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Todas las criaturas grandes y pequeñas

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Si a una persona le gustan las variopintas historias de la vida en el campo contadas por un hombre que era de ciudad pero supo aceptar la especial idiosincrasia de la ruralidad y que, si bien no llegó nunca a ser considerado como uno más, acabó convertido en un miembro prominente de la comunidad; si además a esa persona le gustan los animales hasta el extremo de que no le produzcan aprensión las prácticas a las que un veterinario debe recurrir en ocasiones para salvar la vida de sus pacientes, o para traer a este mundo a una cría que rehúsa venir a este perro mundo y prefiere seguir donde está; y, finalmente, si dicha persona es amante de una prosa sencilla y directa y que fluye sin más aspiración que reproducir lo más fielmente posible "lo que pasó", puede tener la seguridad de que Todas las criaturas grandes y pequeñas le va a deparar largas horas de placer y sosiego, y lo digo no sólo porque las más de seiscientas páginas que tiene el libro dan para contar miles de historias sino porque cada vez que por alguna razón debes cerrarlo vuelves a él con la seguridad de ir a pasar otro buen rato.
James Alfred Wight, nacido en Glasgow in 1916 y graduado en la Facultad de Veterinaria de esa ciudad, llegó con veintipocos años a Thirsk, una pequeña localidad situada en lo más profundo del Yorkshire rural. Iba a ejercer su primer empleo: ayudante del veterinario local Donald Sinclair, que vivía en una gran casona en compañía de un hermano más joven que además de excéntrico era un calamidad, un veterano de la Primera Guerra Mundial mucho más aficionado a las batallas de su juventud que a cuidar del jardín y los animales domésticos y un ama de llaves mandona pero imparcial en el sentido de que repartía órdenes a todos por igual, incluidos los cinco perros del amo.
Los tiempos eran difíciles porque adelantos como la mecanización del campo (que iba a terminar con los animales de tiro) y los avances médicos y de la farmacopea estaban trayendo consigo cambios profundos y muy rápidos, dos aspectos de la vida moderna (nuevos modos y aplicados de golpe) que la ruralidad estaba poco preparada para asumir sin resistencia.
Sin embargo, y como no tardará en descubrir el joven y todavía inexperto veterinario, si las condiciones físicas del medio (frío intenso y clima inclemente, valles abruptos y mal comunicados y un nivel de vida no muy alejado de la mera supervivencia) y los imponderables que la práctica médica debe afrontar en su lucha contra la enfermedad, ya hacían de por sí difícil el ejercicio de la profesión, el verdadero y más infranqueable escollo resultaron ser los propios campesinos. Aparte de tacaños, desconfiados ante la sola presencia de un joven al que desconocían y daban por sentada su ignorancia, los campesinos y los propietarios de animales en general, incluidos los de compañía, demostraban sin excepción la indestructible convicción de saber más que el veterinario. Al fin y al cabo no sólo llevaban toda la vida tratándolos sino que habían visto hacer lo mismo a sus padres y abuelos. Y cómo no podían mostrarse reticentes, cuando no abiertamente hostiles, a las medidas adoptadas por un jovencito con la cabeza repleta de enseñanzas mal digeridas y que se presentaba en sus granjas con un instrumental y unas medicinas que nunca se habían visto por aquellos valles.
La relación con los campesinos y dueños de animales en general aporta muchas veces la vena cómica al relato, pero con un matiz: el narrador no era el señorito de ciudad que se ve obligado a convivir con patanes rurales y que descarga sobre ellos toda la frustración y la inquina de quien desearía verse a sí mismo dirigiendo un próspero consultorio en la capital. James Alfred Wight llegó a Thirsk en la década de 1940 y allí se quedó hasta el día de su muerte, a los 78 años de edad. Desde el primer día llevó una minuciosa relación de los casos que trataba y de sus relaciones con sus clientes. Hasta que un día, ya con 53 años de edad, compró una máquina de escribir y se dedicó a contar lo que había sido su vida allí. Thirsk se convirtió en el Darrowby de la ficción, de la misma forma que su jefe, Donald Sinclair, pasó a ser el Siegfried Farnon. Pero ficciones aparte, las historias que James Herriot, el pseudónimo adoptado por James Alfred Wight, están contadas con toda simpatía y una extraordinaria proximidad a quienes las vivieron, y tal vez por eso los libros de Herriot llevan vendidos 60 millones de ejemplares y han dado pie a una exitosa serie de la BBC. Los incondicionales de las hermanas Brontë tienen un aliciente suolementario porque el Yorkshire de Herriot está geográficamente muy cerca y se parece asombrosamente a los paisajes que describían aquellas tres desgraciadas hermanas, aparte de que los personajes también podrían haber salido en sus novelas.

Todas kas criaturas grandes y pequeñas
James Herriot
Ediciones del viento

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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