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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Antología universal del relato fantástico

Lo ha vuelto a hacer, ahora con una Antología universal del relatos fantástico que reúne 55 trabajos firmados por lo más granado de ese género difícil de definir porque muchas veces no tiene unas fronteras bien delimitadas.
Las primeras incursiones de Jacobo Siruela en el más allá de la realidad tuvieron lugar allá por la década de 1980, cuando era director y propietario de la editorial que lleva su nombre y se inventó aquella colección llamada El ojo sin párpado, a la que tantísimos lectores de lengua española deben innumerables horas de gozoso horror y fantasías. Ya entonces publicó dos volúmenes de cuentos fantásticos en los que se ofrecían una veintena larga de autores que, quizás porque todavía era un terreno virgen y Siruela hacía de exploradora, avalaban con su prestigio de escritores serios (me refiero a los Hoffmann, Balzac, Hawthorne, Gógol, Stevenson, Dickens, etc) un género al que todavía muchos consideraban frívolo, o en el peor de los casos, menor.
Después, y avalados por el criterio seleccionador de Lovecraft, salieron dos antologías de relatos de horror en el que estaban incluidos nombres muy conocidos junto con otros, por ejemplo Alexandre Chatrian, Ambrose Bierce, Joseph Sheridan Le Fanu, Arthur Machen o Montague Rhodes James, que actualmente están considerados unos maestros pero que entonces no tenían demasiado tirón comercial. También antologías de cuentos de vampiros y románticos alemanes y rarezas como la Antología de cuentos únicos, en la que Javier Marías juntaba a una serie de autores, en su mayoría desconocidos, que solamente habían escrito un solo relato de horror o fantasía. Como curiosidad cabe mencionar que allí estaban Lawrence Durrell, que sí escribió un montón de novelas y libros de viajes pero un solo y curiosísimo relato de terror, titulado "Las cerezas", y "La canción de lord Rendall", de un tal James Denham, un seudónimo tras el que se escondía el propio Javier Marías y que ahora está incluido en la presente antología firmado con su nombre.
Dando por supuesto que el antólogo viene avalado por una largamente probada experiencia (lo cual transmite al posible lector la seguridad de que no están todos los que deberían porque no caben, pero que los seleccionados reúnen méritos sobrados para figurar entre los elegidos) es muy útil la disposición cronológica de los textos porque ello permite ver la evolución experimentada en el tiempo y apreciar la paulatina aparición de un componente que a mí me parece básico porque aporta al relato "fantástico" una dimensión absolutamente creativa, ya que exige al lector tomar partido. Y me estoy refiriendo a la ambigüedad. Aunque sea un recurso literario que se ha ido fraguando a lo largo del tiempo, Jacobo Siruela en su prólogo señala a Henry James como el máximo responsable de que dicho recurso haya pasado a ser punto menos que indispensable, so pena de caer en el pecado reduccionista de la univocidad. Y pongo como ejemplo las representaciones del demonio y los sufrimientos infernales que tanto miedo daban al público medieval cuando los veía representados en los muros de las iglesias y que hoy resultan de una ingenuidad encantadora. En cambio, cuánto más poderosa es la imaginación del espectador si se le permite participar y aportar su propio horror. Como ejemplo expresivo,  el fresco del Juicio final en el Camposanto de Pisa: el pintor sólo representó inmensas filas de justos dirigiéndose el encuentro con el Salvador y escenas de alegría por el reencuentro con los seres queridos allá arriba. Pero en primer plano hay un ángel que mira hacia atrás, es decir, al espectador, y a juzgar por la cara de horror de lo que está viendo al volverse, cabe imaginar lo que nos está pasando a nosotros, pobres pecadores abandonados a nuestra suerte y arrojados a las tinieblas infernales.
Como posible aportación a la definición de un género, cuyas fronteras muchas veces no quedan bien delimitadas cuando por los alrededores merodean el horror, los fantasmas, los vampiros,los muertos vivientes y demás monstruos creados por la fantasía humana, he aquí la definición que hace Aldous Huxley en Cielo e infierno: "[...] es la revelación, en un solo instante congelado, de la extrañeza, de la siniestra y hasta infernal otredad que se esconde tras las cosas conocidas". Curiosamente, Huxley está describiendo un cuadro de Thèodore Gericault llamado "El caballo asustado por el rayo", pero a mí me parece una definición magnífica de los relatos de ficción.

Antología universal del relato fantástico
Edición y prólogo de Jacobo Siruela
Editorial Atalanta

 

 

 

 

 



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13 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Asterix y los Pictos

Ha habido suerte. Acaba de salir un nuevo Asterix en estado puro. No cuesta imaginar la clase angustia que ha debido de atosigar a Jean─Ives Perry, el guionista, y Didier Conrad, el dibujante, desde que recibieron el encargo de crear una nueva aventura de Asterix.
Claro que tampoco cuesta imaginar los apuros de Uderzo y Goscinny, los padres de la indómita aldea gala y sus habitantes, según se iban sucediendo las aventuras (24) y su innumerable público (nada menos que 350 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo a fecha de hoy) continuaba esperando nuevas entregas. Al fin y al cabo, el problema que se le plantea hoy a quien se haga cargo de pasear por el mundo al diminuto guerrero galo y su gigantesco compinche no es muy diferente del que han tenido desde la Antigüedad los héroes que no morían una vez cumplida la heroica misión que fue su razón de ser. Resulta tan difícil imaginar a Heracles matando una y otra vez al león de Nemea, a la hidra de Lerna y al toro de Creta como verlo yendo a cobrar su pensión de jubilado para luego llegarse a ver cómo progresa la nueva calzada que los conquistadores romanos están trazando y contarles por enésima vez a sus compañeros jubilados las viejas hazañas de cuando los dioses lo castigaron por sus excesos juveniles.
El problema de Goscinny y Uderzo era que, después de cada aventura, el público fiel les exigía fidelidad y que incluyeran las mismas bromas y gags: que siguieran dando palizas a los romanos, arrollando a los pobres piratas o brutalizando como siempre al incorregible bardo. Pero también se les exigía que fuesen imaginativos y no se repitiesen hasta ponerse cansinos. Es decir, que se encontraban en la tesitura de dar respuesta a una exigencia metafísicamente irresoluble, pues se les pedía que contasen una y otra vez lo mismo pero diferente.
Curiosamente, a los diferentes guionistas encargados de crear la historia mítica de Heracles ya debió de planteárseles un problema en cierto modo parecido porque al culminar la sexta entrega (dar muerte a los pájaros de Estínfalo) se les terminaron las historietas en el Peloponeso y para cumplir los doce trabajos tuvieron que mandarle cada vez más lejos, debiendo incluso bajar al averno en busca de Cerbero. Terminadas sus pruebas y pagadas sus culpas, la trayectoria del héroe invicto ya no daba mucho más de sí y tras idearle un matrimonio absolutamente lamentable los guionistas le concedieron la única salida digna que le cabe a un héroe, la muerte, aunque la de Heracles no fue menos lamentable que su vida de casado.
Cuando murió Goscinny, o parafraseando a John Le Carré, cuando Goscinny cometió la indelicadeza de morirse, la tarea que recayó sobre Uderzo fue tan gigantesca que el nivel crítico decayó en favor de la gratitud por mantener viva la leyenda de los irreductibles galos. Nunca se recuperó el nivel de algunas de las mejores entregas (personalmente considero que el cizañero es un personaje insuperable) pero los aciertos aislados lograban atraer una y otra vez a un público que para entonces ya pertenecía a la generación posterior a la original.
Y cuando la edad ha vencido y Uderzo se ha declarado incapaz de seguir haciéndose cargo él solo del guión y los dibujos, la marca Asterix seguía teniendo un valor incalculable y tanto las dos editoriales matrices que se reparten los derechos (Albert René y Hachette) como el propio Uderzo y los herederos de Goscinny no parecen considerarse lo bastante ricos como para dejar de explotar el filón y han recurrido a un guionista, Jean─Ives Ferri, que llevaba algún tiempo colaborando con Uderzo, y a un dibujante, Didier Conrad, escogido después de un largo proceso de selección.
El resultado del trabajo conjunto de los nuevos fichajes es Asterix y los Pictos. En esta última entrega nadie  ha querido meterse en camisas de once varas y si los dibujos son una reproducción bastante convincente de los originales (Conrad se quejaba del gran trabajo que le costó reproducir a Idefix), las bromas, los gags, las amables críticas a la cultura y las costumbres de los anfitriones de turno (escoceses) se acercan bastante a lo que cualquier lector pediría. Se les nota una cierta falta de esa soltura que da un buen rodaje, pero también aportan elementos propios, como la nueva conciencia ecológica de Obelix o el protagonismo adquirido por las mujeres.
Obviamente, el problema de Conrad y Ferri es el futuro. Esta vez nos damos por satisfechos sólo con comprobar que parecen capaces de sacar el empeño adelante. Pero ejerciendo nuestro irrenunciable derecho a ser público, y por lo tanto caprichoso, injusto y todavía inmerso en la cultura del pan y circo, en adelante les vamos a exigir que además de iguales sean diferentes. Y ya veremos cómo se las arreglan.

 

Asterix y los Pictos
Jean─Ives Ferri y Didier Conrad
Salvat



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7 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Huesos en el jardín

Cuando en 2009, coincidiendo con la aparición de El hombre inquieto, Henning Mankell anunció que ése sería "lo último" del inspector Kurt Wallander las manifestaciones de pesar fueron unánimes y generalizadas, pero sin estridencias. Porque se veía venir.
Demasiados cafés y pizzas frías y a deshoras, aparte de las montañas de comida basura consumidas aprisa y corriendo, en cualquier sitio y de cualquier manera. Y demasiado whisky, también consumido de forma inmoderada y triste, más como quien se toma un jarabe que por degustar un exquisito regalo de los dioses. Además las mujeres no le soportaban, incluida su hija Linda, y años después de separarse de su primera y única esposa todavía le dolía saberla con otro, aunque tampoco hacía nada por resolver su situación personal.
Como cabe imaginar, era depresivo, sentimental y apenas luchaba contra la gordura, así como tampoco hacía nada por alejar, o al menos paliar, maldiciones como la diabetes que le acechaba desde tiempo atrás y que terminó por alcanzarle. Pero lo peor, de cara a la supervivencia me refiero, era su conciencia de que su tiempo había pasado porque el universo en su derredor había evolucionado mucho más deprisa que él y él, al fin y al cabo, era un simple policía de pueblo (Ystad, la ciudad más meridional de Suecia y donde transcurre gran parte de su vida profesional, apenas llega a los 20.000 habitantes, y tal vez por eso los complicados y crueles casos que Wallander debe solventar empiezan siempre en apartadas granjas diseminadas por los grandes bosques de Scania). Un hombre demasiado viejo y maleado para asimilar la tecnología punta de la que se vale actualmente la policía científica, o para recurrir a los métodos que se usan hoy en día cuando toca ir al choque de frente. En alguna entrevista Mankell ha señalado que releyendo ahora las historias de sus policías le parecen más como cerebros en funcionamiento que como hombres de acción.
Se veía venir, pues, y que en su última aparición lo dejásemos retirado, viviendo en el campo y convertido en abuelo parecía lógico. Tal vez, endosarle un alzheimer fue un tanto excesivo, o innecesario: todo el mundo sabía que no iba a disfrutar de una plácida vejez en el campo porque la catástrofe le aguardaba a la vuelta de la esquina, pero ponerle nombre y apellidos a la desgracia pareció indelicado.
Y de repente aparece un "nuevo" Wallander que no es una ocurrencia que haya tenido Mankell a destiempo, como quien acaba de despedirse para siempre de una vieja amante y llama de nuevo a la puerta porque a última hora se le ha ocurrido algo demasiado trascendental para dejar que se pierda en el silencio. Huesos en el jardín es un relato relativamente corto y lo escribió en 2003 por encargo de unos libreros holandeses que deseaban regalarlo a quienes comprasen otros libros de Mankell. Años después lo redescubriría Kenneth Branagh, el actor norirlandés que encarnaba a Wallander en la serie de la BBC. Cuando le pidieron permiso para convertirlo en un episodio más, Mankell lo leyó, vio que era bueno y dio su consentimiento para serializarlo y, después, publicarlo en forma de libro. Conociendo las cifras de ventas que alcanzan los libros de Mankell, uno no puede menos que recordar a Cassius Clay, ya viejo, gordo, cansado y sufriendo los primeros síntomas del alzheimer que ahora se le está comiendo la vida y diciendo:"No soy lo bastante rico para rechazar la indecente cantidad de dinero que me ofrece esta gente por pelear una vez más".
Sin embargo Huesos en el jardín no deja de ser un regalo inesperado. En su momento puede que resultase un tanto decepcionante porque entonces habían aparecido previamente La pirámide (1999) y Antes de que hiele (2002) y todavía se esperaban grandes cosas del desastrado policía pueblerino. Leído ahora, cuando parecía que ya nunca más se iba a enfrentar a un caso aparentemente irresoluble, la conciencia de estar recibiendo un regalo rebaja el nivel crítico y el lector da por bueno lo que hay. Qué tipo el viejo Wallander, capaz de sentir celos de su hija Linda porque sale con un policía. Como se decía antes, es de lo que no hay.

 

Huesos en el jardín
Henning Mankell
Traducción de Carmen Montes Cano
Tusquets



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31 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los años de peregrinación del chico sin color

A ninguno de sus numerosos lectores japoneses les planteaba duda alguna la calidad y las ganas de leer el último y muy esperado libro de Haruki Murakami, y si la noche antes de su salida a librerías ya se vendieron 350.000 copias, después se venderían a razón de un millón al mes, sólo en Japón. Hubo quien incluso se tomó el día libre en el trabajo para hacer cola en la librería y tener el gusto atemperar la espera departiendo tranquilamente  con otros fanáticos.
Pasado algún tiempo, quien busque por ahí opiniones sobre el libro no tardará en detectar una cierta sensación de desconcierto. A todos les ha gustado mucho y se deshacen en elogios y con razón, porque el libro más que enganchar adsorbe desde las primeras líneas y, como quien se sumerge en un túnel, se avanza casi en trance hasta el final. Y es "un murakami" de primera, con un argumento sólido y bien montado y muchos de los ingredientes marca de la casa, desde unas secuencias de sexo muy bien contadas a las habituales alusiones al "mundo de ahí fuera" y "al otro lado", aparte de los inevitables pero sugestivos sueños.
Se entiende sin embargo el desconcierto de sus incondicionales porque el libro es tan sencillo, lineal y directo que muchos de ellos se preguntan si no será que no han entendido nada, o si no se les habrán escapado las metalecturas que tanta fama le han dado a Murakami en otras novelas. El plot, como queda dicho, es muy sencillo: el chico sin color tiene 36 años y construye estaciones de ferrocarril, pero sigue siendo un solitario porque no ha superado un golpe sentimental que le puso al borde de la muerte hace dieciséis años cuando, de pronto, sus cuatro mejores amigos, con los que había llegado a formar una conciencia colectiva de cinco personas, le expulsan del grupo. Si preguntaba la razón de dicha expulsión la respuesta era siempre la misma: "Pregúntatelo a ti mismo". Ahora, y a instancias de una mujer algo mayor que él y con la que por vez primera desde entonces concibe la posibilidad de un futuro en común, el constructor de estaciones se verá obligado a revisar literalmente su pasado y descubrir cuál fue la razón que motivó su expulsión. No pienso desvelar la trama, pero sí insistir en que es sencilla, unívoca y directa.
La novela está contada en tercera persona y no hay esas alternancias de perspectiva (pero quién demonios está hablando) ni múltiples interpretaciones (pero dónde demonios está la verdad) que tan importante papel jugaban en otras novelas. Hay historias subsidiarias formidables, como la del pianista de jazz destinado a morir en el plazo de un mes pero que está dispuesto a ceder tal honor a cualquiera; o el frasco con unos dedos de persona adulta conservados en formol y que alguien se olvidó en una estación, y también interpretaciones oníricas de sucesos fundamentales para la trama, como las posibles explicaciones a una violación y un asesinato, o las obsesiones sexuales del protagonista con las chicas del grupo que de pronto se complican con un muy sugerente giro homosexual. Pero, curiosamente, ese material narrativo de grandes e imaginativas derivaciones no se entrelaza con la búsqueda del pasado que está llevando a cabo el chico sin color, ni pretenden abrir puertas a lo surreal y lo alternativo tan típicos de Murakami. Cada personaje es lo que es, hace lo que hace y carga con lo que hizo en el pasado y no hay vuelta de hoja ni posibilidad de redención.
Hay además elementos muy próximos e importantes para el desarrollo de la narración pero que se pierden en la traducción, al menos la castellana. De los cinco amigos, uno de los masculinos lleva incluido en su apellido una alusión al color azul, y el otro al rojo. Y de las dos femeninas, una incorpora el blanco en su apellido y otra el negro, mientras que el quinto personaje, el apellido del chico sin color, sólo sugiere la idea de creatividad, hacer cosas. Al conservarse los nombres japoneses, Aka y Ao los chicos y Shiro y Kuro las chicas, se pierden las derivaciones que Murakami les quiso dar. Y otra curiosidad: si no fuera por los nombres de los protagonistas y de los lugares donde transcurre la acción, es decir, si hubiese que juzgar sólo por lo que dicen, piensan, hacen, visten, comen, duermen, trabajan o copulan los personajes, nadie adivinaría que se trata de una novela japonesa. Parece como si Murakami se hubiese propuesto universalizar su narración y borrar las particularidades culturales o étnicas para construir un relato de todos y para cualquiera. Pero, y esto parece lo fundamental, repito que la novela se lee de un tirón y con verdadera fruición.

Los años de peregrinación del chico sin color
Haruki Murakami
Traducción de Gabriel Álvarez Martínez
Tusquets Editores  
 



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24 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una confesión póstuma

Los amantes de la arqueología literaria tienen en esta novela un interesante motivo de investigación, sobre todo en el abundoso campo de la narrativa de confesión. La novela empieza de forma directa e inequívoca:"Mi mujer está muerta y ya ha recibido sepultura. Estoy solo en casa, yo solo con las dos criadas". Y en la página siguiente se remacha: "Cada vez que me miro al espejo ─ costumbre que todavía conservo ─ me resulta difícil concebir que ese hombre tan pálido, tan delgado y tan insignificante, de mirada sombría y mandíbula laxa ─ muchos dirán: ese esperpento ─, haya sido capaz de asesinar a su mujer... Una mujer a la que, a su manera, había querido".  Y por si alguien pudiera albergar todavía alguna duda acerca del estado de ánimo del personaje, él mismo puntualiza que, tras enterrarla ha regresado a "esta casa donde todo me recuerda a ella y donde, sin ningún pesar y sin ningún remordimiento, pero sin ninguna alegría y sin ninguna esperanza, voy de un lado para otro, intranquilo [...] lo único que siento es miedo, miedo de cualquier sonido, miedo sobre todo de mi propia voz".
El narrador y asesino confeso se llama Willem Termeer. Él mismo se presenta como un ser débil, indolente, mezquino, cobarde y sujeto a unas pasiones (bajas por supuesto) que no sabe dominar pero tampoco satisfacer. Y los hechos que él mismo narra le dan plenamente la razón, aunque entre tantos rasgos negativos hay al menos uno que le honra: la sinceridad. No perdona a un mundo al que cubre de invectivas y desprecios siempre que puede, pero tampoco se perdona a si mismo ni se concede un ápice de esperanza. Por ejemplo cuando dice: "Yo no he tenido la suerte de disfrutar de muchos placeres, pero los pocos que he conocido me han decepcionado". Ni siquiera le cabe la posibilidad de cargar todas las culpas contra su padre, pues si bien éste también fue un hombre despreciable y libertino al menos tuvo el detalle de morirse joven y dejar una fortuna que pone a su heredero al abrigo de la necesidad. Entre las muchas probatinas que lleva a cabo Willem Termeer por dar algún sentido a su vida se cuenta la redacción de una novela que podría ser perfectamente una descripción de Una confesión póstuma. Y que dice así: "Deslumbrado por la ilusión de que las particularidades que me distinguían de la masa y el dolor indescriptible que sufría en mi interior pudieran ser indicios de la sutil sensibilidad de un artista, había creado al héroe de mi novela como un trasunto de mí mismo. El relato era una revelación de mis emociones más íntimas, descritas sin ningún artificio". En vista del escaso interés editorial que suscita la revelación de sus emociones más íntimas, y tras otro periodo de perversiones y desenfreno, Willem decide que el remedio a sus males reside en el matrimonio y de buenas a primeras elige como compañera y salvadora a la hija de su tutor. Pero lo hace de buenas a primeras, sin conocerla de nada. Y cuando ni siquiera se han producido los avances y sobresaltos que preceden a una buena historia de amor, el presunto enamorado hace la siguiente descripción de su futura esposa:"Atractiva nunca me pareció. En absoluto. [...] El azul de sus ojos me resultaba demasiado claro, sus pestañas y sus cejas apenas se veían, su nariz respingona tenía algo de pueril y su cutis, frío y veteado como el mármol, no despertaba en mi el menor deseo carnal. Si hubiera podido besarla en aquel momento, no lo habría hecho".
Ante ésos y otros muchos síntomas que el presunto enamorado ofrece de su futura amada, el lector no puedo menos que preguntarse si el matrimonio con esa mujer abnegada pero fría y desdeñosa lejos de una solución a sus problemas no va a ser el obstáculo definitivo en su trayectoria vital. Y en efecto. Aun suponiendo que el autor no obligase a su personaje a confesar su crimen en la primera línea, el lector comprendería de inmediato que tiene en sus manos una novela que entra de lleno en la categoría de las crónicas de una muerte anunciada. Los buenos lectores de Emants (entre los que destaca J.M. Coetzee) lo relacionan con una larga hilera de confesos que va desde Rousseau a Simenon, pasando por Dostoieski y sus Memorias del subsuelo. Y algo hay de todos ellos en Emants, cuyo relato se lee sin suspense pero con la fascinación que proporciona el despliegue imaginativo y sugerente de lo inexorable, con el aliciente de que el personaje al que vemos asumir su destino se trata de un héroe pusilánime y mezquino que en lugar de disfrutar de la gloria por los logros alcanzado quedará marcado para toda la vida y condenado a vivirla sin ningún pesar y sin ningún remordimiento, pero sin ninguna alegría y sin ninguna esperanza. Sólo miedo.
Conste sin embargo que se trata de una novela del siglo XIX escrita con la parsimonia técnica y el acompañamiento psicológico propios de aquella época. O sea que quienes sólo gusten de los relatos directos y enlazados en secuencias de tipo cinematográfico habrán de resignarse a una narración mucho más parsimoniosa y razonada.

Una confesión póstuma
Marcellus Emants
Prólogo de J.M. Coetzee
Traducción de Gonzalo Fernández Gómez
Sajalin editores



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17 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La infancia de Jesús

En You Tube hay un vídeo en el que un escritor llamado Geoff Dyer agradece a J.M. Coetzee que haya tenido la amabilidad de presentarlo:"¿Qué hubiera dicho yo hace unos años si alguien me llega a vaticinar que un día sería presentado por un premio Nobel sudafricano?", se pregunta. Y se responde a sí mismo:"Me hubiera parecido maravilloso porque Nadine Gordimer es una de mis escritoras favoritas". Mientras la audiencia se parte de risa, el presentador permanece impertérrito.
Un ex compañero de trabajo afirmaba que en diez años juntos había visto reír a Coetzee una sola vez. Y son numerosas las personas que le han observado durante homenajes y actos académicos en su honor durante los cuales no ha abierto la boca. Si a ello añadimos el célebre comentario de Martin Amis aseverando que el estilo de Coetzee está íntegramente estructurado para no transmitir el menor placer, se obtiene un retrato del hermético autor sudafricano que choca frontalmente con la idea que él tiene de sí mismo cuando dice: "Todo el mundo parece encontrar negrura y desesperanza en mis libros. Yo no los veo así. Me veo a mí mismo escribiendo libros cómicos, libros acerca de gente normal que trata de vivir vidas normales, aburridas y felices mientras el mundo se cae a pedazos a su alrededor.
Con permiso del señor Amis, y más bien en la línea de Geoff Dyer, creo que si no se tiene en cuenta el profundo sentido del humor que impregna la prosa de Coetzee no se puede, como le pasa a Amis, disfrutar con sus libros. Por descontando que se trata de un humor ácido, escueto e incluso malhumorado, si se me permite el contrasentido, o llámese gruñón, pero explica, por ejemplo, que al entregar el manuscrito de La infancia de Jesús le preguntase educadamente al editor si era posible sacar el libro con la portada y la página de créditos en blanco para que fuera el propio lector quien adivinase qué clase de libro estaba leyendo, y cuál era el título. Ya lo dice él: pura guasa.
Quien desee ver una alegoría cristiana tiene elementos de sobra para defender su lectura: un hombre anónimo (que hace de estibador pero podría haber sido carpintero) se hace cargo de un niño que no se sabe de quién es hijo y se compromete a encontrarle una madre. Y la elegida (sin la menor prueba, sólo la intuición) es una mujer virgen, llamada Inés (el cordero como símbolo de santidad) y que viste de azul como la inmaculada. Aunque de entrada ella retrocede asustada ante la idea de hacerse cargo de un hijo (exactamente como ocurre en el episodio bíblico de la Anunciación) después no sólo lo acepta sino que le cuenta al niño que se lo va a introducir en la barriga para luego parirlo, y empieza a tratarlo como a un bebé y lo pasea en un cochecito. Todo su entorno hace continuas alusiones a que se trata de una criatura fuera de serie, como lo prueba el hecho de que aprende a leer él sólo con el Quijote, que se inventa una escritura para él mismo y que al ser obligado a escribir en la pizarra que dirá siempre la verdad, dice en cambio: "Yo soy la verdad". El problema es que, quien quiera ver ahí a Jesús, tiene que cargar con un niño caprichoso, maleducado y tiránico, que traiciona a todos y que está dispuesto a escaparse con cualquiera y a abandonar a su madre de adopción por la sola promesa de que le dejarán ver películas de Mickey Mouse.
Ello sin contar todo el resto de elementos narrativos que no encajan en una posible alegoría cristiana. La prosa es precisa, directa y sin el menor adorno, perfectamente adecuada al universo gris y monótono que describe: una sociedad de recién llegados sin memoria, ni nombres (unas autoridades benévolas pero que lo controlan todo asignan nombres y edades a quienes van llegando) y que apenas si conservan deseos y necesidades. Cuando Simón, el hipotético San José, manifiesta querer satisfacer su sexualidad, la mujer a la que se dirige le pide que precise si lo que desea es meter una parte de su cuerpo en ella, y cuando recibe una respuesta afirmativa, ella accede de inmediato pero sin poner el más leve rastro de pasión. Y en esa falta de pasión (por todo, no sólo en el sexo) es donde radica una de las posibles vigas maestras que aguantan todo el armazón narrativo. Pues cuando el amante se queja, la respuesta de ella es inequívoca:
"[...] si mañana te ofreciese toda la pasión que necesitas, pasión a carretadas, no tardarías en echar en falta otra cosa. Esta insatisfacción constante, ese anhelo de algo que echas en falta, es una forma de pensar de la que, en mi opinión, nos hemos librado. No nos falta nada. Lo que tú crees echar en falta es una ilusión. Vives por una ilusión".
En su confesada insatisfacción, el personaje principal cuestiona los sistemas de trabajo, indaga la línea de pensamiento filosófico del Instituto local, se queja de la escueta alimentación, se rebela contra las autoridades académicas e incluso pretende hacerse socio de una casa del placer, pero si algún concepto de la vida predomina en esa curiosa sociedad de zombies inapetentes, va más en la línea del budismo que del cristianismo, incluso entendido como una parodia.

 

La infancia de Jesús
J.M. Coetzee
Traducción de Miguel Temprano García
Mondadori

 

 



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10 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mejor hoy que mañana

A la hora de describir el paisaje después de una batalla (y la que Sudáfrica libró contra sí misma se prolongó durante siglos) el narrador debe adoptar un tratamiento extremadamente cauteloso porque incluso quien elija para representar dicho paisaje una vía moderada, positiva y creadora, detrás de cada hecho que describa seguirá latiendo un mundo de violencia, injusticia, opresión, abuso y, más al fondo aún, de sangre, con el agravante de que los protagonistas no sólo han sobrevivido a la batalla sino que son los encargados de forjar un futuro para ellos y los suyos. Y de ahí la pertinencia de la cita del poeta Keoraptse Kgositsile, que abre el libro: "Aunque el hoy siga siendo un lugar peligroso donde vivir, el cinismo sería un lujo imprudente".
En Mejor hoy que mañana Nadie Gordimer ha elegido hablar de la Sudáfrica ya democrática, centrándose en un periodo que va desde mediados de la década de 1990 a finales de la década siguiente. Su múltiple, comprometido y siempre sutil entrecruzamiento de historias tiene como eje a Steven Reed, hijo de una judía y un cristiano, ambos blancos y de clase acomodada. En pleno apartheid, los conocimientos químicos de Steve le llevaron a ingresar en el CNA con la misión de fabricar bombas. Allí conoció a Jabuille Gramede, en lo sucesivo Jabu, nieta de un respetado líder zulú que en su día se saltó las convenciones al mandarla a Swazilandia para recibir una educación universitaria. Se casaron pese a la ley contra los matrimonios mixtos y llevaron una activa oposición al gobierno racista. Hoy, Steve da clases en la universidad y Jabu ejerce la abogacía. Tienen dos hijos, Sindiswe, una niña superdotada, y Gary Eliot. La familia Reed, más sus parientes, amigos, vecinos, compañeros de trabajo y algunos grupos marginados (como la colonia gay que ha ocupado una iglesia cercana a su casa) proporcionan a Nadine Gordimer material suficiente para tejer un universo complejo, inestable y potencialmente explosivo, regido además por unas leyes que muchas veces no están escritas y por lo tanto son muy difíciles de transmitir al lector. Por ejemplo cuando Steve se declara impotente para transformar los nuevos estamentos universitarios y Jabu piensa."Sólo puedes dar algo por inaccesible cuando estás acostumbrado a tenerlo todo. Cuando has sido blanco". O esta certera descripción de Steve y Jabu: "Pertenecen a un tiempo en que "ella era negra y él blanco" y era lo único que importaba. Ahí radicaba la identidad".
En esta Sudáfrica que gracias a Mandela no se sumió en un baño de sangre tras la caída del apartheid la raza ya no es motivo de una exclusión tan brutal como la de antes, pero no sólo persiste sino que ahora se ha añadido un nuevo factor que Nadie Gordimer expone sin rodeos: "la clase está sustituyendo a la raza como elemento tóxico diferenciador".
Todo el libro está impregnado de un sentimiento de tránsito, provisionalidad y sustitución de unos valores por otros admirablemente resumido en una sola frase: "Ahora todo es después". Nadine Gordimer podría haber elegido el tremendismo y el ajuste de cuentas pero ha preferido una vía moderada que puede valerle cierta incomprensión porque para muchos no son representativos de la Sudáfrica actual los vaivenes de los miembros de unas clases acomodadas que en el peor de los casos se podrían solventar con una emigración de lujo a Australia (compárese su suerte con la de las hordas de desheredados procedentes de los países vecinos y que por cruzar diariamente las fronteras en busca de trabajo han dado origen a un sentimiento entre la población negra local tan impensable unos años atrás como es la xenofobia: negros que excluyen a negros porque "no son de los nuestros"). Pero la autora logra la nada desdeñable hazaña de desentrañar limpiamenter la infinita variedad de contradicciones y cortapisas, aunque también los logros, que caracterizan a un pueblo en plena fase de formación como nación y que todavía tiene demasiado cerca un pasado terrible.
A este respecto es altamente recomendable una lectura en paralelo de J M Coetzee, cuyos libros están actualmente en las librerías. Él habla de una Sudáfrica que se reconoce en la de Nadine Gordimer pero que al mismo tiempo es radicalmente distinta. Al decir de sus críticos la narración de Coetzee queda deslegitimizada porque él fue de los privilegiados que eligieron el exilio dorado para no verse coaccionados por las lógicas limitaciones de una sociedad todavía profundamente perturbada. Dos versiones distintas de un mismo objeto narrativo.

Mejor hoy que mañana
Nadine Gordimer
Traducción de Miguel Temprano
Acantilado



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3 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En cuerpo y en lo otro

En cuerpo y en lo otro, o Both Flesh and Not, como se llama en el original, es una nueva recopilación de textos de no ficción encontrados por los cajones del gran hombre y amontonados a la buena de dios porque tampoco tendría sentido pretender que hay una intención unitaria o que el autor hubiese autorizado sin más su publicación (salvo por pasta, claro).
Partiendo de la base de que cualquier texto firmado por DFW seguro que merece siempre un vistazo detenido, no todo el material aquí reunido ofrece el mismo interés, al menos de cara al lector no especializado, sobre todo si encima no es norteamericano. Así por ejemplo ocurre, entre otros, en  los apartados titulados "Veinticuatro palabras inglesas anotadas", "Pasadas por alto: cinco novelas atrozmente infravaloradas" o "Lo mejor del poema en prosa", esta última particularmente críptica para quien no conozca la antología de la que habla. En cambio es muy divertido "Decididor-ismo 2007, un enfoque especial", el prólogo a una antología de ensayos publicados ese año en EEUU y que le fue encargado, junto con la antología misma, por la editorial Houghton-Mifflin. DFW no deja títere con cabeza, empezando por sí mismo, pero en cambio hace unas interesantes reflexiones sobre la ficción-no ficción y la idea del antólogo como un subcontratado encargado de rastrear todo aquello que un lector normal no puede leer, y al que encima de tan ingente labor no se le puede pedir "imparcialidad".
En otros casos, como los titulados "Regreso con un fuego nuevo"(1996), "Terminator 2" (1998) o "Futuros narrativos" (1987) se nota demasiado el inevitable paso del tiempo, pues resulta difícil decir algo significativo sobre el sida antes de conocer  la parición de los retrovirales, o analizar la influencia de la televisión en la narrativa de los jóvenes valores cuando los ejemplos elegidos ya no son jóvenes, muchos no continúan siendo valores y a sus sucesores ya no les afecta la televisión y en cambio están en pleno proceso de asimilar Internet y las redes sociales. Respecto a Terminator2, es interesante el concepto de Porno de los Efectos Especiales porque, según DFW, si sustituyes los efectos especiales por los contactos sexuales la ciencia ficción y el cine porno demuestran unas afinidades que los hacen casi intercambiables, aparte de que "a mayor cantidad de efectos peor es la película", pero no parece que los productores, directores y guionistas de películas del futuro se hayan enterado de la veracidad de este axioma. O de su cercanía a la obscenidad.
En cambio hay casos en que el paso del tiempo juega a favor de algunos escritos de DFW, y me refiero concretamente a "Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos" y "Federer en cuerpo y lo otro", ambos dedicados al tenis, una disciplina deportiva a la que DFW era más aficionado como espectador que como practicante, ello a pesar que durante sus años de universitario todos le recuerdan portando una sempiterna raqueta de tenis y una toalla en torno al cuello: según sus biógrafos, en aquella época sufría unos súbitos ataques de ansiedad que se traducían en una violenta sudoración, y tener una toalla a mano era el mejor remedio contra tan embarazosa contrariedad.
Sea como sea sabía muchísimo de tenis y tiene algunas observaciones técnicas, estéticas, humanas y hasta metafísicas que hoy se ven realzadas gracias a san You Tube. Recomiendo vivamente buscar en Internet la final de Wimbledon de 2006 entre Nadal y Federer y contemplar en directo la inverosímil actuación de ese par de monstruos. El experimento puede durar lo que cada uno quiera porque allí está el partido entero (casi tres horas ininterrumpidas de tenis excelso), y a continuación se puede disfrutar la narración que hace DFW de aquel partido que él presenció en directo "como quien asiste a una puñetera experiencia religiosa". Quien, una vez acabada la narración, acuda de nuevo a la filmación de You Tube descubrirá que ambos jugadores han sufrido una transformación asombrosa y no solo porque su desempeño agonístico tenga ahora una trascendencia superior sino porque a las imágenes se les habrán añadidos elementos sensoriales que la tele no transmite. Por ejemplo: ¿sabía usted que al atravesar la pista a más de 200 km/h la pelota emite un zumbido claramente perceptible para los presentes? Lo mismo cabe para el relato de un partido del US Open de 1995 entre Sampras y Philipoussis. En este caso sólo hay grabados 8 minutos de ese encuentro, pero en cambio están recogidas las mejores jugadas. Y qué jugadas.
Otra transformación que puede sufrir el lector, esta de orden muy diferente, es durante la lectura de "Borges en el diván", una reseña de la biografía titulada Borges. Una vida, del hispanista británico Edwin Williamson (Seix Barral, 2006). En contra de lo que pretende todo biógrafo, lo que dice DFW acerca del trabajo de Williamson quita radicalmente las ganas de leerlo y en cambio suscita una necesidad casi ineludible de ir directamente a Borges y sumergirse en él sin más dilación, pues a quién le importa si estuvo aplastado por la figura de papá, tiranizado por la insaciable mamá o mortificado porque las mujeres no le trataron como él quería. Cuánto más rico es leerle directamente a él en lugar de hacer caso a un tipo para el que las supuestas ansias suicidas de Borges eran debidas a "...un fracaso literario que derivaba en última instancia de la inseguridad sexual". Y añade DFW: "Puaj". Claro.

En cuerpo y lo otro
David Foster Wallace
Traducción de Javier Calvo
Mondadori



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26 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El muñeco de nieve

Desde que Maj Söwall y Per Wahlöö publicaron hace lo menos cincuenta años sus famosas "diez novelas de detectives", los Países Escandinavos no han dejado de asombrar a los aficionados al género negro con una serie ininterrumpida de escritores que en algunos casos, léase Stig Larsson o Henning Mankell, se han convertido en fenómenos mediáticos de alcance universal, pues quienes no han leído directamente sus libros se habrán visto de todas formas asaltados en sus domicilios por las películas y series de televisión realizadas a partir de sus relatos más conocidos. Otros, y hablo de gente como Anne Holt (Noruega), Khell Ola Dahl (Noruega), Liza Marklund (Suecia), Karin Fossum (Noruega), Åsa Larsson (Suecia) o Arnaldur Indridason (Islandia), cuentan con seguidores en todo el mundo y especialmente en Alemania, que parece degustar con particular delectación las brutalidades que con tanta precisión cuentan esos novelistas.
Y esa tal vez sea la característica más llamativa, y uno de los principales argumentos de venta, de la novela negra escandinava: la brutalidad, el sadismo y la delectación de la que hacen gala los asesinos nórdicos al cometer unas salvajadas meticulosamente descritas por sus narradores. Las novelas del tándem Söwall-Wahlöö fueron el primer ataque frontal contra esa falsa pero generalizada convicción de que los escandinavos eran unos privilegiados que tenían la suerte de convivir todo el año con aquellas diosas rubias y con ojos de color cielo que durante los veranos bajaban a tomar el sol del Mediterráneo. Y encima estaban todas aquellas asombrosas prestaciones que ofrecían a sus súbditos unos estados que más parecían madres ubérrimas y entregadas. O sea, una especie de paraíso sin más áspid que un clima endiablado. Pero qué va, y, ante la sorpresa de todos, los escritores de novela negra no han dejado de poner de manifiesto que debajo de esa capa de civilización y racionalidad corren negros ríos de pasiones y odios y crueldades y venganzas capaces de hacer parecer unos aficionados a los mismísimos mafiosos sicilianos.
Jo Nesbo es de los que no creen en absoluto que la vida en Noruega, el país con el superávit más alto del mundo y con la tasa de desempleo más baja, sea precisamente un paraíso. Y su alter ego, el ya famoso comisario Harry Hole, menos aún. Aquejado de graves problemas con el alcohol, solitario, víctima de viejos traumas y obsesiones, obstinado y díscolo, en cada novela se pone él mismo varias veces al borde del despido por su indisciplina y su compromiso irrenunciable con el conocimiento de la verdad. Caiga quien caiga y sean cuales sean las consecuencias de sus pesquisas, el criminal debe ser desenmascarado.
En El muñeco de nieve Nesbo se ha creado un entorno narrativo tan complejo que le exige dar lo mejor de sí mismo. Llega a manejar una cincuentena de personajes contando víctimas, verdugos, testigos y sospechosos (casi todos ellos lo son, en un momento u otro), además de los periodistas y policías, entre los cuales una enigmática y muy atractiva recién incorporada al equipo de investigadores y con la que el comisario establece una complicada pero creativa relación porque cree ver en ella una réplica de sí mismo sin que esa impresión le ciegue hasta el extremo de no ver en ella una conducta sospechosa... Es lo que tienen las relaciones entre policías.
Quede claro que Jo Nesbo maneja los personajes y las situaciones con una envidiable eficacia de manera que mientras pasa páginas el lector no para de plantearse conjeturas que acaban resultando ser falsas porque detrás de cada certeza hay siempre un giro brusco e inesperado que abre nuevas e insospechadas perspectivas.
El problema, y creo que esta servidumbre podría hacerse extensiva a muchos de los escritores de novela negra, es que en su afán de entretener, despistar y desconcertar al lector, Jo Nesbo va abriendo historias cada vez más fascinantes y espeluznantes, y que los asesinatos se suceden a ritmo creciente. Pero todo lector experimentado sabe que resulta mucho más fácil abrir que cerrar las historias, y no digamos nada cuando llega la hora de formar un todo coherente, verosímil y, lo que faltaba, con final feliz. Hacer que todas las piezas encajen. Que algo de lo dicho o contado en las primeras páginas no contradiga la historia general. Que el lector no adivine antes de tiempo la clave central y todo ello expuesto, además, con arte y amenidad. Todo un reto. Pero vaya, aunque al final El muñeco de nieve se líe y se alargue un poco innecesariamente, el camino para llegar hasta ahí es muy emocionante y repleto de pistas falsas y soluciones imposibles. Quienes le conocen bien aseguran que es la mejor novela de Jo Nesbo.

 

El muñeco de nieve
Jo Nesbo
Traducción de Carmen Montes y Ada Bernsten
RBA



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18 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hadjí Murat

No seguir un orden en las lecturas y encima no sistematizar de algún modo la distribución de los libros por la casa tiene graves inconvenientes, como bien comprueba uno cada vez que necesita localizar algún libro al que haya perdido de vista hace tiempo. Pero tiene al menos una ventaja: de cuando en cuando pueden aparecer inopinadamente joyas de las que casi ni se tenía noticia de poseer. Tal es lo que acaba de pasarme con este Hadjí Murat, tan olvidado que, para mí, incluso es un Tolstoi inédito. Y que ha resultado ser una joya.
Es un relato de aventuras como los de antes, repleto de cabalgadas, tiroteos, amistad, peligros, lances de honor y sucesos crueles, todo ello inmerso en la naturaleza exótica y salvaje del Cáucaso, poblado entonces (la acción se sitúa en torno a 1850) como ahora por pueblos ferozmente independientes, gobernados por tiranos inmisericordes y gentes sencillas que tan sólo aspiran a vivir en paz. Pero qué va.
Al lector le resulta facilísimo ponerse de parte del héroe, Hadjí Murat, un caudillo checheno enfrentado a un destino trágico: es enemigo mortal de los invasores rusos a los que odia profundamente y combate con una ferocidad que ha hecho de él un guerrero legendario incluso entre sus enemigos. Y sin embargo debe entregarse a éstos y buscar su amparo porque está enfrentado a otro jefe checheno más poderoso, Shamil, quien no sólo planea darle muerte sino que tiene como rehén a toda la familia Murat (madre, dos esposas y seis hijos). La única esperanza del valiente pero acorralado caudillo es que sus otrora enemigos y ahora "aliados" le presten tropas con las que atacar a Shamil, liberar a su familia y, de paso, poner Chechenia a los pies del despótico zar Nicolás I. Vaya papelón.
Aparte de que el relato de la peripecia final del fiero rebelde resulta apasionante (y a fin de cuentas tratándose de una novela es lo único que importa) Hadjí Murat ofrece numerosos aspectos que la hacen interesante para los lectores actuales. Una de las cosas que primero llaman la atención es el hecho de que un autor profundamente ruso, hasta el extremo de que muchos consideran a Tolstoi uno de los constructores de la Rusia actual, trate con no disimulada simpatía la situación del pueblo checheno, solidarizándose con los sufrimientos provocados por las tropas rusas y destacando las virtudes de los personajes de esa etnia, encarnados fundamentalmente en la figura del propio Murat. Y sorprende asimismo el rigor con el que trata el autor a sus compatriotas, empezando por el propio Nicolás I, un anciano déspota al que destruye en las pocas líneas que se tarda en describir cómo el viejo impotente se acuesta con una jovencita y queda tan insatisfecho que para aquietar su espíritu debe entregarse al único consuelo que le queda: recordarse su propia grandeza. Salvo que ni eso le concede Tolstoi, porque justo al día siguiente lo muestra dando prueba de sus dotes de estratega al ordenar un incremento de sus tropas en Chechenia con orden de destruir las aldeas, quemar los graneros y talar los bosques, todo ello con vistas a demostrar a tan díscolos vasallos lo que ocurría a quienes se oponían a los designios rusos. En aquella época, Grozni era la base militar de las tropas cosacas que el imperio zarista utilizaba como fuerzas represoras. Mientras vaya pasando páginas, el lector actual recordará sin duda las imágenes desgarradoras que en la década de 1990 (es decir, casi 150 años después) los medios de comunicación de todo el mundo difundían de esa misma capital chechena sistemáticamente reducida a escombros por unas tropas rusas dedicadas todavía a demostrar qué les ocurre a quienes se oponen a los designios de Moscú. Y que Chechenia sea un mar de petróleo no es la excusa para justificar el reciente arrasamiento de una ciudad y el acoso a sus habitantes porque en tiempos de Hadjí Murat el petróleo era más una molestia que un tesoro fabuloso. La razón última del empecinamiento en poseer ese espacio ingobernable que se abre entre el Mar Negro y el Caspio parece caer más bien del lado que apuntaba George Steiner, según el cual el Cáucaso forma parte ancestral del imaginario ruso hasta el extremo de que juega un papel muy similar al que a mediados del siglo XIX jugaba la Frontera para Norteamérica y sus pioneros. Tolstoi además conocía muy bien la zona por haber participado (desde lejos, la verdad sea dicha) en la guerra contra Turquía y se nota no sólo en las magníficas descripciones de paisajes sino también en el trazado de los personajes, ya sean rusos o chechenos, con sus respectivas vestimentas e idiosincrasias. Al hablar de Hadjí Murat el crítico Harold Bloom citaba de continuo como referencia a Shakespeare. Nada menos.

   

Hadjí Murat
Lev Tolstoi
Traducción de Irene y Laura Andresco
Navona



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12 de septiembre de 2013
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El Boomeran(g)
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