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El Boomeran(g)

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El país de las fiestas

Nunca he visto un país tan fanático de las fiestas como España. Para empezar, las duplican todas: celebran santo y cumpleaños, Navidad y Reyes, incluso prolongan los festivos hasta convertirlos en puentes. Y luego, por si aún te quedan ganas de celebrar, están las fiestas regionales, que son de tres tipos: las religiosas como la Semana Santa de Sevilla, las paganas como el carnaval de Cádiz y las fiestas en que la gente se mata o hiere, como los sanfermines de Pamplona.

Las fallas de Valencia tienen de las tres.

Llego a la ciudad en viernes, y miles de personas desfilan por el centro de la ciudad. Los trajes de las mujeres son especialmente vistosos. Algunos llegan a costar 6000 euros contando mantillas, peinetas, pendientes, collares, y todo tipo de recamados de oro y piedras preciosas.

-¿Y quién paga esos trajes? –le pregunto a mi suegra, que es de ahí-. ¿Los empresarios turísticos o el ayuntamiento?
-Los papás de las chicas.
-Ya, pero ¿Cuál es el negocio? ¿Por qué gastan tanto dinero en el traje?
-Porque les hace ilusión.

Literalmente relucientes, las mujeres le llevan ramos de flores a una virgen de veinte metros de altura. La virgen sólo tiene puesta la cabeza sobre una estructura de madera, y se va vistiendo con los ramos de distintos colores. Al culminar su desfile frente a la gigantesca imagen, las mujeres lloran de emoción. Llevan también a sus hijos e hijas, algunos de dos meses de edad, otros en carrito de bebé, pero todos rigurosamente vestidos con los costosos trajes típicos.

No muy lejos de ahí, una estatua de cartón piedra más o menos del mismo tamaño representa a una monumental mulata carnavalera bailando al ritmo de un grupo tropical. Es la otra cara de la fiesta: la representación del pecado. Cada barrio construye estatuas de cartón piedra llamadas precisamente fallas que satirizan a las personas, sus manías, sus mentiras, sus problemas. Como colosales dibujos animados que brotan por las calles.

La mulata preside la falla llamada “el baile de las máscaras” que ocupa toda una plaza y representa las falsedades de la sociedad española. Hay un gigantesco lobo con máscara de cordero, y alrededor, caricaturas de políticos y estrellas de la televisión. El mensaje es que los ricos y los poderosos siempre muestran un rostro y amable y gracioso en la prensa mientras maquillan sus presupuestos y engañan por doquier. En otro barrio hay una falla dedicada a las bodas, que compara los matrimonios de los pobres y de los ricos (y por cierto, de los gays), y llega a la conclusión de que al final todo es un negocio. Esos mensajes tan poco constructivos son el corazón de la fiesta y, la última noche, se les prende fuego. Como los carnavales, las fallas abren la puerta de lo profano y lo políticamente incorrecto, antes de volver a la normalidad: tres días para decir la verdad, y un último para reducirla a cenizas.

-Enfrente mi ventana, siempre ponen una falla –dice riendo una amiga de mi suegra-, pero yo prefiero no estar en casa cuando la queman porque las llamas casi me llegan a las cortinas. Eso sí, es muy bonito.

Esta fiesta es pura pólvora. Aparte de los incendios controlados de las estatuas, revientan cohetes y fuegos artificiales durante todo el día. Uno de los eventos centrales, la mascletà, es una batería de estallidos que ocupa toda la plaza del ayuntamiento haciendo retumbar el suelo y los edificios en diez calles a la redonda. Esta semana, la mascletá dejó once heridos. Eso está muy bien, porque hace unos años eran más. De hecho, según me explica la familia de mi novia, cada año toman nuevas previsiones y se muere menos gente, afortunadamente, porque antes era un horror.

Esto es España: la gente muere por las fiestas.

El mismo fin de semana, quince ciudades de este país convocan a un botellón masivo. Mientras los estudiantes franceses toman las calles para exigir sus derechos laborales, los españoles exigen que se respete su derecho a beber en la calle. En Granada llegan a reunirse 25000. En Barcelona se despliegan 350 policías sólo para evitar las vomitonas generalizadas. En Valencia, sin embargo, la convocatoria pasa desapercibida. De los cientos de miles de personas que llenan las calles, es de asumir que algunos comparecen en defensa de su libertad de alcoholizarse. Pero para mi suegra, todos son falleros.

-Yo fui fallera –me explica-, y mi hija lo fue, y vuestro hijo o hija, cuando lo tengáis, será fallero y le traerá ramos de flores a la virgen.

Me encanta este país.

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21 de marzo de 2006
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Recursos humanos

Vas a una entrevista de trabajo, y te dicen que van a probar un nuevo método de selección. Tú y cinco candidatos más se van a pasar la mañana ahí encerrados y se van a eliminar mutuamente, hasta que sólo quede uno. Es como el circo romano, pero las fieras llevan traje y corbata, y pinta de gente seria. Son bastante dóciles ante el domador, pero están dispuestas a matar a dentelladas a sus congéneres. Son a la vez conejillos de indias y leones.

Esa es la situación de partida de El método Grönholm, la exitosísima obra teatral del catalán Jordi Galcerán que lleva en cartel más de dos años y no tiene visos de irse, ni siquiera después de ser llevada al cine. ¿A qué se debe su éxito? Quizá a que todos los espectadores sienten que podrían estar en ese escenario, o que lo han estado ya.

El método Grönholm narra la crueldad en las relaciones laborales, y para eso se ambienta en una de sus facetas más inhumanas, como es la selección de personal. Los personajes encajan en los estereotipos habituales: el indeciso sin opinión propia, dispuesto a decirle al jefe lo que sea para agradar, el macho ibérico resuelto a imponerse sexualmente a sus competidores, el joven decidido a todo por escalar posiciones. Sólo uno sobrevivirá a las pruebas. Previsiblemente, será el que menos escrúpulos muestre ante los objetivos trazados.

¿Es una metáfora exagerada la de esta obra?

Ni tanto. Durante un tiempo, yo trabajé en una oficina. Mis compañeros entraban a trabajar a las nueve de la mañana y salían a las diez de la noche. Yo me negaba a pasar la vida ahí encerrado y salía a las seis o siete, lo cual se consideraba una señal de falta de compromiso y ociosidad. Yo defendía que la jornada de ocho horas era un derecho. Pero ellos ni siquiera se quejaban del exceso de trabajo o la explotación. Al contrario, se enorgullecían. Competían por ver quién trabajaba más:

-Yo me quedé el viernes hasta medianoche.
-¿Sí? Pues yo vine el sábado toda la tarde.
-¿Ah, sí? Pues yo pasé el domingo en la oficina. Y traje a mis hijos y a mi señora para que almorzaran acá.
Algunos chicos trataron de organizar a la gente en un sindicato, pero muchos otros tenían miedo de sufrir represalias del gerente. Decían:
-Hay miles de personas sin trabajo afuera. A la menor provocación me echan, y cubrirán mi puesto en cinco minutos.

En esa época, circulaba la especie de que “el país necesitaba trabajo duro” y eso era bueno para la economía. Pero era mentira, porque la economía necesitaba consumo. Y en ese momento, nadie consumía: los desempleados no tenían dinero y los empleados no tenían tiempo. De hecho, en esa época, el Perú llevaba diez años de flexibilización laboral y sufría una recesión feroz. Pero ahí estábamos todos, felices por tener trabajo, dispuestos a dejarnos explotar, orgullosos de hacerlo por nuestro país.

El método Grönholm habla del mundo de los recursos humanos, en que los trabajadores son cada vez más recursos y menos humanos. Es muy divertida, y te ríes y te emocionas. Pero luego sales con la sensación de que algo en tu vida está fatal. Supongo que cuando uno vive una mentira, las mentiras de la ficción se vuelven la realidad más confiable, y la más incómoda.

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17 de marzo de 2006
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EL DOBLE DE JULIO CORTÁZAR

Borges recuerda el día en que un muchacho muy alto se presentó en la redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires con un "previsible manuscrito" en busca de publicación. El joven se llamaba Julio. El manuscrito, Casa Tomada. El año, 1947. Borges, a la sazón editor de la revista, aprobó la calidad del relato y lo publicó, sin saber que el tiempo convertiría a esas diez páginas en emblema de una revolución narrativa. En el prólogo al cuento Cartas de mamá, un Borges claramente emocionado cuenta que Cortázar le confesaría años más tarde que esa fue la primera vez que vio un texto suyo en letras de molde.

La anécdota sería un bonito recuerdo o una emotiva historia entre maestro y discípulo, si no fuera por un mínimo detalle: es falsa.

En realidad, ésa no era la primera publicación de Cortázar. Casi diez años antes, había publicado su primer poemario, Presencia, bajo el seudónimo de Julio Denis. En 1941, el mismo Denis firma un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella y, desde entonces, otros análisis literarios en Canto y en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. El primer cuento de Denis, Llama por teléfono, Delia, aparece en El Despertar de Chivilcoy en 1942. El segundo, Bruja, en Correo Literario en 1944, el mismo año en que Oeste edita su poema Distraída. Omar Prego Gadea, en su libro La fascinación de las palabras, afirma que Cortázar no estrena su verdadero nombre hasta 1949, en el poema dramático Los Reyes. Borges no dice con qué nombre figura el que fue colaborador de Los Anales de Buenos Aires entre el 47 y el 48. En el citado prólogo, el autor de El Aleph se disculpa dicendo que "la ceguera es cómplice del olvido".

¿Miente Borges para quedarse con la primicia de Cortázar? Como teoría, eso suena bastante infantil. ¿Miente Cortázar entonces? ¿O es que el joven escritor considera que su seudónimo era realmente una persona distinta de él?

La existencia de Julio Denis, sin haber sido un secreto, es uno de los aspectos más oscuros de la vida del escritor nacido Julio Florencio Cortázar Scott. El estudioso José Luis Trenti Rocamora se sorprende de que en la nómina que elaboró Néstor García Canclini -que cuenta con 140 títulos de y sobre el escritor- y en The Library of the Congress -cuyo fichero ofrece 291- no aparezca una sola investigación sobre su otra identidad. Apenas algunas menciones, casi por descuido. Goloboff, por ejemplo, atribuye el nacimiento de Julio Denis a la enfermiza timidez de Cortázar y al desprecio que sentía por el apellido de su padre, a quien odiaba por haberlo abandonado cuando era niño. Pero entonces ¿Por qué no usó el apellido de su madre? Además, años después, Cortázar recuperó su nombre sin que remitiesen ni su timidez ni su odio contra el padre, que llegó al punto de hacerle rechazar su herencia inmobiliaria.

Otra pregunta sin resolver es de dónde salió el nombre de Denis. Trenti sugiere rastrear su origen en las lecturas de juventud de Cortázar. Señala El gran Meaulnes de Verne, en la que se menciona a un Denis. O las lecturas de viajes de Cortázar, donde pudo haber encontrado a un poco conocido cronista francés del siglo XVIII llamado Juan Fernando Denis. Ambas posibilidades resultan, por decir lo menos, rebuscadas. Recurriendo al sistema de buscarla en toda la literatura universal, se puede justificar cualquier palabra. Y Denis no es un nombre demasiado especial, podría ser haber sido simplemente un cualquiera, un nadie, un otro.

Sin embargo, Julio Denis no fue sólo un seudónimo literario, sino que saltó de vez en cuando a la vida de Cortázar, incluso lo reemplazó. Eso demuestran las 24 cartas del escritor a Mercedes Arias, que recopiló Mignon Domínguez: la primera carta, de agosto de 1939, está firmada por Julio Cortázar. La número 21, de julio de 1943, por Julio Denis. Lo mismo ocurre con la correspondencia de la misma época de Cortázar a Marcela Duprat, que estudió y publicó Nicolás Cócaro. Curiosamente, según parece, Julio Denis nunca le escribió a un hombre.

Los últimos años de Denis son los más duros de Cortázar. En 1945, renuncia a su puesto como docente tras el ascenso de Perón al gobierno. Poco después, sufre el rechazo editorial de su primera novela y también de la segunda. Pierde un concurso literario. Logra publicar su primer libro de cuentos pero lo recibe la más lapidaria indiferencia. Sueña con abandonar el país. Más adelante, describiría el Buenos Aires de esos años como "un castigo. Vivir allí era como estar encarcelado". En 1951, consigue una beca y parte a París sabiendo que no volverá y abandonando en Argentina a su viejo amigo Julio Denis.

Entonces comienza la historia conocida: Julio Cortázar trabaja como traductor para UNESCO, viaja, conoce el éxito como escritor, descubre la marihuana, radicaliza su posición política. Queda poco del oscuro profesor de Chivilcoy y menos de su seudónimo. No obstante, Julio Denis quizá aún registra una última aparición. Como no podía ser de otro modo, está vinculada a uno de los momentos más tristes del escritor.

En 1981, a Julio Cortázar le diagnostican leucemia. Un año después, muere su última esposa, Carol Dunlop. En 1983, se entera de que su madre va a morir. Aprovecha un viaje a La Habana y continúa hasta Buenos Aires para visitarla. En Argentina, la dictadura vive sus últimos días, pero a Cortázar se le hace difícil celebrar. Para él, ni siquiera el momento político es feliz: los militares no quieren saber de él y los demócratas tampoco, tras sus declaraciones del 76 afirmando que Videla era un "militar democrático". Las autoridades e instituciones lo ignoran deliberadamente. Sólo se queda cinco días. El 4 de diciembre, deja Argentina por última vez.

Casi dos meses y medio después, la profesora de literatura nicaragüense Marta Cruz Kaplansky recibe un sobre desde Buenos Aires. La carta está fechada el 3 de diciembre, pero no le extraña. Los correos latinoamericanos no son muy confiables a principios de los ochenta. Ni siquiera lo son ahora. La carta elogia a la revolución sandinista y cuenta algunas impresiones sobre Argentina. A pesar de las circunstancias, no es un quejido ni un testamento. Su única particularidad es la firma de Julio, sin apellido. Marta Cruz escribe una respuesta que nadie leerá nunca. En el camino al correo, los periódicos le informan que el ciudadano francés Julio Cortázar ha muerto en París la noche anterior, doce horas antes de que un argentino sin apellido conocido le dedicase a ella sus últimas palabras.

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16 de marzo de 2006
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Ubersexuales y ubersexualas

Después de ver a las mujeres de las películas de Rodríguez y Tarantino, he echado un vistazo a una revista de hombres, más que nada para saber si soy un buen hombre. Es decir, si encajo en la definición de lo que se espera de un ejemplar masculino en el mundo de hoy. O si debería parecerme más al gorila que golpea mujeres en Sin City. O peor aún, a David Beckham.

Estudiando atentamente la revista en cuestión, he descubierto que han pasado de moda los metrosexuales, lo cual es un alivio porque eso es carísimo: entre ropa, peluquería y cosméticos, luego no te queda para pagar el alquiler. Y aparte de eso, tienes que ir a sitios tan costosos como tu aspecto, así que es prohibitivo. Con el agravante de que el modelo de mujer al que se supone que aspiras es la Spice Girl Victoria. No, gracias.

En compensación, sin embargo, lo que se ha puesto de moda no es el oso peludo y musculoso que tumba a las mujeres de un garrotazo y las arrastra de los pelos a su cueva, sino un nuevo modelo de tipo recio pero sensible llamado ubersexual.

Hasta donde he podido entender, un ubersexual es un hombre que no está obsesionado con su imagen pero tampoco va por la vida como un punk. Se viste más o menos como cualquiera y su nivel de guapo es el del hombre corriente. Además, en el paquete estético vienen incluidos talentos no necesariamente visuales, como tener conversación o hasta interesarse por la política, aunque tampoco se trata de ser un activista. O sea, un ubersexual es un tipo como cualquiera. Lo último en moda masculina es lo mismo de toda la vida.

A nivel de casas de diseño, eso implica que la ropa de moda sea totalmente sosa y ordinaria pero carísima. Buen negocio, supongo. A nivel de destrezas adquiridas, eso implica que los hombres debemos entrenar para ser capaces de articular dos oraciones seguidas, de ser posible con una idea entre las dos. Eso es barato. Pero a nivel de convivencia, me parece una grave injusticia con las mujeres, a las que obligamos a estar escuálidas y a menudo anoréxicas, a pagar fortunas por prendas de vestir que cubren menos que una curita y a decorarse con pinturas, alhajas y peinados. Todo esto era más fácil cuando no se les permitía tener una vida independiente, pero ahora tienen ocupaciones profesionales, son madres y además están obligadas a estar buenas, con toda la ingeniería de producción que eso implica. 

En cambio, la ubersexualidad es una cosa que te encuentras de repente. Vas, lees una revista de hombres y ya está: estás de moda porque te tocó. Y si no lo estás, tampoco es tan difícil. Además, la moda masculina dura. Lo de ser metrosexual se mantuvo dos o tres años. A las chicas, además de todo lo que ya tienen que hacer, les cambia el marco conceptual cada temporada.    

Así que quiero elevar mi más enérgica voz de protesta y demandar para las mujeres una nueva moda que les permita vivir sin complejos y no estresarse, algo en plan domingo por la mañana, que les ofrezca la posibilidad de salir por la noche con zapatillas, pelo recogido y cara lavada. Pero en última instancia, chicas, si nada de eso es posible, acudan al modelo Tarantino: compren armas de fuego. Eso nunca falla.

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15 de marzo de 2006
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Mujeres de armas tomar

La chica está desnuda, sentada en un rincón de la celda. De la pared cuelgan cabezas de otras chicas, cuyos cuerpos han sido devorados por su psicópata captor. A ella misma le han arrancado una mano y se la han comido frente a sus ojos. El otro prisionero, Marv, le ofrece su abrigo y la abraza para consolarla. Ella llora en su hombro y le pide un cigarrillo. Él dice para sus adentros:

-Mujeres. A veces sólo necesitan desahogarse, y luego están como si nada.

¿Les parece la escena más machista que una mente enferma pueda concebir? Pues se equivocan. Fue concebida por tres mentes enfermas: Frank Miller, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, directores de Sin City (Ya sé que no es ningún estreno, pero mi condición de minusválido temporal me ha obligado este fin de semana a conformarme con el DVD).

Y tengo otra escena. Ésta ya es el colmo: un escuadrón de prostitutas armadas, entre las cuales figuran especialistas en armas de fuego y hasta una nipona habilidosa con una espada samurai, rodean a un chico. Una de ellas lo amenaza apuntándole a la cabeza con una automática de cañón recortado. De repente, el chico pierde la paciencia, empuja el arma y le da una bofetada a la prostituta. Todas sus compañeras desenfundan sus armas, listas para matarlo. Pero ella le dice:

-Había olvidado lo rápido que eras.

Lo coge de la cintura y lo besa apasionadamente.

Sin City es una fantasía animada cargada de testosterona. Todas –y quiero decir TODAS- las mujeres de la película están impresionantes, y hasta las policías van vestidas como en una peli porno, cuando van vestidas. Como si fuera poco, todas van armadas hasta los dientes. Casi todos los personajes masculinos le arrean un porrazo a alguna de ellas, aunque todos juran que nunca golpean a las mujeres. Pero es que en el fondo, aunque algunas saquen un cuchillo y se lo claven en el pulmón a sus agresores, está claro que les encanta el golpe.

La factoría Tarantino y sus amigos es una máquina de mujeres de este tipo: piensen en la Salma Hayek de From dusk til dawn: una bailarina exótica que se convierte en monstruoso vampiro. O la Uma Thurman de Kill Bill, que descuartiza a 89 orientales con un sable. O la escena de la tele en Jackie Brown, con las mujeres anunciando armas de fuego. Estoy convencido de que, en la vida real, una mujer de ésas le produciría un ataque de impotencia incontrolable al mismo Rocco Siffredi. Pero pueblan las fantasías de miles de adolescentes con acné, mayoritariamente vírgenes, supongo.

Las mujeres violentas y carentes de grandes discursos existenciales son precisamente el motor de la acción de esas películas, y especialmente en Sin City. Uno de los personajes masculinos está enamorado de una chica a la que salvó de una violación cuando tenía 11 años. Otro quiere evitar que un policía alcoholizado y violento se ensañe con una prostituta. Un tercero se arriesga a todo para vengar la muerte de la única mujer que se acostó con él a pesar de su horrorosa fealdad. Los hombres de Sin City, ejemplos de lealtad, ternura y amor, vuelan edificios, asesinan enemigos con sus propias manos y disparan a los testículos de sus víctimas, pero siempre movidos por su afecto hacia mujeres que llevan cinturones con granadas y pistolas UZI, y con la convicción de protegerlas de la jungla de cemento. Paradojas de la masculinidad. Para que luego digan que los hombres son simplones.      

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14 de marzo de 2006
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Curas

El obispo y poeta Pedro Casaldáliga acaba de recibir el premio internacional Catalunya a los derechos humanos. Casaldáliga lleva más de treinta años como obispo de Sao Felix de Araguaia, una de las diócesis más pobres del Brasil, donde se ha enfrentado a la esclavitud, a los latifundistas, a la pobreza, a las amenazas de muerte, a la muerte de uno de sus colaboradores en un atentado, al parkinson, a la hipertensión e incluso al Vaticano. Y ahí sigue. Ocupa una casa paupérrima que no tiene puerta, y vive bajo el lema “no poseer nada, no llevar nada, no pedir nada, no callar nada y, de paso, no matar nada”. Es una de esas personas inverosímiles cuya única ambición es servir a los demás. Siempre me he preguntado de dónde saldrá esta gente.

Casaldáliga me recuerda al padre Hubert Lanssiers, a quien conocí en una cárcel del Perú. Lanssiers había estado en la Segunda Guerra Mundial, en el Japón post nuclear, en la invasión de Viet Nam y en la Camboya de los jemeres rojos. En el Perú, era capellán de las cárceles, y especialmente de los pabellones de terroristas.

Su trabajo era mediar entre los presos y los policías. Según me explicó una vez, a menudo a los policías les daba por disparar. A veces mataban una paloma, a veces un perro, a veces una persona. Entonces había que mandar a un juez a recoger el cadáver, y los presos secuestraban al juez y a su escolta. Cuando la situación amenazaba convertirse en una matanza indiscriminada, alguien llamaba al padre Lanssiers.

Por lo general, el trabajo de Lanssiers implicaba decirle a los policías:

-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, un motín? Ahora mismo bajan las armas y me dejan entrar a hablar con ellos. Y no quiero balas al aire ni tonterías.

A continuación, se acercaba a los presos y les decía:

-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, que los maten? Ahora mismo sueltan a ese juez, porque la próxima vez no mandarán a un juez sino a un comandante. Y entonces se van a meter en problemas.

Tras largos conciliábulos y muchas negociaciones entre los dos grupos que estaban dispuestos a asesinarse, Lanssiers solía conseguir un entierro decente para los muertos, un proceso judicial para los autores y la pacificación del motín en la cárcel. Realmente era el único que podría hacer esas cosas, porque estaba por encima de las diferencias entre policías y terroristas. Tampoco trababa de catequizar ni adoctrinar a nadie. Simplemente, era el único interesado en evitar el exterminio mutuo.

Como Casaldáliga, Lanssiers tiene la autoridad moral de quien no se pregunta quiénes son los buenos y quiénes son los malos, porque está demasiado ocupado pensando en los seres humanos. En las cárceles todos lo respetaban, porque era el único que respetaba a todos, incluso a los psicópatas. La verdad, a menudo los sacerdotes son los únicos que pueden aspirar a esa posición de mediación, porque lo hacen desde una moral humanista que resulta la más comprensiva y compasiva. Es una verdadera lástima que tantos otros sacerdotes dediquen sus mejores esfuerzos a regañar a los condones y a los gays. Con la de cosas interesantes que podrían hacer.      

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13 de marzo de 2006
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LOS ESTRAGOS DEL TIBURÓN

La primera novela que leí fue “Tiburón” de Peter Benchley. Yo tenía nueve años, y mi papá –que era un pesado- me insistía para que leyese libros sin dibujitos. Un día fuimos a una librería, y en la portada de uno de los libros figuraba un escualo gigante persiguiendo a una calata. Yo dije: “quiero ése”, y papá no tuvo más remedio que comprarlo.

Cumpliendo mis expectativas, en la primera escena del libro, una pareja se besaba de noche en la playa. Como parte del calentón, la chica decidía darse un baño desnuda. Benchley describía su cuerpecito chapoteando entre la espuma, inocente pero pecaminosa. A mitad de su baño, súbitamente, algo empezaba a seguirla. Era nuestro protagonista, que tras un breve acecho, la devoraba con profusión de sangre y vísceras. Era lo mejor que había leído en mi vida.

El resto de la novela era más aburrida. Pasaba algo con la esposa del sheriff. Creo que estaba insatisfecha con su matrimonio, o algo de eso, que por entonces me daba igual. Lo que me molestaba era que la mayoría de los cadáveres aparecían ya destazados, sin descripciones de su combate contra la muerte. La verdad, no me interesó mucho el libro, hasta que encontré algo que no había visto en mi vida: una metáfora. Era bastante boba, la verdad, pero me llamó la atención: ocurría cuando la esposa del sheriff se sentaba en el water durante un día de verano. El autor escribía, si mal no recuerdo, que la señora orinaba “como si le hubiesen vaciado una bolsa de hielo en los riñones”.

Nunca se me había ocurrido que alguien pudiese orinar como si le hubiesen vaciado una bolsa de hielo en los riñones, pero traté de imaginarlo, y pensé en un incontenible chorro de agua vaciándose en el water, como si la mujer se derritiera por dentro. Esa descripción me pareció casi tan fabulosa como la escena del tiburón persiguiendo a la calata.

A partir de ese libro, continué leyendo. Devoraba todo lo que encontraba en la biblioteca de mis papás. Comencé con novelas policiales de Agatha Christie, continué con los autores del boom latinoamericano, leí hasta a Marx. Por supuesto, no entendía ni la mitad de lo que leía, pero era voraz, y siempre encontraba cosas que me llamaban la atención. Había descubierto la capacidad de viajar a otros mundos hechos de palabras, y la capacidad de las palabras para convertir cualquier mundo en una aventura.

Hace un par de semanas supe por el periódico de la muerte de Peter Benchley, y la lamenté. Él no revolucionó la literatura universal, ni el lenguaje literario. Pero me cambió a mí.

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10 de marzo de 2006
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La censura de los niños

Me han censurado. Y lo peor de todo, me han censurado un cuento infantil.

Lo ha hecho una editorial de algún país que no mencionaré, porque soy un cobarde y sigo trabajando para ellos a veces y, en general, guardo un gran respeto por toda la gente que me da dinero. Pero quiero denunciar los hechos y elevar mi protesta.

El objeto de censura fue un león. Para ser precisos, un león gay. Bueno, no era gay. Es sólo que, como rimaba, puse que el león “llevaba falda roja y zapatos de tacón”. Era gracioso un león con tacones. Y rimaba. Pero los editores sugirieron que la dudosa identidad sexual de ese felino podía romper la armonía familiar. Ellos imaginaban la pregunta fatídica del niño lector:

-Papá ¿Por qué lleva falda el león?

El papá podía responder:

-Porque se ha equivocado.

O también:

-Porque es un cuento.

O, a fin de cuentas:

-Porque es homosexual.

Pero según los editores, el papá tendría una reacción como:

-Eh… bueno… verás… los pajaritos y las abejitas se reúnen… pero nunca las abejitas con los abejorros ni los pajaritos con las pájaras… o sea…

Y luego llamaría a la editorial a protestar, y luego los denunciaría por corrupción de menores. No quiero ni imaginar cómo se educarán los pobres hijos de esos editores.

Pero lo cierto es que esos editores no son los únicos. Muchos editores infantiles de EE.UU. se quejan de que deben traducir hasta las ilustraciones de sus libros, porque no pueden poner una botella ni un cigarrillo ni una falda demasiado alta. En los países de habla hispana suelen ser menos mojigatos, pero es obligatorio que el cuento esté lleno de mensajes positivos y ñoños con personajes que no levantan la voz y situaciones pacíficas que en ningún caso puedan inspirar al niño a hacer cosas tan graves como pensar.

Será que estoy viejo. Yo me eduqué con Caperucita Roja, donde un lobo se comía a una señora y luego le abrían el estómago a hachazos para sacarla. Y con Blanca Nieves, que dormía con siete enanos pervertidos. Y con miles de princesas que huían de sus padres, dragones especializados en acoso sexual y brujas que arrojaban a niños en calderos humeantes. Y no soy un psicópata. Al menos, no por eso.     

Pero me temo que los editores no son los únicos culpables: nuestra sociedad está equipada con una manada de psicólogos, educadores, jueces y profesionales dedicados a que los niños no vean nada del mundo real y crezcan en un mundo color de rosa en el que a los niños los trae de París una cigüeña heterosexual.

Lo curioso es que los niños son cada vez más despabilados, y a menudo saben todo lo que hay que saber de la vida y mucho mejor que los padres. Me pregunto si esos cuentos no son en realidad para ellos, para los padres, como un tranquilizante para que sientan que el mundo es color de rosa y que sus hijos no están expuestos a la realidad. Imagino que los padres se leen esos cuentos mutuamente en la cama, por las noches, mientras el niño asiste a las orgías del colegio. 

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9 de marzo de 2006
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Monstruos

Alguna vez te has cruzado con uno de ellos: ese hombre contrahecho con que topaste en el metro, el chico con síndrome de Down que te atendió en el restaurante de comida rápida, la pareja de enanos que esperaba un taxi en una esquina. Y tú querías mirarlos. Te contenías por educación y por pudor. Pero querías. Te apetecía detenerte en sus imperfecciones, saber exactamente qué los distinguía de ti.

Ahora puedes mirarlos si pasas por Barcelona. Porque la CaixaForum ha organizado una exposición de Diane Arbus que reúne sus fetiches favoritos: el famoso gigante judío, las inquietantes gemelas de Nueva Jersey, el niño de las manos retorcidas, todos te observan desde las instantáneas que Arbus reunió a lo largo de años de visitar manicomios, circos y morgues. Verlos en fotografía te libera de la buena educación. Ya no son personas sino objetos colgados en los muros de una galería, muestras de las intermitencias de la naturaleza que puedes contemplar todo el tiempo que quieras sin molestarlos.

Arbus creció en una familia acomodada y aprendió fotografía en el glamoroso mundo de la moda. Quizá por eso le interesaban precisamente esos personajes que escapaban a lo que queremos ver. Y es que por lo general, sólo queremos ver cosas bonitas, y tratamos de fingir que las demás no existen. No miramos a los raros y fingimos que los mendigos no están cuando se nos acercan. Procuramos rodearnos de belleza, porque creemos que eso nos hará más bellos, aunque la fealdad atraviese a golpes los muros tras los que queremos confinarla.

En 1932, Tod Browning dirigió una película llamada Freaks. La acción se situaba en una compañía circense y el reparto estaba casi íntegramente formado por, precisamente, freaks: siameses, mongoloides, mujeres barbudas. No es que los actores estuvieran disfrazados, es que eran así en la vida real. Se trataba de un drama que nos preguntaba qué es más repulsivo: la fealdad del cuerpo o la del alma. En la trama, los humanos normales eran moralmente horrendos. Una de ellas fingía amar a un enano para sacarle el dinero. Los personajes físicamente deformes, en cambio, eran mucho más humanos. Eran sensibles al amor, y a la traición.

La película ahora es de culto, pero en su tiempo fue clasificada como film de horror y unánimemente rechazada por el público. Browning se arruinó y su carrera nunca volvió a levantar cabeza. Y es que incluso cuando vamos al cine a ver una película de monstruos, queremos saber que son falsos. Queremos saber en el fondo de nosotros que Alien es una gigantesca marioneta, que los colmillos de Drácula son de plástico, que el monstruo del pantano lleva un disfraz con cremallera. Nos negamos en redondo a aceptar la fealdad aunque se disfrace de mentira.

Browning tuvo graves problemas con el alcohol y murió tras una extraña enfermedad que le impedía hablar. Arbus se suicidó por partida doble: primero tomó una sobredosis de barbitúricos y después se abrió las venas en la bañera. Monstruosos finales para dos artistas que se atrevieron a mostrarnos lo que tanto nos empeñamos en ocultar. 

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8 de marzo de 2006
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Familias modernas

Vengo de una familia de esas que se destruyen y se rehacen: mi padre se casó tres veces y mi madre dos, y cada uno de sus cónyuges ha aportado vástagos nuevos. En este momento, si me preguntan cuántos hermanos tengo, la respuesta es una cifra variable entre una y siete. Para dar un número más preciso, es necesario definir hermano como hijo del mismo padre y la misma madre (1), hijo de uno solo de los padres (1) o hijo de las parejas de los padres sin vínculos de sangre conmigo (5).

Mucha gente parece sentir compasión cuando explico cómo es mi familia. Algunos consideran que esa variedad es disfuncional, anormal o simplemente triste. Pero a mí nunca me ha parecido así. Todo lo contrario, yo tengo más gente a la que puedo querer. Tengo hermanos a la carta, y con muchos de ellos me he ahorrado la parte en que nos peleamos por los juguetes. Ellos han llegado directamente en la edad en que nos vamos juntos a tomar unas cervezas. Y poder contar con ellos y con las parejas de mis padres es siempre reconfortante, e incluso divertido, aunque haya costado rupturas, adaptaciones y sorpresas. Yo suelo decir que somos felices, pero hay que ver lo que nos ha costado.

Pensé en eso mientras veía Transamérica, la película de Duncan Tucker por la que Felicity Huffman fue nominada a un Oscar. La familia que describe la película es algo así como la pesadilla de un conservador: el padre es un transexual, el hijo es un prostituto gay y la tía es una alcohólica en recuperación. Pero el personaje más chirriante es la abuela, con su casa con piscina, su flotador en forma de delfín, su pelo teñido de rubio y sus hormonas en el botiquín. Una mujer que ha dedicado toda su vida a comprar signos exteriores de felicidad. La abuela de esta familia es un chillón ejemplo de lo anormal que es la normalidad.

Las historias familiares –lo quieran o no- presentan modelos de relaciones humanas. La típica sit com familiar americana muestra familias que se enfrentan a un problema cotidiano, lo resuelven conversando y al final aprenden una lección sobre la vida. Por lo general, esa lección implica que “el problema”, la anormalidad, la duda, es borrado de sus vidas, y todo vuelve a la normalidad.

Transamerica discurre en sentido opuesto. Los conflictos familiares se resuelven cuando los personajes son capaces de aceptar a los demás sin tratar de cambiarlos. Y no es tan fácil. Todos sentimos que nuestros hijos y hermanos llevan una parte de nosotros mismos, de modo que si se apartan de nuestras expectativas, nos parece que algo funciona mal en nosotros. Además, con tal de no admitirlo, somos capaces de no ver la realidad. Preferimos ver el modelo de la sit com. Es más fácil de digerir, a pesar de ser falso, o quizá precisamente por eso.

La frase más hermosa de la película es la de la protagonista, cuando dice algo así: “lo único que pido es que un día, por una vez, me miren a la cara y me vean a mí. Sólo eso”. Quizá con eso baste para ser feliz.

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7 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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