La censura es una de las formas de automutilación más efectivas para preservar el raquitismo nacionalista, siempre necesitado de aislamiento hospitalario y cuidados intensivos. No ya la censura protectora y desinfectante de los gérmenes forasteros que nos roban, ocupan y maltratan, sino la dirigida a los propios hijos del país, esos ingratos que se empeñan en usar la lengua colonizadora, recuerde el alma dormida el caso de los escritores catalanes excluídos del aplec francfortiano por escribir en castellano.
Un caso de censura nacionalista notable fue el de Jorge de Montemayor, músico, cantor, poeta y novelista portugués nacido en Montemor-o-Vehlo hacia 1520, y muerto en un duelo, en Turín, el 26 de febrero de 1561. Montemayor ha necesitado casi cinco siglos de maceración en olvido para su ingreso en las letras portuguesas, cierto es que lo ha hecho en una traducción elegantísima de Nuno Júdice, editada por Teorema y subvencionada por el ayuntamiento de Montemor-o-Vehlo. Que la corporación municipal apoyara el regreso a la literatura portuguesa de uno de sus hijos más preclaros es también mérito del editor Carlos da Veiga, gran señor de las letras lusitanas.
Júdice da noticia de una edición portuguesa de Diana, impresa en el taller de Pedro Crasbeeck en Lisboa en 1624, donde se menciona una eventual prohibición en Portugal de la obra de Montemayor por haberla escrito en castellano, a la que él habría replicado que “no sería mucho que un hijo fuese ingrato con Portugal, pues Portugal lo había sido con tantos de sus hijos…” Yo creo que la prohibición es apócrifa, porque no se hizo en tales términos, pero verdadera, porque sucedió.
En 1559, Montemayor tuvo noticia de la inclusión de su Segundo cancionero en el Index de libros prohibidos. Cinco años antes, Juan de Alcalá, poeta sevillano y delator de guardia, lo había denunciado a la Inquisición por un error teológico detectado en un verso.
Antes de partir a Flandes, en busca de refugio y gloria, y luego a Italia, donde lo mató una mano airada, Montemayor quiso ver publicada su novela en España y confió el libro a Juan Mey, quien lo imprimió en Valencia ese mismo año. Con el título Los siete libros de Diana, fue uno de los grandes éxitos de su tiempo —40 ediciones en el siglo XVI, y 17 en el XVII— y toque de diana en el despertar novelesco europeo. Shakespeare, Corneille y Cervantes, entre otros numerosos autores, pintores y músicos, se inspiraron en esta obra renovadora del viejo género bucólico y pastoril que venía de Teócrito y Virgilio. Tradición europea a la que Portugal se cerró, por haberla traído un hijo suyo.
Entre las novedades que traía Diana, la primera era la insólita estrategia narradora donde cada pastor y pastora cuenta y canta, además de la suya, la historia de otro u otra, desencadenando un juego de espejos en el laberinto. Para hacerse una idea de la preceptiva confusión, Sireno y Silvano están apasionados por la bella Diana, que traicionó a ambos. Selvagia, reina del equívoco, se prenda de Alanio, primo de Ismenia, a quien ella amó antes, aunque luego acreditó ser el propio Alanio, que era clavado a su prima. Declama luego Felismena la guerrera cómo se disfraza de hombre para servir de paje a su amado Felis. En eso, llega Belisa, que narra sus confusiones al envolverse en dos amores, uno por el susodicho Arsenio y otro por su padre Arsileo, y como la semejanza de los nombres agrava los equívocos, el padre mate al hijo porque no se aclara. Los prodigios de Felicia son que Sireno olvide el amor de Diana, y que Silvano y Selvagia se apasionen. Entonces Belisa decubre que Arsileo no mató a su hijo Arsenio, sino que fue un encantamiento de Alfeo, que la ama con delirio. Felismena, desde luego, salva la vida a Felis. Aunque la novela termina con tres bodas, Sireno y Diana no hallan solución a sus enrevesamientos, que el autor promete solventar en una continuación. Todo el mundo anda cantando de amores en la bella Lusitania, entre magia, ocultismo, escenas homoeróticas entre Selvagia, Ismenia, Belisa y las pastoras del lugar, y grandes dosis de neoplatonismo, con Palas Atenea como estrella invitada.
En España, Diana nunca estuvo en el Index de los prohibidos. En cambio, fue condenada en Roma y Portugal por platonizante y obscena. Creo que esta condena es el origen de la referencia a la eventual prohibición en Portugal de Montemayor mencionada en la edición de Crasbeeck de 1624. El deslizamiento del motivo condenatorio, que pasa de “platonizante y obscena”, a “haber escrito su obra en castellano”, es revelador de que hubo un resquemor nacional con su autor “extranjerizado”.
Pero es que el castellano forma parte de la literatura portuguesa, no ya porque en esa lengua se leyera y publicara en Lisboa —cuando Montemayor dejó Portugal, en 1543, como cantor de capilla de la infanta doña María que se casaba con Felipe II, se publicó una edición en Lisboa de las obras de Boscán y Garcilaso, sólo unos meses después de la princeps de Barcelona— sino aunque sólo fuera porque Montemayor tradujo a Ausías March al castellano, y así lo leyeron Camôes y toda la poetería ibérica.
Antes de la traducción de Júdice, Diana solo conoció en portugués una versión resumida para niños elaborada en 1924 por el poeta Afonso Lopes Vieira, quien explicó que se trataba de una obra "castelhana por fora mas portuguesíssima por dentro". Por fortuna, Nuno Júdice y Carlos da Veiga velaron para que no pasase ni un siglo más sin que Diana fuera devuelta íntegra y bellamente a la literatura portuguesa.
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