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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Libertad prohibitiva

 

Por primera vez en la historia de la ficción se ha catalogado una valoración de la libertad con métodos científicos. Ha sido el Instituto Stuart Mill para la Investigación de la Libertad, aliado con el Instituto Allensbach de Demoscopia y la Universidad de Maguncia. Se acaban de publicar los resultados y parece que cunde el desaliento. Tras la pasmosa invención de un “índice de libertad”, consistente en una escala entre -50 y +50, los demoscopistas alemanes se han visto en el doloroso deber de suspender a sus paisanos con un -3. Otros valores, como igualdad, justicia y seguridad obtienen mejor aprecio por parte de los usuarios. Lo cual ha sumido en la aflicción a los expertos en lo como es debido. Solo dicen hallar cierto consuelo en la alegre conclusión de que la “orientación hacia la libertad” aumenta entre los interrogados menores de 30 años, porque el 53 por ciento está de acuerdo con la expresión “cada cual es artífice de su suerte”, que en 2003 solo fue aprobado por un 43 por ciento. A los aficionados, que reconocemos en el refrancillo  el viejo "Suae quisque fortunae faber est " de Salustio, nos produce la perplejidad propia del ignorante ver que se interpreta por la jerarquía demoscópica como piedra de toque del aprecio de la libertad. Nos parecía que tener en más o menos esa frase salustiana es algo que no sale de lo literario, en su apartado de las ensoñaciones del qué sé yo, pero desde ahora remitimos nuestro juicio a las autoridades sapienciales.

Uno de los apartados que por lo visto impacienta a los científicos de la opinión es que los encuestados no quieran ver contradicción alguna entre su aprobación teórica de la libertad y su demanda de mayor control estatal, que desearían extender a la vida privada de los demás. De modo que la mayoría está por la prohibición de todos los alimentos considerados poco sanos y la negación de créditos a quién esté endeudado, como métodos para corregir el desarreglo en que ven sumidos a sus conciudadanos.

Para elaborar el índice de libertad, no solo se ha procedido a interrogar con criterios científicos salustianos a mil ochocientas personas, sino que también se han valorado  más de  dos mil artículos de prensa, con la enfadosa conclusión de que los medios estiman la libertad todavía menos que sus lectores, sin desdoro de su cometido de máximos defensores de las libertades de prensa y opinión.

Todo para llegar a la convicción, digna de Bouvard y Pécuchet, de que no es posible proponer ninguna prohibición que no consiga un indeseable grado de adhesión. Pues sí, señorita encuestadora, ya que me lo pregunta, creo que la adquisición de películas, juegos de ordenador, alcohol de alta graduación o coches de gran cilindrada debiera restringirse habida cuenta de lo irresponsable que es la gente. Y, metidos en harina, también debiera prohibirse que los jubilatas se operen gratis en la seguridad social, ha contestado el 42 por ciento. Casi los mismos que quieren recuperar la pena de muerte, tienen a la homosexualidad por una enfermedad, creen que las mujeres están mejor recogidas en su casa y tienen a los americanos por culpables del 11 de septiembre.

Para más animación, la intolerancia con la opinión ajena registra empates muy prometedores. El 30 por ciento desearía que la expresión “comer carne es asesinato” fuera penalizada, el mismo porcentaje de los que prohibirían la opinión “la cría masiva de animales es necesaria”.

El año que viene, más. Los científicos se proponen investigar el valor dado a la libertad en la legislación, más que nada por ver qué parte del cuerpo legal habría que ilegalizar.

 

 

 

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25 de noviembre de 2011
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Historias de secretarios

 

Los mayores del lugar recordarán los felices años doctrinarios del siglo pasado en que había tantas historias como pensadores. Se hablaba de la Tercera Historia de Morin, de la historia diferencialista de Lefebvre, de la  situacionista del otro, y de la extracotidiana del de la moto. Pues ahora,  entre los historiadores de la antigua Grecia, se menciona el fenómeno de la intentional history (en alemán intentionale Geschichte), definido por Gherke como “la proyeccción temporal de elementos de categorización subjetiva y autoconsciente que construye la identidad de un grupo como tal”. Es, en otros términos, la constatación de que la historia es dotada de significado por determinados agentes, que esa dotación puede ser inventada o manipulada, y que concita la perenne tentativa de serlo. Aunque la observación del fenómeno se ciñe al ámbito de la antigua Grecia, no es difícil encontrar hoy un apaño idéntico en nuestros bravos historiadores comarcanos que proyectan sus alegres “nosotros” sobre siglos recauchutados.

También estuvo en boga la historia referencial: aquella que por conocida o documentada adquiere un valor fiducial que la hace muy socorrida en comparaciones y referencias. Hitler, por ejemplo, se acordaba mucho de Napoleón y su campaña rusa, era su historia referencial. Aquellos manuales donde se veía a los franceses de retirada mientras eran lanceados por los cosacos en la estepa nevada fueron el origen de la orden de Hitler de no retirarse de Stalingrado, lo cual adelantó el punto de inflexión de la guerra.

Hoy,  después de leer la descripción cautelar que emite la Casa del Rey del perfil de García Revenga, el secretario personal de las infantas, y una vez conocido su nicho en la cadena trófica de los graciosos dineros, ignoramos qué peripecias históricas le aguardan. Lo cierto es que este actual funcionario de libre designación dejó su oficio de profesor de colegio para ser factótum y tesorero, si no de la realeza, al menos de sus inmediaciones. El lance tiene su historia referencial en Charles Collin, administrador de la Pompadour, personaje frecuentado por los historiadores franceses y del que consta una documentación copiosa, desde que dejó su oficio de procurador para servir a una de las mujeres más inteligentes y poderosas del siglo XVIII.

Cuando se hizo amante de Luis XV, la Pompadour necesitó un procurador para obtener la separación oficial de su marido, y recurrió a Collin. Este fue tan eficiente que consiguió la sentencia de unos magistrados muy laboriosos y motivados que la firmaron a las seis de la mañana. Como la Pompadour necesitaba adquirir propiedades a fin de colocar sus fondos para cuando el favor regio declinase, y al mismo tiempo precisaba de alguien capaz de  discutir planos, facturas y bocetos con arquitectos, banqueros, pintores y relojeros, pensó en Collin como administrador. 

La nueva marquesa disfrutaba de un cargo de libre designación, de modo que Collin disfrutaría a su vez de una incertidumbre doble, la duración de la confianza de su señora en él mismo, y la del rey en su señora. Luis XV ya había visto a Collin haciendo reverencias en la antecámara de la Pompadour y aprobó la elección de su amante.

Al principio, la contabilidad parecía fácil porque, aunque los ingresos eran menores que los gastos, los financieros adelantaban dinero a la amante regia, que podía permitirse incluso buenas obras por mano de Collin. Así consignó una pensión para la señora Lebon, “que la había predicho, a la edad de nueve años, que un día llegaría a ser la amante de Luis XV”. Todas las generosidades se ejercían por intermedio de Collin, que las anotaba cuidadosamente. De ese modo es sabido que la Pompadour le entregaba anualmente trece mil libras “para ser distribuidas en los graneros de Versalles”, porque la miseria era enorme en aquella ciudad hecha de contrastes, donde la opulencia los grandes señores alojados en sus fastuosos hoteles se paseaba al lado de los obreros y artesanos hacinados en tugurios.

En 1751, la marquesa de Pompadour dejó de ser la amante del rey, aunque siguió siendo para él la más incomparable y preciosa de las amigas. En las cuentas comenzaron a figurar menciones de ventas de diamantes, brazaletes y perlas. La marquesa liquidaba sus joyas y Collin se encargaba de las transacciones. En la corte redoblaban los ataques contra ella y los prestamistas reclamaban su plata. Hasta Collin llegó a preocuparse por su propio futuro y solicitó el puesto controlador de la orden de San Luis,  que  obtuvo con facilidad. La distinción conllevaba una pensión más o menos elevada según el grado. Varios agentes administraban los fondos y su gestión estaba sometida a controladores que verficaban las cuentas. Collin, de paso que controlaba, se hizo con dos cruces de San Luis y comenzó a comprar terrenos y casas.  No se casó, y su fisonomía se conoce por un retrato al pastel de Mauric: labios gruesos, hoyuelo en la barbilla, mofletes rotundos y mirada maliciosa. En la época en que  los favores y regalos del rey disminuyeron, y la Pompadour tenía dificultades financieras, Collin le adelantaba importantes sumas. 

A los treinta y cinco años de edad, la marquesa de Pompadour intuyó que nunca llegaría a ver su sueño de una Europa francesa y dictó su testamento a Collin. Aún vivió seis años. Tenía tuberculosis y deseaba retirarse, pero el rey necesitaba sus consejos, hasta el punto de que por favor insigne se le permitió morir en Versailles, cosa que el protocolo prohibía a cualquiera que no fuera miembro de la familia real.

Collin, entretanto, adquirió el cardo de “tesorero general de la Montería, Cetrería y Caza de su Majestad”, y se conviritó en uno de los personajes más considerables de la corte. Un año después de la muerte de su señora, Collin era sesentón y procedió a redactar su testamento. En el documento no hace alusión alguna a sus convicciones religiosas, ni a sus funerales. Lo único que parece buscar es no olvidarse de nadie. Va desfilando todo su personal doméstico, criados, pajes, cocheros, cocineros, así como amigos, y a todos les va legando diversas sumas. Señala pensiones a gente mayor que él mismo y a su ejecutor testamentario le indica que “podrá efectuar estos legados y pensiones sin ningún riesgo”. Porque Collin sabía muy bien la dimensión de su fortuna. A una de sus porteras le señala 500 libras de pensión, “tanto si yo poseyera aún  esa casa, como si ya la hubiera vendido.” Vendió finalmente esa casa y adquirió un pequeño parque de ocho hectáreas y media, con una casa de dos plantas, provista de dos salones de sociedad, un salón comedor, varios salones pequeños, y numerosas habitaciones con todas las comodidades deseables. Hizo transportar sus enseres, entre los que figura una riquísima bilbioteca con las obras de Voltaire, los enciclopedistas y los amigos ilustrados de su señora, cuadros, estampas, muebles, relojes, tapicerías, una colección de medallas y una bodega opulenta con millares de botellas de vino y champán. Vivió seis años como un gourmet dedicado en exclusiva a su propia tranquilidad y, cuando murió, fue inhumado en presencia de dos de sus primos que ninguneó en su testamento, si bien ellos no lo supieron hasta meses más tarde. Collin, desde luego, no se empobreció al servicio de la Pompadour. Y se ve que nunca nos dejamos de historias.

 

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22 de noviembre de 2011
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Cayó la loba

 

Exiliado en Córcega, con la amargura de ver su carrera echada a perder, acuciado por el temor al descrédito, la pobreza y el desprecio, Séneca se escribió una carta de consolación, dirigida a su madre Helvia.

Uno de sus argumentos era negar que el exilio fuera una pena, porque toda la humanidad está exiliada: “Todas las cosas dan vueltas sin cesar y están de paso. Le ha sido dada al hombre una mente movediza e inquieta, que no se fija en nada, y dispersa sus pensamientos en todas las cosas sabidas y por saber.” En la urbe habita el desarraigo: “La mayor parte de la muchedumbre de las ciudades está privada de patria y ha confluido de todas partes.” No hay tierra incógnita: “La inconstancia humana ya se paseó por todo lo inaccesible y desconocido.” Ni siquiera el imperio tiene solar propio: “El Imperio Romano fue fundado por un prófugo y habita allá donde vence.” (Helv. VI, 6-7) En medio esa revolución perpetua admirablemente escrita, solo Séneca permanece igual a sí mismo y aflora como una isla estoica, de modo que aunque solo se conservara ese pasaje de las letras latinas, sabríamos que Séneca fue un gran escritor, y el romano, un imperio sin igual.

En este Séneca bisabuélico que manejo, el colofón de la Consolación a Helvia es una loba capitolina con sus gemelos. Esta loba fue el símbolo de la latinidad y Roma. Estaba en todos los libros de texto y antologías latinas. Cuando se supo que los gemelos lactantes eran advenedizos renacentistas, se reprodujo la loba sola y sin postizos, como se ve en métodos de latín del antiguo bachillerato.

Ahora el artefacto broncíneo ha sido alcanzado por la perpetua mutación descrita por Séneca y ha caído por la trampilla de las desapariciones escénicas. La pieza aparecía imponente, refinada, compleja y única. Mommsen encontraba que el bronce de 85 centímetros de altura, si bien horridum et incultum, era más conmovedor que todas las bellezas capitolinas. Un siglo antes, en 1764, Winckelmann lo atribuyó por primera vez a la escuela etrusca del siglo V a. C.

Por su parte, Brosses la contempló en 1740 y no dudó: “La loba de bronce amamantando a Rómulo y Remo, sí que es auténtica. Está desde la antigüedad en el Capitolio. Observé con singular satisfacción el rayo que bajó a lo largo de la pata y la fundió en parte, cuando cayó la tormenta el año del consulado de Cicerón.” El primero en atribuir el defecto de la pata trasera izquierda al rayo ciceroniano del año 65 a. C. fue Nardini, el autor de Roma Antica (1665).

La loba, por su parte, se permitía el lujo de no parecerse a la Lupa Romana conocida por su reproducción en monedas y por descripciones antiguas que atestiguaban una efigie de bronce dorado donde la fiera maternal tenía la cabeza vuelta hacia los gemelos lactantes. Esta, en cambio, miraba a la lejanía con aire amenazador.

Algunos expertos del siglo XIX empezaron a dudar. Braun, secretario del Instituo Arqueológico de Roma, atribuía el defecto de la pata a un fallo de fusión o vaciado. Para Fröhner, conservador del Louvre, la pieza tenía características carolingias. Bode, director del museo de Berlín, opinaba que era una obra medieval. Pero eran pareceres aislados, y los partidarios del origen etrusco continuaron dominando el panorama y redactando tesis irrefutables durante todo el siglo XX.

En 2006 fue derrotado el viejo prejuicio que sostiene la existencia de una relación jerárquica entre el historiador, que interpreta fenómenos artísticos y emite juicios estilísticos, y el investigador científico, que estudia el material de las piezas y sus transformaciones. Carruba demostró por primera vez que la loba se había fundido a la cera mediante vaciado único, invento medieval para grandes bronces; y constató que la pieza carecía de las señales típicas de los bronces antiguos, que se hacían por partes y luego se soldeaban con una técnica característica. 

En 2007, el Centro per la datazione e la diagnostica de la universidad de Salento hizo una serie de análisis, incluyendo el del carbono y la termoluminescencia, para concluir que la loba se había fabricado en el siglo XIII. Hasta el XX, disfrutó de siete siglos de reinado. La fecha de su producción coincidiría con el final del periplo atribuido a la pieza original: llevada por los vándalos a Cartago en 445 d. C., y luego, tras la reconquista por Belisario del norte de África, transportada en triunfo a Constantinopla, donde estuvo expuesta en el hipódromo junto a otros muchos monumentos antiguos, hasta que en 1204 llegaron los cruzados y saquearon la ciudad. 

Por entonces, los condes Tusculanos eran una importante familia romana cuyos miembros habían poseído en repetidas ocasiones el título de papa, al mismo tiempo que el de Senator omnium romanorum. Esos papas fueron amos absolutos de Roma, porque reunían los dos poderes, el civil y el eclesiástico. La Lupa Romana “reapareció” en su poder como signo de su antiquísima nobleza emparentada con Eneas, César, Augusto y el resto de lobeznos. Al final, va a tener razón Séneca: Omnia vulvuntur et in transitu sunt, todo da vueltas y está de paso.

 

 

 

 

 

 

 

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10 de noviembre de 2011
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¿Quién escribió la Odisea?


Si tuviera que nombrar un verso de los poemas homéricos que permita adentrarse en el enigma de su autoría y fecha de composición, uno que funcionase como esas clavijas ocultas en el muro que, al ser pulsadas, abren el pasadizo secreto que conduce a la cámara del tesoro, sin duda escogería la acotación que hace el poeta de la Odisea (el hexámetro 203 del canto XIX) a la autobiografía fingida que Ulises, disfrazado de príncipe cretense, ha narrado a su esposa Penélope, que se derrite de llorar y no lo reconoce: 

Ἴσκε ψεύδεα πολλὰ λἐγων έτύμοισιν ὁμοῖα

Fingía, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales.

Lo primero que salta a la vista en esta advertencia del autor de la Odisea es que él solo ha puesto “fingía”, el resto del verso es de Hesíodo (Teogonía, 27). 

Lo segundo es que precisamente en el cometido de presentar cosas ficticias semejantes a las reales está la médula del quehacer del poeta y su habilidad específica. En esa semejanza, evidente o sugerida, está el territorio donde nos encontramos con el fingidor.

Ahora, si las muchas cosas ficticias relatadas por Ulises en su autobiografía narrada a Penélope no tienen semejanza con las “reales” de la Odisea, ¿por qué recalca el poeta que son semejantes, cuando el lector sabe que, según la acción del poema, no lo son? ¿Con qué cosas reales tendrán  entonces semejanza? Si no la tienen con la ficción de la Odisea, quizá sí puedan tenerla con la realidad fuera del poema, la del mundo donde vive el poeta.

Tenemos al menos un dato de esa realidad. El poeta de la Odisea es lector de Hesíodo y le rinde homenaje. 

En su autobiografía fingida, Ulises dice ser un cretense, dado a la guerra y el comercio marítimo, saqueador y colonizador de Egipto, y capaz de todo lo que hacen los piratas y los fenicios. No sólo se ha enriquecido en Egipto, sino que también asegura haber hecho buenas migas con el propio faraón. Y no sólo es natural de Creta, sino que se pretende miembro de un linaje escogido y demuestra conocer la isla, sus habitantes, costumbres y lenguas de modo exhaustivo.

Esas informaciones, “semejantes a las reales”, dan un perfil muy específico, si se sitúan cronológicamente con posterioridad a Hesíodo. No hay muchos cretenses a los que pueda suponerse fundadores de una colonia en Egipto. De hecho, solo hay una colonia griega en el Delta que se corresponda con la descripción odiseica.

Penélope sigue sin reconocer a Ulises, y llora desconsoladamente por “su esposo que está al lado” (XIX, 209). Generaciones de lectores y comentaristas han quedado impresionados por la fuerza irónica, y la finura verbal y rítmica del adjetivo “parémon” que expresa la verdad paródica del pasaje donde Penélope llora por el esposo que tiene sentado a su lado, sin que ella lo reconozca. Pero es preciso ver que, al tiempo que el poeta nos invita a implicarnos en el laboreo de identificación y reconocimiento por parte de Penélope, va haciendo la revelación de su identidad, que también tenemos al lado sin que nos demos cuenta, ya no en la ficción de la Odisea, sino en la vida real que su autor nos hace saber entre líneas. No solo Ulises, sino también el poeta es quien finge, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales. Él ha escrito su verdad en una mentira de su personaje. No compuso doce mil hexámetros para esconderse tras ellos, al contrario, la Odisea es un cuadro que se lee, y su autor se ha autorretratado en él, igual que Velázquez en Las meninas.

Por otra parte, y como era de esperar, el poeta que nos hace guiños tan patentes como el hexámetro dicho arriba no se limita a ese pasaje, sino que se recrea en su pararrelato, lo entrelaza con la peripecia uliseica y espera que  lo descifremos.

Entonces yo me digo: han pasado dos mil seiscientos años desde la aparición de los poemas homéricos sin grandes novedades y hasta ahora solo ha podido decirse que, en todos los esfuerzos de la ciencia por comprender los dos grandes poemas adjudicados a Homero, la Odisea queda siempre a la sombra de la Ilíada. Lo cual solo parece querer decir que se escribió después.

Pero, por Poseidón, vista la diversidad temática, las diferencias medulares en diseño interno y externo, lenguaje y estilo, comportamiento humano y divino, ¿cómo seguir atribuyendo al poeta de la Ilíada también la Odisea, que es varias generaciones posterior y se le parece como un huevo a una castaña?

Si la Odisea fue compuesta por un poeta que conocía a fondo la Ilíada y la obra de Hesíodo, y lo hizo un par de generaciones más tarde, este segundo poeta exige una explicación que se refiera únicamente a él. Y la investigación que conduzca a esa identificación solo puede hacerse a partir de una pregunta: ¿quién fue el poeta fingidor que escribió la Odisea?

 

 

 

 

 

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2 de noviembre de 2011
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Lo que parecen los pobres

 

El hombre sin dinero es semejante al hombre invisible. Nada ni nadie se dirige a él: prensa, televisión, publicidad, compradores, vendedores… Ningún tema de los que se tratan en los medios de hipnosis masiva tiene que ver con él: la bolsa, los coches, la oferta cultural, el estado de bienestar, el fraude fiscal, las vacaciones, el futuro… Nada es para él: carreteras, casas, ministerios, universidades… A donde quiera que mire, todo es lo mismo, gasolineras, comercios, restaurantes, estaciones… todo forma parte del gigantesco, ubicuo, inviolable, inexpugnable sobrentendido de que los demás cobran. Y es igual que él hable o esté callado: no se le ve, ni se le oye.

Cuentan que un sabio famoso que se paseaba por una calle llena de tiendas tuvo la audacia de decir: ¡cuántas cosas no necesito! Pero nadie parece haber reparado que se basa en el sobreentendido de que quien lo dice podría adquirir esas cosas. Si un indigente hablara así, no se le reconocería ningún mérito. Así pues, incluso para acceder a la virtud estoica es preciso tener dinero. 

Lo que sucede en esa calle de las tiendas y su paseante virtuoso se hace más patente si reparamos en la perspectiva del vendedor de cosas. Este, mirando a la muchedumbre transeúnte, podría decir: ¡cuántos hombres no necesito! En esa calle, la verdadera cara de la gente no empieza a verse cuando uno no necesita cosas, sino cuando los vendedores de cosas no lo necesitan a uno. Es decir, cuando uno, por indigente, se vuelve hombre invisible.

Cuando preguntaron a un colega del virtuoso paseante de la rúa comercial quién era sabio, respondió que el sabio se distinguía de los demás en que seguiría haciendo lo mismo aunque no hubiera leyes. Mientras los demás hombres serían distraídos por la apertura de una nueva vía más expeditiva para vengarse, robar, temer y desear, el sabio dice que él mantendría la pose. Pero una selección más drástica y reveladora, una buena piedra de toque, sería aplicar al presunto sabio la prueba de la invisibilidad. De modo que el sabio sería aquél que siguiera opinando igual y continuara oficiando su pose sapiencial, aunque dejase de cobrar. Considérese cualquier sabio en su perorar, en su actitud docta, en la tele, en la prensa, en la cátedra y supóngase que dejara de cobrar en dinero y especie. Sin sueldo y sin techo, el sabio comenzaría velozmente a deteriorarse y a adquirir invisibilidad. Al poco de iniciar el experimento, al sabio no lo conocerían ni sus más allegados y, pronto, nadie lo podría ver. 

Por otra parte, cuando los ricos, de dinero e ingenio, miran a los pobres, ven visiones: “He ahí que Louvois ha muerto, ese gran ministro, ese hombre tan considerable que tenía tan alto puesto, y cuyo yo, como dice Nicole, era tan extenso que era el centro de tantas cosas […] hay que reconocer que tenemos un yo demasiado extenso, en comparación con quien no se sujeta a nada, que es como un pájaro, que no posee más un espacio necesario, y cuyo espíritu debe ser tan libre como su cuerpo.” Madame de Sévigné veía a los pobres como envidiables seres felices a causa su yo reducido.

Otro sabio que observaba con envidia a los pobres fue Séneca. Desde luego, era una envidia desconfiada. Uno de sus pasajes más divertidos es cuando decide viajar como pobre y a la incomodidad rebuscada se le añade el inconveniente vergonzoso de que lo vayan a identificar. En su Consolación a Helvia, hace una de sus reflexiones sobre los pobres donde anticipa con gracia el moi étendu de Sévigné: Aspice quanto maior pars sit pauperum, quos nihilo notabis tristiores sollicitioresque diuitibus: immo nescio an eo laetiores sint quo animus illorum in pauciora distringitur (“Fíjate cuánto mayor es el número de pobres a quienes en nada notarás más tristes y preocupados que a los ricos. Incluso no sé si son más felices a causa de que su espíritu se sujeta a pocas cosas”).

Mi amigo Pablo Acarreta decía que los pobres parecen locos. Y no decía parecemos, por no presumir.

 

 

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31 de octubre de 2011
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Intelectualidad abertzale: resumen de fuentes

 

La autoagresión, uno de los cultos más antiguos y persistentes, pervive hoy en incontables manifestaciones saludables y modélicas. Puede que esa perversión irreductible no solo esté en el software de la especie, sino que también sea justo lo que la convirtió en especie. De ahí la antiquísima explicación poética que habla de aplacar divinidades vengativas, y la fe terca y lamentable en la utilidad del dolor como ofrenda de resarcimiento. 

Juvenal (XII, 81-82: Tunc, stagnante sinu, gaudent ibi vertice raso / Garrula securi narrare pericula nautae) habla de los marineros que después de haberse rapado el pelo, como solía hacerse de puro pánico ante un temporal para calmar a las divinidades enfurecidas, se recrean narrando con garrulería desbocada los peligros pasados, cuando ya están en la dársena más interior y abrigada del puerto. Narrar con garrulería también quiere decir mintiendo a todo meter. 

El poeta celebra el regreso de su amigo Catulo, que lo tiró todo y hasta abatió a hachazos el palo mayor del barco, y recomienda llevar consigo hachas para empuñar en hora de tormenta y, si fuera preciso, mutilar el propio barco.

Aquí, cuando se dice que ya ha pasado lo peor de la tormenta etnócrata y asesina, se nos ofrece un edificante tema de meditación contemplando los cogotes pelados de los supervivientes y escuchando su verba de pretensión feliz, pero todavía por el hielo atada. Cuánta narración sin explotar yace en el testimonio mudo de las conductas reconvertidas para sobrevivir, desde el campeón deportivo al gran escritor, y también en el etnócrata correcto que nunca temió porque tormenteaba para los demás, y en los incontables que se hicieron un nuevo look con tal naturalidad temerosa y rebañiega que ni lo recuerdan. Y ahora que aún se perciben bien los rastros de la intimidación en todas las caras, se puede echar la vista atrás y ver en qué escasez intelectual ha medrado la etnocracia de matones. 

El primer manifiesto proviolencia racista vasca se publicó en febrero de 1953. Se titulaba Euskaldun gudu-zalduntza baten beharrkiaz (“De la necesidad de una aristocracia guerrera vasca”) y lo firmaba Jon Mirande. “Las democracias han ganado la guerra, pero los vascos que lucharon a su lado y pusieron su esperanza en ellas no son más libres por eso […] bajo el dominio de un Estado que dice ser garante de la libertad y que en todas las cumbres internacionales condena el asesinato racial, mientras su política va liquidando las culturas de todas las razas blancas, negras y amarillas de las que se adueña”. Tras explicar que los vascos maravillosos de la antigüedad tardía y el primer medioevo obedecían a líderes guerreros germánicos que fueron el fermento de la bendita guerra racial y recordar que sin aquella aristocracia guerrera germánica no habría pueblo vasco, concluía: “La historia de nuestro pueblo, y la de los demás, prueba que la fuerza siempre ha convertido el rebaño humano amorfo en sociedad organizada mediante la violencia. Eso es justo, porque la violencia es patrimonio del más fuerte. De modo que, teniendo en cuenta la actual situación crítica de Euskalherria, es evidente que nos hallamos en la necesidad de una aristocracia guerrera semejante. Nuestra calidad de pueblo va a morir, y no de la muerte honorable del guerrero, sino de la muerte por degeneración racial, y no hay cosa más vergonzosa. Hemos perdido la libertad y los extranjeros gozan de la riqueza de nuestra labor. Pero, lo que es más, la integridad de nuestra etnia se está perdiendo a causa de la emigración de nuestros elementos vascos puros y su sustitución por elementos de otra raza poco beneficiosa para nosotros. Los matrimonios con extranjeros nos presentan el problema de los mestizos que alguna vez habremos de resolver , pero ¿cómo? (no digo que todos los matrimonios con extranjeros sean perjudiciales: algunos cruces de sangre nos pueden aportar algo bueno y los necesitamos; los que desestimo son aquellos que se hacen sin tener en cuenta la raza de los contrayentes). Esa degeneración racial de los vascos deriva sin duda de la situación política (aunque también del complejo de inferioridad que afecta a la mayoría de los vascos) y es lícito buscar un remedio político en su contra. […] Es evidente que los abertzales no han podido ofrecer a los vascos, sobre todo a los jóvenes, una meta lo bastante elevada […] No sirve pedir lo que nos corresponde en justicia: para conseguir algo, tenemos que pedir más de los que nos corresponde, teniendo como tenemos mejores argumentos que los legales, quiero decir, argumentos de fuerza. Creo que uno de los medios más adecuados para dar a los vascos el complejo de superioridad racial y el idela de fuerza que precisan es la creación de una nueva aristocracia guerrera. De paso, esa aristocracia tendría el cargo de velar por la pureza de sangre de los vascos y para eso quizá nos conviniera usar blasones y otros emblemas heráldicos.”

Mirande fue también el inventor de la prosa moderna vasca y el introductor del género literario que él llamaba paidophilia erotica, y en el que hizo la concesión de sustituir a su verdadero objeto amado, que era un niño vasco puro, por una niña de lechosidad céltica. Federico Krutwig lo conoció en París y, seducido por su ideal etnocrático, escribió en 1964 un Manifiesto Etnocrático, que Mirande rechazó por estar saturado de logomaquia marxista y porque “Nos parece insensato que un líder, por dotado y meritorio que sea, que se reclama de la etnia europea más antigua, anterior incluso a la llegada de los conquistadores arios, no tenga en definitiva la mínima gota de sangre vasca en las venas. Y, bien pensado, su herencia familiar lo vincula con cierta raíz étnica totalmente ajena al Volkstum europeo occidental. En consecuencia nos parece del todo abusivo que dicho camarada, no contento con militar, por su conocimiento de la lengua euskariana, en las filas de esta antigua etnia, ahora desee encabezarla, e incluso, so pretexto de una “manifiesto etnocrático”, elevarse descaradamente a la dirección del conjunto de etnias más representativas de Occidente, las únicas que han permanecido, en medio de la degeneración moderna, cercanas al ideal natural del Urvolk. […] Desde todo punto de vista, es lástima que nuestro amigo no haya aplicado su talento “dialéctico”, que es grande, a pueblos menos caracterizados que las etnias extremo-occidentales en cuestión (vascos, bretones, frisones, sardos) y no se haya dirigido, por ejemplo, a los camaradas anarco-sindicalistas de Barcelona, o a los neocastristas de Caracas o Tehuantepec… O, aún mejor, que no haya pensado en beneficiar de su savoir-faire a los irredentistas de Richon le Sion, ni los kibboutznikim del Negev. […] No se puede negar en definitiva que el libro Vasconia, hábilmente presentado y bien editado, haya carecido de un efecto a veces saludable en los soñolientos de la causa “euskadiana”, demasiado ligados a las formas legales de la democracia capitalista. Pero de ahí a pasar pura y simplemente bajo las horcas caudinas de la ideología marxista, hay un mundo… Non possumus.”

Y no hay mucho más, en la logorrea de Vasconia mamaron, casi siempre de segunda boca, las neuronas acubilladas bajo la boina, y de ahí vienen estos pelos que traemos y estas razones cobardes que nos gobiernan.

 

 

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30 de octubre de 2011
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Boda de una crónica

 

En la capilla de la calle de la hija que tienen los franciscanos al final de la Cabeza se celebró ayer la boda de la señora Conpombidea Cecina con don Alberzal Primitivo. Bendijo la unión de los sollozos, en medio de los nuevos cónyuges de la madre doña Chús Cale Ría, el chispeante obispo Maté Peropoco y fueron padrinos el respetable poeta festivo Mató Porqueramoda y la elegante diócesis de Linde Pendencia. Firmaron como carabineros el probo primo Somuna Nasio capitán de testigos y el Perfecto funcionario de Lacucha en situación de Cándido. Encantó al auditorio el reputado Canso Aurescu  pateando con gran ceremonia el santuario que tienen los franciscanos en el órgano. Y terminada la misa de lágrimas durante la cual se le saltaron las nupcias a la novia, el párroco don Diosés Caldún dirigió a los lugares una robusta llena de contrayentes comunes que, sin concurso, animó al embargo. Después de los abrazos de la madrina doña Equinchar Matúa, toda la luna emocionada expresó a los nuevos deseos los más vivos esposos de que tuvieran una larga concurrencia de miel.

Todo el santuario con mundo firme salió del paso y la mayoría de los pies se dirigió a devorar la suculenta madrina mientas los novios fueron objeto de un gallo natural en menos que canta un fotógrafo. ¡Qué bonito banco! Ella estaba sentada en un marido rústico y su codo mirándola de retrato, puesto de reojo, mientras ella dejaba asomar una leve nariz, ¿qué tiene de extraño que a la pobre postura se le cayera la madrina contemplándolos con aquella baba en tanto sonaba la chalapa harta? 

Todos los concurrentes emparedados por ella misma tomaron servidos de jamón y rodajas de novia que les daba la lengua con galantina y toda clase de dulces procedentes de un derribo que se halla frente a la confitería Gas Teche y cuyo anuncio no cito para que no se crea que esto es un dueño disimulado. Al descorcharse el matrimonio, comenzaron todos a brindar por la felicidad del nuevo chacolí. Pasaban de comedor los amigos reunidos en el ciento y para todos tuvo la elegante frase una copa ingeniosa y una señora de licor.

Vueltos a sus coches Simbon Balapa los caballos al domicio tirado por dos novios alazanes, comenzó a servirse la viuda de don Calebo Roca dirigida por la propia merienda y luego hubo sol en el salón hasta que se puso el baile. Venturas pedimos y adiós que los harte de nosotros y nos dé también una buena muy consorte y, por formalidad, nos devuelva la añadidura que nos falta.

 

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23 de octubre de 2011
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Esas camisas

 

El capitán de de gendarmes Médard Bonnart, que vino a España en 1812 para auditar las cuentas de la gendarmería, narró su estancia en San Sebastián en un libro de memorias. Una de sus impresiones más vivas es la celebración del Oficio de Tinieblas en la iglesia de San Vicente. Al apagarse las luces, los fieles donostiarras se pusieron a patalear y aporrear con piedras y palos el suelo, los bancos, las puertas y los confesonarios. El estruendo, decían, representaba el trueno que se oyó cuando Cristo murió en la cruz. Así nació la tamborrada, esa celebración admirable. También anotó observaciones sobre la conducta de la población que demuestran la ejemplar solidaridad vasca: por las mañanas las mujeres sacuden las pulgas y chinches de las sábanas sobre los transeúntes, de modo que no hay donostiarra ni visitante que no ostente rastros de andar comido de parásitos.

En 1843, Victor Hugo visitó el admirable pulguero donostiarra y escribió a su esposa y su hija Leopoldine: “La señal de los proyectiles en todas las casas, las huellas de las tempestades en todas las rocas, el rastro de las pulgas en todas las camisas: he ahí San Sebastián”.

No estaría mal un poco de higiene, queridos vascos, porque si bien las viejas sábanas han sido sustituidas por enseñas tricolores que generosamente sacudidas infunden entre los viandantes la maravillosa conciencia de ser una raza envidiada, un pueblo admirado a causa de su latín hablado por aquitanos, y su disfrute de un conflicto secular, aproximadamente desde el neolítico, hoy más que nunca salta a la vista el rastro de sangre y cagadas de pulgas en todas las camisas.


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21 de octubre de 2011
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Riqueza imaginaria

 

El financiero Law inventó el sistema económico basado en el principio de que la riqueza imaginaria de muchos se convierte en riqueza real de algunos. Se trata de un principio muy semejante al de la lotería, negocio que Law explotó en Venecia, Alemania, Holanda y Escocia, antes de llegar a Francia. Para poner en funcionamiento su sistema a gran escala, Law solo necesitaba que una nación le confiase sus finanzas. El parlamento de Edimburgo había rechazado dos veces su propuesta. Pero, cuando la explicó en París, en el salón literario de la marquesa de Tencin, esta se entusiasmó y lo recomendó al primer ministro, quien lo presentó al Regente. 

Como el admirable siglo de Luis XIV dejó a Francia una deuda de tres billones de libras, Law propuso la conversión de la deuda en acciones de la Compañía de Mississipi y la fabricación de dinero de papel. Los miembros del consejo de finanzas no lo veían claro. Entonces, como contó Saint-Simon, “se les habló un poco en francés al oído”. Cobraron su comisión, y dejaron de dudar. Así se estableció aquel sistema prodigioso y, en efecto, el resultado fue mágico: la deuda se marchó a América y Francia se hizo rica.

La Compañía de Missisipi adquirió la Compañía de Senegal, poseedora de una estupenda flota de once navíos, que suministraría los esclavos. Cuando se supo que habían embarcado en África los primeros ciento veinte negros, para trabajar en las futuras plantaciones y minas de Louisiana, toda Francia conoció una euforia sin igual. Gracias al sistema de Law, los franceses eran de repente ricos que podían vivir de sus esclavos negros que trabajaban en América.

Law compró el monopolio de Louisiana al financiero Crozat, quien no sabía con certeza dónde estaba aquel lugar, ni qué hacer con él. El plan de Law consistía en poblarlo en diez años, con seis mil blancos y tres mil negros. Law aseguraba a los inversores que Lousiana era uno de los países más fértiles del mundo, daba tres cosechas al año y poseía minas de oro, plata y cobre, se extendía a lo largo del Mississipi, llegaba hasta Canadá e incluía el río Illinois, el Ohio, el Colorado, las Montañas Rocosas, los Grandes Lagos y otros parajes casi desprovistos de antropófagos. Aquella gran finca se podía colonizar y explotar, simplemente adquiriendo acciones. Era un oportunidad providencial para los franceses. 

La gente acudía en masa a París, a comprar aquellos papeles enriquecedores de Law, y este se convirtió en una celebridad mundial, hasta el Papa envió un nuncio a la fiesta de cumpleaños de su hija. En correspondencia a tal atención, Law se convirtió al catolicismo, renegando de la herejía anglicana. 

Sin embargo, pese a que se imprimieron bellas estampas donde los colonos gozaban de todos los placeres terrenales en una ociosidad perfecta, pese a las tres cosechas por año y a las minas de oro y plata prometidas, sólo unos pocos colonos acudieron por su voluntad al país de Jauja. Hubo que recurrir a convictos, contrabandistas, bandoleros, desertores y embastillados de toda suerte que escapaban así de las galeras. Todos los tribunales de Francia podían imponer la pena de “relegación a Louisiana”.

Como Law encontró que no se condenaba lo suficiente, una ley ordenó que todos los mendigos de París abandonaran la ciudad, bajo pena de deportación a Lousiana. Se crearon brigadas armadas que tenían la misión de detener a vagabundos y sospechosos de toda condición. Como se les pagaba un tanto por cabeza, detuvieron a todo el mundo, obreros, viajeros, aguadores, y hasta burgueses, que tenían que pagar su rescate. Se encerraba a poblaciones enteras en granjas donde no se les daba de comer. Hubo revueltas y muertos. Fue tal el escándalo, que se suspendieron las deportaciones y Louisiana empezó a tomar color de pesadilla. Con todos aquellos esfuerzos, apenas se llegó a establecer una población de quinientos blancos que chapoteaban en los pantanos de Pensacola y las bocas del Mississipi. Ellos debían cultivar y recolectar las tres cosechas, además de extraer el oro y la plata, para pagar los grandes intereses que Law adjudicaba a los inversores de Francia. 

El señor Vente, cura párroco de Louisiana, propuso que los colonos blancos se casaran con indias. Pero el administrador Duclos rechazó el plan porque, dijo, producirían una colonia de mulatos, elementos naturalmente vagos y libertinos. Así que se recurrió a las recluidas en los hospicios y las cárceles, y a las huérfanas que educaban las religiosas. Las últimas eran más cotizadas y llevaban consigo una dote consistente en un cofrecito con ropa y un rosario. 

Durante cuatro años, toda Francia apostó que, con las grandes riquezas que vendrían de Louisiana, habría cada vez más dinero y prosperidad. Los banqueros hermanos Pâris apostaron lo contrario, lo que en su oficio se llama especular a la baja. 

Todos sabían qué era un financiero: prestaba dinero y había que devolverle algo más. Eso hizo Luis XIV y, antes de él, todos los reyes y particulares del mundo que tomaban dinero prestado. El sistema de Law, en cambio, era mágico y no necesitaba financieros. Francia se hacía cada vez más rica, porque fabricaba el dinero que quería, a cuenta de la colonización de Lousiana. En lugar de los financieros, Law puso la gran burbuja llena de cosechas y minas de Louisiana, y sus acciones de gran rentabilidad.

Llegaban noticias muy esperanzadoras. Los colonos supervivientes habían dejado de merodear y morir de fiebre o masacrados por los indios. La malaria y la lepra habían estabilizado su propagación, apenas quedaba nadie por contagiar. Lo mejor era que los colonos habían hallado un lugar algo menos inundable donde se fundaría Nueva Orleans, en cuanto amainaran los huracanes y hubiera gente suficiente. Tan buenos auspicios produjeron un alza del cuarenta por ciento en los dividendos a finales de 1719.

Se compraban acciones y cada vez valían más; así que, sin hacer nada, se poseeía más oro  y plata. Por escrito. Pero a nadie le parecía extraño. Ser rico limita la capacidad de asombro. 

En enero de 1720, el duque de Bourbon, Jefe del Consejo de Regencia, obedeció a su amante, la marquesa de Prie, quien a su vez seguía las indicaciones del señor Pâris Duverney, banquero de confianza del primer ministro Dubois, e hizo que el señor Law le reembolsara todos sus millones con los intereses acumulados, no en papel, sino en oro. Hubo que transportarlo en carretas hasta su palacio. Enseguida, lo imitaron el príncipe de Conti y otros señores. 

Con ello, los poderosos hicieron caer el sistema que los había enriquecido. Porque esa acción provocó el descrédito general y la pompa de jabón se volatilizó. Todo el mundo quiso ver y tocar su oro. Pero comprobaron que el dinero de papel era eso,  sólo papel, y se devaluaba a toda velocidad. Al cabo de unos días, las acciones valían poco y los billetes, nada.

Como toda aquella riqueza se basaba en la opinión pública, ninguna medida, como rentas, acciones, cuentas bancarias o billetes, podía hacer nada contra la incredulidad generalizada. Los aspirantes a cobrar se amotinaron ante el banco de Law y los guardias dispararon contra ellos. Los billetes tenían tal descrédito que la única manera de calmar al público fue quemarlos en las plazas. Ése fue el preludio de la orden que rebajó a las cuentas bancarias tres cuartas partes de su valor nominal. Law huyó a Holanda, dejando en Francia su sistema y propiedades confiscadas. Después pasó a Venecia, donde implantó con éxito una nueva lotería y volvió a demostrar la validez del terco principio según el cual la riqueza imaginaria de muchos, debidamente apacentada, produce riqueza real de algunos.


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18 de octubre de 2011
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Petrarca no subió al Mont-Ventoux

 

El otro día, en una cena de amigos, surtió la gran cuestión que divide a la intelectualidad del momento: ¿Subió o no Petrarca al Mont-Ventoux? Por casualidad llevaba conmigo unas notas al respecto y, sin miramientos por el abuso, las leí después del postre, y ahora reincido escribiéndolas para ti:

Alejandro no habría sido Magno, si no hubiera tenido noticia de los héroes homéricos. Los hombres aprenden lo que pueden ser, cuando son aleccionados sobre las más eminentes posibilidades humanas. Las historias de dioses, héroes y artistas, han promovido nuevos modelos ejemplares que, a su vez, han dado que hablar. 

Filipo V de Macedonia tenía que emular a Alejandro Magno, que sometió al mundo, y a Aníbal, que entonces atacaba a los romanos en el mismo corazón de su imperio. Así que concibió el propósito nunca oído de ascender, con todo su ejército, a la más elevada cima de Tesalia, el monte Haemus, desde donde era fama que se divisaban el mar Negro, el Adriático, los Alpes y el Danubio. Allá, teniendo ante la vista el mundo, pensaba celebrar consejo para escoger la mejor ruta y auspiciar la gloriosa guerra contra Roma.

Como le dijeron que no era posible que un ejército tan numeroso subiera a la cumbre, decidió hacerlo con unos pocos escogidos y apartó de la expedición a su hijo Demetrio, sospechoso de simpatizar con los romanos, y con ello lo condenó a muerte. Tras la subida penosa y el regreso, el rey Filipo no desmintió la creencia común sobre lo que alcanzaba a verse desde el Haemus, y tampoco narró la experiencia. Tito Livio supone que no vio más que nubes, y que no lo admitió para no ser objeto de burla por la vanidad de haber hecho semejante camino creyendo que efectivamente había un lugar desde donde podían verse tantos mares, montes y ríos.

Petrarca, que conoció la versión de Tito Livio y también la descripción geográfica de Pomponio Mela insistente en el extraordinario panorama mundial visible desde el gran Haemus, decidió atribuirse una ascención memorable. Pero habiendo aprendido, de la experiencia del rey Filipo, las consecuencias perniciosas que puede tener para la reputación el descuidar la descripción de una hazaña real, puso toda su solicitud en la narración de una experiencia imaginada. Además, debía tratarse de una vivencia desarrollada en dos ámbitos: el interior, donde se libra el drama de la salvación del alma, y el exterior, donde tiene lugar la caducidad mundana. Se trataba por lo tanto de emprender una obra con aspiraciones de totalidad y no menos ambición que, por ejemplo, la Divina Comedia. Porque Petrarca, aunque ya era poeta oficialmente laureado y rondaba los cuarenta años, aún no había compuesto nada digno de su fama. El primer esbozo de la carta que narra la subida al Mont-Ventoux lo hizo en Aviñón en 1342-3, hizo una primera remodelación en 1349, y una postrera en 1353, cuando ya vivía en Italia y hacía años que había muerto el destinatario de la epístola, el fraile Dionigi de San Sepolcro, amigo que le gestionó la coronación laureada y le regaló el libro de Agustín. Mientras redactaba la versión final de la subida al Mont-Ventoux, trabajaba en otra carta poética y montañera sobre Montgenèvre.

Para el ascenso al Mont-Ventoux, primero escogió una fecha adecuada. El día 26 de abril de 1336, designado para pisar la cima, fue viernes, día de redención, por aquello de la muerte de Cristo en la cruz. La fecha fue sugerencia de Agustín de Hipona, selecto acompañante de Petrarca en el ámbito interior, y cuya experiencia de conversión también sucedió justo antes de entrar en su trigésimo tercero año de vida, la misma edad que tenía Petrarca el día de su poética expedición, y también la de Cristo cuando ascendió al Gólgota, reputado sepulcro de Adán, el viejo hombre superado.

La vertiginosa caída en el ámbito interior queda esbozada con la primera palabra de la carta que se refiere al dramático ascenso en el ámbito exterior: altissimum, superlativo de altus, que en latín conlleva el doble significado de “alto” y “profundo”. Es una carta con doblez, que habla simultáneamente de ascenso y descenso, de pasado y presente, de mundo y alma.

Petrarca pretende hacernos creer que ha llevado el texto al papel con mano aún temblona por la emoción y el cansancio de la excursión, en una habitación apartada del albergue, mientras los criados preparan la comida reparadora. Las vivencias interiores puestas por escrito de modo espontáneo,  o sea, traspasadas al ámbito exterior, antes incluso de sedimentarse como recuerdo y reflejo. Ese rasgo es un reflejo de su descubrimiento de las cartas ciceronianas en 1345, las mismas que propiciaron la conversión de Agustín e hicieron que Petrarca decidiera distinguirse en el género epistolar. Además de las reminiscencias de los modelos ciceroniano y agustiniano, hay guiños a Tito Livio, como cuando mira desde la cumbre y de entrada no ve más que nubes: Respicio: nubes erant sub pedibus.

El escogido acompañante en el ámbito exterior es su hermano Gherardo, que para entonces ya se había hecho cartujo, de ahí que ascienda hacia la cumbre con recta facilidad y sin zizagueos, mientras Petrarca busca el trazado más fácil y se distrae. Casualmente lleva consigo el libro décimo de las Confesiones agustinas y abriéndolo al zar da con el pasaje: “Van los hombres a admirar las alturas de los montes, los ingentes oleajes marinos, el flujo de los amplísimos ríos, el ámbito del océano y las órbitas de los astros, y se dejan a sí mismos”. Petrarca vuelve entonces hacia sí los ojos interiores y asegura que ya nadie le oyó hablar hasta completar el descenso, o sea, hasta que nos escribe la experiencia.

De entre quienes leyeron lo doble y premeditado como si fuera simple y espontáneo, el historiador Burckhardt fue sin duda el más influyente. Su Petrarca subió al Mont-Ventoux para ver el paisaje, igual que si se hubiera asomado a un cuadro de Friedrich. Aquella mirada petrarquiana era una novedad absoluta, que rompía con el medioevo y  significaba la irrupción de la modernidad. Como consecuencia de la interpretación de Burckhardt y en un rápido ascenso hacia la excelsitud, Petrarca fue nombrado padre del humanismo, del alpinismo y del ciclismo.

En noviembre de 1901, tres admiradores de Burckhardt y Nietzsche emprendieron una expedición memorable al monte Urbión. El líder era Paul Smichtz, suizo de Basilea, enamorado del tipismo español y nietzscheano entusiasta. Con él iban los hermanos Baroja. Por entonces, Pío empezaba a colaborar en Los Lunes del Imparcial, púlpito literario del momento, y el motivo elevado de la excursión era escribir un reportaje. Como lectores de Burckhardt y románticos rezagados, no solo creían a pies juntillas que Petrarca subió al Mont-Ventoux, sino también que era el venerable inventor del paisajismo. Y así como Petrarca llevó consigo un libro de Agustín, por su parte Baroja llevó un Séneca para redondear el reportaje con alguna reminiscencia lectora.

Llevaban una carta de recomendación para la Guardia Civil de Covaleda, de modo que les acompañó una pareja de la Benemérita, lo que daba a la expedición un perfil absolutamente español para especial satisfacción de Schmitz. Subieron primero al Muchachón, el espolón de la sierra que mira a Covaleda, y luego al Urbión. Baroja estaba exhausto y quería pararse a comer y descansar. Los guardias civiles y Schmitz, experto alpinista que había ascendido al Jungfrau, le decían que ni hablar, porque iban a quedarse pasmados, y que era preciso bajar hasta algún lugar de abrigo.

Por fin llegaron al Raso de Zamplón, que los expertos de la expedición habían designado como lugar para detenerse y descansar. Ateridos de frío, recogieron algunas ramas y se aplicaban a encender el fuego, cosa nada fácil por la humedad reinante. Entonces, Baroja sacó su Séneca y lo quemó en la base del montón de leña, ante la admiración de los presentes. Tuvo así lugar “una alta hoguera religiosa en medio de un bosque de pinos”, según informa Los Lunes del Imparcial del 16 de diciembre de 1901. Y de ese modo se cumplió otro lance de la cadena de emulaciones que venía de los héroes homéricos, de Alejandro Magno, del rey Filipo de Macedonia, de Cicerón, de Agustín de Hipona y de Petrarca.

 

 

 

 

 

 

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7 de octubre de 2011
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