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El Boomeran(g)

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Eduque a su hijo con PlayStation

El juego comienza en algún lugar del desierto de Sudán. A tu alrededor patrullan los jeeps de las milicias Janjaweed armadas hasta los dientes. Frecuentemente organizan incursiones a tu campamento, secuestran a los hombres y violan a las mujeres, contaminan el agua o simplemente queman las casas. Tu misión no es encontrar las armas para derrotarlos, ni formar un ejército, ni robar su bandera. En realidad, no puedes hacer nada de eso. Conténtate con sobrevivir.

Y es que Darfur is dying no es un videojuego normal. La primera misión del jugador es ir a buscar agua del pozo eludiendo a los Janjaweeds. Puedes escoger entre ocho personajes: un hombre, una mujer y seis niños, pero siempre van los niños porque un adulto es blanco fácil y seguro para las milicias. Una vez que consigues el agua, tienes que regresar, pero toma en cuenta que ahora, por la carga, correrás más lento, con los jeeps pisándote los talones.

Si regresas con vida a tu campamento de refugiados, te tocará regar los cultivos y hacer la mezcla para construir las casitas. Tras eso, se acabará el agua y tendrás que salir a buscar más. Cuando las misiones humanitarias lleven provisiones tendrás un poco de comida, pero ten cuidado con los ataques por sorpresa. Son constantes y fulgurantes. Si resistes todo eso una semana, ganas. Pero lo peor de todo es que Darfur is Dying grafica la vida real en esos campamentos. Y ellos llevan resistiendo tres años.

Este juego –junto a Peacemaker, ambientado en Oriente Medio- es la última entrega de mtvU, una división de MTV dedicada o diseñar y ofrecer por Internet juegos gratuitos que grafiquen la violenta realidad global. ¿Qué no funciona? Según Reuters, Darfur is Dying fue descargado 750.000 veces en los últimos dos meses. Food Force, un juego creado por el Programa de Alimentos de Naciones Unidas, lleva dos millones de descargas. Todos los juegos incluyen links para comprometerte de algún modo con la situación real que los inspira. Puedes firmar petitorios al gobierno de EE. UU., respaldar leyes, inscribirte on-line en grupos activistas o fundar tus propios grupos de apoyo.

Los creativos de juegos de vídeo comprometidos aumentan rápidamente. Su primera conferencia anual, hace dos años, contó con sólo 40 asistentes. En la última, clausurada la semana pasada, la participación se multiplicó por seis.

Mientras tanto, los autores de libros para niños nos enfrentamos a nuestras bestias negras: los psicólogos escolares. En muchos países, los educadores exigen que las niñas de los cuentos tengan un comportamiento intachable, para no reforzar estereotipos de género. Tampoco puede haber adultos malos porque eso debilita el vínculo familiar. Y los niños de ninguna manera pueden portarse mal, que luego los pequeños lectores imitan todo. La educación trata de librar a los libros de impurezas como botellas, cigarrillos, faldas demasiado cortas, gente de mal humor o conflictos mínimamente polémicos. Pronto lograrán su objetivo: que todos los libros para niños muestren un mundo rosa de gente que sonríe dulcemente y se trata bien. Mientras tanto, la realidad seguirá estando en Internet.   

Niños, no lean: es aburrido.

Mejor –y más educativo- es descargarse un juego en Darfur is Dying.

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6 de julio de 2006
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Esa moda de divorciarse

Creo que todo el mundo se divorció en los años ochenta. Debe haberse puesto de moda. Lo hicieron mis padres, lo hicieron los padres de la mayor parte de mis amigos, lo hizo Dustin Hoffman en Kramer vs. Kramer y lo hizo la familia Berkman, que protagoniza The squid and the whale, traducida al español con el nombre más digerible de Una historia de Brooklyn.

Si tus padres se separaron en los años ochenta, quizá no debas ver esta película: es molesta e incómoda, y por momentos tienes la sensación de que alguien se ha colado en tu alcoba adolescente. Al parecer, no sólo se vinieron abajo las familias en esa década, sino que lo hicieron todas del mismo modo, con las mismas mañas y las mismas taras. Así que los Berkman te muestran el doloroso proceso que ya viviste, y están vestidos igual que lo estabas tú.

Y es que, en el fondo, esta es una película sobre el daño que uno puede hacer por amor. Sobre mujeres que necesitan amor y hacen cosas que lastiman a sus maridos, que se sienten autorizados para lastimarlas a ellas porque las aman, y todo eso rebota en su hijo, que se siente dañado y busca un culpable, y termina por hacerse daño a sí mismo, porque ya no sabe querer de otra manera.

Uno siempre se pregunta en estos casos quién cuernos tiene razón y cómo saberlo. Yo empiezo a pensar que esa pregunta no tiene sentido. Con frecuencia me he encontrado discutiendo con una pareja o con mis padres. Después de un rato de gritarnos, descubrimos que es imposible llegar a un acuerdo, porque parece que estuviésemos hablando de cosas distintas. Que el sentido de los hechos –y los mismos hechos- es distinto para cada uno, y que no hay ninguna grabación con la cual contrastar nuestras versiones. No hay una realidad, de hecho, solo hay versiones. Detrás de las máscaras de la verdad no hay un rostro real. Simplemente, no hay nada.

Eso es lo que esta película trata con más intensidad: los universos interiores y lo que ocurre cuando colisionan. Los años ochenta fueron un momento en que las expectativas laborales, sociales y emocionales se encontraron con un mundo en transformación, en el que nada era lo que se suponía que debía ser. Una historia de Brooklyn es el retrato de unos seres humanos en transición, tratando de acomodarse en un mundo que no deja de arrearles bofetadas. Cada uno de ellos atisba sólo un pedacito de ese mundo, y la parte que le falta ver está oculta tras la mirada de los demás.    

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5 de julio de 2006
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Armas

“Se calcula que en el mundo hay un arma por cada doce personas. La pregunta es ¿cómo se arman las otras once?” Con esa frase comienza El Señor de la Guerra. La dice Nicholas Cage, que lleva un maletín de hombre de negocios mientras disfruta del paisaje: un interminable cementerio de balas. Ahí, entre los coches quemados y la lluvia de bombas, él es feliz.

La estrategia del guionista y director Andrew Niccol para contar esta historia no es muy frecuente en Hollywood: los diálogos citan datos, incluso estadísticos, que dejan muy mal parado a Estados Unidos, un lugar con tanta violencia que las armas “en este país ya no son negocio ni siquiera con todos los mafiosos que hay”. Y cuyo presidente es definido como “el mayor traficante de armas del mundo, seguido por los líderes de Rusia, China, Inglaterra y Francia, precisamente los países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”.

Si EE. UU. tiene algún policía honesto, en esta película es presionado para que no lo sea. La misma ley que le impide a ese policía detener a los traficantes de armas les permite a ellos vender armamento que termina en manos de niños africanos. ¿Alguna duda sobre su posición política? Al menos, los productores americanos no tuvieron esas dudas. La película ha sido plenamente financiada por inversores extranjeros como Philipe Rousselet. Ni un dólar nacido en América alimentó la producción.

Ya, claro, no es la primera película con posición política. De hecho, tampoco es que las películas con posición suelan ser las originales. El género de los poderosos malísimos que persiguen a los jóvenes idealistas –fórmula Agenda oculta, de Ken Loach- es casi tan frecuente como la comedia romántica. Los personajes bienintencionados que descubren la oscura verdad sobre el mundo en que viven –fórmula Missing de Costa Gavras- son un recurso narrativo tan usual como la historia de amor. Y muchas películas –fórmula El jardinero fiel- se limitan a mezclar ambos recursos y preguntarse con gran profundidad: “¿cómo es tan malo el mundo si nosotros somos tan buenos?” Por eso es interesante el planteamiento de El señor de la guerra: el protagonista es el malo. Y para colmo, es simpático.
   
Eso implica por supuesto, una dosis de humor negro poco habitual en el tratamiento de temas políticamente tan duros. Pero esa distancia, precisamente, es la que hace soportables los diálogos de denuncia demasiado evidentes. Los protagonistas no le dicen al público “mira la realidad: es deprimente” sino “mira la realidad ¿cuánto dinero podremos sacarle?”

Y lo más importante: los malos son como nosotros. No siniestros funcionarios encorbatados que hacen lo que hacen por maldad en estado puro, no. Son tipos que quieren el coche que tú quieres, la casa que tú deseas, y la mujer por la que matarías, y que además, no se aburren trabajando en una oficina. Tipos que dicen “el problema con ser legal es que hay demasiada gente haciéndolo. El trabajo se multiplica y los márgenes son muy estrechos”. Al igual que con Buenos muchachos de Scorsese, uno termina esta película con unas ganas abominables de ser el jefe de la mafia, una sensación repugnantemente deliciosa.

Eso distingue a esta película de las pastillitas de alivio moral para entretener almas caritativas del mundo que luego cenan asombradas por la injusticia. Por el contrario, El señor de la guerra es una denuncia del lugar en que radica el mal, no una entidad abstracta y lejana en algún despacho oficial, sino el corazón humano, el que todos llevamos puesto, y el que tan poco nos importa que reviente a balazos en los pechos ajenos.

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4 de julio de 2006
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Vampiresas

He estado leyendo la antología El vampiro, editada este año por Siruela, que recoge los mejores cuentos de vampiros del siglo XIX y comienzos del XX, con la participación de autores como Bram Stoker, E.T.A. Hoffman, Charles Baudelaire o incluso Horacio Quiroga. Como todo el mundo, yo esperaba los relatos viriles del Drácula habitual, un elegante caballero y feroz perseguidor de quinceañeras cuyo principal delito no es el homicidio sino la pederastia. Pero para mi sorpresa, he descubierto que la mayoría de protagonistas no son varones. Son chicas. No hay –aparte de Stoker y Polidori- condes morbosos con inclinación por las jovencitas, nada de caballeros de oscuro pasado: casi todos los cuentos, por el contrario, están poblados de mujeres con colmillos puntiagudos. La antología debería llamarse La vampiresa.

Así ocurre, por ejemplo, en No despertéis a los muertos, una historia de Johann Ludwig Tieck, en que un hombre, contra los consejos de un mago y el sentido del común, decide recuperar a su novia muerta, Brunhilda, que regresa de la tumba para beber la sangre de sus hijos y de él mismo. Y en el cuento de Hoffman, Vampirismo, el espectro es Aurelia, condenada por una maldición a consumir la vida del hombre que la ama. Incluso hay clásicos: la Berenice de Poe, la conmovedora Muerta enamorada de Gautier, el cadáver purulento y femenino que describe en uno de sus poemas Baudelaire o la lésbica Carmilla de Sheridan Le Fanu. Todo tías, digamos. En cambio, donde la sobrepoblación masculina es abrumadora es en el bando de las víctimas, pobres señores que sufren el ataque perverso de mujeres que sólo quieren sorberles la existencia.

Quizá por eso, no sorprende que todos los autores de la antología sean varones. Al contrario, el libro puede leerse como una venganza de los escritores contra las mujeres que les procuraron amargas decepciones amorosas. Es significativo, por ejemplo, que ninguna de las vampiresas descritas sea fea o gorda, aunque alguna que otra se desmejora un poquito cuando saca los colmillos. Por el contrario, son todas hermosas, y todas depositarias y aspirantes a la cama de los hombres, los pobres, que sólo cuando ya es demasiado tarde descubren que esas mujeres sólo los quieren por su cuerpo, para ser precisos, por su sistema circulatorio.

Pero quizá esa misma condición nos permite esbozar una teoría más sofisticada: al vivir de la sangre de los demás, la figura del vampiro se alimenta de los productos del corazón. Al atacar sólo de noche, queda asociado al lado oscuro de la existencia. Al negarse a morir, su silueta va materializando la idea del pecado. El vampiro es, en suma, una metáfora de la seducción más pecaminosa, y en un mundo en que la mayoría de los escritores eran hombres, esa seducción sólo puede quedar retratada con naturalidad mediante personajes femeninos.

Me gustaría saber cómo sería una antología de este tipo con autoras en vez de autores. Porque, más allá del género de terror, este libro traza la geografía de los deseos ocultos de los autores del siglo XIX, y dibuja los retratos de las mujeres que los arrastrarían al más dulce y negro pecado. A fin de cuentas, los narradores alimentan sus historias con sus propias emociones, en este caso, recurriendo a esos placeres culpables con que sueñan en sus pesadillas más húmedas.

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3 de julio de 2006
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El Código Hockney

Pensemos en la Gioconda: la sutileza de su sonrisa, la mirada que persigue por la habitación al espectador del cuadro, la perfección de los volúmenes y las sombras. ¿Cuál es la magia, el secreto de ese cuadro que cambió la historia? Según David Hockney, que la Gioconda es la primera fotografía del mundo.

Y no es una metáfora. Hace cinco años, Hockney causó escándalo en el mundo de las artes plásticas con su libro Secret knowledge, en el que sostiene básicamente que los grandes pintores del Renacimiento no eran talentos revolucionarios, sino simplemente calcaban las figuras de imágenes fotográficas, lo mismo que usted o yo hacíamos para dibujar cuando teníamos cinco años.

Según esa tesis, es imposible explicar la perfección técnica de maestros como Van Eyck, Rembrandt o Velázquez sin tomar en cuenta el desarrollo de la óptica, que en el siglo XV también inicia su despegue gracias a la prosperidad económica. Como las artes y las ciencias eran compartidas por las mismas personas –recuérdese al versátil da Vinci- el conocimiento y la tecnología iban de la mano. Los genios de la pintura se ayudaron con lentes, espejos cóncavos y cámaras oscuras: proyectaban la imagen sobre un lienzo y trazaban sus contornos y sus sombras. Si la imagen era demasiado grande, la iban proyectando por fragmentos. Si demasiado pequeña, la ampliaban con espejos cóncavos. Todas esas técnicas eran secretos del gremio, por supuesto. Todos los magos ocultan sus trucos.

¿Evidencias? Hockney muestra dos retratos de mujer pintados por da Vinci. El primero es claramente plano: la sombra no está repartida con naturalidad, los rizos del pelo no son reales sino convencionales, como de molde. El rostro tiene un aire de irrealidad, como una caricatura. El segundo retrato es la Monalisa. Entre uno y otro media un año. Poco tiempo para cambiar tantas cosas.

Según Hockney, las grandes escuelas de la pintura se pueden distinguir por el tipo de artilugios ópticos que prefiere cada maestro: los claroscuros de Rembrandt, por ejemplo, delatan el uso de la cámara negra, en que la imagen resplandece rodeada de oscuridad. La abundancia de personajes zurdos de Caravaggio sugiere el recurso de los espejos. Las incoherencias de la perspectiva en Memling y Gisze hablan de imágenes que se han ido construyendo con distintas ópticas, no con un modelo estático frente al pintor.

Como era de esperarse, la tesis de Hockney causó indignación entre la crítica de arte. La revista ARC dedicó una extensa reseña a demoler cada punto de la tesis. Varios académicos argumentaron que Hockney no es capaz de pintar genialmente y, por tanto, pretende acabar con los genios basado en la peregrina noción de que, si él no puede, nadie puede. La propia Susan Sontag dijo que era como postular “que todos los grandes amantes de la historia han estado usando Viagra”.

Lo cierto es que la teoría de Hockney va mucho más allá de una descripción técnica: es un misil en la línea de flotación del arte entendido como inspiración. La aparente iluminación divina de los pintores, en Secret knowledge es reemplazada por un montón de cacharros tecnológicos, igual que la obligatoriedad de saber dibujar en el diseño moderno ha sido derrocada por las computadoras. Si Hockney tiene razón, ya no importa cuánto talento tienes, sino qué aparato te puedes comprar, una posibilidad que amenaza el propio sentido del arte y la subjetividad, y relega a los grandes pintores modernos al papel de calcadores de figuritas, no muy distintas que los tatuajes lavables.

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30 de junio de 2006
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Byron, el vampiro seductor

Todos conocemos a los vampiros de capa negra y traje de gala, caballeros atractivos de sienes platinadas y modales principescos. Pero ellos no fueron siempre así. Hasta el siglo XIX, en las leyendas eslavas y centroeuropeas, los vampiros eran figuras desagradables, apestosas y brutales, ratas humanas que se arrojaban contra sus víctimas con la misma elegancia de un murciélago ciego en una cueva. El vampiro tal y como lo conocemos hoy en día tiene un inventor que ha sido ignorado por la historia. Permítanme presentarles a John William Polidori.

Polidori había estudiado medicina, pero sus inquietudes literarias y esotéricas lo perseguían desde pequeño, y él procuraba fusionarlas con su profesión: por ejemplo, se graduó con una tesis sobre sonambulismo. Era el típico hombre que no se atreve a ser escritor, pero le encantaría. Con esos antecedentes, se sintió fascinado cuando, en 1816, Lord Byron lo invitó a acompañarle durante un viaje que cambiaría su vida. 

Byron era ya por entonces un hombre famoso y completamente insoportable, una diva de la poesía. Sus excentricidades eran conocidas en toda Europa, su afición al opio consumía el presupuesto de países enteros y su aura de sacerdote satánico le precedía a donde fuese. Polidori, un oscuro personajillo sin glamour ni talento, trató infructuosamente de imitarlo, pero sólo logró convertirse en el blanco perfecto de sus risas, su desprecio y su sarcasmo. El poeta llegó a asegurar que, si su secretario se arrojase por la borda, él “arrojaría una paja al agua para ver si es verdad que los ahogados se aferran a cualquier cosa”. La amiga de Byron, Mary Shelley, se refería a él como “el pobre Polidori”.   

Una famosa noche de junio, en Villa Diodati, tras una sesión de pipas humeantes y cuentos góticos, Lord Byron propone a sus invitados escribir historias de terror. Ahí nace el Frankenstein de Mary Shelley, pero también El vampiro, un cuento de Polidori acerca de un espectral lord y un joven que lo acompaña en un extraño viaje.

El vampiro de Polidori inaugura la larga estirpe que llega hasta nuestros días: un elegante aristócrata decadente y sensual en busca de pálidos cuellos que hipnotizar y morder. Stoker reciclará esta figura en su novela. Pero el inventor fue el pobre Polidori.

El mismo Polidori vampirizó a Byron, clara inspiración de su letal personaje. Para que no cupiese duda, hasta lo bautizó como Lord Ruthven, el nombre que una ex amante de Byron le había puesto al poeta en unas vengativas memorias. Pero Polidori se intoxicó con la misma sangre que chupaba: Por un sospechoso malentendido del editor, El vampiro se publicó como una obra del propio Byron, arrebatándole al autor sus únicos quince minutos de gloria literaria, y la única de sus obras que resultaría influyente en la narrativa posterior.   

Tras ser despedido del servicio del poeta, Polidori es arrestado en Milán y posteriormente expulsado de la ciudad. Hace un esfuerzo por ingresar en el monasterio de Ampleforth, pero el prior considera que sus escandalosas amistades literarias lo descalifican para el sagrado ministerio. En adelante, publica algunos trabajos de gran ambición que pasan desapercibidos, y que ni siquiera han sido traducidos al español. Finalmente, el 27 de agosto de 1821 decide poner fin a sus días ingiriendo ácido prúsico, veneno inventado por el alquimista Konrad Dippel, en quien Mary Shelley se inspirara para crear su doctor Frankenstein.

La triste historia de John William Polidori resume el destino común de los vampiros y los escritores: arrebatar la vida ajena para sobrevivir, ser incapaces de distinguir lo que está vivo de lo que no, y sobre todo, tener la necesidad de destruir lo que aman y amar lo que destruyen, como a Byron, a las mujeres de pálidos cuellos o a la realidad.

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29 de junio de 2006
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Un rincón de Lima en el corazón de Barcelona

Odio el fútbol. O por lo menos, no consigo conmoverme con él. Frente a un partido, no veo a dos equipos decidiendo su destino, sino a 22 tipos en pantalón corto persiguiendo una pelota como si tuviesen cinco años. Por eso, soy el típico televidente que no quieres tener a tu lado durante el juego: el que dice cosas como “qué aburrido”, “¿y si ponemos la telenovela?” o “¿Qué? ¿Esperaban ganar? Háganme el favor”.

Soy conciente de esa debilidad, y de que supone molestias para los demás y un riesgo para mi propia integridad física. Por eso, evito ver fútbol con los implicados. Si juega Perú, trato de verlo con españoles. Si juega el Barça, procuro estar acompañado de latinoamericanos. Y por supuesto, fiel a mí mismo, decidí ver el partido España-Francia rodeado de peruanos, en el barrio barcelonés de Gracia.

Al principio, todo parecía normal. Nadie se mostraba excepcionalmente fan de ninguno de los dos equipos, de modo que se ahorraban tensiones innecesarias. Súbitamente, cuando Francia hizo el primer gol, el edificio se sacudió con el grito de emoción. Era muy extraño, porque el gol de España no había sonado tan alto.

-¿Por qué gritan el gol de Francia? –pregunté inocentemente.
-El bar de enfrente es francés –me respondió mi anfitrión- y el resto del edificio son estudiantes extranjeros. Pero los vecinos de arriba, los que han gritado más fuerte, son unos catalanes bien nacionalistas. Están a favor de todos los que se enfrenten con España. Hasta a Ucrania la festejaban.

Conforme transcurría el partido fui totalmente incapaz de comprender nada que tuviese que ver con estrategia futbolística, pero me conmovió la cara de Raúl cuando lo cambiaron, y luego, desde el banquillo. Era el rostro de un hombre que sabía que jugaba por última vez en un mundial, y que ni siquiera conseguía terminar el partido. Había en sus ojos suficiente derrota para los octavos y los cuartos de final.

Pronto descubrí que el más eufórico defensor de Francia era precisamente el único español del salón: un tal Álex, que no era catalán. De hecho, no sé de dónde era: se definió como militante ecologista.

-¿Y tú por qué no estás con tu equipo?
-No tengo nada contra España en sí. Pero este equipo francés es de izquierdas: Makelele, Zidane, Vieira, ahí no hay ni dios que tenga un apellido francés. Todos son inmigrantes. En cambio, la selección española está llena de Luis Garcías, Joaquines y Raúles. Me parece un equipo nacional-catolicista.
-¡Pero esto es fútbol!       
-A mí me da igual el fútbol. Lo mío es el antifascismo, tío.
-Ya.

El gol de Vieira, a diez minutos del final, volvió a sonar fuerte, pero sobre todo, le dio al partido una intensidad dramática que no había tenido. Y luego, con toda España volcada en el ataque, vino Zidane y disparó el tiro de gracia. Entonces, un chico dijo:

-Ha sido una bella venganza: Zidane, que todos decían que estaba acabado, que ya estaba demasiado viejo, viene en el último minuto, deja atrás a Pujol, el capitán del Barcelona, y mete un golazo como en sus mejores tiempos. Esos son los momentos que definen la vida de un hombre.

El chico estaba al borde de las lágrimas.

El partido no duró mucho más, ni hubo celebración en las calles, claro. En la pantalla, Zidane trataba de consolar a Raúl, su compañero en el Real Madrid. Mientras tanto, los peruanos comentaban que a España le pasa lo que a Perú: siempre parece que ahora sí lo logrará, y cuando al fin consigue convencernos a todos, pierde. 

A mí me habría gustado ver ganar a España. Pero más allá del resultado, creo que empiezo a entender de qué se trata esto del fútbol.

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28 de junio de 2006
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La magia de la burocracia

Soy propietario. De un cuchitril de 18 metros cuadrados ilegal como vivienda humana, pero mío. Es la primera vez que soy dueño de algo. Y es horrible. Bueno, ser dueño está bien. El problema son los papeles, trámites, certificados, derramas, contratos… Habitualmente, no entiendo nada, y me frustra descubrirme tan inútil en mi obligatoria adultez. Mi abnegada novia suele negociar lo que haya que negociar con vendedores y similares. Mientras ellos discuten, yo me quedo al lado pensando: “mamá, me aburro. ¿puedo irme a jugar afuera?”

Pero, por supuesto, llega un momento en el que no te puedes esconder más tras las faldas de una mujer. Tienes que asumir tu responsabilidad viril y llamar tú mismo a la compañía eléctrica. Y entonces, cuando escuchas esa voz suavemente femenina y vagamente sudamericana que te contesta el teléfono, sabes que comienzan los problemas.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Tiene que enviarnos la cédula de habitabilidad del apartamento.
-No tiene. Es inhabitable. Es decir, es un estudio.
-Entonces tiene que enviarnos un fax con toda la información, copia de su DNI, número de cuenta, dirección actual y... etc.,  etc.

Con mi mejor ilusión, envío el fax solicitando que pongan la luz a mi nombre. Días después, llamo para confirmar que lo hayan recibido. Esta vez, me contesta una voz masculina y peninsular, un macho ibérico. Pero no es mejor.

-Quiero saber si recibieron el fax que envié la semana pasada.
-¿El fax? Un momento, por favor.

Media hora después:

-Sí, aquí está. Su solicitud ha sido denegada.
-¿Perdón?
-Necesita una revisión técnica para certificar el uso del apartamento, que no es originalmente el que usted declaró.
-¿Cuál es el uso original?
-No le puedo proporcionar esa información por teléfono.
-¿Y cuál uso declaré yo? Sólo pedí un cambio de…
-Debe contratar a un electricista privado para que certifique las instalaciones y pedir que le emita una boleta blanca.
-Blanca.
-Así es.
-¿Y luego?
-Luego llama para que le tomemos los datos.

Así que, con el corazón en la mano, llamo al electricista y le explico la situación.

-¿Cree que podría venir mañana mismo? –le pregunto.
-Claro, pero le advierto una cosa: una boleta blanca significa que quizá haya que cambiar toda la instalación eléctrica.
-¿Qué?
-Sí, lo bueno habría sido que le pidiesen una azul. Pero blanca… chungo, chungo.

Desesperado, llamo a la inmobiliaria que me vendió el apartamento, donde una secretaria que no me pone con su jefe me dice:

-Usted compró el apartamento admitiendo que las instalaciones estaban en buenas condiciones.
-Si están bien, parece un problema nominal. Si me dicen a qué dedicaban la instalación diré que sigo usándola para lo mismo.
-No sabemos.
-¡Pero si ustedes hicieron la instalación!
-Pero sólo para vender el apartamento. Ahí no vivía nadie ni nadie hacía nada.
-Ya.

Desesperado, me veo a mí mismo arrancando todos los cables eléctricos y los enchufes, y luego colocándolos de nuevo. Imagino que eso debe costar lo que el piso entero. Sufro, pataleo, lloro. De repente, ese pequeño realista mágico que todos llevamos dentro me hace pensar que quizá sólo es una pesadilla, que nada de esto es real. Animado por esa ridícula posibilidad, levanto el teléfono y vuelvo a llamar a la empresa eléctrica.

-Buenas tardes. Me he comprado un apartamento y quiero que emitan los recibos de luz a mi nombre.
-Claro que sí ¿Me da sus datos, teléfono y dirección?

Así lo hago, y para mi sorpresa, después de unos minutos, escucho.

-Ya está, señor Roncagliolo. Los recibos se emitirán a su nombre. Gracias y hasta luego.

Eso es todo.

Tan inesperadamente como empezó, la pesadilla ha terminado. Como cuando se borran todos tus archivos y meses después reaparecen. Como cuando no consigues terminar una novela y, súbitamente, surge la idea salvadora. Es algo más allá de lo racional y lo evidente. Es magia. Y existe.

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27 de junio de 2006
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La condena del Gran Hermano

Bienvenido a Lelystad. Su dormitorio aquí cuenta con una litera personal y una pantalla táctil, en la cual podrá usted revisar su agenda de cada día. Notará que al entrar le han colocado una muñequera telemática. Ella le permitirá hacer compras, ver televisión, pagar cuentas, escuchar la radio o, si lo prefiere, seguir algún programa educativo a distancia. Por supuesto, aquí todo está dispuesto para su confort. Con el tiempo, de no mediar ningún contratiempo, se incrementará la cantidad de canales audiovisuales a los que tiene acceso, así como las llamadas telefónicas y el tiempo para realizarlas.  Mientras tanto, en cualquier caso, puede usted inscribirse en cualquiera de nuestros equipos deportivos o en los grupos de discusión.

Si tiene cualquier inconveniente, por favor, pulse la pantalla irrompible. Un miembro de nuestro personal se pondrá en contacto con usted de inmediato. Las pantallas también perciben las alteraciones en el flujo sonoro regular, de modo que su seguridad está garantizada: incluso si, por ejemplo, fuese asaltado y reducido antes de alcanzarla, nuestro personal recibirá la alerta correspondiente. Pero no se asuste, su intimidad también está asegurada. Los sensores de movimiento no grabarán sus conversaciones.

No, no está usted en un hotel del siglo XXIII ni en una estación espacial. Lelystad es una cárcel, para ser precisos, la nueva cárcel modelo de Holanda equipada con la última tecnología. Sus instalaciones han sido probadas primero por un equipo voluntario de estudiantes universitarios que actuaban como reclusos y luego, por un grupo de presos reales seleccionados por su buena conducta entre los centros penitenciarios de todo el país. 

El principio inspirador de Lelystad es la reeducación para la libertad. Los presos lavan su ropa y cocinan su comida, como si viviesen en un apartamento, y conviven en celdas de seis individuos, lo que les permite entrenarse para la socialización cotidiana. Además, según su comportamiento, van ganando puntos que les reditúan en forma de privilegios de esparcimiento o comunicación con el exterior. La tecnología, además, mitiga la necesidad de guardias de uniforme, que sólo se materializan cuando es necesario. En esa atmósfera de libertad, los reclusos se sienten más como en un kibutz que como en un establecimiento penitenciario.

Lo más increíble: la cárcel electrónica es más barata que la normal. Lelystad se basta con seis guardias para una población de 150 reclusos, que en cualquier prisión requerirían el triple de personal. El ahorro en sueldos y precios de construcción reducen el costo por prisionero y noche de 140 euros a 105. Siguiendo el ejemplo holandés, Japón ha empezado a construir una cárcel electrónica sin barrotes, en que los presos estarán separados del exterior por vidrios templados. 

Hasta el siglo XV, las leyes castigaban físicamente el cuerpo de los delincuentes: así, los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. Pero a partir del XVI, el castigo procuró lesionar un objeto jurídico más abstracto y más preciado: la libertad. Las cárceles se convirtieron en alojamientos forzosos que apartarían al reo de la sociedad que había dañado.

La cárcel de Lelystad ya ni siquiera castiga eso. La libertad de movimiento y comunicación reduce la sensación de aislamiento del interno sin incrementar la amenaza social. Casi uno se sentiría tentado de pasar una temporadita en ese lugar higiénico en que se ocupan de sus necesidades las 24 horas. Pero el castigo de Lelystad no deja de ser refinadamente terrible: es la vigilancia absoluta, la sensación de que no puedes ir al baño, mentir, masturbarte ni maldecir a tus carceleros sin la certeza de que te estarán viendo, de que nada se les escapa, ni un segundo del día. Lelystad quizá sea un modelo de prisión civilizada, pero entre los ingenios del hombre, es el más cercano a la pesadilla que previó Orwell en 1984.

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26 de junio de 2006
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El escribidor estresado

El autor de los discursos de George Bush se retira. Y no para escribir westerns, como sugerirían las frases del presidente tipo “un hombre debe hacer lo que un hombre debe hacer”. En realidad, el señor Michael Gerson, a sus sólo 42 años, ha sufrido un infarto debido al exceso de estrés, y después de poner en orden su vida, ha decidido buscar un trabajo más pacífico.

Usted se preguntará: “¿Un autor de discursos? ¿Exceso de estrés?”. Pues por lo visto sí. Desde que se unió a la campaña presidencial republicana en 1999, Gerson ha sido uno de los miembros más importantes del círculo íntimo de Bush. El Washington Post lo considera uno de los mejores autores de discursos de los últimos años. Y según un asesor del republicano Dan Quayle, es posible que Gerson “haya tenido más influencia en la Casa Blanca que cualquiera que no haya sido jefe de gabinete o consejero de seguridad nacional”. Quizá es que tiene un título con mucha demanda: Gerson es graduado en teología.

A él debemos, pues, ese lenguaje bíblico al que recurre el presidente para justificar sus cruzadas. La confrontación entre el eje del bien y el eje del mal surgió de su pluma. Y también lo hizo el término conservadurismo compasivo, con que los republicanos justifican el gasto social apelando no a la justicia sino a la caridad.

Pero sobre todo, de su pluma surgieron los términos que debieron justificar la decisión más polémica de Bush: la guerra de Irak. La defensa preventiva, por ejemplo, que es la manera más creativa de decir ataque, es un concepto que permite argumentar a favor de la necesidad de invadir a un país que no hay ninguna razón para invadir.

Lo mismo ocurre con daños colaterales –aunque creo que esta frase ya venía de antes-, un término que refiere a gente que se muere pero que no forma parte de la que queríamos matar en defensa de la vida, muertos que, en el fondo, han muerto por una buena razón dirigida con mala puntería: niños, ancianos, esa clase de gente que se interpone en el camino de las balas.

Supongo que la última obra de Gerson fue el término acciones de guerra asimétrica, con que las fuentes oficiales norteamericanas designaron al suicidio de tres prisioneros sin condena en la cárcel de Guantánamo. No tengo claro qué quiere decir eso, pero imagino que les achaca a esos hombres la responsabilidad por pelear asimétricamente, o sea, por ponerse a hacer cosas que sus carceleros no están dispuestos a hacer, como suicidarse. Y eso, claro, es una manera muy injusta de pelear.

Las palabras, a menudo, no sirven para mostrar la verdad sino para ocultarla, aunque en ese caso es necesario retorcerlas, comprimirlas, estrujarlas y darles vuelta. Imagino que es un trabajo muy estresante ese, así que celebro que, de momento, el piadoso evangélico Michael Gerson haya decidido dedicarse a actividades más relajantes. Yo le sugeriría que pruebe con el origami.

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23 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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