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El amor a la infancia, los historiadores y el poeta

Por 28 de mayo de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Hay en el libro IX de los epigramas de Marcial un par de pasajes (5 y 8) que recuerdan un hito de la civilización. Hasta el reinado de Domiciano, era práctica lícita y habitual castrar a los bebés abandonados en la columna lactaria, o a los de madres solteras y pobres, para usarlos en la prostitución, si bien es cierto que igualmente podían dejarse sin castrar para el mismo empleo, y todo ello quedaba supeditado al criterio del dueño del prostíbulo, que a su vez miraba por las necesidades de oferta y demanda del negocio. La emasculación de bebés y niños, y en general la prostitución infantil se prohibió por decreto de Domiciano. 
Marcial ensalza al emperador: “Te dan las gracias las ciudades que ahora tendrán habitantes, porque parir ya no es delito”, y celebra que “gracias a ti, el pudor llegó hasta los lupanares”. Marcial no era recatado en materia de sexo, pero se le ve horrorizado al memorar la condición de aquellos infantiles destinos desmochados, esclavos nacidos de libres. 
De las atrocidades cometidas con menores, es impresionante la contada por Tácito (V, 9), donde dice que el verdugo de la hija de Seyano violó a la niña antes de estrangularla, para no incurrir en el inaudito precedente de haber ejecutado a una virgen de ocho años. Voltaire prefería  dudar de semejante violación, hereusement, dice, Tácito no asegura que tuviera lugar, sino que se lo dijeron. En cambio, la Enciclopedia refiere el caso con reverente admiración, bajo la entrada Défloration: “Los antiguos respetaban tanto a las vírgenes que no se les hacía morir sin haberles arrebatado antes su virginidad”. Pero, en el apartado de violaciones procesales de vírgenes, Suetonio (III, 61) trae un relato más creíble, cuando dice que una de las crueldades de Tiberio, al saber que según la tradición era impío (nefas) estrangular vírgenes —recordar el mito de Ifigenia—, fue ordenar que el verdugo les privara primero de tal condición. De Tiberio, dice Suetonio que ejercía las leyes atrocissime. O sea, no el espíritu, ni la letra, sino la mayor atrocidad.
No se sabe mucho de la calidad del gobierno de Domiciano. Por un lado, Tácito y Suetonio no dicen cosa buena de él; pero es que, en su relato de césares buenos y malos, a Domiciano le tocaba por fuerza ser malo. Marcial, en cambio, tuvo que escribir y publicar su obra bajo el mandato de Domiciano, y era impensable que dijera nada negativo del césar. Pero sólo la noticia que nos da sobre la prohibición de la prostitución infantil, basta para considerarlo uno de los pioneros en la marcha fantasmal hacia la dignificación del hombre por el hombre. 
Una observación estilística: ir y venir de la acumulación graforreica de aquéllos, los historiadores, a la severidad precisa de éste, el poeta, en busca de noticias contrastadas, deja una sensación que define con agudeza el propio Marcial, en el final del epigrama IX, 11, (que trata del poeta que no puede componer un poema porque se opone la obstinada primera sílaba):
los que cultivamos musas más severas
no nos permitimos tanta elocuencia

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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