Eduardo Gil Bera
La autoagresión, uno de los cultos más antiguos y persistentes, pervive hoy en incontables manifestaciones saludables y modélicas. Puede que esa perversión irreductible no solo esté en el software de la especie, sino que también sea justo lo que la convirtió en especie. De ahí la antiquísima explicación poética que habla de aplacar divinidades vengativas, y la fe terca y lamentable en la utilidad del dolor como ofrenda de resarcimiento.
Juvenal (XII, 81-82: Tunc, stagnante sinu, gaudent ibi vertice raso / Garrula securi narrare pericula nautae) habla de los marineros que después de haberse rapado el pelo, como solía hacerse de puro pánico ante un temporal para calmar a las divinidades enfurecidas, se recrean narrando con garrulería desbocada los peligros pasados, cuando ya están en la dársena más interior y abrigada del puerto. Narrar con garrulería también quiere decir mintiendo a todo meter.
El poeta celebra el regreso de su amigo Catulo, que lo tiró todo y hasta abatió a hachazos el palo mayor del barco, y recomienda llevar consigo hachas para empuñar en hora de tormenta y, si fuera preciso, mutilar el propio barco.
Aquí, cuando se dice que ya ha pasado lo peor de la tormenta etnócrata y asesina, se nos ofrece un edificante tema de meditación contemplando los cogotes pelados de los supervivientes y escuchando su verba de pretensión feliz, pero todavía por el hielo atada. Cuánta narración sin explotar yace en el testimonio mudo de las conductas reconvertidas para sobrevivir, desde el campeón deportivo al gran escritor, y también en el etnócrata correcto que nunca temió porque tormenteaba para los demás, y en los incontables que se hicieron un nuevo look con tal naturalidad temerosa y rebañiega que ni lo recuerdan. Y ahora que aún se perciben bien los rastros de la intimidación en todas las caras, se puede echar la vista atrás y ver en qué escasez intelectual ha medrado la etnocracia de matones.
El primer manifiesto proviolencia racista vasca se publicó en febrero de 1953. Se titulaba Euskaldun gudu-zalduntza baten beharrkiaz (“De la necesidad de una aristocracia guerrera vasca”) y lo firmaba Jon Mirande. “Las democracias han ganado la guerra, pero los vascos que lucharon a su lado y pusieron su esperanza en ellas no son más libres por eso […] bajo el dominio de un Estado que dice ser garante de la libertad y que en todas las cumbres internacionales condena el asesinato racial, mientras su política va liquidando las culturas de todas las razas blancas, negras y amarillas de las que se adueña”. Tras explicar que los vascos maravillosos de la antigüedad tardía y el primer medioevo obedecían a líderes guerreros germánicos que fueron el fermento de la bendita guerra racial y recordar que sin aquella aristocracia guerrera germánica no habría pueblo vasco, concluía: “La historia de nuestro pueblo, y la de los demás, prueba que la fuerza siempre ha convertido el rebaño humano amorfo en sociedad organizada mediante la violencia. Eso es justo, porque la violencia es patrimonio del más fuerte. De modo que, teniendo en cuenta la actual situación crítica de Euskalherria, es evidente que nos hallamos en la necesidad de una aristocracia guerrera semejante. Nuestra calidad de pueblo va a morir, y no de la muerte honorable del guerrero, sino de la muerte por degeneración racial, y no hay cosa más vergonzosa. Hemos perdido la libertad y los extranjeros gozan de la riqueza de nuestra labor. Pero, lo que es más, la integridad de nuestra etnia se está perdiendo a causa de la emigración de nuestros elementos vascos puros y su sustitución por elementos de otra raza poco beneficiosa para nosotros. Los matrimonios con extranjeros nos presentan el problema de los mestizos que alguna vez habremos de resolver , pero ¿cómo? (no digo que todos los matrimonios con extranjeros sean perjudiciales: algunos cruces de sangre nos pueden aportar algo bueno y los necesitamos; los que desestimo son aquellos que se hacen sin tener en cuenta la raza de los contrayentes). Esa degeneración racial de los vascos deriva sin duda de la situación política (aunque también del complejo de inferioridad que afecta a la mayoría de los vascos) y es lícito buscar un remedio político en su contra. […] Es evidente que los abertzales no han podido ofrecer a los vascos, sobre todo a los jóvenes, una meta lo bastante elevada […] No sirve pedir lo que nos corresponde en justicia: para conseguir algo, tenemos que pedir más de los que nos corresponde, teniendo como tenemos mejores argumentos que los legales, quiero decir, argumentos de fuerza. Creo que uno de los medios más adecuados para dar a los vascos el complejo de superioridad racial y el idela de fuerza que precisan es la creación de una nueva aristocracia guerrera. De paso, esa aristocracia tendría el cargo de velar por la pureza de sangre de los vascos y para eso quizá nos conviniera usar blasones y otros emblemas heráldicos.”
Mirande fue también el inventor de la prosa moderna vasca y el introductor del género literario que él llamaba paidophilia erotica, y en el que hizo la concesión de sustituir a su verdadero objeto amado, que era un niño vasco puro, por una niña de lechosidad céltica. Federico Krutwig lo conoció en París y, seducido por su ideal etnocrático, escribió en 1964 un Manifiesto Etnocrático, que Mirande rechazó por estar saturado de logomaquia marxista y porque “Nos parece insensato que un líder, por dotado y meritorio que sea, que se reclama de la etnia europea más antigua, anterior incluso a la llegada de los conquistadores arios, no tenga en definitiva la mínima gota de sangre vasca en las venas. Y, bien pensado, su herencia familiar lo vincula con cierta raíz étnica totalmente ajena al Volkstum europeo occidental. En consecuencia nos parece del todo abusivo que dicho camarada, no contento con militar, por su conocimiento de la lengua euskariana, en las filas de esta antigua etnia, ahora desee encabezarla, e incluso, so pretexto de una “manifiesto etnocrático”, elevarse descaradamente a la dirección del conjunto de etnias más representativas de Occidente, las únicas que han permanecido, en medio de la degeneración moderna, cercanas al ideal natural del Urvolk. […] Desde todo punto de vista, es lástima que nuestro amigo no haya aplicado su talento “dialéctico”, que es grande, a pueblos menos caracterizados que las etnias extremo-occidentales en cuestión (vascos, bretones, frisones, sardos) y no se haya dirigido, por ejemplo, a los camaradas anarco-sindicalistas de Barcelona, o a los neocastristas de Caracas o Tehuantepec… O, aún mejor, que no haya pensado en beneficiar de su savoir-faire a los irredentistas de Richon le Sion, ni los kibboutznikim del Negev. […] No se puede negar en definitiva que el libro Vasconia, hábilmente presentado y bien editado, haya carecido de un efecto a veces saludable en los soñolientos de la causa “euskadiana”, demasiado ligados a las formas legales de la democracia capitalista. Pero de ahí a pasar pura y simplemente bajo las horcas caudinas de la ideología marxista, hay un mundo… Non possumus.”
Y no hay mucho más, en la logorrea de Vasconia mamaron, casi siempre de segunda boca, las neuronas acubilladas bajo la boina, y de ahí vienen estos pelos que traemos y estas razones cobardes que nos gobiernan.