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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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¿Se puede sobrevivir a la vergüenza?

Decía Zaratustra que pensar, pensar seriamente, no es algo que exija una gran inteligencia, pero sí un considerable coraje. Nadie vaya a creer que Kant o Wittgenstein nacieron con una inteligencia superior a la de sus coetáneos, pero eran más valientes, de eso no cabe duda. Casi toda la gente dotada de una gran inteligencia dedica su talento a forjar una buena vida, segura y confortable. Sólo unos pocos la emplean para enterarse de algo y compartir luego con sus semejantes lo que han podido saber antes de convertirse en un puñado de polvo.

    Hay otros humanos también valerosos, pero cuya tarea no es la de enterarse de algo, sino dar una forma perdurable a eso de lo que se han enterado. Así, en lugar de iluminar nuestra inteligencia nos agudizan la imaginación. Solemos llamarlos "artistas", palabra que ha perdido toda dignidad, pero que usamos a falta de otra mejor. Así que un artista de la palabra, J.A. González Sainz, acaba de publicar la última de sus valientes novelas. Ésta se llama "Ojos que no ven" (Anagrama) y como en las anteriores su protagonista, una especie de Orfeo ético, nos permite visitar el infierno de la miseria moral y salir con vida.

    No deja de ser escandalosa la cantidad de novelas y películas que se siguen dedicando a las atrocidades de la guerra civil del siglo pasado, frente a las escasísimas que ahondan en las atrocidades actuales. ¿De qué se nutre el odio de un inmigrante en el País Vasco, para que a los pocos años se transforme en un asesino nacionalista? ¿Cómo se soporta la humillación de vivir en una sociedad satisfecha con su vileza moral? Las causas de la degeneración ética son razones para la inteligencia, pero sus figuras, sus símbolos, sus caracteres, son formas para la imaginación.

    La novela de González Sainz usa una rigurosa lengua literaria para construir un relato que en ocasiones proyecta una sombra bíblica. Quizás porque sólo el desolado mundo de las gentes aplastadas por un Dios despiadado es capaz de encarnar metafóricamente la errancia en el desierto de las víctimas vascas.

 

Artículo publicado el sábado 23 de enero de 2010.

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3 de febrero de 2010
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Salvar a la patria cuesta una pasta

Es una grave injusticia la escasa gratitud pública que mostramos hacia el heroico gobierno de Cataluña. Lleva ya un montón de años luchando a brazo partido contra los catalanes, tratando de persuadirles para que sean catalanes, pero los catalanes, gente montaraz e insumisa (ya se vio en tiempos de Franco), no enmiendan.

    Lo han intentado por todos los medios, con sermones de altísimo rigor intelectual (ahí ha destacado el joven Herrera de finos aires abaciales), con el ejemplo a la manera de los misioneros en tierra pagana (¡mártir Carod!), y también con la firme mano que sostiene la porra. O sea, con multas, una fruslería, una futesa: entre 2003 y 2006 recaudaron 225.225 Euros en sanciones contra catalanes con ramalazo español. Los últimos tres años han superado tan tímida cifra, pero no hay datos solventes para no dar armas al enemigo. Considérese que cada multa obedece a una denuncia previa ya que hay un número discreto de patriotas (lo mejor de la sociedad, no hay que decirlo) que se sacrifican denunciando al prójimo. Una auténtica élite secreta que constituye el escuadrón de choque del social-nacionalismo de Montilla.

    Pero no hay descanso. Hoy son los catalanes que tienen el privilegio de poseer salas de cine los que se niegan a catalanizar su negocio. Dicen que el doblaje al catalán les arruinaría, como si eso fuera una excusa. ¿Se imaginan a San Ignacio de Loyola arguyendo que cristianizar la China iba a ser la ruina? Ya se sabe que salvar una patria siempre cuesta dinero. ¡Sobre todo cuando se tiene en contra a la población!

    En los últimos treinta años nuestros misioneros políticos han gastando cientos miles de millones de euros (ajenos, por suerte) para obligar a los catalanes a que sean catalanes. Ya se ve que la cosa no va como la seda. Por eso suenan voces en el gobierno que estudian una alternativa audaz: emigrar a Zaragoza. Según expertos profesores de la Autónoma, los aragoneses están deseando ser catalanes y la capital de Cataluña quedaría preciosa junto a la Pilarica. ¡Les deseamos de todo corazón un gran éxito!

Artículo publicado el sábado 30 de enero de 2010.

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1 de febrero de 2010
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También los fariseos comen marisco

En un espléndido reportaje, David Foster Wallace describió los rituales del Festival de la Langosta de Maine, un festejo gastronómico en el que cada año se consumen cientos de toneladas de langosta, parejo a esas fiestas en las que los asistentes devoran montañas de caracoles. Todo muy jovial, familiar y tradicional.

    Luego procede a explicar cómo se cuecen las langostas y por qué hay que hervirlas vivas si queremos mantener su sabor, el silbido que producen al agonizar así como cuánto tardan en morir. También expone de modo escueto el sistema nervioso de los crustáceos para disipar dudas sobre su capacidad para sentir dolor y otros datos que permiten deducir las ingentes cantidades de dolor que causamos cada vez que nos comemos un filete de ternera, una lubina al hinojo o un conejo a la mostaza. Se puede leer en español: "Hablemos de langostas" (Debolsillo).

    Es cierto que los humanos infligimos terribles torturas a los animales, incluso cuando los amamos. Es cierto también que el toro sufre en la plaza. Sin embargo, el argumento del dolor no basta para sostener moralmente una prohibición como la que quizás haya tenido ya lugar en Cataluña. Escribo esta columna antes de que se haya votado, de modo que su contenido no responda al resultado. Adivino que se impondrá la prohibición porque no he visto ideólogos con mayor talento para hacerse enemigos que la casta política catalana. Allí en donde pueden prohibir, prohíben, donde pueden imponer, imponen, donde pueden obligar, obligan. Es un gobierno que no estima la decisión personal, la moral propia, la responsabilidad individual. Sólo le gusta lo gregario y lo obligatorio.

    Sea cual haya sido el resultado, no creo que la prohibición obedezca a la compasión, a la bondad, a la piedad. Creo que se debe a razones ideológicas que distinguen al toro en lugar de la langosta o el cabrito por motivos de oscura irracionalidad. Estos mismos represores, obligados a una legislación real sobre maltrato animal, (circos, festejos de pueblo, estabulación, transporte), serían inmensamente crueles.

 

Artículo publicado el  sábado 19 de diciembre de 2009.

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29 de enero de 2010
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Las cuevas de Napoleón y los 40 ladrones

Periódicamente leemos que el gobierno griego (si es que merece tal nombre) exige la devolución de los mármoles que Lord Elgin robó del Partenón y hoy son la gloria del British Museum. Es una disputa estupenda ya que esos mármoles son tan de los actuales griegos como las terracotas precolombinas lo son de los mexicanos actuales. El comprensible deseo de que las obras de arte regresen a su lugar de origen tenía sentido cuando esos lugares existían, pero en nuestros días no regresarían a ningún lugar originario sino que se trasladarían de un museo a otro. De modo que es una mera cuestión de narcisismo nacional.

De otra parte, como se está viendo en la reyerta entre Aragón y Cataluña por cuatro vírgenes y dos cristos, la devolución del latrocinio es asunto enconado. La cuadriga que Napoleón robó de Venecia fue devuelta tras su derrota, pero los italianos no la han devuelto a los turcos que son sus propietarios originales. Así que estamos hablando de tráfico entre museos y no de otra cosa. Porque el causante de todo es el museo, invento que tiene poco más de doscientos años, pero que está tan hincado en las honduras de la mentalidad burguesa que nos parece una institución eterna. A pesar de haberse debilitado hasta tener que dedicar vergonzosos espacios a la mercadería de ínfima calidad, los museos siguen siendo centros sagrados de la política burguesa y no hay ciudad capaz de prescindir del suyo.

Empleo a conciencia el término "política burguesa" porque nuestra sociedad ya no lo es. La sociedad tecnificada y masiva tiene otros rasgos, pero el establecimiento político continúa aferrado a los lugares comunes del siglo XIX. Si hoy en día el museo se transforma en un espectáculo como el Guggenheim es justamente porque no tiene ya sentido fuera del líquido amniótico burgués. El museo, por si fuera poco, es hijo del terror y fue el gobierno burgués revolucionario el que abrió, en el palacio del Louvre, el primer museo de la historia un 10 de agosto de 1793. Era el año I de la Revolución.

Sin embargo, el verdadero inventor del museo moderno fue Napoleón, el cual intuyó que aquellos serían los templos de la religión nacional burguesa. Entre 1803 y 1814 el Louvre se llamó "Museo Napoleón" muy apropiadamente porque él fue quien lo enriqueció desmedidamente según iba robando toneladas de piezas en los países que conquistaba mientras corría hacia la corona imperial. Comprendió muy pronto que las naciones no tendrían otra capacidad de identificarse que por medio de eso que ahora llamamos "cultura" y que en el Antiguo Régimen carecía de importancia. Siempre se había valorado el botín de guerra, es natural, pero por su peso en oro o su calidad, en tanto que ahora se valoraba como alma de la nación conquistada. En los museos del ejército yacían las banderas de la vencida nobleza europea, y en el Louvre su espíritu.

Comenta Peter Brooks en un reciente artículo el rotundo acierto de Napoleón cuando nombró como primer director de los museos de Francia a Dominique-Vivant Denon. Es este caballero un hombre de excepcional inteligencia, coraje físico y simpatía personal. Tengo para mí que fue, además, el primer aventurero cultural. En 1798, se lo llevó Napoleón consigo a la campaña de Egipto, junto con un pelotón de expertos dibujantes, ingenieros y grabadores. Los álbumes de estos artistas (han sobrevivido muy pocos) son todavía hoy uno de los tesoros más preciosos de la bibliofília.

Denon tenía entonces más de cincuenta años, pero siempre se mantuvo en primera línea de fuego, dibujando cuanto veía desde la montura de su caballo. Despuntaba el siglo XIX, pero esta figura de aventurero que se juega la vida por un chispazo artístico o una batalla sublime, es ya francamente romántica. Y no es el único rasgo. También fue Denon el primero en prestar atención a lo que medio siglo más tarde los estetas británicos llamarían el arte pre-rafaelita. Hasta entonces nadie había tenido en tan alta consideración a góticos como los hermanos Pisano, Lorenzetti, Giotto o Cimabue. Eran éstos considerados artistas toscos y bárbaros. Denon se dedicó a robar cuanto "primitivo italiano" se iba encontrando al paso de los batallones durante la campaña de Italia.

Esto es admirable, como lo es que inventara una historia del arte pragmática (nada que ver con el idealismo de Winnckelmann) al disponer los cuadros por escuelas y no por su valor como objeto. La galería de pinturas aristocrática había sido, hasta entonces, un seguido de muros tapizados con cuadros de suelo a techo, como aún puede verse en la Galería Colonna de Roma. Denon inventó el modo de ver moderno.

En nuestros días los museos ya no compiten con los templos sino con los polideportivos. Tampoco creo que ningún director actual quisiera exponerse en primera línea de fuego para ver la esfinge de Gizeh. Pero es que Vivant Denon, como Napoleón, no era sólo un ciudadano, era "historia en movimiento".

 

Artículo publicado el 21 de enero de  2010.

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27 de enero de 2010
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Dificultades para empezar una guerra

No recuerdo qué historiador se felicitaba de que la generación nacida en los años cuarenta del siglo pasado era la primera que vivía en una España sin guerras civiles. De un modo u otro nos las hemos apañado para mantener siempre afilado el cuchillo y limpio el trabuco, no con el fin de defendernos sino con el borrar del mapa a nuestro vecino. El caso es que no habiendo vivido guerra alguna, los de mi quinta no sabemos cómo empiezan.

Tenemos, en cambio, múltiples testimonios personales y directos de quienes vivieron la última guerra civil, la segunda guerra mundial, o la muy reciente de los Balcanes, que es la más próxima en arte y carácter a las nuestras. Así que guerras no han faltado y casi todos estos testimonios hablan de la inmensa sorpresa que supuso el comienzo de la carnicería y cómo mucha gente ni siquiera alcanzaba a creerlo. Fue también universal la creencia de que la guerra recién comenzada iba a ser breve, cosa de semanas.

Así recuerdo yo el testimonio de mis padres y abuelos cuando hablaban sobre julio de 1936, un mes particularmente caluroso, decían, aunque es imposible saber si en verdad ese intenso calor no era sino una figura retrospectiva del sofoco y la histeria que acompañaron a la sublevación de Franco. El caso es que nadie lo esperaba. Pueden leerse miles de declaraciones atónitas de quienes vivieron aquella repentina catástrofe. Desde luego, casi todos presumieron que el conflicto iba a resolverse antes de fin de año. Y esto es algo muy sorprendente para nosotros que sabemos cuánta era la fragilidad del gobierno republicano, ¿Cómo no sospecharon algunos ciudadanos bien informados lo que se les venía encima? Pero es que en 1936 nadie sabía cuál era la verdadera proporción de fuerzas, ya que una guerra es justamente eso, un albur, un golpe de dados a vida o muerte, un salto hacia nuestra animalidad más primitiva y arcaica, un furor sagrado que busca el entrechocar de los cuerpos. Nadie puede saber quién será el más resistente hasta que el más débil muerde el polvo.

No sucedió nada distinto cuando Alemania desató la guerra en 1914. Es admirable constatar en el muy documentado "Agosto de 1914" de Alexander Solyenitsin la estupidez del alto mando del ejército zarista, la incompetencia de sus oficiales, la eufórica fe en la victoria de los pobres soldados. Y en su "Doktor Faustus" relata Thomas Mann el comienzo de las dos guerras mundiales, ambas iniciadas con la absoluta convicción en la rapidez de la victoria germana, así como el ambiente de entusiasmo delirante con que acogió la lucha una mayoría de la población.

Desde luego Mann no disimula la presencia de algo oscuramente maligno en el comienzo de las guerras, un elemento incompatible con la conciencia. Su desarrollo es ya otra cosa, pero la declaración de guerra, el acto de provocarla, de saltar al vacío, parece siempre el fruto de un extravío de mandatarios y súbditos. Muy pocos ciudadanos quedan libres de esa embriaguez que parece emanar del olor a sangre humana, y menos aún quienes adivinan las proporciones del acto de enajenación, el abismo en el que van a hundirse quienes se creen vencedores. Es cierto que hay también un trágico coro de mujeres aullando desgarrada y quizás resignadamente contra la guerra. Su presencia parece la compensación biológica del maléfico entusiasmo masculino, pero es un lamento atávico, el de las plañideras ancestrales que deploran la pérdida de lo único que es suyo, sus hijos y maridos, ya que toda otra posesión les estaba vedada.

La demencia del agresor, de aquel que cree ser el más fuerte (incluso cuando es el más fuerte), viene siempre teñida de alucinaciones nacionales, heroicidades añejas, patrias heridas de muerte, agravios remotos, como si el mundo entero hubiera conspirado contra esa nación que ahora va a demostrar su poderío con el fin de que quienes la despreciaron se arrepientan y no sólo le cobren admiración sino, añade Mann, se vean en la necesidad de respetarla y amarla. Una verdadera locura, pero siempre presente en el inicio de la guerra. Una vez terminada, aquellos que iniciaron el cataclismo constatan que sólo han logrado crear más odio, tanto si han ganado como si han perdido. Comienza entonces la pavorosa peste de la apología y el ascenso de los turiferarios a empleos de altura. Serán ellos quienes acaben de hundir en la miseria moral a los causantes del desastre.

La última guerra europea, la de los Balcanes, no tuvo otro comienzo: euforia y estupidez sazonadas con agravio nacional, la herida narcisista. Un testigo presencial que hubo de huir a pesar de tener protección diplomática y que no pudo evitar que unos soldados de frontera asesinaran ante sus ojos al amigo a quien trataba de salvar, me ha contado repetidas veces y siempre con nuevos datos espeluznantes (datos que imagino han ido aflorando poco a poco de aquel horror hundido en su memoria) cómo unos días antes del estallido de la guerra el grupo de la universidad se reunía sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero. Y si acaso se sabía, sólo se comentaba con aquella retranca de las peculiaridades regionales que hacían más simpático al recién llegado y más fácil de acoger. Todavía cuando hice el servicio militar, a mis compañeros no se les llamaba por el nombre sino por el lugar de origen y lo educado era gritar "¡Vic, a cocinas!", o bien "Suelta un cigarro, Tortosa!", como seguramente se había hecho siempre entre soldados.

A los pocos días, sin embargo (y para su estupefacción), cuando se reunían como era habitual en el bar de la facultad de Belgrado y tras constatar mi amigo que faltaban dos o tres de la peña y preguntar por ellos, caía un silencio agobiante hasta que alguien justificaba crispadamente que los desaparecidos eran croatas o albaneses y que estarían escondidos de pura vergüenza o habrían regresado a sus madrigueras. En realidad estaban muertos, pero eso no sería público hasta al cabo de unos meses, cuando los delirantes cabecillas de la guerra se hartaran de beber sangre humana y cantaran borrachos los himnos de la supremacía nacional.

Cuenta mi amigo cómo algunos estudiantes que habían compartido pensión o incluso cuarto de alquiler, gente amable, jaranera, compañeros perfectos y entrañables de juergas y amoríos, se transformaron en cosa de días y se acusaban los unos a los otros de asesinos, psicópatas, o peor aún, de gente con una identidad racial, nacional o religiosa despreciable, inferior, anormal, impropia. Era como soñar una pesadilla ajena. Desde fuera se constataba el súbito ataque de locura, la furia que infectaba como la peste a todo el mundo con una velocidad demoníaca, pero desde dentro se había producido una inexplicable ceguera que impedía ver a otros humanos como humanos.

Porque esa es la cuestión, a saber, que nosotros ya no creemos en la maldad y la tecnificamos llamándola "desequilibrio mental" para lo cual hay expertos controladores, los psiquiatras, los psicoanalistas, olvidando que uno de los más sanguinarios verdugos de la guerra balcánica era, justamente, un psiquiatra de reconocido prestigio. El caso es que no creemos que exista tal cosa como la maldad, el odio que infecta a quienes se creen superiores o más fuertes, pero poco reconocidos. Esa herida diabólica sólo puede curarse mediante la destrucción de quien les agravia, siendo el agravio muchas veces la mera presencia física del otro. Tenemos un origen en Adán y Eva, pero otro en Caín y Abel.

Así que a lo mejor el mal existe y lo tenemos muy cerca. De ser así, como el ladrón entrará en nuestras casas mientras estemos dormidos.

Artículo publicado el sábado 16 de enero de 2010.

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25 de enero de 2010
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Una metáfora imposible de resistir

Supongo que quienes vieron "Apocalypse now" tienen presente la inolvidable escena en la que seguimos a una flotilla de helicópteros lanzados al ataque sobre un poblado vietnamita, mientras de fondo truena la cabalgata de las walkirias de la ópera que Wagner dedicó a tan señalada como gorda guerrera germana. Hay una admirable armonía entre las máquinas metálicas y esa música que nos induce a creer que, en efecto, los Sykorsky (¿o eran de otra raza?) son, en verdad, robustas hembras.

    Yo no sé si Coppola lo ha confesado alguna vez, pero esa su quizás más famosa escena le pertenece a Marcel Proust. Me llamó la atención sobre este plagio una amiga muy leída a la cual le había asaltado en una relectura del "Tiempo reencontrado". Me dijo en tono perentorio: "¡Tercer volumen de la Pléiade, página 758, te lo lees y me llamas!".

    En esa página retrata Proust a los estetas de la Gran Guerra y el esnobismo de algunos oficiales de la nobleza. El narrador, Marcel, encomia a Saint-Loup "la belleza de los aviones que despegan en la noche" y ese momento en el que forman "una nueva constelación" en el firmamento. Su amigo replica que prefiere verlos dispersos y lanzados al ataque "creando un apocalipsis". El sonido de las sirenas les añade un aire wagneriano, dice, de modo que "uno se pregunta si se trata de pilotos o de walkirias". Y acaba con una frase de necia frivolidad: "Ha sido necesario que los alemanes vinieran a París para que pudiéramos escuchar a Wagner debidamente".

    Quizás Coppola lo haya dicho en alguna entrevista, quizás sea un lugar común para la crítica, pero yo no lo había remarcado. Bien es cierto que todavía algo se me escapa. La similitud de los viejos aeroplanos de la Gran Guerra, cuyo piloto era tan visible como un jinete, con las galopantes walkirias, es obvia. ¿Pero una flotilla de helicópteros? ¿Los vemos en verdad como caballos del aire, al igual que las locomotoras eran caballos de hierro para los sioux? ¿O será acaso que Wagner compuso una metáfora tan potente que ya fue inevitable el invento de la aviación?

Artículo publicado el sábado 19 de enero de 2010.

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20 de enero de 2010
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Veloz progreso hacia el pasado

Uno de los muchos vizcaínos huidos de la represión política vascongada y que vive en Cataluña desde hace treinta años me contaba la semana pasada lo siguiente. Tiene él un amigo, excelente profesional y persona bien situada, que adolece de un profundo sentimiento nacional y es separatista desde sus años universitarios. Ello no ha impedido en ningún momento que se lleve bien con el vasco, persona más bien escaldada en ese terreno y poco dada a la expansión patriótica. Sin embargo, según me dijo, el tono de las conversaciones ha ido variando a lo largo de este año que ahora termina. En su último encuentro el educado ciudadano catalán le había dicho con gesto ufano que la independencia sería inevitable en un plazo de seis años y que tal era el cálculo de los partidos nacionalistas, no sólo los fanáticos y el de la derecha católica sino también buena parte de los socialistas catalanes acomodados. Mi amigo tragó saliva y le preguntó si había planes, también, para ellos. "¿Para quienes?", preguntó el separatista. "Para los españoles que vivimos en Cataluña". "¡Oh, por supuesto! Tendréis veinte años para elegir". Mi amigo insistió, con una sonrisa, sobre qué era lo que tendría que elegir. Su colega dejó escapar una alegre carcajada, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue hacia otra mesa.

    Hay en Cataluña una masa significativa, quizás en este momento en torno al veinte por ciento de la población, que piensa muy seriamente como el caballero separatista y ocupa lugares estratégicos del sistema económico, mediático y político catalán. La cifra se ha multiplicado durante el gobierno de Zapatero, precisamente por lo comprensivo que ha sido con las exigencias separatistas. Como saben bien quienes han conocido las peores etapas vascas, las concesiones sólo sirven para estimular las exigencias porque siempre se interpretan como debilidad. La consigna nacionalista dice que fue la intransigencia de Aznar lo que multiplicó a los separatistas, pero lo cierto es que ha sido Zapatero quien ha construido a Montilla y con Montilla llegaron los referéndums soberanistas. ¿Que no son vinculantes y que no llevan a ningún sitio? ¡Menuda simpleza! La política pública (otra cosa son los negocios subterráneos) es exclusivamente mediática y para los medios nacionalistas (que aquí son (casi) todos) Cataluña ya se ha volcado en la secesión.

    Lo peligroso de la independencia no es el hecho en sí. ¿A quién le importa que de la noche a la mañana aparezcan en el mapa Macedonia, Croacia o Kosovo? Lo inquietante es el tipo de poder que se instala en esos reductos. Las "nacionalidades" de nueva creación son productos etiquetados con el sueño de una idealización, y el peso de su publicidad (en ausencia de guerra las naciones se venden como mercancías) descansa sobre mitos o sobre sucesos que tuvieron lugar hace siglos. Como no puede ser de otro modo, los nacionalismos son muy conservadores, están anclados en el pasado y tienen una sólida base burguesa. Cada paso hacia la independencia trae consigo colosales negocios locales. Así es el nacionalismo franquista, el lepenismo francés, el de la Liga Norte o el de los xenófobos septentrionales. Nadie ha conocido jamás un nacionalismo obrero. Frente a esta evidencia, los separatistas suelen aducir el nacionalismo de las viejas colonias como Cuba o Argelia y sus derivados tipo Chávez. Me parece más prudente no pisar ese charco de sangre.

    El neonacionalismo actual, como el catalán o el vasco, pertenece al conjunto de presiones derechistas que quieren acabar con los restos cívicos de la transición. Es un regreso a la sociedad pre-democrática controlada por los poderes feudales regionales mediante la secular alianza del campesinado con la oligarquía. De ahí la importancia que tiene entre los separatistas la palabra "pueblo" y la escasa atención que dan al término de "ciudadano". De ahí también la constante animización mágica del catastro, "Cataluña exige, Cataluña ha dicho, Cataluña ha decidido...", o la obsesión con el folklore inventado por las élites regionalistas del romanticismo. Y no es de extrañar que el primer referéndum independentista del pasado domingo se celebrara en un pueblo de ciento veinte habitantes. Su independencia es ontológica, o sea, no tiene remedio. Es el símbolo supremo de la nación añorada: agraria, montañesa, minúscula, la puede gestionar un párroco.

    Ahora bien, la independencia real, lo que suele denotarse con el término "soberanía" que tanto usan los nacionalistas catalanes, significa asumir la plena capacidad legal para declarar el estado de excepción, según la clásica definición de Carl Schmitt. Son muy recomendables las reflexiones de Giorgio Agamben comentando a Walter Benjamin sobre este punto en el recién traducido "El poder del pensamiento" (Anagrama). Suspender la legalidad vigente de modo legítimo es lo propio del soberano, sea éste una persona o una institución. De hecho los nacionalistas de Montilla ya están legalizando a toda prisa un tribunal constitucional catalán para cuando suspendan la constitución española. No sabemos, de todos modos, si estos soberanistas están dispuestos a plantear el estado de excepción prescindiendo de un ejército de respaldo y contando tan sólo con la presión mediática y económica. Se han dado escisiones pacíficas, como la de la nación llamada Eslovaquia y es posible que un proceso semejante pueda aplicarse en el futuro a Chipre para separar a turcos de helenos, pero creo dudoso que sirva para España, aunque sólo sea porque en otras regiones hay un nacionalismo español tan radical como el catalán o el vasco y de similar ideología. Es cierto que está permanentemente controlado y apenas representa peligro alguno, pero dudo de que se quede sentado mirando la tele cuando se le arranque una cuarta parte de lo que él considera que es su nación.

    En cambio, el caso vasco lleva camino de emprender otro derrotero mediático a partir de la expulsión del PNV de los resortes económicos del gobierno autonómico, aunque no de todos. Allí los socialistas han tomado una posición coherente con la tradición de la izquierda europea y de momento mucha gente respira aliviada por primera vez desde hace medio siglo. La peculiaridad del caso catalán es que el partido socialista (que escribe su logo con esta grafía: psC para subrayar que son más catalanes que socialistas) era el órgano que debía corregir la deriva conservadora, constituida en verdad como un movimiento nacional en consonancia con la herencia rural y oligárquica del nacionalismo catalán. Sin embargo, y contra toda la herencia ilustrada, progresista o revolucionaria del partido, los socialistas catalanes (en realidad tan sólo su acomodada cúpula dirigente) han asumido en los últimos cinco años los mitos del nacionalismo conservador y rural, su lenguaje se ha vuelto casi exclusivamente sentimental y apenas se distingue del de sus socios separatistas.

    Este giro derechista del socialismo catalán, no obstante, parece compartido por el gobierno de Zapatero cuya errática e improvisada política va deslizándose paulatinamente hacia posiciones de una irracionalidad incompatible con la experiencia del socialismo europeo. Un populismo, una obsesión por el espectáculo, una cerrazón sectaria, una frivolidad moral que han otorgado fuerza inesperada a las oligarquías regionales sin obtener absolutamente nada a cambio. Este periodo de gobierno socialista se cerrará con tan sólo dos leyes que puedan considerarse más o menos progresistas: la que permite el aborto de las adolescentes sin permiso paterno y la que concede el matrimonio a las parejas homosexuales. Las pérdidas, como es evidente, tienen otro monto. El balance es desolador.

    Quien nos iba a decir a quienes fuimos votantes del socialismo catalán que algún día sentiríamos envidia del País Vasco. Y quien nos había de decir que serían los socialistas catalanes quienes precipitarían en el descrédito al socialismo español.

 

Artículo publicado el sábado 19 de diciembre de 2009.

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18 de enero de 2010
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Sobre las carnes del soberanismo

Hubo un tiempo en el que los caudillos de la patria catalana eran ciudadanos extremadamente ascéticos, exiguos de carne, enjutos de rostro, dotados de una robusta fortaleza moral y reconocida castidad o prolífica maritalidad. Recios alpinistas, vegetarianos dentados: eran los faquires de la nación. Así fueron Maciá, Josep Benet, Raimon Galí, Espriu, Xirinachs... Si alguna duda se cernió sobre el Pujol juvenil fue que no satisfacía la imagen de jefe moral y guía mosaico, pero su catolicismo granítico acabó por otorgarle la jefatura.

    Aquellos ígneos espíritus inspiraban temor e imponían respeto a quienes no compartían su mística catastral y religiosa. Se asemejaban a otras almas flamígeras como Ghandi o Tolstoy que habían representado lo mejor del nacionalismo y el populismo del siglo XIX, el de Smetana, el de Victor Hugo. Ciertamente, no estaban hechos para sobrevivir al siglo XX y todos perecieron como los grandes veleros ante la llegada del barco de vapor. Sus funerales fueron también las exequias de la poesía nacional y la religión de la patria.

    En los últimos años, sin embargo, han aparecido unos patriotas muy amenos para la rigurosa tradición catalana. Son rollizos, aceitunados, hirsutos, de fuerte caja torácica y mejillas bermejas. Tienen las piernas cortas y musculosas. Se advierte que han sido alimentados por familias que se tomaban muy seriamente la pitanza. Lucen, por otra parte, un ánimo jovial, brindan con champagne de marca, conducen coches lujosos, aman los viajes exóticos, en fin dan ganas de que te inviten a sus fastuosas fiestas privadas. Tipos de constitución maciza como Laporta, López Tena, Benach o Puigcercós (no así Carod Rovira, que quizás por eso ha sido bajado de la tarima), conspicuos vividores, agudos mercaderes en un siglo, el XXI, para el que sólo cuenta lo global y las mafias, ejecutivos de ánimo endurecido o expertos muñidores del desorden funcionarial y los fondos públicos, estos poderosos personajes son quienes empuñan ahora la antorcha nacional y la gerencia del odio.

    Es una excelente noticia.

 

Artículo publicado el sábado 9 de enero de 2010.

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13 de enero de 2010
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El mejor amigo del hombre (y de la chica)

Por razones sabias tuve que volver a abrir la novela de Thomas Mann titulada "Doctor Faustus". Es la tenebrosa a la par que gloriosa historia de un músico, Adrian Leverkühn, que vende su alma al diablo a condición de que le inspire la mayor obra musical de todos los tiempos. La novela, inmensa, es una alegoría apenas disimulada del cataclismo nazi (se publicó en 1947) y tiene por música de fondo el ocaso de los dioses, pero no el de Wagner, sino el de Schoenberg. Es una larga historia y me llevaría mucho ponerles al día si no la han leído.

El caso es que la última vez que había entrado en ella fue hacia 1980 y apenas la recordaba. El volumen está anotado con un entusiasmo juvenil, pero en muy buen estado. Como esta relectura formaba parte de un programa de trabajo, también me interesé por el libro en la red y cuál no sería mi sorpresa al tropezar con varias direcciones de libreros de lance en las que se ofrecía mi edición por la descomunal cantidad de 200 dólares. Y eso el más barato. Volví a coger mi ejemplar con mano temblorosa y constaté los datos: publicado por Plaza y Janés en 1951, traducción de J. Farrán y Mayoral, tapa dura, seiscientas y pico páginas. ¿Puede en verdad valer veinte mil cucas este libro? Es cierto que ahora lo veía distinto. Aprecié la suavidad del papel, la excelente impresión sin transparencias, el entelado de la encuadernación, el logo de Janés impreso en azul(un ave fénix), lo que en aquellos tiempos imponía un segundo pase por la linotipia. Real capricho de un editor principesco, pero así era don José Janés.

De pronto se me hizo la luz. ¡Claro que valía doscientos dólares! ¡O más! Estaba yo manoseando una pieza de valor inapreciable, un objeto que ya nunca más se fabricaría, algo así como un violín barroco. A partir de los años sesenta los libros comenzaron su mutación. Fue en aquellos años cuando aparecieron las primeras colecciones de bolsillo masivas, aunque Penguin, la pionera, era algo anterior. Recordé los ejemplares iniciales de Alianza Editorial con sus deliciosas portadas de Daniel Gil, su papel casi biblia, espléndidamente pensados por Jaime Salinas con una programación ecléctica: Kafka, Ortega, Proust, Baroja y un inesperado Bulgákov están entre los primeros títulos. Luego vendrían innúmeras colecciones de bolsillo, pero la de Alianza fue un campanazo de plata.

Los libros ya nunca más se producirán como en el siglo XX. Mi ejemplar de Thomas Mann era uno de los últimos hijos de un arte que se iba a transformar en industria. Para empezar, hoy ya no se imprime con tipos, sino electrónicamente, lo que elimina el tacto estriado de la superficie de las hojas que tanto gusto nos da a los bibliópatas. Y aunque ahora se encola muy bien y hay libros preciosos (me ha gustado la fiel reproducción de la edición americana del libro de Alex Ross que ha editado Seix Barral) que aguantan el paso del tiempo sin caerse a pedazos como pan seco, no hay comparación con aquellos libros similares a mi Thomas Mann que los dejas abiertos encima de la mesa por su exacta mitad y toman un aire de entrega, de deseo, de ronroneo, de llamada almizclera, difícilmente resistible.

Antes he utilizado una palabra, "bibliópata", que sin duda ustedes han entendido. En un tratado metódico (pero jovial) de la cuestión, "Enfermos del libro", escrito por Miguel Albero (Universidad de Sevilla), aparecen otros términos: bibliofagia, bibliofobia, bibliocleptomanía, biblioclastia, además de la habitual bibliofilia que es la única que mi programa Word no subraya en rojo. Ese es el mundo de los libros y allí encontrarán las historias de quienes hicieron con ellos un jardín, un museo, un laberinto, un harén o una silla eléctrica. Desde los más sosegados amantes, como es mi caso, hasta los frenéticos, los sadomaso, los coprofílicos, los fetichistas e incluso los asesinos en serie, de todo hay en la alcoba del libro.

Mucho se discute desde la llegada del libro electrónico, el eBook, y hay almas de cántaro que temen por la supervivencia de los sublimes objetos de papel. No hay que temer nada. "¿Hombre o ratón?", preguntó mi príncipe Hamlet antes de atravesar con su espadín el cuerpo de su futuro suegro. Más enemigo del libro es el ratón que la electrónica. ¡Ojalá los libros electrónicos triunfaran de una vez y nos permitieran aliviar nuestras bibliotecas, tan repletas de trivialidades indispensables! ¡No tengo yo novelas americanas y francesas que guardo por motivos emocionales y que nunca volveré a leer! Pero no puedo tirarlas al contenedor: se me abren las carnes. Si pudiera sustituirlas por su fantasma electrónico ya no tendría reparo.

Eso sí, el triunfo del libro electrónico supondrá una mayor valoración, si cabe, de los libros verdaderos. ¿Cómo no va a valer veinte mil castañas uno de los últimos abuelos del libro de papel? Nada, nada, ni hablar. No lo vendo ni por trescientos euros. Esto va a subir como el oro.

Artículo publicado el miércoles 23 de diciembre de 2009.

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11 de enero de 2010
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Siglo nuevo, nueva década, alma nueva

Invento ejemplar, la medida de los siglos es digna de atención. Los cambios de centuria, por no hablar del cambio de milenio, como aquel que puso patas arriba a Europa en el año 1000, traen mucha agitación. El cerebro de quienes habitan el calendario cristiano gira dos grados y rehace sus ideas en cada inicio de centuria. Son cambios que tardan en llegar al espectáculo mediático siempre ocupado con menudencias frenéticas. Digámoslo claro: el cambio de siglo tarda una década en producirse. Obsérvense los dos últimos.

    En 1800 acaba el siglo XVIII y comienza el XIX, pero eso no es cierto hasta que en 1814 las potencias absolutistas derrotan a Napoleón y lo mandan a Elba. Sólo entonces podemos admitir que el siglo XVIII se ha agotado. Una vez descartado el tirano, Europa se rehízo de arriba abajo y decapitó lo que quedaba de nobleza. Comenzaba la democracia de masas.

    En 1900 acababa el siglo XIX, pero su final verdadero no llegó hasta 1914 cuando estalla la Primera Guerra Mundial, que no era sino la función de apertura del siglo XX cuyo signo heráldico es la hecatombe nuclear. Esa Primera guerra, mero prólogo de la Segunda, señala el punto de llegada del nuevo siglo a la conciencia universal. Luego, revolución en Rusia, disolución de los imperios centrales, cataclismos coloniales, fascismo nipón, revolución en China, barbarie nazi, en fin, las grandes matanzas que han dado al siglo XX su tétrico escudo de armas.

    También nosotros hemos estrenado milenio y vamos camino de celebrarlo. La mutación de las mentalidades es tan lenta como en anteriores ocasiones, pero eso que se denomina "crisis económica" no parece sino un aviso de que la inauguración oficial, con sus juegos de artificio y la pulverización de las momias, tendrá lugar en esta década que ahora comienza.

    Razón por la cual creo llegado el momento de ir tirando a la basura todo lo que ha sido popular, heroico, masivo, tópico o distinguido durante el infame siglo XX. Que nada quede entre nosotros de esos cien años que hieden a carne podrida. Año nuevo, cerebro limpio. 

Artículo publicado el sábado 2 de enero de 2009.

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7 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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