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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Más guerra, es la madera

La notable colección del Reino de Redonda acaba de publicar uno de los clásicos más estimulantes de la moderna historiografía, La caída de Constantinopla, de Steven Runciman. El director de la colección es alguien que sabe de literatura. Más específicamente, alguien que conoce las novelas como el mejor cardiólogo pueda conocer el corazón humano y sus válvulas. En un epílogo que le ha añadido al libro, dice Javier Marías que aún siendo un indudable libro de historia, se lee como la mejor de las novelas. Es totalmente cierto. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida.

Como bien expone Marías, el arte de Runciman, el cual adivina el peligro de novelizar sobre un asunto tan dramático como el derrumbe del imperio oriental, el fin de Bizancio, la desaparición del mundo clásico, le aconseja neutralizar al máximo todos los recursos figurativos y poéticos, de modo que es justamente esa neutralidad, esa desnudez, la prosa sobria y eficaz, lo que otorga una evidente calidad literaria al relato. Y concluye Marías con esta frase:

“Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.

Está muy bien dicho. Marías, que por cierto puntúa como yo, con más intención musical que gramatical, se pregunta si deben respetarse unos confines a fin de cuentas invisibles. Si en el panteón literario inglés figura Gibbon, ¿Por qué no Runciman? ¿O acaso es preciso esperar a que la “historia” sea declarada obsoleta para incluirla en la región literaria, como las historias de Herodoto? ¿Debemos esperar a que los libros de Burkhardt o de Michelet sean totalmente superados por historiadores posteriores para incluirlos entre las mejores narraciones del romanticismo?

Cuando yo daba clases de literatura a alumnos ingleses insistía mucho en que, al llegar al siglo XVIII, leyeran sin falta el informe en el expediente de la Ley Agraria, de Jovellanos. A los sensatos estudiantes británicos les parecía una extravagancia que incluyera un texto considerado técnico en un programa literario. Sin embargo, puedo decir sin esnobismo alguno que lo tengo por uno de los mejores textos literarios del XVIII español, junto con la admirable descripción del castillo de Bellver. Confines invisibles.

Observen ustedes con qué arte concluye Runciman su capítulo V.

“A fines de marzo, cuando el ejército turco marchaba por Tracia, Constantino mandó buscar a su secretario Frantzés y le pidió que hiciera un censo de todos los hombres de la ciudad –incluidos los monjes- capaces de portar armas. Cuando Frantzés finalizó su tarea, vio que había únicamente cuatro mil novecientos ochenta y tres griegos útiles y algo menos de dos mil extranjeros. Constantino se quedó aterrado ante la cifra y rogó a Frantzés que no la divulgara. Pero los testigos italianos llegaron a idéntica conclusión. Contra el ejército del sultán de unos ochenta mil hombres y sus hordas de tropas irregulares, la gran ciudad, con sus veintitrés kilómetros de murallas, habría de ser defendida por menos de siete mil hombres”

Y a continuación titula su capítulo VI: “Comienza el asedio”. Es algo estupendo.

Por cierto que algunos lectores del blog habrán observado que el censo se hizo exclusivamente entre hombres, incluidos los monjes, siendo así que las mujeres tenían prohibido participar en la guerra. Por fortuna, un atavismo semejante ha sido ya corregido gracias a la lucha de las feministas contra el poder masculino y en la actualidad muchas mujeres independientes y libres participan en las guerras como soldados profesionales. Y cada vez son más numerosas y aguerridas.

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22 de noviembre de 2006
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Reportaje ingenuo

Sabía yo que aquel iba a ser un entretenido viaje en autobús porque al subir al 58 en la plaza Cataluña, que es final de trayecto, la conductora, una agradable gordita de treinta y tantos años, me saludó con afecto: “!Hola, chato!”. Siendo yo un caballero, respondí: “¡Hola, prenda!” y me senté la mar de contento.

Subió una dama apersonada, de larga melena castaña y traje sastre con cuellecito de visón, y quiso pagar el billete con uno de cien euros. Risas de la conductora: “¿Pero cariño, te crees que esto es el Banco de España y su inmenso caudal? Anda, anda, busca algo más pequeño”. Ante la desolada negativa de la dama (o bien muda, o bien alemana) y la imposibilidad de lanzarla al vacío, le aconsejó quedarse allí de pie hasta reunir el cambio. Y allí se quedó, escuchando los comentarios de la conductora y aguantando los improperios de los que subían, parada tras parada, sobándola apreciativamente.

Cuando íbamos por la calle Aribau hacia el norte, entró un señor cojo. Quizás más bien, renqueante. Estuve a punto de cederle el asiento, pero me retuvo el gesto de ansiedad de la señora sentada frente a mí. Esperé acontecimientos y, en efecto, la señora chistó, dijo “¡Eh!” y “¡Señor, señor!”, hasta que el cojo le hizo caso. Los gestos de la señora señalando su asiento eran casi obscenos, pero salvados por la buena voluntad.

El cojo se acercó a la señora y la retuvo por el hombro con una mano nervuda y poderosa. “No se levante, buena mujer, no es preciso, no soy un tullido”. Iba ya la señora a disculparse cuando ante la estupefacción general porque hablaba muy alto y con una cremosa voz de barítono, el renco le dijo que entendía perfectamente su compasión, que le sucedía con suma frecuencia, que él aceptaba de buen grado la bondad de la gente y muy especialmente de la gente catalana, que le habían cedido asientos en Bilbao, en Cádiz, en Valladolid, en ciudades europeas varias, pero nunca con tan exquisita educación como en Barcelona, pero que nunca los había aceptado no por arrogancia sino por convencimiento. Y luego siguió explicando con minuciosa exactitud su operación de rodilla y las causas de que, aunque renqueaba, no podía ser considerado cojo, “oficialmente cojo”, decía, lo cual es una minusvalía y entra en capítulo distinto de la seguridad social.

Le interrumpió un murmullo general de los viajeros que yo sólo pude entender al volver la cabeza. Todos estaban mirando por la ventanilla con cara expectante. A la derecha y junto a una moto tumbada giraban las alegres luces de dos coches de la policía y una ambulancia, parecía una tómbola. Me preparé anímicamente para ver el muerto, pero nos encontramos con un motorista muy mareado y contuso a quien los agentes, en lugar de multar brutalmente, daban golpecitos en la espalda, palmeaban amorosamente para quitarle el polvo del traje y no le atusaban el pelo porque venía rapado. No con menos cariño he visto almohazar a un caballo.

Dado que la conductora se había detenido a inspeccionar la escena del crimen y bajado del autobús para intercambiar opiniones con la guardia urbana, reemprendimos la marcha un poco más tarde al alegre grito de: “Así es la vida. Que no cunda el pánico. No ha sido nada. Venga, criatura, toma tus cambios, tó liquidao”.

Y entonces, girando un poco la cabeza, se dirigió al operado de la rótula como si fuera su madre: “¡Pero quieres dejar a esa pobre mujer en paz, so tullío!”. El renco salió disparado, pero muy digno, y se apeó en la siguiente no sin antes dirigirse al pasaje con un hermoso envoi: “!Agradezco sus atenciones al pueblo catalán! ¡Nunca os olvidaré!”. Todos respiramos.

Poco después me tocó el turno de abandonar la nave y lo hice a regañadientes porque no es frecuente sentirse como en casa junto a cincuenta personas y a treinta por hora y tras rozar la visión de lo macabro que es nuestro destino. Me faltó un pelo para lanzar otra despedida tan o más verbosa que la del tullido, pero me contuve. Ahora me arrepiento porque no puedo escribirla aquí y era muy buena.

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21 de noviembre de 2006
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Las guerras de Oriente

Si he de ser sincero, no podría explicar los cambios tan acelerados que se han producido en el arte de la guerra estos últimos dos siglos. A veces uno tiene la impresión de que su degeneración data del derrumbe provocado por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, rematado por los alemanes durante la Segunda. Una vez reducidos a escombros todos los principios mantenidos a trancas y barrancas por la sociedad estamental, ya fue imposible recuperarlos, de modo que las campañas militares americanas han sido un desastre desde Vietnam hasta Irak, no por falta de capacidad bélica, sino por crasa ignorancia. Que el conocimiento sea un factor esencial en la guerra, me parece un poco desconcertante.

Como en una película a cámara rápida puede uno retroceder a la colonización británica de oriente medio y a la figura del coronel Lawrence como ejemplo supremo para constatar que todavía quedaban soldados capaces de comprender lo que les separaba y unía con los árabes. Gente que nunca emprendería una acción bélica sin conocer antes intensamente el lugar que iban a pisar y la gente con la que se las iban a tener.

Un poco antes, la cinta nos haría ver a Napoleón en 1798, cuando todavía era Bonaparte, durante la campaña de Egipto, una de las primeras invasiones propiamente coloniales. Tomo los datos de Sudhir Hazareesingh. El joven general viajó acompañado por un séquito de ciento sesenta sabios. En los siguientes seis meses organizó los servicios sanitarios, estableció el correo postal, racionalizó el cobro de impuestos, un grupo de geógrafos estableció la primera cartografía del territorio, sus arqueólogos descubrieron la canalización que unía por vía fluvial el Nilo con el Mar Rojo, obra de Ramsés II, los grabadores y dibujantes prepararon los gigantescos álbumes de bajorrelieves con los que todavía trabajó Degas cuando era estudiante de Bellas Artes, y así sucesivamente.

Por cierto que tuve ocasión de ver esos álbumes en la Bodleian gracias a Jean Seznec. Eran tan grandes y pesados que debían manejarlos dos personas. La belleza de las láminas es indescriptible y la línea no había perdido absolutamente ninguna definición, ni se había atenuado el cromatismo. Según me dijo Seznec, sólo se conocen seis ejemplares localizados en bibliotecas públicas. Es posible que queden otros tantos en colecciones privadas.

A pesar de que Bonaparte no pudo mantener tan benéfico principio durante mucho tiempo, desde su llegada había establecido (y así lo escribió a sus colegas revolucionarios de Toulon) que: “Le militaire qui signe une sentence contre une personne incapable de porter les armes est un lâche”. Ciertamente, éste era el Bonaparte que ganó el corazón de Stendhal, no el Emperador que todo el mundo aborreció y que es uno de los inventores de la guerra totalitaria y las masacres de civiles como la de Jafa.

Me parece escandaloso que en esa raquítica alianza de civilizaciones que se ha inventado el gobierno español, sólo aparezcan recomendaciones como la producción de películas con protagonista árabe positivo y otras majaderías. No sólo se acude a lo más ramplón de la cultura occidental, sino que ese plan preparado por cien talentos está escrito desde una evidente, humillante y estúpida conciencia de superioridad sobre aquellos con los que pretende aliarse.

Ese plan ni siquiera es Disney. Es “Garbancito de la Mancha”, aquel intento de españolizar a Disney desde una corrala.

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20 de noviembre de 2006
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La paloma de Kant

A la salida de una reunión de trabajo, me toma del brazo y nos vamos a la cafetería. Es un brillante arquitecto y quiere contarme su próximo proyecto. Nos instalamos.

Se presenta a un concurso restringido de cinco arquitectos. Como en los chistes antiguos, un japonés, un americano, un español, en fin, lo habitual, pero el proyecto tiene lugar en un lugar imposible: una ciudad nacida y crecida en medio del desierto de un emirato árabe. El no lugar por excelencia, me río yo de Morin.

Se trata de construir un considerable edificio de viviendas en la capital. Si no recuerdo mal, el solar mide unos 50.000 metros cuadrados. Sin embargo, aunque la ciudad tiene calles, no se usan. El calor es tan intenso que incluso para cruzarlas los habitantes de la ciudad usan el coche. No hay vida exterior, el edificio debe contener en su interior la totalidad de la vida.

Me viene a la memoria aquella novela de Galdós, La de Bringas, creo, que toda ella sucede en el interior del Palacio Real de Madrid. Una novela fascinante. Al parecer, todavía en el ochocientos vivían allí dentro cientos de familias y nunca se aventuraban al exterior. Por los pasillos se instalaban los vendedores y comerciantes, en los patios había mercadillos, las señoras paseaban a los niños por los jardines interiores, en algunos saloncillos visitaban los médicos, los ópticos y los callistas, era época de mucho callo. Una ciudad entera vivía dentro de un edificio sin el menor contacto con el bullicio madrileño. Se lo comento por si le sirve de inspiración.

Sí, es algo similar, pero, añade, hay una variante nueva, algo que en tiempos de Galdós habría parecido un milagro y que es más bien de Julio Verne. Para el proyecto mi amigo ha de suponer que la energía es infinita y gratuita. En este país no hay problema con el gas, la electricidad, el petróleo. Calefacciones y aires acondicionados pueden funcionar todo el día sin que represente ninguna contrariedad. Tampoco el agua. Las desalinizadoras producen más agua de la que necesitan los ciudadanos. De hecho, en los baños no hay tapones. Puedes dejar el grifo abierto todo el día y le estás haciendo un favor a la administración que no sabe dónde acumular el agua desalinizada.

Tampoco es un problema el presupuesto. Si el proyecto es convincente, la financiación puede multiplicarse exponencialmente. No hay vida amorosa porque las mujeres viven recluidas y cubiertas de velos, lo cual limita las posibilidades de un intercambio social agradable y rico. En resumidas cuentas, no hay problema alguno que resolver. Ese es el problema. Puede tomarse como modelo una estación espacial, o uno de esos gigantescos cruceros de diez pisos, o los zigurats hoteleros, o las ciudades subterráneas de Capadocia, da lo mismo. El edificio puede tener la forma de un huevo, de un cubo, de una viruta a lo Gehry, de un globo hinchable, de un nautilus, de un laberinto, no importa. El proyecto tiene un grave problema: no presenta ningún problema.

Kant decía que la paloma vuela gracias a que el aire le ofrece resistencia. En un mundo sin ese molesto viento que nos mete arenilla en los ojos, no podrían existir los aviones. Si nada se te opone, no eres nada. Nos construimos gracias a que algo se resiste a nuestra construcción. Y nuestra forma física e intelectual, la de cada uno de nosotros, es el resultado de ese enfrentamiento y de los millones de detalles, variantes y matices con los que tropezamos a lo largo de nuestra existencia. Por eso Hegel tituló el célebre capítulo de su Fenomenología que trata sobre la revolución francesa: “La libertad o el terror”.

Envidio a los arquitectos. Inventaron la cueva troglodítica, la choza y el iglú, la casa y la isba, el templo y la iglesia y la ermita, el palacio y la abadía y la fortaleza, la mansión residencial y el cortijo, la villa veraniega y la dacha, el rascacielos y la torre, el chalet suburbial y las pareadas, yo qué sé… Y todavía pueden inventar modos de habitar en el mundo. Menuda suerte.

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17 de noviembre de 2006
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Refracción luminosa en una mañana de otoño

Iba yo calle Balmes abajo, el sol de las ocho en la frente y el imperativo categórico en mi corazón, cuando vi que subía en dirección opuesta de modo que el encuentro iba a ser inevitable la inconfundible silueta, el cabello negro ala de cuervo, los temibles ojos azul celeste de Teresita Camprubí. ¡Dios mío, no había cambiado nada!

También ella me miraba, pero hacía tantos años que no nos tratábamos que sin duda no podía reconocerme. Recordé que me habían contado algo sobre su matrimonio con un hombre guapo y poderoso, creo que al poco tiempo se trasladaron a vivir a Chicago pero regresaron debido a la súbita enfermedad del marido, la muerte llegó despacio y con recaídas, a los periodos de desesperación le seguían otros de euforia hasta el mazazo del desenlace, la figura de aquel varón atlético convertida en un amasijo de apenas treinta kilos, las palabras finales.

Si no me habían informado mal, pasado un año se había casado de nuevo, para estupor de todo el mundo y alegría de los padres del difunto que aún temían más perderla a ella que a su hijo, con el hermano del fallecido, el cual la había consolado a lo largo de la enfermedad y salvado de un suicidio. Y seguramente por amor al difunto, por ese amor que no podía agotarse de un modo tan impío, se habían casado y compartían amablemente al ausente, sin dramatismos. Un modo de mantenerlo en vida ambos, pues ambos le amaban y le seguían amando.

Inolvidable figura del muerto que debía de estar presente a todas horas, pero sobre todo en las celebraciones familiares, como un invitado más. En fin, la vida de Teresita había dado buen empleo a su belleza y a su inteligencia. Quizás la mujer más brillante de su generación, aquellas audaces muchachas del Sagrado Corazón. Y ahora estábamos a punto de cruzarnos y, como ya sospechaba, no me reconocía, de modo que me detuve ante ella.

“Hola Teresita, soy yo, Azúa, ¿no te acuerdas de mí? Tú no has cambiado nada, sigues igual”.

Algo inquietante, una nube de recelo, un gesto de pánico controlado, le entenebró los ojos enormes y Teresita comenzó a retroceder. Supuse que mi aspecto la estaba obligando a reconocer la implacable usura del tiempo, y que al verme también caían sobre ella todos esos años corrosivos que, sin embargo, no la habían afectado.

“Pero Teresa, si estás igual, si no has cambiado en absoluto…”.

A la desconfianza y al pánico ahora le sucedió una cierta insolencia, ese descaro que tan bien conocía yo y que a veces podían hacerla pasar por arrogante, cuando no era sino la reacción de un animal noble ante el peligro. Entonces habló, irritada, molesta.

“¿Pero cómo sabe usted que me llamo Teresa?”

“¿Cómo no voy a saberlo? ¿No te acuerdas ya de Caldetas, de Lloret, de los guateques en casa de Chufo? Tu familia era muy amiga de la mía, ¡pero si andábamos siempre juntos!”

“¿Guateques? ¿Qué familia?”

“¡Los Camprubí, naturalmente!”

En ese momento a los dos nos iluminó el mismo chispazo. A ella para aliviarla. A mí para derribarme. Ni siquiera su sonrisa logró sostenerme.

“Yo me llamo Teresa Cuevas. Usted debe de referirse a mi madre, Teresa Camprubí”.

Había una cierta compasión en su voz, creo que incluso trataba de ayudarme, así que farfullé lo típico, perdona, os parecéis tanto, es como un milagro, y me fui calle abajo hasta llegar a la Diagonal sin proponérmelo y sin saber a dónde iba. Me quedé allí, sentado en un banco bastantes horas, habría querido quedarme para siempre. Asistir a una resurrección y a una segunda muerte en un minuto.

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16 de noviembre de 2006
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Un artista de la brocha

Con los pisos que uno habita sucede como con el cerebro en el que uno vive, que se gastan y todo el mundo se da cuenta, pero el último en percatarse es el inquilino. Pude comprobarlo el otro día, al ordenar un montón de papeles entre los que venían unos apuntes de seminario.

El 20 de marzo de 1996 había anotado yo, de la boca de Javier Echeverría, que “el nuevo método, la apagoge, reduce problemas complejos a problemas simples, por ejemplo el problema de la duplicación del cubo resuelto mediante las medias proporcionales (figuras mecánicas)”. Juro ante Dios que no tengo ni la menor idea de lo que este párrafo significa, aunque estoy persuadido de que es de primero de bachillerato.

Exagero un poco. Si me pongo, lo descifro, pero lo que me llama la atención es cómo se me ha oscurecido el cerebro en unos diez años. Sin duda, es ello evidente para cualquiera con quien tenga yo trato, pero no lo es para mí. Me miro el cerebro (le envío mensajes positivos) y me parece a mí el mismo de siempre. No lo es, desdichadamente. Desconchados, nidos de roña, telarañas, raspaduras, golpes, en fin, la señales del uso han de darse tanto en el automóvil como en el seso.

Y así pasaba también con la casa donde vivo, que yo la veía como siempre, pero las visitas ponían caras cada vez más horrorizadas. Hasta que un día, al término de unas breves obras, la situación se hizo imposible porque me pareció advertir unas risas mal disimuladas entre gente de alto standing, y eso sí que no. Decidí pintar.

Como si Hermes me hubiera escuchado, pegadas a la anunciadora de la esquina (un mamotreto en el que mi ayuntamiento exhibe carteles diseñados por un lobotomizado con enchufe) venían las sólitas tiritas con un teléfono y el mensaje: “Pintor con antecedentes, para trabajos suntuosos”. Arranqué uno de los apéndices y llamé sin dilación. Quedamos para el presupuesto.

El pintor, hombre de unos treinta y pico de años, debía de creer que a la hora de encargar trabajos artísticos el aspecto es relevante, así que vino vestido de pintor, a saber, con un mono blanco inmaculado, gorra blanca de visera, blancas zapatillas de tenis y una bellísima placa cosida en el pecho con la leyenda: “Per aspera ad astram”.

Aunque, dado su aspecto postinero, ya había decidido contratarle, comenzó la inspección pre-presupuestaria con paso majestuoso. En todas y cada una de las habitaciones su comentario tomaba ricas entonaciones líricas.

-En este hermoso espacio habría que poner dos colores, digo yo. Crema de castaña y humo, por ejemplo, como un antiguo De Soto, ¿me entiende el caballero?

Aunque una y otra vez le decía yo que no, que ni soñarlo, que blanco y se acabó, y eso se repitió sin descanso, él no cejaba.

-¡Ah, un monumento a la moderna higiene! (esto era en el baño, que mide cinco metros cuadrados) Aquí va a permitirme que le demos dos manos, una de azul ultramarino para la estancia misma, y en el techo, azul Inmaculada.

Como yo había agotado ya toda capacidad de negación y creyéndome el artista más empecinado de lo que en realidad soy, se dirigió a Eva teniéndola, pobre ingenuo, por más dúctil y asequible al halago.

-¡Luz, luminosidad, sinónimo de sabiduría, como bien ilustra el epitafio de Goethe, “luz, más luz”, según dijo cuando corrían una cortina! Vamos a usar aquí (era el aseo) un amarillo budista zen cortado de azafrán...

-Blanco.

-¿Blanco, señora?

-Blanco.

Salió de la casa muy disgustado y maltrecho. Al día siguiente me dejó el presupuesto en el buzón y era de varios millones de pesetas. Cuando le llamé para decirle que como mucho doscientas mil me contestó, casi sin pausa, “de acuerdo, había que intentarlo”, y quedamos al otro día para hacer un plan de trabajo y coger las llaves.

Cuando llegó, traía dos ejemplares del “Hola!”.

-Observe, admirado cliente: la gente de mayor alcurnia usa el color, hoy día se usa el color, es algo moderno y democrático, las estrellas de la televisión y del fútbol así como cirujanos mundialmente conocidos, pilotos de Iberia y otros intelectuales solidarios, ponen siempre dos colores en sus salones.

-Blanco, Luís, blanco.

Su rostro indicaba el profundo dolor que le causaba no poder llevar a cabo un trabajo rigurosamente artístico, algo que pudiera competir con las bellezas habitacionales de Joselín de Ubrique. Pensé en el dolor intenso de los arquitectos en su lucha con los clientes, la angustia de los innovadores contra la burguesía, Soutine destruido por la incomprensión y el alcohol, y como siempre, cedí.

-Bueno, pongamos dos colores en el aseo.

No me besó la mano porque la retiré como un resorte. Con un entusiasmo infantil se despidió alzando un brazo, como si saludara a la multitud.

-¡Sabía yo que usted era un hombre adelantado a su tiempo! ¡Tanto libro ha de haber servido para algo!

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15 de noviembre de 2006
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Personalidad sobresaliente

No sé yo cuáles son las condiciones para que se den tipos originales, capaces, además, de llevar a cabo empresas prodigiosas. Lo que desde luego sé es que no se producen en España. Sin duda, el lugar donde mejor crecen es la Gran Bretaña. Quizás la lluvia sea un elemento imprescindible para ese raro cultivo. Nuestra particular aspereza los mata de raíz.

El último personaje español de esa categoría tan británica, que yo recuerde, fue Paco Benet, el hermano de Juan. No sólo tenía una cabeza excepcional, sino que organizó la fuga de los esclavos del Valle de los Caídos contando con dos elementos memorables, un automóvil americano de gran cilindrada y una rubia despampanante, la jovencísima Barbara Probst. Su final, muerto en accidente tras dormirse al volante del jeep mientras cruzaba el desierto iraní (se había casado con una princesa de la familia del Sha), guarda una inquietante similitud con el coronel Lawrence, muerto a lomos de su motocicleta Brough Superior.

Me vino Paco Benet a la memoria tras la lectura de un artículo de Anthony Lane, un homenaje a Patrick Leigh Fermor que publicó el New Yorker de finales de mayo. Fermor es el arquetipo del caballero inglés capaz de las más audaces aventuras, como cruzar a pie la Europa de los años treinta desde Londres hasta Estambul, pero también otras empresas para las que se necesita un arrojo de superior calibre, como secuestrar en 1944 al general Heinrich Kreipe, jefe de operaciones de la Wehrmacht en Creta.

Narra Lane en su artículo una conocida escena del secuestro. Fermor y los partisanos griegos conducían al general por los escarpados montes de la isla hacia un escondrijo, cuando el general dejó escapar un suspiro a la vista de las cumbres nevadas y musitó para sí: “Vides ut alte stet nive candidum/ soracte...”. En ese momento le interrumpió Fermor, y continuó: “...nec jam sustineant onus/ silvae laborantes, geluque etc etc”. Ambos se miraron a los ojos y a partir de ese momento el secuestro continuó del modo más educado posible, “usted primero, mi general”, “no lo quiera Dios, usted primero, estimado agente de los servicios británicos”.

Nuestra tierra, reseca, roqueña, rasposa, no da este tipo de caballeros castrenses, pero algunos da en el género eclesiástico. En una ocasión viví una escena similar, cuando Gil de Biedma, espoleado por un comentario sobre la supresión del griego en el bachillerato, comenzó a recitar las primeras estrofas de Iliada y sin mediar aviso le siguió Pere Gimferrer impertérrito. No dejaron de declamar a coro durante todo el trayecto del taxi, que fue considerable. Ambos rapsodas tenían los ojos cerrados y dirigidos hacia el techo del vehículo. Fue muy hermoso.

Del viaje a pie de Fermor se han traducido los dos volúmenes ingleses: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (en la editorial Península), ambos insuperables. Falta el tercero. Nadie sabe si llegará a escribirlo. Fermor tiene en la actualidad noventa y un años. Las restantes aventuras de Fermor aparecerán en su biografía, anunciada para finales de este año.

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14 de noviembre de 2006
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Disparen sobre el escenarista

Hay que estar en Babia para creer que las artes pueden escapar a la política: nada hay fuera de la política. La vida contemporánea es toda ella un acto político, no porque así lo deseemos los ciudadanos sino porque la política es el mayor espectáculo contemporáneo y vivimos inmersos en ese espectáculo lo queramos o no. Nosotros somos las comparsas y el público. Todo al mismo tiempo. Y encima, pagamos el espectáculo.

Los actores del espectáculo, las figuras, las estrellas, actúan gratis y por lo tanto ocupan una franja horaria enorme. El día en que los diputados, ministros y presidentes cobren por salir en TV o por hacer declaraciones, verán ustedes cómo se termina esta asfixia. Volveremos a vivir pendientes del declinar de las estaciones, del fútbol y la Fórmula 1, de las divas y divos, de lecturas y vinos nuevos, paisajes y paseos, cavilaciones y desconsuelos, pero dejaremos de tener todos los días a sus señorías en la sopa, en la ducha, en la cama y en los sueños parloteando como curillas.

Mientras tanto, la música es otra víctima de la política, como todo lo demás. La cada vez mayor importancia que dan los administradores (nombrados por los políticos) a los escenaristas ha conducido a que las óperas se conviertan en festivales paleovanguardistas muy apreciados por los poderes mediáticos. Sólo así se explica que la directora de la Ópera de Berlín recibiera la bronca que recibió por negarse a estrenar el Idomeneo de Mozart después de recibir amenazas de grupos fascistas islámicos. A nadie se le ocurrió que quizás la culpa era más bien del escenarista, cuya caprichosa decapitación de Jesús, Poseidón, Buda y Mahoma (¡en una ópera del siglo XVIII, qué trivialidad, señor mío!) fue lo que desencadenó las amenazas.

Yo no sabía, y es lo que me hace regresar a este asunto, que el ministerio del interior alemán y la policía de Berlín se habían negado a garantizar la seguridad del público. Me entero gracias a un inteligente artículo de Natalie Krafft, directora de Le Monde de la Musique, quien se pregunta: ¿Qué tenía que haber hecho Kirsten Harms? ¿Estrenar de todos modos, a pesar de las advertencias de la policía, es decir, cargar ella con toda la responsabilidad si se producía un atentado? ¿La directora de un teatro de ópera puede decidir algo semejante?

El arco de descarga es un artilugio eterno: en cuanto aparece un problema todos señalan al que viene detrás, del coronel al recluta. La novedad es que ahora los intocables son los escenaristas, los cuales de reclutas han pasado a coroneles. En el caso del Idomeneo alemán todos han señalado a la directora del teatro como culpable de la suspensión, absolutamente nadie al escenarista. Podría haber echado una mano, ¿verdad?, pero la así llamada libertad creadora le impedía cambiar las cabezas divinas por sombreros, animales totémicos, acciones de Endesa, o cabezas de sátrapa muerto. Total, se trataba de representar el monoteísmo, o algo por el estilo.

La imaginación, la fantasía del escenarista son necesarias, convenientes y a veces indispensables para dar visibilidad a una partitura. Harry Kupfer construyó la imposible espacialidad de Die Soldaten, de Zimmermann, de manera que esa unidad visual diera coherencia a una música desintegrada. La partitura no perdió ni un gramo de vitriolo, pero Kupfer logró que además se viera sin que se te quemaran los ojos.

Algo similar a ese desvío de la responsabilidad se está produciendo también en los colegios e institutos, en donde son los profesores los que deben garantizar el orden público mientras les pegan los alumnos, los padres de los alumnos, la policía, los jueces y un esquimal que pasaba por allí y se puso en la cola. Los pobres maestros han pasado de coroneles a reclutas.

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13 de noviembre de 2006
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No pegar golpe

Ayer fue fiesta en Madrid, de modo que no hubo blog, se me olvidó avisarlo. Estamos tan acostumbrados a las vacaciones y a las fiestas que ni siquiera nos damos cuenta de que semejante jolgorio es un invento de hace cuatro días. Todavía a principios del siglo XX el concepto mismo de “vacaciones” o “fiestas” tenía una carga emocional intensa, era una reivindicación revolucionaria y olía a pólvora. En la actualidad parece un asunto meramente burocrático. Bueno, lo es.

Las fiestas antiguas ordenaban el año de manera que no hubiera despistes. Cuando llegaba la Candelaria había que plantar las habas, la festividad de San Martín era día de matanza y por el Corpus se cosechaban las uvas. Como es evidente, estos ejemplos son un invento, pero la música no.

Hemos olvidado por completo el antiguo calendario porque ya no existen las estaciones y, por así decirlo, las habas se plantan cuando nos da la gana, se mata el cerdo en todo momento y lugar, y las uvas se cosechan en Vitigudino, Cartagena de Indias o Nueva Zelanda según las fechas, de modo que tenemos uvas todo el año. Suprimidas la estaciones, ¿para qué necesitamos un calendario?

La desaparición del calendario estacional ha traído el nuevo calendario de días feriados y recuperables. Es decir, el calendario burocrático. Coincide a veces con el viejo calendario, como en la próxima emigración masiva de la Inmaculada Concepción, tiene narices la fiesta. No obstante, a poco que moleste el santo se traslada de día y se queda sin celebrantes. Me parece estupendo. Que taña el arpa.

Sólo siento que se hayan perdido las viejas formas de la pereza, de la vagancia, de la molicie, de la pigricia, cuando los humanos estábamos más cerca de los animales, es decir, éramos menos animales que en la actualidad. Cuando usábamos las fiestas para no hacer absolutamente nada, en lugar de matarnos a sacrificios deportivos, pintorescos, gastronómicos, automovilísticos y turísticos como en la actualidad.

Me parece emocionante y aún lloro cada vez que veo el cuadro de Millet en el que aparece una pareja de campesinos durmiendo a pierna suelta (buena expresión) a la sombra de un almiar. El cuadro lo copió otro hombre que sabía valorar el ocio porque nunca lo tuvo, Van Gogh, el suicidado por desconfiado. Sus campesinos haciendo la siesta son una de las pinturas más religiosas que conozco, un reposo total inundado de sol y placidez y pinceladas cortadas como tallos de trigo.

Los cuerpos estirados, el sombrero de paja sobre la cara, los brazos bajo la nuca, las piernas enlazadas a la altura de los tobillos… ¡qué espléndida es la posición del holgazán! Es una de esas posturas, como la del niño que se arranca una espina del pie o la muchacha que lava su cabello en el río, que mantienen intacta nuestra dignidad animal.

Si yo fuera artista trabajaría sobre los animales en reposo. Las vacas con las patas dobladas bajo los pechos, los caballos tendidos cuan largos son en la hierba, los patos con la cabeza hundida en el plumón del ala, los gatos desparramados junto al fuego, cuánta confianza, qué serena y magnífica aceptación de la oscuridad.

Buen fin de semana.

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10 de noviembre de 2006
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Divagación otoñal

No creo que puedan citarse párrafos más nobles que aquellos apuntes de Kant, editados con el título de Lógica, en los que describe el cosmos de nuestra conciencia como Newton había descrito el cosmos celeste, es decir, como un entramado de relaciones que con la sutileza de una casi invisible tela de araña representaba un universo geométrico, regulado y armónico, similar al Arte de la Fuga.

La telaraña de Kant, sin embargo, a diferencia de la de Newton, no era la invención de ninguna araña divina, sino de los humanos atrapados por regularidades y repeticiones, leyes, normas, que ningún dios había imaginado en su inacabable ocio. Desde Kant, quedamos presos en una telaraña deshabitada, sin dueño, cuya enigmática presencia como lugar ocupado en exclusiva por los humanos nos obliga a suponer la más temible de las hipótesis, a saber, que la telaraña nos la hemos tendido nosotros mismos.

No obstante, en tiempos de Kant era hermosa y su belleza aún inclinaba más sobre el abismo. Los herederos de Kant ya lo entendieron así: los románticos se complacían en decir que éramos la mosca y la araña simultánea e incomprensiblemente. La telaraña, por lo tanto, nos seduciría como obra nuestra, adecuada a las emociones y sentimientos mortales, pero también porque es nuestra cárcel y de ella jamás podremos escapar. El romanticismo no tiene nada de romántico. Es más bien siniestro.

Que los románticos admiraran la urdimbre de un universo solipsista nos hace sospechar que se admiraban a sí mismos y a esa diabólica voluntad de sentirse presos de sus propias creaciones. O como diría el último romántico, Walter Benjamin, hijos nosotros de nuestra producción y creados por nuestras creaciones. Taimada excusa para acusar de todos nuestros males y alegrías a la inexistencia de la araña.

Durante siglos la telaraña fue descrita desde fuera, como si ocupáramos el imaginario lugar de una araña. Los actuales, sin embargo, la vemos ya desde dentro y al perder la perspectiva plana nos encontramos en un laberinto tridimensional que recorremos haciendo estaciones horrorizadas, allí donde encontramos cadáveres sin sangre envueltos en su sudario, como el gusano de seda en su capullo.

Las estaciones de ese vía crucis histórico (porque la historia es la tercera dimensión del cosmos) nos detiene ante mármoles rotos, desiertos en cuyo vientre de arena se esconden dinastías milenarias, templos vacíos que son ahora refugio de murciélagos, y también naciones, estados, monarquías y teocracias en cuyas ruinas tratamos de desentrañar una orientación, un sentido, un destino, como los antiguos arúspices trataban de encontrar señales en las vísceras sanguinolentas del sacrificio.

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8 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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