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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Alabanza impúdica de la letra

Ya va para tres veces que me topo en alguna cadena de televisión con reportajes alarmadísimos sobre la violencia juvenil. Los crueles crímenes de jóvenes machos sobre hembras desvalidas o las palizas que hembras menos desvalidas propinan a otras hembras vaya usted a saber si desvalidas o no. El locutor y la más frecuente locutora suelen disponer un gesto de consternación impagable cuando se preguntan, señoras y señores, por las causas de tanta barbarie. Pues se las voy a decir.

    Son varias. Algunas muy antiguas, como la pobreza, la ideología tradicionalista, el criminógeno paternalismo mediterráneo. Pero otras son nuevas y sobre ellas vale la pena detenerse. Una de las más elementales tengo la seguridad de que es el nuevo modelo de conducta que se impone a los chavales desde el cine y la televisión. ¿Les parece un tópico? ¡Naturalmente!, pero sólo porque nadie sabe cómo acabar con él. Es indudable que esos machitos perforados con metales, rapados y resentidos, han aprendido que la máxima elegancia es llevar, además, un buen punzón y zurrar a las chavalas, como en la tele. Y son iguales aquí, en Nápoles, Ecuador o Marruecos. Idénticos. Todos ven el mismo programa.

    La única vacuna es la lectura, actividad que no pueden garantizar nuestros maestros. Mientras los modelos de conducta se construyeron con urdimbre literaria, la estructura moral del personaje imitado estaba garantizada. La lectura da forma a la experiencia, pero le añade reflexión propia y autónoma. La imagen no. Por eso la lectura no es una actividad técnica superada, sino una de las fuentes del aprendizaje más reprimida por unas élites que desprecian la inteligencia.

    Recomiendo (sobre todo a los maestros) la lectura de ¿Para qué sirve la literatura?, de Antoine Compagnon (Acantilado) si quieren recuperar un poco de fe en sí mismos. Es ventajoso proteger al cachalote bizco y a la rana lunera, pero si tuviéramos un gobierno medianamente sensato financiaría una ONG para extender la lectura por este desolado país. Con que picaran cien al año, estábamos salvados.

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23 de febrero de 2009
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Sobre el alma y el cuerpo

El contraste entre la vieja pintura que sólo quería representar el orden del mundo para un puñado de aristócratas e ilustrados capaces de entenderlo, y la actual pintura que más bien da cuenta del orden de un individuo genial enfrentado al desorden del mundo, ha encontrado un ámbito efusivo en el museo del Prado. La exposición de Francis Bacon es una grata aventura para quien se acerca a ese viejo arte del conocimiento con ánimo de aprender algo nuevo.

     Es cierto que Bacon ha sido ya tan estudiado como para que apenas podamos añadir una coma a lo ya sabido. No obstante, volver a constatar la radical expresión de su tragedia personal y cómo logró elevar una vida sórdida al más alto registro de nuestra efímera dignidad, sobrecoge. No podemos dejar de insistir, por ejemplo, en esos rosas pálidos y esos amarillos cenicientos, colores que su esposa Doris lució el día de la boda y que le había rogado a Bacon que eligiera en los almacenes Harrod's de Londres. Es casi mítica la historia de cómo Bacon escapó una hora y cuarto de su agobiante trabajo en la empresa de seguros Lloyd's sin advertir al jefe de personal, para recorrer las ofertas de febrero de los populares almacenes hasta encontrar ese rosa diáfano, ese leve alimonado cristalino, que transformarían a Doris, mujer de complexión fuerte y recias piernas, en la nube de madreperla sobre la que tantas veces habló Bacon en sus entrevistas. A su regreso, el jefe de personal le hizo acudir a su despacho y tras escuchar las explicaciones de Bacon, rebajó la penalización de 30 libras a 12. Bacon ha eternizado esa escena en su serie de "obispos aulladores" con una ternura que invita a llorar.

     Sin duda la claustrofobia de su trabajo cotidiano en las pequeñas celdas de la empresa británica (la estudiosa Ingrid G. Laminioni ha demostrado que en el Lloyd's previo a la remodelación de Foster el volumen de cada despacho rebajaba la capacidad respiratorio en casi un 8%) influyó decisivamente en la presencia de líneas clausuradoras, escenografías cerradas y edículos giottescos, que son la marca de agua del artista. Como muestra la mesure-data de Gertrude Katescu, apenas hay imagen encerrada que no se corresponda con el tamaño exacto (a escala) de los despachos de la aseguradora Lloyd's. Es uno de los signos extremos de la convicción ideológica que marcó a Bacon desde niño, cuando vio grupos de empleados con bombín caminando hacia la city y comenzó su rebelión contra el laborismo. Votante del partido conservador durante toda la vida, excepto durante un breve lapso liberal cuando probó sus primeras cervezas, las celdas que encierran sus figuras transmiten un poderoso manifiesto político no menos violento que los frescos de Siqueiros.

     Es quizás el regreso una y otra vez del icono del retrete, sin embargo, lo que más ha cautivado a la crítica. Sólo hace veinticinco años que sabemos la historia que se oculta tras esa imagen turbadora. En un viaje de veraneo a la Costa Brava, Bacon, Doris y los niños, fueron a dar a un hotel de Lloret de Mar donde trataron de acomodarse a las tradiciones mediterráneas. Acosados por la agresiva dieta de lechuga y pescado congelado, el matrimonio y los niños sufrió en silencio la humillación, conscientes de que no estaban en un lugar donde los derechos humanos tuvieran cobertura. Una fatídica noche de julio, los dos niños, Lizbeth y Miles, así como el matrimonio Bacon, sufrieron agudos ataques de diarrea y se vieron obligados a turnarse en el uso del WC. Alertado el personal del hotel y temiendo un escándalo mundial (por entonces Bacon ya gozaba de cierto prestigio), trataron de comprar al matrimonio Bacon con un viaje en autobús hasta el monasterio de Poblet. Cuando Bacon se negó a aceptar el chantaje, los dueños del hotel (y sus empleados, no nos engañemos, porque la sumisión de los trabajadores en aquella parte es absoluta) tuvieron palabras de befa sobre los británicos, el gobierno de su Majestad e incluso la palidez de los niños ingleses. Una iniquidad que perturbó el ánimo del matrimonio y que a la larga conduciría a la muerte a Doris, cuando un repetido ataque de fiebre intestinal la llevara a la disipación y el colapso. Bacon nunca se repuso de aquella experiencia de totalitarismo mediterráneo y plasmó en negras pinturas las torturas de la familia en la taza del retrete. Se les ve por parejas, en solitario o en masas confusas, agonizando en un mundo insolidario. Arte muy duro, pero sublime.

     Entre los más admirables cuadros que se exponen en el Prado se encuentran los retratos de su jefe de personal, malignamente deformado, el patrón del pub donde Bacon daba cuenta del almuerzo cuidadosamente envuelto por Doris en papel Albal (¡ese platino oxidado sólo comparable al de Watteau!) y también los autorretratos en forma de loncha de panceta como homenaje a su padre. En todos ellos se observa el dolor inmenso de un genio que no soporta verse asfixiado por la masa de clase media, con una vida ayuna de todo interés, una sexualidad mediocre, dos niños de escaso talento y una mujer que a duras penas comprendía los titulares del News of the World. Son pinturas que encogen el ánimo y nos asoman a uno de los abismos más oscuros del arte del siglo XX. Ahí está la Verdad, sin embargo.

     Para nuestro escándalo, todo esto es reciente. Durante años y siguiendo las enseñanzas de las vanguardias europeas, tan arteramente defendidas por Greenberg en los EEUU, la vida del artista era un elemento despreciable para el análisis de la obra. O bien ésta se sostenía por sí misma, o bien se trataba de un fenómeno pasajero ligado a la insignificante vida de un ciudadano. Un átomo en la inmensidad del universo. Lo cierto es que la obra de arte debía de ser autónoma y soberana: ningún mortal podía aspirar a ser su fundamento. Y eso es consecuente con una concepción del arte, no como producto humano, sino como producto de la historia, del zeitgeist, el alma del mundo, la forma sensible del momento histórico-social. O bien la obra de arte encarnaba contenidos que pertenecían a la sociedad como ser viviente (en concurso con el magisterio de Karl Marx, el gran experto en arte africano), o bien eran un mero capricho personal, algo así como una serie de ilustraciones tomadas del fichero de Freud. Si la obra de arte podía ser interpretada a partir de la vida del artista, entonces, decían, el valor de un Picasso o de un Bacon dependerá del valor de ese átomo vital. Lo cual conducía a la paradoja de que un garabato trazado por alguien con una experiencia vital suprema podía defenderse frente a los productos de un artista de vida estúpida. Por fortuna, este tipo de sofísticas teorías está en total descrédito. El artista vuelve a ser el fundamento de la obra y eso nos ha permitido clarificar un sinnúmero de piezas clásicas que habían sido muy mal comprendidas.

     Concluyo con uno de los últimos casos, pero uno de los más chocantes. Cuando Carmen B. Palomares descubrió el acta de nacimiento de Diego Velázquez en un archivo de la villa D'O Bonzo y constató con perplejidad que había sido inscrito como Isabel Velázquez, no daba crédito a sus ojos. Una exhaustiva investigación posterior en obispados, hospitales y cárceles portuguesas constató que Velázquez era una chica, que nunca aceptó su identidad sexual, que desde la adolescencia usaba bigote de guías subidas (pegado con resina de pino), que tuvo altercados constantes con el párroco de D'O Bonzo hasta que éste la puso en manos del guardia municipal. Su huída de la ergástula, su aparición en Sevilla ya muy maquillado (aunque nunca pudo disimular las caderas, harto abultadas incluso para un pintor), su vida posterior con matrimonio de provecho incluido, todo hasta el célebre episodio en que el rey le pinta la cruz en la solapilla (una evidente deconstrucción del bigote), son cosas que sólo se han sabido en los últimos cincuenta años. Desde entonces la obra de Velázquez y sobre todo la célebre Venus del Espejo, en el cual se refleja el rostro sin afeites del pintor, han sufrido un verdadero cataclismo. El mismo que usted puede ahora constatar en la exposición Bacon.

Publicado el lunes 16 de febrero de 2009.

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18 de febrero de 2009
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Dios ha vuelto para quedarse

A medida que la ruina avance como avanzaba antaño la peste (¿o acaso creíamos que eso sólo sucedía en épocas llamadas "oscuras"?), irá espesando la nube de opio populista. Y menos mal, porque, o se le droga un poco, o de repente el llamado pueblo deja de ser esa tediosa ficción de los nacionalistas y se convierte en una fiera a la que arroba ver el mundo en llamas.

    No hay como Dios para mantener distraído al personal que, o bien ya no le tira, o bien ya le rebasa el sexo. Dejemos por lo tanto a la juventud jadeando en el baño turco, con sus turgencias y sus tórridos vapores, y a partir de los treinta que se entretengan con Dios. No parece ser otra la razón por la que Berlusconi, que conoce y comparte las bajezas del populus, ha montado el Circo de la Muerte. El espectáculo necrófilo en cuyo ruedo el Vaticano ha exhibido los colmillos, la crueldad, el sadismo, el desprecio de la vida que esconde bajo espesos faldones, nos tiene a todos entretenidos. ¡A mí también, como ven! Porque lo decisivo es que desconectar el ovillo de carne en que se había convertido la joven de las fotos no debería llamarse "eutanasia" sino "caridad cristiana". Es la ínsita malignidad de los prelados la que ha ocultado lo elemental: que Jesucristo la habría desconectado.

    Y he aquí que los autobuses también se adornan con Dios. En uno de sus certeros artículos se reía Ana Nuño de los actuales ateos comparados con, por ejemplo, el Bertrand Russell de Por qué no soy cristiano (¿hay edición en el mercado?). Para el otro autobús, el de los creyentes, cabría citar al soberbio Unamuno, por ejemplo, el que se ríe de los ateos en Contra esto y aquello, por fin reeditado en la ineludible Biblioteca Castro. Ateos y creyentes tan insustanciales como ese Berlusconi hinchado de nada y hedor. Ateos y creyentes cuya argumentación cabe en un anuncio de autobús.

    Desconfíen. Siendo Dios un mero (o puro) sentimiento íntimo (como la patria, por cierto), su uso externo y sobre todo su usufructo institucional esconde siempre un jugoso negocio para obispos y raposos de banderita.

Publicado el sábado 14 de febrero de 2009.

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16 de febrero de 2009
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¡Cómo está el servicio (público)!

Nadie tiene un duro, eso es cierto. Cuando hablas con diestros de la economía dirigen un dedo tembloroso a la sima en donde nos hundimos. Son ya tres millones los que han recibido el mordisco del vampiro y han quedado exangües. Les crecerán los colmillos, no lo duden. Pronto será el Estado el que resulte infectado, por muchas ristras de ajos que se cuelgue del cuello. Entonces comenzará de nuevo el vuelva usted mañana, los autobuses a gasógeno, la sanidad congoleña o la aviación de hace medio siglo. Los servicios públicos también irán al paro, es inevitable.
Por eso produce pasmo que el presidente de la Generalitat diga que no sabe cuánto se ha gastado su vicepresidente en repartir embajadas, por ejemplo en el edificio más caro de Nueva York. Y que el vicepresidente (alias Almeja Brillante) añada que no le da la gana decir cuánto gasta porque eso sería "darle un titular a la prensa española".

Vuelve el franquismo, cuando los servidores públicos eran los amos de la finca y los súbditos pagaban el gasto calladitos. Lo mismo puede aducirse del presidente gallego y de cuanto sátrapa engendra esta Administración. La transición fue incompleta, sí, pero no en el sentido que le dan a la frase los nuevos caciques. Fue incompleta porque no impidió la resurrección de la sanguijuela franquista. Ya ha resucitado.

Por cierto. Acabo de recibir una multa de tráfico (180 euros) cabalmente justa y que pagaré de inmediato por conducir a 81 kilómetros por hora en el cinturón de Barcelona donde la velocidad ordenada es de 80 kilómetros por hora. Hay unos metros en la entrada de un túnel con una señal que dice "60 por hora". Ahí es donde he pecado, mal súbdito que soy. Como yo, miles de barceloneses pagan cada día su cuota. En el banco lo conocen como el atraco del kilómetro 13.

Vuelve el Ruedo Ibérico con el folklore identitario y los chupatintas vestidos de narco. Cuando he visto la multa me ha dado la risa. Esta gente ni siquiera se toma la molestia de disimular. Lo más triste es que tienen las mismas aficiones que Paris Hilton. ¡Cómo está la izquierda, recórcholis!

Publicado el sábado 7 de febrero de 2009.

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9 de febrero de 2009
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Quien bien te quiere te hará polvo

Una obra pública de importancia, es decir, que supere los 50 millones de euros, no se concluye en Italia antes de seis años. En España son tres. Las escasas conexiones ferroviarias de alta velocidad cuestan en Italia cuatro veces más que en España. Sin embargo, el trayecto Barcelona-Madrid precisa menos tiempo que el Roma-Milán, que es más corto. Un pleito sobre contratos incumplidos no se zanja en Italia antes de cuatro años. En España son dos. En Francia uno. En Gran Bretaña doscientos días. Ocho años tardará en resolverse un impago de hipoteca en Italia. En España un año. En Dinamarca seis meses.

    Estos datos forman parte de un demoledor informe de Alexander Stille para la New York Review apoyado en los ponderados estudios de Gian Antonio Stella, Sergio Rizzo, Giulio Tremonti, Peter Gomez y Marco Travaglio. Se da el caso de que Tremonti es ministro de finanzas de Berlusconi. Todos los expertos coinciden en la diagnosis: si Italia sigue como en el último decenio, dentro de quince años dejará de formar parte del modelo europeo y se asemejará a una república iberoamericana. ¿Cómo se ha producido semejante catástrofe? También los expertos coinciden: por una clase dirigente corrupta e ineficaz, bunkerizada en una casta política con privilegios espeluznantes e impunidad jurídica.

    Se puede luchar contra una dictadura o derrocar a un directorio militar, pero nadie sabe cómo acabar con una casta de políticos que produce los mismos efectos que un puñado de militares borrachos o un grupo mafioso. Luchar contra los regímenes autocráticos es lo que Europa aprendió a hacer en los últimos tres siglos. Revolverse contra los secuestradores de la democracia es asignatura nueva y no sabemos por dónde empezar. Aunque no la vote nadie, la oligarquía política sigue cobrando.

    Que los padres de la patria sean sus peores enemigos es lo habitual en África, pero empieza a serlo en la Europa sureña. Cada vez más clientelar y caciquil, el abultado fardo llamado "Estado de las Autonomías" se desliza como un buey muerto hacia la desembocadura del Po.

Publicado el sábado 31 de enero de 2009.

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2 de febrero de 2009
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Desnudos frente al auditorio

Me voy a Madrid para participar en un ciclo de la Fundación March sobre figuras y mitos de la modernidad. Son "el librepensador", "el dandi", "el esteta" y "el bohemio", modelos que influyeron en la vida de millones de personas dispuestas a copiarles, así como en la actualidad lo hacen los deportistas, los cantantes o las maniquís. Es un conjunto bonito, como el de los santos. San Cristobalón, san Estanislao de Kostka, santa Eva de Adis Abeba, fueron modelos de conducta en tiempos más severos.

Me ha tocado el dandi, con tan mala fortuna que hablo después de Fernando Savater ("el librepensador"). Quien trate de complacer a una audiencia tras el paso de Savater se sentirá como si a Dany de Vito le pusieran la americana y los pantalones de Clint Eastwood y le empujaran a escena. Trato de superarlo en el AVE mientras veo la historia del robot Wall-e abandonado en un planeta cubierto de chatarra y sin vida humana. Me identifico sentimentalmente con Wall-e. Como corresponde a una gran compañía como Renfe, la película se rompe a la salida de Zaragoza y me quedo sin saber si Wall-e logra devolver la vida orgánica a la Tierra.

No es muy distinto de lo que quiero explicar sobre esa figura prehistórica que es el dandi, una pieza arqueológica de cuando Europa y América comenzaban a construir un mundo enteramente constituido por mercancías. Los dandis fueron los primeros escaparates humanos destinados a incitar la imitación, los primeros cuerpos convertidos en almacén de mercancías, las catacumbas de esa fantasía jurídica llamada derechos de imagen. De ellos vienen por una parte las actuales mercancías tipo Beckham, pero también las vanguardias más nihilistas, a partir de Duchamp, las que utilizaban el cuerpo humano como galería, obra de arte y creador, todo al mismo tiempo y en el mismo lugar.

Ha empezado de nuevo la película y a lo mejor acabo por ver el final. ¿Será nuestro mundo ese montón de chatarra que debe redimir Wall-e? ¿O descubriremos el modo de eliminar de nuestros cuerpos la pesada carga de las mercancías? ¿Será Obama un dandi?

Publicado el sábado 24 de enero de 2009.

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26 de enero de 2009
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El año del Juicio Final

Debo confesar que la primera vez que entré en la Documenta de Kassel aquel verano de 1972, no reparé en él. Sólo a la tercera o quizás la cuarta visita al recinto me pareció que un hombre quieto, frontero a la puerta, inmóvil y con sombrero negro, no era del todo coherente en aquel ambiente. Avanzaba junio con un clima fresco, seco, luminoso y masas del mundo entero habían acudido a aquella feria de la Alemania septentrional con el ánimo festivo tan propio de la época. Mucho beatnik, mucho flower people, mucho hippy, aunque también refinadas comisarias neoyorquinas, ambiguos entendidos franceses, feroces críticos alemanes, atildados profesores italianos y algunos sobrios españoles, como nosotros, vestidos a la usanza de Castrillo de los Lodazales. Ninguno de los allí presentes sabía que aquella iba a ser la capilla ardiente del Arte.

Cuando por fin me percaté de que el insólito individuo plantado e inmóvil ante la puerta del recinto estaba allí día tras día por alguna causa inteligible, ya era tarde: teníamos que regresar. De todos modos el viaje nos había embriagado hasta hacernos perder la cabeza. En la celebérrima Documenta 5 de Kassel, dirigida por Harald Szeemann, se enterró la herencia romántica cuya primera fosa había cavado Duchamp medio siglo antes. Allí se convirtió en opinión pública la agonía de las vanguardias y la adolescencia del vídeo, de la performance, del happening, del conceptual, del minimal, del land art, de todo lo que se hacía en América y que hasta aquel momento sólo habían negociado un manojo de profesionales europeos. Allí el Arte abandonó la tradición que de Goya a Rothko no había variado en nada realmente esencial. Allí se enterró la pintura como madre de todas las representaciones visuales.

La Documenta 5 del año 1972 tuvo, sobre todo, una influencia colosal en la filosofía. A partir de aquel año fue ya imposible orientarse en el arte actual sin haber seguido cursos de filosofía y sólo los filósofos analíticos pudieron hacer carrera sin haber cursado seminarios sobre Art-Language. Hoy los cursan también los analíticos. Dominó la feria autoritariamente el arte conceptual, ya muy poco apoyado sobre el objeto material, pura visualización de ideas y juicios a veces crudamente moralistas como los montajes de Hans Haake, a veces de un lirismo sutil como los de On Kawara. El arte conceptual se disfrazó de Wittgenstein para enterrar el Arte. Así se abrieron las artes de estos últimos 30 años a la trivialidad, las repeticiones, plagios, revisitaciones, manierismos, revivals, remakes, pies de página de lo que se vivió en Kassel. No ha aparecido después nada con verdadera fuerza artística: "Hay un montón de arte por todas partes, pero ningún artista", profetizó Duchamp. Y como 30 años de repeticiones y comentarios son puro helenismo, podemos descansar en paz: ya no hay que ocuparse del Arte si uno no vive de la política. Desde entonces el espectáculo de lo comercialmente artístico es asaz divertido, aunque tantas veces lo comercial coincide con lo comprometido y solidario, yentonces es de una corrección tediosa, desoladora.

Años más tarde averiguaría que aquel tipo plantado e inmóvil delante de la puerta del Museo era James Lee Byars y que su performance, en efecto, tenía sentido: era un rechazo del Museo, una llamada a mantenerse alerta contra el arte comercial y la cultura industrial, en fin, esos tópicos que entonces no lo eran. No obstante, años más tarde de aquellos años más tarde, ha pasado a tener un sentido distinto. En mi experiencia, James Lee Byars, artista de segunda fila que se autodenominaba "el autor desconocido más famoso del mundo", es el icono exacto del momento último del Arte, del mismo modo que las cabezas de caballo de Chauvet son el icono de su primer momento. El Arte ha durado 30.000 años. No está mal.

Una vez abstraídos en figuras universales los caballos particulares, los cuerpos humanos, las montañas, los dioses particulares, abstraído el espíritu y su eterno diálogo con los inmortales, abstraídos el espacio y el tiempo de la vida, abstraídos los utensilios cotidianos, las pipas, las sillas, las ventanas, el ajuar doméstico particular, abstraída la revolución y la soledad cósmica individual, ya sólo quedaba por abstraer la abstracción artística misma, y del mismo modo que las cabezas de caballo eran perfectas por ser la primera abstracción, también la última iba a ser perfecta porque era inevitablemente el cuerpo de aquel humano que se presentaba como artista. El pobre James Lee Byars había concebido, en su nebulosa simpleza, la verdad del Arte, su inutilidad ontológica, y la había representado con el único utensilio que le quedaba al Arte: el cuerpo mismo de quien osa llamarse "artista", último sustento material de la representación. De ese modo Byars representó, hasta su muerte, la muerte de lo que representaba.

Coherentemente, su obra menos conocida pero la más famosa es su propio funeral. Proyectado en 1994 con el título de La muerte de James Lee Byars, se expuso en el Whitney en 2004. Es un escenario forrado de pan de oro con un féretro de oro en donde reposa el cadáver de Byars envuelto en lamé dorado y con sombrero negro. La recreación de 2004 recibió duras críticas porque el pan de oro se desprendía y lo respiraban los visitantes. No es biodegradable. Un crítico afirmó que la obra carecía de elevación porque le faltaba el cadáver auténtico de Byars. No había sido posible incluir el cadáver en la obra porque Byars, muerto de cáncer en El Cairo en 1997, se encontraba en un estado poco artístico.

Después de aquel ameno viaje a Kassel, me he ido encontrando en diversas ocasiones a James Lee Byars siempre de frente o delante de algo. Hace un decenio compré por un dinero escandaloso un ejemplar de Flash Art nº 28-29 en un chiringuito apósito a la feria de arte de Basilea. Era el de enero de 1972 y la portada es de James Lee Byars: un rectángulo negro de 43 - 32 donde figuran 100 líneas escritas en oro, pero tan diminutas que es imposible leerlas. Más tarde, uno de los estudios sobre arte contemporáneo más inteligentes que conozco (de Natalie Heinich) comenzaba con el desdichado muerto de El Cairo, siempre inmóvil ante la puerta, abriendo el texto. Heinich ponía la performance de Byars en Kassel como el grado cero del arte, su huella dactilar. Entiendo que la señal de final de trayecto artístico debe figurar siempre delante, en primer término, para indicar que no se puede continuar, como la señal de Stop nos detiene delante de un camino.

En el mismo número de Flash Art que he mencionado hay otra pieza que me complace. Es obra de Humberto Palumbo y se titula La recerca estetica è improseguibile y consiste en un acta notarial firmada por el doctor Antonino d'Agostino (de Foligno) dando fe de este suceso, a saber, que la investigación estética no puede ya continuar. Coincide con la señal que encarna James Lee Byars, la cual viene a decir: "Callejón sin salida". Sin embargo, sólo es posible saber si dice la verdad entrando en el callejón. Pero una vez entras en el callejón constatas que, en cuestiones artísticas, la salida no es otra cosa que la entrada. Lo mismo sucede con la transparencia, que acontece sólo cuando lo superficial coincide con lo profundo. Así, en el Arte sólo se puede entrar por la salida y viceversa. Con este desconcierto alcanzó su verdad suprema el Arte en 1972 y pudo ya disolverse en la trivialidad de la vida cotidiana. Desde entonces ha entrado a formar parte de la ternura del caos junto con la cocina para singles, la moda alternativa, el baloncesto o las ONG. Y es justo que así sea.

Publicado el 21 de enero de 2009.

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21 de enero de 2009
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Dímelo al oído, por favor

Varias películas han presentado ya un grupo de adolescentes criminoides, transformados en agradables ciudadanos gracias al poder de la música. Ideal que tiene su referente verdadero en la ya célebre orquesta venezolana dirigida por José Antonio Abreu y reclutada entre segmentos juveniles difíciles. No me parece a mí que sea el mejor camino para encomiar la música. Como aquellos científicos que exponían la eficacia de la música de Mozart para aumentar el ordeño de las vacas. No obstante, es un medio admirable para que la música deje de parecer un deporte de élite como el polo y se advierta lo que es en verdad: la más gloriosa fiesta del espíritu.

    En nuestro país (el mayor productor europeo de ruido) este esfuerzo de la música por caer simpática ha de ser aplaudido. En Cataluña se ha seguido el ejemplo de la orquesta venezolana y hay un puñado de grupos musicales dedicados a la música culta o a la música ligera, formados en su mayoría por inmigrantes. Algunos conjuntos como Rumbazigha o la Orquesta Àrab de Barcelona, usan la impronta étnica que tanta riqueza ha traído a la música occidental desde el siglo pasado; otros son clasicistas, como la Orquesta de Cámara Iberoamericana.

    En este país de sordos que gritan más que hablan, cualquier impulso a la música es un avance fundamental para la convivencia. Por esta razón me permito saludar a otros héroes, los que han lanzado una colección de música en la editorial Nortesur. Su primer libro, la biografía de Horowitz por Piero Rattalino, da idea de cómo era el mundo hacia 1960 cuando éste inmenso pianista tenía casi cuarenta millones de oyentes en las radios de los EEUU. Sus conciertos fueron el anticipo histórico de los Rolling, con miles de admiradores haciendo cola varios días para conseguir entradas en el Carnegie Hall. Un matrimonio con la hija de Toscanini y una vida sexual secreta, pero conocida, le asemejan a otros rockeros. Conocer a uno de los más sutiles poetas del piano que jamás haya existido puede excitar la curiosidad de oírle. Sería óptimo: sus discos curan la sordera.

Publicado el sábado 17 de enero de 2009.

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19 de enero de 2009
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Cómo se pasa el dolor…

Veo ahora la gloriosa fotografía de Pio Baroja escribiendo en su pisito madrileño durante uno de aquellos inviernos mesetarios que parecían soviéticos, sin calefacción, con un brasero a los pies de la mesa camilla y mitones por donde asoman unos dedos ateridos que sostienen el mango y la plumilla. Va todo él tan cubierto de mantas que se diría un dromedario cargado de alfombras. Y la boina atornillada al cráneo sin predecible separación en los tres meses siguientes. ¿A nueve grados dentro de la casa? Quizás menos. La resistencia al frío era descomunal cuando se obraba por el arte.

No tenemos conciencia del inmenso cambio que ha sufrido el entorno material de nuestra vida diaria en los últimos cincuenta años. Habituarse al agua caliente, la calefacción, el ascensor, es tan instantáneo como para olvidar que el mundo entero ha vivido miles de años en circunstancias atroces. /upload/fotos/blogs_entradas/recuerdos_de_este_fusilero_med.jpgUn relato autobiográfico publicado por Javier Marías en su excelente colección del Reino de Redonda da cuenta de la guerra de la Independencia tal y como la vivió un fusilero del ejército británico. Los sufrimientos eran inadmisibles: calor tórrido, frío, lluvia, sed, hambre, malaria, fatiga mortal, heridas crueles, cirugía sin anestesia. Hoy nos parece imposible que los soldados aguantaran tantos padecimientos. Sin embargo el fusilero Benjamin Harris era un muchacho avispado, jovial, bromeaba con sus camaradas, admiraba a sus oficiales, estaba deseando batirse incluso durante la terrible retirada de La Coruña, su oficio, en fin, le parecía privilegiado y daba sentido a su vida. Era el suyo un mundo de admirable fortaleza física y anímica que ha desaparecido por completo.

Es posible que aquella capacidad de sacrificio fuera instintiva cuando incluso entre los pobres la herencia, dejar algo valioso para el mundo venidero, aún era razonable. Pero la célebre frase de Luis XV Después de mí, el diluvio se ha ido haciendo cada vez más certera: no creemos ya que sea posible dejar algo valioso a nuestros descendientes. Así que, ¿para qué sufrir padecimientos? Lo mejor es dejarles deudas.

Publicado el 10 de enero de 2009.

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14 de enero de 2009
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Tras la ruina, cambio de costumbres

Nadie tiene ni idea de cómo será el mundo cuando comience de nuevo a girar y los medios de persuasión nos ordenen un cambio de lenguaje. Para explicar el final del actual expolio bancario suelen emplear una fórmula curiosa: "la salida de la crisis". Los gerentes quieren dar a entender que eso llamado "crisis" es una enfermedad infantil: primero grandes ataques de fiebre, luego estabilidad y al poco regresa la salud para cargar de energía a ese niño que ahora es un adulto. La metáfora, sin embargo, es beocia. Nada de enfermedad. A lo que más se parece es a una guerra, aunque de momento los muertos sólo sean económicos.

Nunca se ha visto una súbita ruina que no vaya seguida por un notable cambio social. Las decadencias financieras graves suelen acompañarse de guerras devastadoras para la población, pero muy ventajosas para la elite de los negocios. Supongamos, sin embargo, que en este caso a la ruina no le suceda la inyección lucrativa de una guerra mundial. ¿Qué sucederá cuando cambie el vocabulario? La crisis de los años treinta propició los totalitarismos fascista y comunista que se midieron en la Segunda Guerra Mundial y cuyos efectos económicos dieron el poder global a los EE UU en estudiado reparto con la URSS. Ha sido un largo ciclo: todavía vivimos de los restos de aquella guerra (fría). La mayoría de los políticos actuales mantienen el vocabulario del siglo pasado: nacionalismo, izquierda y derecha, rojos y azules, demócratas y fachas... No en vano casi todos se educaron políticamente en el totalitarismo. Los más jóvenes carecen de lenguaje propio y sorprende su escasa pericia para usar frases compuestas.

Mientras dure la así llamada "crisis" se va a forjar el vocabulario del futuro y sin duda los políticos de la próxima década se verán obligados a cambiar de retórica. Nadie sabe, por ejemplo, cómo podrán seguir amparando al sistema financiero que en último término controla los mecanismos democráticos. ¿Qué discurso pondrán en pie para justificar el fracaso financiero? ¿Y sus sueldos?

/upload/fotos/blogs_entradas/theindustriesrevolution_med.jpgUn libro reciente (Jan de Vries, The industrious revolution, Cambridge UP) estudia un fenómeno similar que tuvo lugar en el comienzo de la edad moderna. Lo cierto es que todavía nadie puede explicar de un modo convincente por qué a mediados del siglo XVII se dio una mutación tan súbita y general. El caso es que en menos de cien años la sociedad tradicional que había vivido básicamente de lo que producían unas células familiares casi autárquicas, se convirtió en una sociedad que compraba fuera del hogar (en el mercado) multitud de objetos innecesarios. El proceso comenzó hacia 1650 en los Países Bajos, Gran Bretaña y las colonias americanas, pero se extendió luego al mundo entero.

Lo chocante es que esa transformación no tiene explicación racional alguna. De nuevo nos topamos con frases tan vacías como nuestra "crisis de confianza" que no explica nada. En el caso barroco la palabra es "deseo". De pronto y sin razón discernible, las familias comenzaron a desear vajillas, cubertería, trajes más calientes y hermosos, cortinas en las ventanas, carruajes, lavabos, jabón, ropa interior, dieta variada... lujos que habían sido considerados pecaminosos en las familias pobres o de clase media y que las iglesias habían combatido como caprichos impíos.

Para dejar de vivir con lo que producían y acceder a un excedente que permitiera comprar lujo y confort, las familias urbanas pusieron a trabajar a las mujeres y los hijos. Las hijas ingresaron en la servidumbre. Los hombres ampliaron sus jornadas laborales. Se redujo el horario dedicado a las prácticas religiosas. Las mujeres comenzaron a dominar algunas técnicas, sobre todo textiles. En fin, el conjunto de cambios fue extenso y lo mejor será que lean al doctor De Vries. Lo que nos importa es que ese "impetuoso deseo" (una "crisis de confianza" a la inversa) se afianzó con la Revolución Francesa y poco después la Revolución Industrial aumentaría exponencialmente un proceso que se alarga de 1650 a 1850.

La "crisis" barroca no sólo creó la llamada "edad moderna", también hundió las cuentas del clero y el prestigio de los intelectuales, todos ellos enemigos feroces del dispendio y del lujo. Hay que esperar a Mandeville y a Adam Smith para oír hablar a favor del deseo, del dispendio, del mercado y del confort. Es asombroso que el primer relato de este proceso moderno aparezca en España. Don Quijote es un ilustrado tradicionalista (hoy estaría en Izquierda Unida) que quiere defender la poesía del mundo heroico, pero se rompe la crisma una y otra vez contra el mundo prosaico, moderno, práctico y ajeno a los milagros, los torneos, los gigantes y las doncellas desvalidas.

Nuestra crisis no parece muy distinta de la barroca, aunque sólo estemos en su inicio. ¿Cómo será el mundo que emerja de esta mutación? ¿Y dónde tendrá su centro? ¿Seguirá hablando en inglés? ¿Y regalando teléfonos móviles a sus niños? ¿O quizás nos espera algo más interesante? ¿La unidad de los ciudadanos contra la casta bancaria y sus lacayos políticos? ¿Partidos que defiendan al votante en lugar de exprimirlo? ¿Reaparición de la guerrilla urbana? ¿La extinción del automóvil privado? ¿Un nuevo totalitarismo? En todo caso, hay algo seguro: dentro de cinco años no nos reconocerá ni nuestra madre.

Artículo publicado en: El Periódico, 11 de enero de 2009.

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12 de enero de 2009
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