todas viven o han vivido en una zona geográfica en los alrededores del lago Huron en Ontario, que no por casualidad es el lugar de nacimiento y residencia de la autora).
Por descontado que los caracteres femeninos de los relatos de Alice Munro han terminado por configurar una tipología inconfundible. Por lo general son personas tranquilas y rutinarias, pero propensas a llevar una doble vida: debajo de una apariencia apacible y maternal suelen bullir sentimientos y pasiones que un buen día, con el mismo aire apacible y maternal, dan motivo a una infidelidad matrimonial, a un inesperado e impremeditado abandono de hogar e hijos o a un súbito cambio de trayectoria vital de consecuencias impredecibles pero siempre irrevocables. Las encarnaciones físicas son de lo más variable: una mujer que da cobijo a un asesino; una madre que reencuentra al hijo del que se separó hace años o dos mujeres que comparten sin la menor solidaridad, un terrible secreto de infancia. Y también puede ser una madre que visita en la cárcel al hombre que dio muerte a sus tres hijos.
En lo que se refiere a Mi querida vida, las cosas van más o menos por el mismo derrotero: una mujer que viaja en tren con su hija, conoce a un actor ambulante y, de buenas a primeras, acuesta a la niña y ella hace lo mismo con el cómico para encontrar, a su vuelta, que la niña ha desaparecido. Encima, casi al final el lector es sucintamente informado de que el motivo del viaje es encontrarse con un hombre al que ha visto una sola vez en su vida. En otro cuento, una joven de buena posición se lía con un hombre casado que la hace creer que son víctimas de un chantaje a costa de su adúltera relación. O una mujer cuyo momento vital decisivo tuvo lugar cuando su hermana de nueve años decidió tirarse junto con su perro a las aguas heladas de una cantera. El problema, según se va poniendo en claro según avanza el relato, fue el acto perpetrado por la niña, pero sobre todo el hecho de que la narradora, en lugar de correr en busca de ayuda, se quedó quieta "esperando a ver qué pasaba". Y en el relato que cierra y da título al libro, y que según la propia Alice Munro es "casi" autobiográfico, después de hablar extensamente de su madre, y de las intensas pero conflictivas relaciones madre-hija, la narradora dice con toda sencillez: "No volví a casa la última vez que mi madre cayó enferma, ni para su funeral. Tenía dos hijos pequeños y nadie en Vancouver con quien dejarlos. No estábamos para gastar dinero en viajes, y mi marido despreciaba las formalidades. Aunque, ¿por qué achacárselo a él de todos modos? Yo sentía lo mismo. Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podremos perdonarnos. Y sin embargo lo hacemos, lo hacemos a todas horas".
En el relato que abre el presente libro, titulado "Llegar a Japón", cuando Greta, la madre que ha abandonado a su hija para acostarse con un cómico la encuentra finalmente sana y salva, se dedica a ella en cuerpo y alma durante el resto del viaje. "Sabía que nunca se había volcado tanto en su hija. Por descontado siempre había cuidado de ella [...] pero Greta siempre tenía cosas que hacer en casa, su atención iba por rachas". Y el pasaje se cierra con esta observación: "[...] su ternura a menudo formaba parte de una táctica".
Esa lúcida falta de autocompasión, la mirada infalible para no dejarse pasar nada a uno mismo, quizá sea el rasgo más distintivo de la presente recolección de cuentos, y que encima tiene el valor añadido de arrojar una luz retroactiva sobre esa espléndida galería de personajes femeninos que pueblan los relatos de Alice Munro y a los que pueden sobrevenirles toda clase de calamidades, muchas veces a consecuencia de sus propias decisiones, pero que en modo alguno son víctimas. No se quejan y no se arrepienten porque, en el fondo, se perdonan a sí mismas. 

Mi vida querida
Alice Munro
Lumen



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2 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Adorables criaturas

Hay dos rasgos que destacan poderosamente en esta novela de Dolores Payás. Uno de ellos sale al paso nada más empezar la lectura, cuando en la primera línea, para describir una estancia, se lee: "El salón se declinaba en femenino radical". Esa afirmación tan rotunda se podría hacer extensiva a toda la novela. Hay una decidida, y como luego diré, apasionada, toma de posición en favor de lo femenino, pero no en forma de perorata feminista reivindicativa y rencorosa. Por encima de todo predomina la voluntad de contar una historia. Lo que pasa es que la firma una mujer que habla desde lo más profundo de esa condición, y pongo un ejemplo muy obvio. Para el desarrollo general del relato es importante dejar clara la clase de relación que mantienen Tessa y Álvaro, ella una mujer solidaria pero altamente celosa de su independencia (o mejor aún, de su no dependencia) y él un joven líder sindical en vísperas de una huelga que se intuye decisiva. Al lector se le suministran toda clase de descripciones y datos para que sepa qué da y qué recibe cada uno en esa relación. Y se afirma: "Él gozaba, ella gozaba, el trato era equilibrado". Una vez terminada la parte puramente física de la secuencia, y mientras ella se arregla detrás de un biombo él, tumbado en la cama, espera el momento adecuado para anunciar que tampoco esa noche se quedará a dormir. Ambos tienen sus respectivas misiones en la vida y ambos necesitan saberse libres de ataduras para llevarlas a cabo, pero también son humanos y necesitan sus respectivas dosis de intimidad compartida. Y en ese aspecto está claro que el trato no es equilibrado porque ella, sin perder su independencia ni tampoco querer imponer su deseo, agradecería que él fuese quizá un poco menos ardoroso en el acto a cambio de mostrarse más atento después. Pero él, mientras busca la manera de exponer una despedida que sabe conflictiva, fuma un cigarrillo cuya ceniza está a punto de caer sobre las sábanas. Y aparece un paréntesis que dice ("tan difíciles luego de lavar"). Ese inciso espontáneo, esa llamada a la solidaridad a costa de la inimaginable cantidad de sábanas sucias que llevan lavadas las mujeres, durante miles y miles de años y en condiciones harto penosas, es una constante que se manifiesta reiteradamente cada vez que el acaecer narrativo pone de manifiesto alguna de las múltiples manifestaciones de la condición femenina (física, espiritual, laboral, afectiva y todo el resto de las facetas que entraña su forma de estar en el mundo). La esposa, la hermana sufragista, la institutriz inglesa, el ama de cría, la cocinera o las dos chiquillas que están siendo entrenadas como criadas, todas, en un momento u otro van a suscitar una oleada de solidaridad profunda y apasionada, casi podría decirse que surgida de la memoria de la especie.
Esa apuesta por la declinación radical de lo femenino se ve realzada por el segundo rasgo que más poderosamente llama la atención en Adorables criaturas, y me refiero a un estado de apasionamiento omnipresente y batallador, surgido casi seguro de una notabilísima ambición literaria y que se pone de manifiesto, sin ir más lejos, en la defensa a ultranza de los personajes, empezando por los más mezquinos y despreciables(el médico de familia, por supuesto) y terminando con los más nobles: unos y otros son llevados hasta el final de sus respectivas trayectorias con la ya mencionada, por lo notable, voluntad narrativa. Una voluntad que se manifiesta asimismo en el lenguaje, en la cuidadosa elección de las imágenes literarias y en la búsqueda continua del término que con más precisión transmita la emoción del momento, todo lo cual remite a una ingente cantidad de trabajo antes (es decir, mientras tuvo lugar la enorme tarea de documentación), durante (el acto mismo de ordenar el material acumulado y transformarlo en una narración coherente y capaz de crear un universo creíble) y después (o sea durante el dolorosísimo acto de corregir y descartar algunos pasajes que a lo mejor fueron particularmente costosos de escribir pero que vistos con frialdad no aportan lo que al principio parecían prometer). El resultado de todo ello es una vorágine narrativa que empieza en la primera página (como quien abre las válvulas de un mecanismo sometido a una inmensa presión), y dura hasta la coda final, a la que se llega entregado y sin aliento.
En cuanto a la historia misma, enlaza con la gran tradición novelística decimonónica: una familia de la alta burguesía industrial, más su entorno directo e indirecto, son los encargados de encarnar y transmitir los conflictos, las ambiciones, las frustraciones y las limitaciones de una época (finales del siglo XIX) y una clase social que se encaminaban inexorablemente a un mundo radicalmente distinto pero al que de momento debían hacer frente con armas ya obsoletas y en trance de ser sustituidas por otras más adecuadas a los nuevos tiempos.

Adorables criaturas
Dolores Payás
Planeta



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26 de marzo de 2013
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