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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leopardi

Es seguro que escribir la biografía de Leopardi es una de las empresas más arduas que le caben a un estudioso.  El propio Citati ha declarado que terminó el libro tan agotado que su máxima preocupación era evitar transmitir al lector su propio cansancio. Gran parte de la dificultad se debe a que Leopardi, que no llegó a los cuarenta años de edad, tuvo una trayectoria exterior tan exigua que a su lado incluso Montaigne parece un aventurero. Por el contrario, su trayectoria interior fue gigantesca, con una obra poética tan importante, y tan influyente incluso hoy en día, que muchos la comparan con la de Dante.

Durante los primeros veinte años de su vida Leopardi no sólo no salió nunca de Recanati, un pueblo de las Marcas relativamente cercano a Roma,  sino que vivió en un doble encierro pues aparte de no salir nunca de su pueblo apenas si  tuvo vida fuera de la excelente biblioteca creada por su padre, un noble excéntrico y manirroto que si por una parte arruinó a la familia con sus extravagantes iniciativas económicas, al mismo tiempo supo aprovechar el paso de Napoleón comprando a manos llenas, y a precios irrisorios,  las bibliotecas de los conventos desamortizados  por el expeditivo  guerrero corso. Si en tiempos de Leopardi niño esa biblioteca llegó a albergar 10.000 volúmenes, en años posteriores sobrepasó los 20.000 y actualmente forma parte del Centro de Estudios Leopardianos ubicado cerca del palacio familiar.

Como vía de escape frente al doble  confinamiento impuesto por el padre, Leopardi se lanzó desde muy joven  a la búsqueda de horizontes muy lejanos en el espacio, y ahí está esa Historia de la astronomía escrita a los quince años, y también horizontes lejanos en el tiempo, por ejemplo el mundo Clásico que él convirtió en algo cotidiano aunque fuera a costa de aprender  por sí mismo el griego antiguo.  Lógicamente, el aprendizaje personal  de secretos del mundo tan insondables como el amor se vio obligado a efectuarlo de forma azarosa y un tanto a la que salta, y de ahí la tempestad de sentimientos que provocó en él la breve pero intensa visita al palacio familiar de una prima de  su padre llamada Gertrude Cassi-Lazzari, mujer joven y hermosa capaz de despertar en el enfermizo adolescente unas apasionadas sensaciones hasta entonces sólo intuidas y cuya evolución puede ser seguida paso a paso en su Diario del primer amor, líricamente sintetizado en el poema “El primer amor” que forma parte de los Cantos.

            Y esta es un poco la tónica que le cabe seguir a quien desee adentrarse en los pormenores de una vida interior múltiple, apasionada y contradictoria pero que apenas ofrece apoyatura exterior. Por fortuna para los biógrafos, y de paso para el lector en general, existe el Zibaldone de pensamientos, generalmente subtitulado Diario intelectual y vital,  un compendio de ensayo filosófico, prosa poética y aforismos de carácter moral que ocupa más de 4.500 páginas manuscritas y que apenas encuentra parangón en la cultura europea.

            En su minuciosa, y en algunos pasajes admirable biografía, Pietro Citati recurre de continuo al Zibaldone porque en él encuentra el hilo conductor que le permite buscar en los momentos cumbre de la poesía de Leopardi, el origen de una sensación, una idea, una intuición o como se quiera definir el chispazo inicial que pone en marcha un proceso – casi siempre agotador y muy doloroso – que puede acabar plasmándose en una composición lírica tan intensa y sugerente como es el poema “El infinito”, pero también en tantos otros hallazgos reseñados por Citati.

            Obviamente esta biografía no es un libro para leerlo de una sentada. La secuencia lógica sería: una inmersión total en la obra poética de Leopardi, y una vez asimilado todo aquello que puede captar un lector normal (un no especialista, quiero decir), es aconsejable ir al libro de Citati y rastrear con él la génesis y evolución de aquellos poemas que más profundamente hayan impactado durante la lectura ingenua o inocente. Aunque Citati da toda clase de pistas, los más capaces tienen a su disposición el tesoro del Zibaldone. Pero no creo necesario insistir en que si Leopardi, incluso con la ayuda de trabajos críticos tan notables como esta biografía de Citati, continua siendo una fuente inagotable de placer, también ofrece un misterioso fluir de sensaciones e intuiciones líricas que por fortuna son inexplicables y que quedan a disposición del lector para que les saque por su cuenta todo el partido del que sea capaz.

 

Leopardi

Pietro Citati

Traducción de Juan Díaz de Atauri

Acantilado  

 

 



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3 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leche

Aunque advierto de antemano que no es este el caso, cuando un libro llega a las manos de un lector inocente (es decir, aquel que sólo aspira a que le cuenten bien una historia y le da lo mismo si el autor es macho o hembra, si fuma en pipa o come los huevos fritos con cuchillo y tenedor) y lo hace precedido de unánimes y entusiásticos elogios puede ocurrir que tanto entusiasmo y unanimidad provoquen el efecto contrario al esperado. Al fin y al cabo, decir que se trata de una voz nueva y original, que unas veces suena tierna y otras cruel o que resulta altamente inquietante, en el fondo no es decir nada porque es lo que probablemente pensaron los primeros lectores de Rimbaud, los editores que no sabían cómo quitarse de encima un copioso manuscrito firmado por un tal Proust o los primitivos defensores de Bukowski, por poner tres ejemplos de escrituras diametralmente opuestas y que sin embargo bien merecen esos u otros elogios.

                La primera sorpresa que le reserva  Marina Perezagua a quien no haya logrado sustraerse enteramente de las amables directrices insinuadas por sus entusiastas radica en el lenguaje. En contra de la idea que pueda hacerse cada cual, la prosa es sencilla y directa, de frase corta y muy precisa, en el sentido de que recurre siempre al término sancionado por el diccionario  incluso cuando habla de cuestiones  médicas y científicas. También los recursos narrativos son muy sencillos y directos, casi siempre en primera persona  y con saltos en el espacio y el tiempo bien calculados (o bien explicados) para evitar confusiones.

                Lo novedoso está en cómo cuenta las historias, o dónde pone el acento de la emoción narrativa, y no hay ejemplo más accesible que el relato inicial titulado “Litle Boy”. A mi con los relatos de Hiroshima me pasa un poco como con el Holocausto o los años más criminales de Stalin. Siento una empatía infinita con las víctimas, maldigo a los verdugos y  abomino de los rasgos que pueda compartir con éstos debido a que todos somos humanos y algo tendremos en común. Pero mi capacidad de horror es finita y ya no me caben más ejemplos de la bestialidad que supuso lanzar una bomba atómica que causó 125.000 muertos y 350.000 heridos, la horrenda matanza de 6.000.000 de judíos o las brutalidades estalinistas ya fuera contra personas o contra poblaciones enteras. Necesito encontrar un Vasili Grossman para que me entre una historia más de salvajadas soviéticas y, a partir de ahora, una Marina Perezagua para entrar de nuevo en el matadero de Hiroshima. La originalidad de su lenguaje no consiste en buscar palabras sofisticadas o giros inesperados a las frases. Lo que tiene de personal, y muy de agradecer, es que va por libre y que las teclas que toca, las fibras que remueve o los puntos fuertes de su relato no parecen pertenecer a ninguna tradición, ni salen de ninguna escuela.

                En cierto modo Marina Perezagua transmite la impresión de que cuenta lo de siempre (y qué otra cosa se puede contar si no son versiones repetidas de la desgracia inherente a la condición humana) pero haciéndolo como si fuera la primera vez, o como si nadie hubiese oído hablar nunca de una ciudad arrasada por un artefacto caído literalmente del cielo y ella tuviese una necesidad urgente de contarlo para que todo el mundo se entere. Pero también pueden ser una sarta de crueldades durante una guerra en Oriente, una  espléndida versión del mito del Minotauro, la ciega abnegación de alguien que está cuidando de un despojo humano “que no se debate entre la vida y la muerte sino entre la muerte y la cosa”  o las últimas horas de un condenado a muerte mediante una inyección letal y que con un simple giro elegante en la última línea del relato enlaza directamente con un predecesor que, 32.000 años atrás se salvó del ataque de un lobo y dio inicio a una línea de descendientes que termina en esa mesa de ejecución.

                Salvo en algún caso, como es el del reiteradamente citado Hiroshima, los relatos son intemporales y sin apenas referencias geográficas, por lo que todo lo que se cuenta no tiene más referencia que la propia coherencia narrativa, y probablemente sea esa indefinición lo que produce la sensación de encontrarse en un mundo que ha alcanzado un punto terminal que no acaba de ser tal porque de hecho es un  comienzo y no un fin. Como todo ciclo vital.

                Y aunque sea una cuestión por completo ajena a la calidad o la originalidad del libro, creo justo mencionar que se trata de un objeto tan bello por dentro como fuera, pues la acuarela de Walton Ford que ocupa la portada y contraportada es una maravilla de delicadeza y expresividad. Da gusto dejarlo por la casa para irlo encontrando de cuando en cuando.

 

Leche

Marina Perezagua

Los libros del lince         



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26 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El último septiembre

En 1920, fecha elegida por Elisabeth Bowen para ambientar El último septiembre, los llamados “disturbios” provocados por jóvenes irlandeses supuestamente aislados ya estaban cobrando el siniestro cariz de una insurrección generalizada que además iba a desembocar en una de las guerras de independencia más crueles y sangrientas de Europa. En el momento de ponerse a  escribir su novela (1929) esa guerra había terminado  cinco años atrás pero los lectores no sólo tenían presentes todas las brutalidades perpetradas por unos y otros sino que asimismo tenían muy claro que las heridas estaban muy lejos de haber quedado cerradas, como lo demuestra el hecho de que en Irlanda del Norte el conflicto civil iba a seguir dolorosamente abierto hasta finales del siglo XX.  

La situación llegó a ser dramática para las familias anglo irlandesas,  pues aunque muchas de ellas llevaban bastantes  generaciones asentadas en Irlanda, los nacionalistas locales las consideraban inglesas al tiempo que Gran Bretaña no terminaba de verlas como parte de los suyos (“Hemos venido a velar por ustedes”, dice en algún momento la esposa de un oficial del ejército británico destacado en Irlanda). Al verse atrapadas en una especie de tierra de nadie, esas familias tendían a identificarse con las suntuosas mansiones construidas por sus antepasados, razón por la cual los militantes irlandeses sentían una predilección especial por quemarlas, si bien solían tener la deferencia de avisar con tiempo a sus habitantes para que se pusieran a salvo. En el caso de El último septiembre la mansión se llama Danielstown y según palabras de la propia autora era un compendio de las casas de familiares y amigos del condado de Cork donde ella pasó su infancia y adolescencia.

Curiosamente, para narrar esa situación tan compleja como dramática,  Elisabeth Bowen se vale de la sensibilidad y los miedos e inseguridades de una joven llamada Lois Farquar, sobrina de los dueños de la mansión, Richard y Francie Naylor, muy aficionados a celebrar fiestas y recibir visitas de parientes y amigos. Como cabe esperar,  gran parte de las intervenciones de unos y otras, en privado o en público, son de una trivialidad tan inasequible a las circunstancias del entorno que el lector tiene la sensación de encontrarse en una novela de Woodhouse: “Esta casa es atroz, señorita Thompson. Si yo fuera usted, no me quedaría a cenar. Además no hay más que cordero, se lo he preguntado a la cocinera”. Quien así habla es Livvy, una joven casadera amiga de Lois y que está en Danielstown pasando la tarde. Después de dar noticia de las costumbres culinarias de la casa, añade como si tal cosa:” Lois, ¿tienes folios? Estaba pensando que tal vez escriba una novela”, cosa que a Lois le parece tan natural que contesta con desenvoltura: “¡Oh, sí, hazlo! ¡Qué idea tan fantástica! Pero no tengo. Pregúntale al tío Richard; le queda papel de cuando quería escribir sus memorias…”. Las conversaciones de los invitados durante el tennis party o en las comidas familiares,  o las intervenciones de unos y otras en las reuniones que organizan las esposas de los militares británicos son todas de una superficialidad irreductible, ello a pesar de que de cuando en cuando no pueden evitar que les afecten los sucesos exteriores (atentados, secuestros, emboscadas y, horror, incendios de casas), de la misma forma que tampoco pueden evitar que a veces la lucidez acerca de su situación se imponga sobre sus cegueras. Por ejemplo cuando Hugo Montmorency, un verdadero cero a la izquierda, al término de un irreprochable análisis del momento que están viviendo él y el resto de familias como la suya, termina diciendo: “El problema que sufre este país es el mismo que sufrimos todos a nivel individual: confundimos el sentimiento de lo que somos con el sentimiento de una afrenta y nunca saldremos de ello”.

Por idéntica razón, su propia insignificancia no le libra de recibir un retrato demoledor, esta vez de mano de la propia narradora: “…presa de un remordimiento constante, era un amante nato, consciente de los ciclos que se sucedían en él, las primaveras y otoños de deseo y desencanto, así como los intermedios de descanso estacional, insulsos y frígidos…”. Lo que en términos conyugales se denomina un cañonazo, con la particularidad de que el libro está repleto de momentos así. Se entiende que sus partidarios consideren a Elisabeth Bowen como la “Virginia Woolf irlandesa”.

 

El último septiembre

Elisabeth Bowen

Traducción de María Belmonte

Acantilado



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19 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La grandes cacerías americanas

Ciro Bayo (18591936) fue un extraordinario narrador  dotado de una sensibilidad poco común para captar el paisaje y sus habitantes,  y de un oído asombroso para las vibraciones de la lengua, ya estuviera ésta en boca de un humilde indio aimara o de un culto estanciero heredero directo de españoles. Pero  se dieron  dos circunstancias adversas que contribuyeron a hacer de él un desconocido no sólo hoy sino en vida también.

La primera de dichas circunstancias  fue el apogeo de la generación del 98  con sus ínfulas regeneracionistas y su intento de revalorizar lo español (empezando por el  paisaje) como fórmula para superar la depresión nacional provocada por la liquidación del imperio colonial. Viajar durante diez años por América  exaltando sus  bellezas, coleccionando modismos dialectales y asumiendo la herencia española en aquellas tierras estaba totalmente fuera de la onda imperante en el momento y salvo los Baroja y pocos más nadie consideró digno de elogio y premio  el quehacer literario de quien, de forma particular, acabó recibiendo el título de “último cronista de Indias”.

La otra circunstancia adversa de cara a la fama y el reconocimiento fue la inveterada afición del propio Ciro Bayo a quitarse de en medio. Su afán por ocultarse era proverbial y Pio Baroja contaba de él en sus memorias que en respuesta a la petición de España Calpe de una fotografía con la que ilustrar su semblanza en la enciclopedia, Bayo les mandó una fotografía de su padre que encima no era la de su padre verdadero sino la de un banquero apellidado Bayo y que le servía para fantasear sobre sus supuestamente opulentos orígenes. Y encima era tan escasamente cuidadoso con los aspectos prácticos de la vida que, se decía, a su regreso a Madrid vivió unos años en una buhardilla que le costaba dos duros al tiempo que pagaba diez por un piso que él  mismo le buscó a su mujer de la limpieza. Se entiende que acabase sus días ciego y solo en un asilo de ancianos.

Ni siquiera los gustos de las épocas posteriores han jugado a su favor puesto que la caza (que era la gran baza comercial de este libro) es hoy una actividad socialmente tan  desprestigiada que incluso los reyes se cuidan de practicarla a escondidas. Lo que ocurre es que Las grandes cacerías americanas va mucho más allá de una simple guía cinegética. La primera parte narra la travesía que va desde el  lago Titicaca ( y las islas donde nació el imperio Inca) hasta La Paz (Bolivia). En parte es como una guía turística bien escrita y muy documentada, con un magnifico añadido final sobre las cacerías de alpacas y guanacos llevadas a cabo por los indios locales, así como algunas noticias sobre las costumbres y fiestas populares. La excursión termina con una esplendorosa descripción del Ilimani y sus cuatro picos, al que Ciro Bayo no duda en señalar como el más bello de la cordillera andina boliviana.

En la segunda parte, y con la aparición de quienes van a ser sus compañeros de viaje (un naturalista alemán llamado Otto Eder que venía desde Panamá por cuenta de la Cámara de Comercio de Hamburgo; un indio colla llamado Corpa, heredero de los herboristas incas y que llevaba recorrida gran parte de América  vendiendo drogas y específicos y un buscador de oro escocés llamado Stuart) el relato experimenta una  revitalización extraordinaria, primero porque el tono de guía bien documentada es sustituido por el  relato personal, y segundo porque el narrador recibe la ayuda inestimable de tres profundos conocedores de los paisajes, la orografía y la fauna y flora locales, con lo que la prosa se hace de pronto mucho más precisa y expresiva, enriquecida además por numerosos americanismos que la  dotan  de una luminosidad muy de agradecer.

Y a ello hay que añadir el buen ojo de Ciro Bayo para los detalles humanos, como el relato de ese momento en que a Stuart se le enrosca en la pierna una víbora venenosa medio adormilada pero que si despierta puede causar  en pocos minutos la muerte de su víctima. La cual, demostrando que la flema británica no siempre es una leyenda, a la espera de lo inevitable ha sacado un cuaderno y se dedica a redactar su testamento.

Este   viaje, desde los Andes a la Amazonia, transcurre a lo largo paisajes bellísimos creados por los ríos Ecouré y Marmoré, este último haciendo las veces de interminable frontera con Brasil. El libro es una delicia, en gran parte porque su autor es un entusiasta entregado sin límites a su tarea de cronista.

 

Las grandes cacerías americanas

Ciro Bayo

Editorial Reino de Cordelia

 

 



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11 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Intemperie

 

De las diferentes  casas en las que viví  durante el tiempo que pasé en Londres hay una de la que  guardo un recuerdo especialmente  grato, y eso que lo mejor, lo que tenía de especial y memorable no estaba en la casa misma sino enfrente y al otro lado de la calle, varios números  más abajo. Me refiero a un pequeño  cine especializado en satisfacer las insaciables necesidades cinematográficas de la colonia india del barrio. Era un local  modesto y destartalado y en el que todavía se podía fumar durante unas sesiones que empezaban a las diez de la mañana y seguían ininterrumpidamente hasta las doce de la noche. Si así lo querías, y  por un precio tirado, podías entrar un rato a ver qué estaban proyectando, marcharte a trabajar o irte de copas y a la vuelta entrar otra vez para terminar de ver lo que dejaste a medias. Todo ello en medio de un continuo ir y venir de familias enteras con las meriendas, los biberones y los abuelos a los que era preciso contarles el argumento a gritos, aparte del reiterado recuento de niños para estar seguros de no haber perdido  ninguno de ida o de vuelta a los lavabos. 

Por descontado  que desde el nombre de la película y de los actores hasta los títulos de crédito y los horarios de proyección parecían  estar escritos en hindi, aunque tampoco estoy muy seguro de si el idioma predominante en el barrio era el bengalí, el urdo, el punjabí o vete a saber cuál de los 1.500 idiomas que se hablan en la India. El caso es que no se entendía una sola palabra de lo que decían, pero tampoco importaba porque aquellas películas  contaban historias  universales y primigenias, y por lo tanto comprensibles para todos los públicos del mundo: daba lo mismo que fuesen situaciones actuales o de época, rurales o ciudadanas, épicas o líricas porque en definitiva lo que  allí se contaba era cómo se las arreglaban los diferentes personajes para llegar vivos al día siguiente. Recuerdo como especialmente emocionante la historia de un padre de familia  que tenía esposa y cinco o seis hijos (aparte de algún padre u otro tipo de pariente recogido). Para ese hombre,  poeta de profesión, la posibilidad de regresar a casa con un paquete de arroz y un puñado de verduras  dependía de que a los habitantes de las aldeas  que visitaba  les gustasen sus poesías lo bastante como para privarse de unas pocas monedas y dárselas a ese rapsoda  que a lo mejor les había regalado una metáfora especialmente afortunada.  Las restantes historias solían ser igual de precarias o más.

Curiosamente, leyendo Intemperie he vuelto a sentir una emoción muy similar a la que me provocaban aquellas películas indias. La historia de esta novela no puede ser más sencilla: un niño todavía lo bastante pequeño como para no poder valerse por sí mismo, prefiere la incertidumbre de vivir a la intemperie antes que resignarse a la certeza de lo que le espera si se queda en su casa, y opta por escaparse.   A partir de ahí todo consiste en averiguar cómo se las arreglará para subsistir frente al hambre, la sed y los rigores  del sol; cómo logrará escapar de las autoridades que le persiguen, qué recursos le caben frente a la desproporcionada y odiosa  violencia oficial  o de qué manera adquirirá los conocimientos que le permitirán  sobrevivir en esa tierra dura y hostil a la que pertenece pero que todavía debe hacer suya.

El autor ha borrado deliberadamente cualquier huella temporal, geográfica o personal que permita al lector asirse a nada que no sea el puro lenguaje, el cual, por cierto, es de una riqueza y un rigor impropios de estos tiempos.  A los personajes se les conoce por su condición (“el niño”), o su oficio (“el cabrero”, “el aguacil”, etc), pero ni siquiera el perro pastor o el burro encargado de transportar la impedimenta tienen nombre. Sin embargo, junto a actos de una violencia extrema y propios de quienes están al borde del abismo, también se crean poco a poco vínculos personales que van más allá de la necesidad.  Por eso las relaciones del niño con el cabrero que le acoge son secas, antipáticas  y duras, pues apenas les queda espacio vital para la expresión de sentimientos. A pesar de lo cual, y más por los hechos que por las palabras, se acaban creando entre ambos unos lazos de solidaridad, abnegación y reconocimiento mutuo que bien podrían ser el germen de un compromiso social al que podrían sumarse otros en el futuro, en el supuesto de que pueda haber un futuro para ellos. 

Los accidentes geográficos y meteorológicos, los nombres de los vegetales y los animales y la gradación de los estados de ánimo o incluso de las funciones coporales están rigurosamente definidos y al mismo tiempo desprovistos de cualquier rasgo o dato definitorio, de forma que el marco geográfico o la época en que se sitúa el relatro son al mismo tiempo singulares y universales. De todas formas da lo mismo porque aquí como en aquellas películas indias,  lo verdaderamente  importante es que se trata de un relato muy bien escrito, con una riqueza de lenguaje sorprendente y una potencia de recursos capaz de mantener la tensión  narrativa sin necesidad de acudir a elementos ajenos a las propias reglas de juego. Y en esta época del año,  tan dada a los recuentos y las clasificaciones, valga mi  voto como una modesta contribución a resaltar  una de las mejores novelas española de 2013.


 Intemperie


Jesús  Carrasco


Seix Barral


 



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3 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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NW London

En el 2000 Zadie Smith publicó Dientes blancos, una novela ambientada en el barrio de Willesden, en el Noroeste de Londres, y que pasa por ser uno de los crisoles multiculturales y multirraciales más complejos del mundo. Dientes blancos no era enteramente autobiográfica pero resultaba evidente que Zadie Smith había utilizado como material narrativo una gran parte de su propia , o muy próxima, experiencia personal.

En 2012, tres novelas y varios libros de ensayos literarios más tarde, Zadie Smith volvía con NW London a su Willesden natal. La experiencia ha demostrado en numerosas ocasiones que regresos al origen como este ocultan una cierta pérdida de creatividad e inventiva. Al fin y al cabo es más sencillo evocar la experiencia propia que fabular otras vidas y otros mundos totalmente ajenos al propio.

Pero en el caso de Zadie Smith, nada más lejos de la realidad que la sospecha de una  pérdida de creatividad e inventiva narrativa. Es más. NW London supone un salto adelante estilístico y creativo tan gigantesco que a la propia Zadie Smith le va a costar años terminar de asimilar lo que ha hecho. Pero que nadie se llame a engaño. Se trata de una novela compleja y difícil, aparte de ser una obra polifónica: hay cuatro voces solistas que encauzan la narración en otros tantos momentos vitales (no necesariamente correlativos u ordenados temporalmente, aunque por algo digo que no es de lectura cómoda). Y también hay una infinita variedad de instrumentos de acompañamiento con sus respectivas voces, cadencias y melodías, y a nadie se le oculta que es prácticamente imposible armonizar y dar una suave unidad orquestal a semejante guirigay de sonidos.  A ratos chirría, pero también es cierto que cuando se recupera la melodía es gloria pura.

La primera sección está encomendada a Leah, la única blanca envidiada además por sus compañeras contrincantes afrocaribeñas por haber pillado a un guapo peluquero de origen italocaribeño. Cosas de los willesdeanos. Esta primera sección titulada “visitación” tiene reminiscencias joyceanas claramente identificables pese a la barrera de la traducción (que por cierto ha tenido que ser una pesadilla brillantemente resulta por su autor, Javier Calvo), con sus monólogos interiores (“stream-of-consciousness”) y ese inconfundible “reverberar” de la calle en forma de retazos de conversaciones al vuelo, afirmaciones no atribuibles a nadie, descripciones sin punto de fuga…no me cabe la menor duda de que si Joyce tuviera que contar hoy sus percepciones callejeras dublinesas no lo haría de forma muy diferente a como lo hace Zadie Smith.

En la  segunda sección, “invitado”,  la narración, la sensibilidad y  el desarrollo  del acontecer están encomendados a Felix Cooper, también hijo de los gigantescos y destartalados bloques de apartamentos municipales donde han nacido y crecido los demás personajes y que van a tener una destacada presencia en la peripecia de este joven que después de haber sufrido lo peor del aprendizaje en la calle parece estar superando la etapa de drogodependencia para crearse una vida normal. Pero un detalle: en una de sus últimas intervenciones en la sección anterior, Leah ha escuchado en televisión que el espíritu del carnaval que está teniendo lugar esos días (se trata del celebérrimo carnaval jamaicano de Londres) ha quedado desvirtuado por la muerte de un joven llamado Félix a manos de dos navajeros de callejón. Es decir: a partir del momento en que el lector ha sido informado de que el protagonista de “invitado” va a morir en cualquier momento de forma inicua y sin sentido, todos sus gestos y movimientos, los sufrimientos del pasado, la actual lucha por salirse de la droga o  su negra ausencia de futuro cobran una significación muy especial y este recurso narrativo tan sencillo permite a Zadie Smith contar una historia perfectamente vulgar y cotidiana  que cobra sin grandilocuencias ni grandes pretensiones  una conmovedora dimensión trágica.

Y otro tanto cabría decirse de las dos secciones que restan, dedicadas a Natalie y, en menor medida, a Nathan. El relato sigue  siendo el mismo (Natalie es la amiga íntima de Leah, se han criado juntas en los bloques municipales, y aunque luego han tomado trayectorias distintas, siguen siendo el punto de referencia una de otra) pero la narración no tiene nada que ver, pues ahora avanza a base de pequeñas  bocanadas vitales (185 en total) en ocasiones redactadas en unas pocas líneas de forma tradicional y otras veces recurriendo a bloques muy largos desarrollados con técnicas muy variadas.  Es un prodigio percibir el odio que suscita Natalie por ser negra y creerse superior a las demás porque es abogada y está casada con un rico banquero antillano.

El desenlace, titulado “travesía” es un alucinante viaje a pie  entre Willesden Lane y Kilburn High Road, y puesto que Zadie Smith ha decidido que sea el lector quien haga su propia lectura del mismo no voy a enredarme ahora en interpretaciones personales. Pero ya digo: aunque momento a momento NW London se deja leer con todo gusto, el conjunto es complejo y  viene a confirmar por qué Zadie Smith esté considerada como una de las mejores novelistas de su generación.

 

NW London

Zadie Smith    

Traducción de Javier Calvo

Salamandra



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26 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una pesadilla con aire acondicionado

En 1939, cuando Henry Miller regresó a Estados Unidos después de pasar diez años en Europa su ánimo estaba muy alterado. O pongamos que algo más alterado que de costumbre. Tenía casi cincuenta años, llevaba a sus espaldas una infinidad de trabajos alienantes y mal pagados, un par de matrimonios nada ejemplares y tres libros altamente conflictivos: Trópico de cáncer (1931), Primavera negra (1936) y Trópico de capricornio (1939). Todos ellos acabarían proporcionándole  fama y dinero a raudales, pero de momento estaban precariamente editados en París y prohibidos en Estados Unidos, con el agravante de que los pocos ejemplares distribuidos bajo mano  le iban a costar un juicio por obscenidad  que le perseguiría hasta bien avanzados los años 60.

  Para compensar, tres meses antes de su regreso a casa  había decidido aceptar la invitación a visitar Grecia que el pesado de Lawrence Durrell le estaba haciendo desde hacía años.  El encuentro con el color, la luz, la sensualidad y el modo de entender la vida mediterráneos le provocaron una suerte de epifanía que le iba a durar toda la vida. Y la urgencia por comunicar a los demás esa luminosa experiencia espiritual era tan viva  que a su regreso a Estados Unidos se creyó obligado  a refugiarse en Big Sur para escribir el que acabaría siendo uno de sus mejores libros, El coloso de Marusi (1941).  Pero al terminarlo seguía sin un céntimo y sin saber muy bien qué hacer de sí mismo, dónde instalarse, de qué vivir y con quién, por lo que su respuesta a tan acuciantes requisitos no pudo ser más cacterística: comprar un Buick de tercera mano y  lanzarse a la carretera sin rumbo fijo ni fecha de retorno, y con la sola  compañía del pintor Abe Rattner (“un hombre al que yo tenía por un enemigo”). Se diría que, después de su prolongada y fructífera etapa europea,  Miller trataba de comprobar en qué situación se encontraban sus viejas y viscerales querellas con la nación que le vio crecer.

  El resultado de tal comprobación fue Una pesadilla con aire acondicionado, una crítica feroz e irredenta contra la gran mayoría de ideales, creencias, mitos, escalas de valores e hipocresías que sustentaban la gran falacia de que América era una tierra especialmente favorecida por Dios y los americanos su pueblo elegido. El primer tercio del libro es una inmisericorde  obra de demolición: le horripila la fealdad de las ciudades, los centros de muerte y destrucción que son los cinturones fabriles, la innecesaria destrucción del medio ambiente o el sometimiento generalizado de la población a la tiranía del dinero, todo ello triturado con su  inconfundible y casi blasfema verborrea. Al hablar de las ciudades dice cosas como: "Las casas parecen haber sido decoradas con óxido, sangre, lágrimas, sudor, bilis, legañas y excrementos de elefante”. El viejo Miller de  siempre, tan certero en su juicio como pasado de vueltas.

                  Dejando de lado las exageraciones marca de la casa, gran parte de la crítica ideológica que Miller manifestaba a principios de la década de los años cuarenta no sólo fue adoptada en bloque por los beatniks y los movimientos anticulturales juveniles que alcanzaron su mayoría de edad en torno a Mayo del 68 sino que actualmente está perfectamente incorporada  en la mentalidad progresista moderada. Y  Miller es un agitador nato, pero también es un filósofo, un moralista y un convencido de que en la vida "hay algo más aparte de lo que está resumido en el conocimiento empírico del pensamiento de los grandes sacerdotes de la lógica y la ciencia”,  lo cual no deja de ser una elegante alusión a los beneficios de la gran tradición oriental que él adoptó para sí mismo y ofreció a los demás como contrapartida al vacío materialismo de Occidente. Pero por encima de todo Miller es un narrador de raza y llega un momento en que se cansa de estar cabreado y de mostrar su cabreo  a fuerza de ataques e improperios y se lanza con idéntica pasión  a contar experiencias de viaje, a retratar  personajes que va encontrando durante su vagabundeo o que él mismo va a buscar en sus más apartados escondrijos. Y el libro pega un subidón considerable: ahí están gente como el cirujanopintor  (es aconsejable revisar su obra en Internet y luego leer la descripción que hace Miller de ella); el músico Edgar Varese; el loco que quiso construir la gran pirámide de Arkansas; Stieglitz y tantos otros, sin olvidar al cansado presidiario que era “como un árbol viejo pendiendo sobre el borde de un precipicio, con las nudosas raíces a la vista […] como si personificara el propio gesto vacío de colgar allí”. Pero también personajes tan inesperados como el viejo Buick cuyos achaques y desfallecimientos le dan para escribir unas páginas que deberían ser obligadas en cualquier antología sobre la civilización del automóvil. Quién no se ha tirado horas en el arcén de una carretera por culpa de un automóvil capaz de averiarse en el peor momento; quién no ha perdido incontables (y carísimas) horas en un taller; quién no ha sido víctima de diagnósticos mecánicos disparatados o quién no ha tenido la dicha de topar con un genio capaz de poner en marcha con un par de  golpes de tuerca una máquina que parecía irremisiblemente destinada al desguace. “Pasacalle automotriz” es un ejemplo único de lo que sabe hacer un tipo como Miller  con una experiencia común y que el común de quienes la han experimentado no es capaz de sacar el más mínimo provecho de ella. Genial.

  


Una pesadilla con aire acondicionado

Henry Miller

  Traducción de José Luis Piquero

  Navona editorial  


 



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13 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Canadá

Todavía hoy la palabra frontera pone en marcha profundos e incontrolados anhelos en el subconsciente colectivo de los norteamericanos. La frontera implica la existencia de un horizonte situado más allá de la línea que delimita lo alcanzado hasta ahora y que sería lo real como oposición a la promesa que se intuye (y anhela) más allá del horizonte.
Pero qué pasa si al atravesar la frontera resulta que no hay vuelta atrás; qué pasa con la vida tal y como se adivinaba antes o qué pasa con la vida tal y como ha resultado ser en realidad.
Casi al final de la narración, y cuando ya está aquejada de una enfermedad terminal, Berner, la hermana gemela de Dell, el narrador, lo expone con esa lucidez exclusiva de quien habla sabiendo tener la muerte a tres pasos de distancia: "Siento, a veces, que mi vida de verdad no ha empezado aún. Ésta no ha estado a la altura, podrías decir. [...] Me fui por aquella calle, sola, aquel verano, ¿recuerdas?".
Pero dejo que sea el propio Dell, el narrador, quien, en el párrafo que abre la novela, plantee por sí mismo la situación: "Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase eso antes que nada".
Para terminar de plantear adecuadamente la situación es de precisar que quien habla es un viejo profesor a las puertas de la jubilación al que el encuentro con la hermana moribunda, a la que apenas había vuelto a ver desde que la vida les separó; la entrada en posesión de unas páginas escritas en prisión por la madre poco antes de suicidarse, o su propia conciencia de estar en los últimos tramos de un largo camino, parecen haberle animado ahora a contar (y reflexionar) su vida mirándola con la perspectiva de los quince años que tenía cuando todo cambió.
En otro momento del relato, al rememorar los días posteriores a la detención de sus padres, Dell hace la siguiente reflexión:"Los hechos que resultaron decisivos en las vidas de nuestros padres se estaban convirtiendo en secundarios respecto a los hechos que me llevaban a mí hacia adelante desde aquel día de agosto. Aprender este hecho nada sencillo ha constituido la materia prima del presente relato".
Es decir: el padre (un ex piloto militar licenciado sin honor y tras ser degradado de capitán a teniente por su relación con un feo asunto de tráfico clandestino) y la madre (una profesora convencida de que el matrimonio y los hijos le han impedido cumplir su sueño de ser poeta) cometen un atraco chapucero y patético pero decisivo, pues ellos terminan en la cárcel y sus hijos en la calle. Ante el peligro de caer en las garras del sistema de protección de menores, Berner, la hija, decide escaparse a California y vivir su vida en esa última frontera del gran viaje americano; Dell, por su parte, se deja llevar a Canadá por una amiga de la madre. Son una maravilla las descripciones de la gran pradera, ya sea cuando toda la familia trata de asentarse en un pueblo de Montana como durante los viajes en coche con el padre o en la propia huida hacia la vecina provincia canadiense de Saskatchewan. Dell no ve diferencias físicas, ambientales o humanas entre Montana y su próximo hogar en Canadá  porque, y lo repite varias veces, todo es una única y misma pradera. Pero sí acabará descubriendo diferencias, pese a la aparente uniformidad.
Para contar ese viaje iniciático Richard Ford ha elegido una curiosa técnica basada en hacer uso del atraco (en la primera parte) y de "los asesinatos que vinieron después" (en la segunda parte) como puntos de referencia que le permiten avanzar o retroceder en el tiempo y en espacio como el flujo y reflujo de una marea narrativa que muchas veces parece estancarse e insistir en lo mismo (igual que las olas golpean una y otra vez un punto fijo) para luego cambiar de ritmo y dirección con un lenguaje engañosamente sencillo, como también es engañosamente sencilla la estructura interna de la narración entera. Sólo un aviso: en ciertos momentos esa técnica puede resultar un poco irritante, pues al fin y al cabo en las 250 primeras páginas sólo hay un hecho trascendente (el atraco) siendo lo demás meros precedentes de aquél, mientras que "los asesinatos" son lo trascendente de la segunda parte y el fundamento sobre el que se erigen las 250 páginas siguientes. Pero lentitud y reiteración forman parte de las reglas de un juego en el que se gana sólo por jugar.

Canadá
Richard Ford
Traducción de Jesús Zulaika
Anagrama



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5 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desafío a la identidad

Esta recopilación de escritos de viajes (1950─1993) arranca con un texto de 1958 que no sólo da título al volumen sino que refleja lo que Bowles entendía por literatura de viajes, casi como si fuera un manifiesto. Y curiosamente recuerda en efecto a los manifiestos que tanto gustaban de lanzar los vanguardistas y que por lo general lo que de verdad ponían de manifiesto era la diferencia entre lo que decían y lo que hacían, o si se prefiere, la distancia entre teoría y práctica.
Desde finales de los años 50 a hoy han ocurrido muchos fenómenos fundamentales para entender la transformación sufrida en el concepto de viaje, y ahí están para probarlo la masificación del turismo, el uso universal del avión o la aldea global de Internet; las propias guías y las oficinas de turismo que ya proliferan incluso en los más remotos países bastarían para cambiar la costumbre social del viajar. Quiero decir que "Desafío a la identidad" ofrece ideas interesantes, pero también refleja el mucho tiempo pasado desde que fue escrito.
Pero es el propio Bowles quien pone de manifiesto el cambio experimentado por él mismo. Desde los 19 años en que se fue de casa y hasta bien cumplidos los 30, Bowles se sumergió en la cultura "con la voracidad omnívora del norteamericano libre". Anduvo de aquí para allá (por ejemplo en España) pero su aprendizaje fundamental lo llevó a cabo en París, donde además de visitar reiteradamente los templos culturales obligados frecuentó a artistas, intelectuales y gurús como Gertrude Stein, quien le ofreció dos consejos que se demostrarían decisivos: uno, que dejase de escribir poesía porque no era lo suyo, y dos, que se fuese a vivir a Tánger porque le resultaría mucho más provechoso que la Costa Azul. Y vaya si acertó.
Años más tarde, sin embargo, un Bowles más atemperado y bregado en el oficio de viajar escribía: "Si se me presenta la opción entre visitar un circo y una catedral, un café y un monumento público o una fiesta y un museo, me temo que por lo general me decantaré por el circo, el café y la fiesta". Sin ir más lejos, gracias a ese cambio de actitud disponemos hoy de un texto tan magnífico como "Café marroquí", capaz de suscitar en el lector un intenso anhelo que no puede ser nostalgia, puesto que no habrá conocido establecimientos como los que ahí se describen, pero sí un irremediable sentimiento de pérdida porque ya entonces Bowles los daba por perdidos.
Paul Bowles está tan indisolublemente ligado a Marruecos que todos los textos que abren esta recopilación (hablan de París, Turquía y España) no dejan de ser una introducción a veces curiosa, como la visión de esa Costa del Sol que para su desgracia acabaría conociendo muy bien debido a que su esposa Jane pasó allí los quince últimos años de su vida recluida en un manicomio.
La temperatura sube inmediatamente cuando se llega al kif, un amado compañero de viaje que le iba a acompañar toda la vida y acerca del cual ofrece toda su experiencia y conocimiento en forma de glosario. Y a partir de ahí empiezan las andanzas por Marruecos, primero un año entero grabando música tradicional por las montañas del Rif gracias a una beca de la Fundación Rockefeller [No resisto la tentación de plantear la pregunta de qué pasaría si nuestros grandes hombres de empresa (me refiero a los que no están en la cárcel) en lugar de comprarse aviones privados y yates gigantescos dedicasen una parte de sus pútridas ganancias a financiar iniciativas culturales como ésta] y luego viajes diversos motivados por la única razón válida para viajar, es decir, el mero gusto de hacerlo y conocer gentes, lugares y espacios como el Sáhara, del cual ofrece una de esas descripciones que provocan de nuevo en el lector la ineludible necesidad de pillar un avión para ver con sus propios ojos tantas maravillas como ahí se describen. Y lo mismo pasa cuando habla de de Tánger, Fez o Casablanca, esa ciudad que por culpa de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart sólo existe en la mentes de los cinéfilos fetichistas, quienes por consejo de Bowles deberían ir a buscarla en apartados callejones de Damasco o El Cairo porque la de verdad ni por asomo se parece a la de la película.
Lo que en definitiva transmiten los escritos de Paul Bowles es un rasgo personal muy característico y acertadamente resaltado por Paul Theroux en el prólogo: "Estos textos no sólo reflejan la larga y plena vida de Bowles sino que también iluminan sus brillantes ficciones. Ésa fue la vida que él eligió. Nunca transigió y siguió su camino de forma admirable, escribiendo lo que quería, sin hacer nunca nada que no quisiese hacer; y así hasta su muerte".

Desafío a la identidad (Viajes 1950─1993)
Paul Bowles
Traducción de Nicole d´Amonville Alegría y
Rodrigo Rey Rosa
Galaxia Gutenberg

 

 

 



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28 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Operación Dulce

En Inglaterra  el espionaje goza de una rica tradición, fruto sin duda de la época en que las embajadas de Su Majestad eran una inestimable fuente de información que permitía al Almirantazgo distribuir juiciosamente las  fuerzas que tenía diseminadas por todos los rincones de la Tierra en busca de ese equilibrio internacional considerado indispensable para gobernar el mundo. La Edad de Oro del espionaje inglés tuvo lugar durante la II Guerra Mundial, cuando los servicios de inteligencia británicos tuvieron en nómina a gente como E.M. Forster,  Patrick Leigh Fermor, Lawrence Durrell y tantos autores contemporáneos más.

Para su desgracia Inglaterra era a su vez un  fecundo foco de espías enemigos y los nombres de Burgess, Philby y MacLean son prueba de ello, aunque quizás el caso más doloroso fue el desenmascaramiento de Anthony Blunt, primo, consejero artístico de la reina y, al igual que los tres anteriores, ex alumno de Cambridge y espía confeso a favor de la URSS.

El aspecto menos conocido del espionaje, y digo menos conocido porque si bien los gobiernos de todo el mundo lo practican todos hacen lo posible por ocultarlo hasta el extremo de que ni siquiera presumen de sus mejores logros, es el del adoctrinamiento de la población, es decir, la política de propaganda encubierta mediante la cual se pretende influir en la opinión pública para dirigirla en la dirección que los gobiernos consideran adecuada.

Esta clase de actividad secreta gubernamental es la que Ian McEwan ha elegido para basar su Operación Dulce: en plena Guerra Fría, a  Serena Frome (una chica guapa, ex alumna de Cambridge  pero no particularmente brillante ni poseedora de un coeficiente intelectual fuera de serie), uno de sus novios le ofrece la posibilidad de trabajar para el MI5 bajo la tapadera de un puesto de mínima categoría en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social.  Aunque sabe que de momento su cometido consistirá en realizar tareas burocráticas irrelevantes a la espera de que surja una ocasión, Serena acepta la oferta, más que nada por curiosidad.

Pero lo que empieza como un simple juego no tarda en adquirir los tintes de una encerrona: al recibir su primer encargo (captar a un joven y prometedor novelista y ofrecerle una generosa retribución en concepto de beca a la creación aparentemente gratuita pero que más adelante habrá de pagar siguiendo las directrices que se le marquen  en cada momento)  Serena hace lo último que debe hacer un espía respecto al espiado, pues se enamora como una tonta y permite que la situación se vaya complicando hasta el punto de que, tras hacer el amor en la playa, los amantes llegan a hablar abiertamente de matrimonio.

 El argumento del espía que se enamora del personaje al que debe espiar ha sido tan reiteradamente utilizado en novelas y películas que incluso el lector/espectador menos sagaz sabe de sobras que le están contando la historia  de un amor sin salida porque este tipo de relación siempre termina (mal) cuando el amado averigua la verdadera profesión del amante y las causas reales de su acercamiento y seducción.  Y en ese sentido Operación Dulce no es una excepción, hasta el extremo de que si el lector no lo capta por sí mismo, el propio McEwan se encarga de aclarar desde la primera página que la suya es la crónica de un amor condenado al fracaso de antemano.

Pero no importa demasiado. En ese juego entre sabios (como sé que tú sabes,  parece que el autor le diga al lector, y como sé además dónde me esperas para pillarme, te lo voy a contar de la forma que menos sospechas  y a ver si eres capaz de averiguarlo por ti mismo antes de que yo te lo diga)  reside justamente  uno de los mayores y más instructivos logros de esta novela.  

McEwan es un gran narrador y a lo largo de su ya nutrida producción ha demostrado que posee recursos de sobra para salirse de las peores situaciones que él mismo provoca. Y esta su última novela no es una excepción.  Junto con lo que ya se sabía por haberlo contado previamente  John le Carré, la descripción que hace McEwan de la estrechez de miras y de pensamiento, o de la mediocridad y mezquindad de los funcionarios que integran los llamados “servicios de inteligencia” hace que  se entiendan mejor los escándalos que está protagonizando últimamente el espionaje sistemático y masivo entre las primeras potencias de Occidente, todas ellas oficialmente aliadas y defensoras de intereses comunes.

 

Operación Dulce

Ian McEwan

Tradición de Jaime Zulaika

Anagrama 



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21 de noviembre de 2013
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