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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El gesto anacrónico de Banville

Es curioso oír al escritor irlandés John Banville hablar de Benjamin Black como si fuera otro escritor con quien no sólo tiene muy poco en común, sino que incluso podría ser su opuesto. Según Banville, Black se dedica a la acción, en sus novelas policiales sus personajes son lo que hacen; el escritor irlandés candidato al Nobel, ganador del Booker por la novela El mar (Anagrama) es, en cambio, alguien cuyos personajes, más que actuar, piensan y se pierden en una especulación que las más de las veces no da ninguna respuesta.

En sus declaraciones, Banville ha llevado a esta división a extremos y no sólo habla de dos escrituras sino de dos personalidades diferentes: él dice que escribe a mano en su estudio en Dublin, mientras que según él Black lo hace en una laptop; las novelas de Banville tardan de tres a cuatro años en escribirse, las de Black apenas tres meses. Hay que cuestionar esta división y preguntarse si todavía sirve de algo el seudónimo. En tiempos en que todos los productos culturales pueden mezclarse en un solo saco, en que está muy claro que el género policial no tiene que pedirle permiso a nadie para ser considerado alta literatura, Banville es uno de los pocos interesado en mantener esta separación; de hecho, en algunas entrevistas Banville ha establecido jerarquías y ha dicho que la obra que publica como Black es "menor".

La estrategia de Banville es clara: crear una división de labores en la que por un lado está uno de los mejores prosistas vivos de la literatura escrita en inglés y un digno heredero de una tradición que incluye a Joyce y Yeats, y por otro un modesto escritor de policiales que sólo quiere escribir buenas novelas de género (y llegar por ese camino al gran público). Sin embargo, las cosas no son tan esquemáticas como parecen, pues una novela de Black (Christine Falls) es mejor que las primeras de Banville.

Hay autores que han usado seudónimos para esconder sus trabajos menores (Barnes, Auster); otros, para no abarrotar el mercado con una profusión de títulos cada tres meses (Joyce Carol Oates). En Banville no funciona ni uno ni otro argumento. Ya que las novelas publicadas con el seudónimo "Benjamin Black" son de calidad, ¿por qué no publicarlas como John Banville y punto? No es suficiente decir que lo suyo es "una buena manera de ser otro sin dejar de ser el mismo".

El gesto de Banville es anacrónico, de la epoca en que existía una división tajante entre la literatura "seria" y los géneros menores. Pero el tiempo sabe vengarse: puede que algún día lo que quede de este autor sean algunas de las novelas que publicó con el seudónimo de Black.

(La Tercera, 26 de julio 2009)



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26 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bernhard en el cementerio

Estabas en el sanatorio de Grafenhof cuando te enteraste de la muerte de tu madre. Tenías esa incontrolable adicción a los periódicos, leías cuatro o cinco todos los días; leíste en uno de ellos: "Herta Pavian, cuarenta y seis años". No podía ser otra que ella a pesar del craso error, tu madre apellidaba Fabjan y no Pavian. Poco después te lo confirmaron. Continuamente nos corregimos y nos corregimos a nosotros mismos con la mayor desconsideración, porque a cada instante nos damos cuenta de que todo (lo escrito, pensado, hecho) lo hemos hecho mal, y corregimos hasta que algún momento llega la verdadera corrección. A tu madre le había llegado la corrección, estabas muy enfermo y a cualquiera de los dos podía haberle llegado primero la corrección. Tenías una sombra en tu pulmón,  una sombra que caía sobre toda tu existencia. Grafenhof era una palabra aterradora. Tenías morbus boeck o sarcoidosis, te habían diagnosticado tuberculosis abierta, pero toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. La esencia de la enfermedad es tan oscura como la esencia de la vida. Te considerabas afortunado por tener sólo un neumoperitoneo, sólo un agujero en el pulmón, sólo una tuberculosis contagiosa y no un cáncer de pulmón. Tu madre tenía un cáncer de matriz. Te habían dado de alta, entrabas y salías del sanatorio, y pudiste despedirte de ella, que estaba en casa, y consideraste que ella era afortunada, los enfermos de muerte deben estar en casa, morir en casa, sobre todo no en un hospital, sobre todo no entre sus iguales, no hay horror mayor. La inteligencia de ella era clara, ella vivía aún, estaba ahí, pero en el piso reinaba ya el vacío de después de ella, todos lo notaban. Volviste a Grafenhof, ahora tu cuerpo estaba hinchado, inflado por el neumoperitoneo, abultado por todos los medicamentos imaginables que te atiborraban, tenías un aspecto debidamente enfermo y estabas realmente cualquier cosa menos sano. Aquellas noches fueron las más largas de tu vida. Fue en Grafenhof que leíste el periódico, Pavian y no Fabjan, grosero error, "pavian" es babuino y tu madre no era un babuino, aunque todos los hombres son quizás poco menos que babuinos mientras esperan que les llegue la verdadera corrección o aplazan ellos su propia corrección. Herta sería enterrada el 17 de octubre de 1950, en Henndorf del Wallersee, su querido, su amado pueblo. Pediste permiso del sanatorio para ir al entierro, para volver a despedirte de tu madre. Estuviste en el cortejo fúnebre, viste todos esos rostros graves, solemnes, rostros de gente en espera de su corrección, gente que debía ser capaz de corregirse a sí misma. Ya en el cementerio, pensaste en las líneas de un poema que algún día escribirías: En la cámara mortuaria yace un rostro blanco, puedes alzarlo/ y llevártelo a casa, pero será mejor que lo sepultes en la tumba paterna,/ antes de que el invierno irrumpa y cubra con su nieve la hermosa sonrisa de tu madre. Luego comenzaste a repetir, Fabjan, Pavian, Fabjan, Pavian, Fabjan, Pavian. Era un error que merecía ser corregido, o quizás no, tú no podías corregirlo, de pronto sólo podías pronunciar Pavian, Pavian, Pavian, y te dio un ataque de risa, todos te miraban y tú no podías dejar de reirte, Pavian, querían que te corrijas y tú no podías corregirte, querías pero no podías, Pavian, muchos queremos ser capaces de la verdadera corrección y no podemos, y la aplazamos continuamente, o creemos que la aplazamos cuando en realidad lo que ocurre es que no podemos, no somos capaces, tenemos miedo. Como no amainaba el ataque de risa no te quedó otra que irte del cementerio sin volver a despedirte de tu madre. Preferiste no volver al sanatorio, Grafenhof era una palabra aterradora. Fuiste a tu casa de Salzburgo y te acurrucaste en un rincón del piso y esperaste, profundamente asustado, el regreso de los tuyos.    



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22 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Policiales

Hubo un tiempo en que podía leer una novela policial en uno o dos días. Eran los años de Agatha Christie, y ella era piadosa con sus lectores y escribía novelas cortas. Luego la fórmula del género se me fue haciendo predecible y dejé de leer libros con títulos como Asesinato en el Orient Express o Muerte en el Nilo. Además, en las últimas décadas, el género engordó y los libros para leer en un avión se convirtieron en gruesos volúmenes de alrededor de quinientas páginas (será para vuelos trasatlánticos, me decía). Así que me desactualicé. De vez en cuando hubo algo de Pelecanos, de Fred Vargas, de Mankell, pero no mucho.

Las últimas semanas, sin embargo, aprovechando unas vacaciones, decidí ver qué había pasado con mis queridos policiales y thrillers. Leí, uno tras otro, a algunos de los autores principales del momento: los norteamericanos Michael Connelly (El poeta) y Dennis Lehane (Shutter Island); la escocesa Val McDermid (El canto de las sirenas); el islandés Arnaldur Indridasun (La mujer de verde). La novela negra hoy es amplia y para llegar a conclusiones válidas habría que leer mucho más; el policial latinoamericano, por ejemplo, tiene sus propias coordenadas y esta atravesando un muy buen momento gracias a escritores de la talla de Élmer Mendoza y Horacio Castellanos Moya. sin embargo, si tuviera que señalar ciertas características de los autores que he leído, señalaría lo siguiente:

Los investigadores se han vuelto más complejos. Si antes lo suyo era sobre todo un compedio de fobias y filias, de manerismos y frases repetidas (las "células grises" de Poirot), ahora se trata de un hecho traumático del pasado (James McEvoy, de Connelly, arrastra la culpa de haber sido la razón por la cual su hermana pisó una delgada capa de hielo y se hundió; la mujer de Teddy Daniels, de Lehane, aparentemente murió en un incendio) o una disfunción de alto calibre (Tony Hill, de la McDermid, es impotente).  

El género arrastra la ansiedad de no ser considerado alta literatura. El éxito comercial no lo es todo; estos escritores también quieren un reconocimiento simbólico (algunos, como Pelecanos, ya lo tienen). Por ello, se dedican a tareas compensatorias y mencionan a autores clásicos cada vez que pueden. El asesino serial de Connelly comete sus crímenes siguiendo versos de Edgar Allan Poe; el título del libro de McDermid proviene de una frase de T. S. Eliot, y cada capítulo comienza con un epígrafe de De Quincey.

Hace más de medio siglo que Borges sugirió que el género ya había agotado todas las posibles permutaciones combinatorias a la hora de resolver los casos (el asesino son todos, el asesino es el detective...) y de cometer los crímenes (con una cerbatana en un avión, con veneno en un cubo de hielo que se disolvía al tomar un whisky...). Quizás por eso hoy los policiales no privilegian tanto el cómo y el quién (la francesa Fred Vargas es una excepción). En muchos casos sabemos incluso quién es el asesino desde el principio (La mujer de verde). Interesa más el por qué, con una obsesión en la patología del asesino serial (Connelly, McDermid).

No hay mucha acción. El enfoque es en el moroso, a veces incluso aburrido procedimiento para resolver el crimen, en la rutinaria vida de una comisaria, con los celos y la tensión entre los investigadores asignados al caso y las diferentes agencias. La influencia principal parece ser la de los suecos Sjowall & Wahloo y su serie de novelas dedicadas al inspector Beck.

Se agrupa a todos estos escritores en una misma bolsa genérica, pero hay jerarquías. Indridason y Lehane son excelentes a la hora de crear atmósferas evocativas y sicologías inquietantes; Connelly no escribe tan bien, pero es el más minucioso y realista para mostrarnos cómo se investiga un caso policial en las principales capitales de Occidente. McDermid es pésima y comete errores de principiante (los soliloquios de Tony Hill, los textos en los que el asesino describe sus crímenes, han sido obviamente escritos con el lector en mente), pero su éxito se debe a otra cosa: es la más excesiva y sensacionalista en las descripciones de los asesinatos. A la corta, eso es lo que cuenta: los lectores del género buscan sobre todo emociones viscerales. A la larga, claro, son otras las razones para convertirse en un clásico a la manera de Chandler.

(La Tercera, 13 de julio 2009)
 



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13 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bloom y la defensa nostálgica del canon

A fines de los ochenta, yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de Alabama y veía llegar a los carritos para ordenar los estantes una enorme cantidad de libros cuyo editor era Harold Bloom. Se trataba de una serie de lecturas críticas de autores canónicos; lo que hacía Bloom era leer todo lo que se había escrito sobre un autor y seleccionar los artículos que consideraba más representativos de la crítica. Bloom escribía el prólogo. Me gustaba leer esos prólogos porque solían ir al corazón de una obra.

Bloom compaginaba esa labor con su propio trabajo crítico. En su lectura psicoanalítica, Bloom sugería que todo autor trataba de construir su obra a partir de la lectura de sus precursores; los grandes autores eran los que, gracias a lecturas "fuertes", se imponían a la "ansiedad de la influencia" y creaban un universo poético o narrativo propio; los demás, prisioneros de lecturas "débiles", no hacían más que girar en torno al universo literario de otro autor.

A fines de los ochenta y principios de los noventa, la universidad norteamericana se fragmentó en batallas identitarias que dieron fin con la posibilidad de un canon literario guiado por valores estéticos universales. La estética era un valor más a analizar en un conjunto en el que también importaban el género del autor o el grupo étnico al que pertenecía. La universidad de Stanford, por dar un ejemplo, decidió reemplazar en su lista de libros obligatorios para los estudiantes una obra de Shakespeare por las memorias de Rigoberta Menchú. Esa ampliación del canon no le sentó bien a Bloom. A partir de esa época, el crítico de Yale dejó de escribir para la academia y se empeñó en una cruzada populista en procura de una defensa del canon sustentada exclusivamente por valores estéticos.

En La república mundial de las letras, la crítica francesa Pascale Casanova ha demostrado la imposibilidad de una construcción del canon a partir de valores universales. Siempre se juzga a partir de un lugar, de una conciencia, de unos prejuicios; el valor de un autor, su "capital literario", se debate en un mercado en el que influyen la opinión de los críticos, los editores, los agentes, las traducciones, las tendencias, etc. No se puede acusar a Casanova de esgrimir una lanza a favor de cierta política de la identidad, como lo hacen los colegas de la universidad norteamericana contra los que despotrica Bloom. La lucha de Bloom es, digamos, cada vez más quijotesca. No importa: libros como The Western Canon (1994) son ridiculizados por sus colegas, pero han logrado trascender los reductos exclusivistas de la academia. Curioso caso el un antipopulista, ferviente defensor de autores "fuertes" y lecturas "difíciles", que termina su carrera buscando legitimación en el lector común.

En uno de sus ensayos-crónicas en De eso se trata, Juan Villoro ha dejado un testimonio conmovedor del Bloom lector y profesor, alguien capaz de recitar de memoria versos de Shakespeare y de defender la literatura como el discurso sagrado de una época. No todo lo anacrónico merece perderse.

(La Tercera, 4 de julio 2009)



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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El grito de Francis Bacon

La retrospectiva de la obra de Francis Bacon en el Metropolitan de Nueva York muestra que, así como asociamos a Duchamp con un orinal o a Warhol con una lata de sopa Campbell's, el pintor irlandés será conocido por sus Papas aulladores. Esa serie, pintada a fines de los años cuarenta y a principios de los cincuenta, está basada en un cuadro de Velázquez -"Retrato del Papa Inocencio X" (1650)--, que Bacon admiraba por la perfección de los detalles y la intensidad de los colores.

Pocos casos como el de Bacon para mostrar cómo el gran arte no sólo se inspira sino que saquea al gran arte. En sus Papas está Velázquez, pero la majestuosa solemnidad del pontífice en el cuadro del español se ha convertido en otra cosa: el retrato de una humanidad doliente. Un hombre que concentra el poder en su tiempo aparece frágil, vulnerable en extremo. Es curioso que Bacon no se haya inspirado en Munch, cuyo "El grito" es una obra clave en la expresión de la desesperanza de la condición humana. Quizás a mediados del siglo veinte el cuadro de Munch se había vuelto demasiado obvio, un alarido para adornar las casas de la clase media en la era de la reproducción tecnológica. O quizás era que a Bacon le interesaban los detalles viscerales de la boca abierta -los dientes, la lengua-- que se convertían en el centro de la composición, y eso no se encontraba en Munch.

Bacon decía que su grito no tenía un significado psicológico especial, que sólo quería "lograr el mejor cuadro del grito humano". Por supuesto, no tenemos que creerle. Para ello sólo hay que pensar en los otros modelos que eligió en vez de Munch; por un lado, está Poussin, en cuya "Masacre de los inocentes" (1628-29) Bacon descubrió la más brutal representación del dolor humano (la madre que grita cuando su hijo está a punto de ser asesinado); por otro, Eisenstein, que mostró en El acorazado Potemkin el impactante "aullido silencioso" de una enfermera agonizante con los lentes rotos. Si comparamos los fotogramas de Potemkin con los cuadros de Bacon, la conclusión es clara: el gesto desesperado de la enfermera es muy similar al de los purpurados del irlandés.

Al ver los cuadros de un pintor que hoy es considerado un clásico, es difícil imaginar que hubo alguna vez resistencia a su obra. Al leer a contrapelo las críticas, sin embargo, se descubren algunos secretos del por qué la obra se impuso. En los años treinta y a principios de los cuarenta, Bacon era una mala palabra en el mundo del arte británico. En 1945, el prestigioso crítico John Russell se refirió a un cuadro de Bacon como tan "irremediablemente horrible... que la mente se cierra de golpe". Exacto. Bacon creía que la pintura de su tiempo se había convertido en un juego para académicos, que incluso los espectadores más inteligentes trataban de comprender un cuadro cuando lo que debían hacer en realidad era sentirlo visceralmente. Había que pintar lo más cerca posible del sistema nervioso. Había que cerrar la mente de golpe.

La retrospectiva del Metropolitan muestra que, así como Bacon estaba influido por la pintura, el cine y la fotografía, también lo estaba por la literatura. No es poca cosa, para alguien que decía buscar lo que estaba más allá de las palabras. Él sentía que su equivalente literario era T. S. Eliot, y que había conexiones temáticas entre su obra y La tierra baldía. Pero las influencias no sólo provenían de la literatura moderna; Esquilo era también clave, sobre todo por La Orestiada. A Bacon le gustaba citar una frase de Esquilo: "El hedor de la sangre humana provoca alegría en mi corazón". Pues sí: ante tanta desesperanza, no quedan más que reacciones extremas. El gozo, o el aullido de un Papa impotente.

(La Tercera, 29 de junio 2009)



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29 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bolivia en el Irish Times

Un sábado por la mañana en una ciudad inglesa, hace un par de meses, fui a un quiosco en busca de El País. Me iba con el periódico entre manos cuando me llamó la atención un titular sobre Bolivia en otro periódico. Estuve a punto de parafrasear a Vargas Llosa en El Hablador ("Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada").

El periódico era el Irish Times. Lo hojeé, descubrí que en el suplemento del fin de semana había un reportaje titulado "The Life and Death of Michael Dwyer". El caso Rósza había explotado una semana antes y las noticias que provenían de Bolivia, con las acusaciones y las contraacusaciones, los detalles que no encajaban del todo, las preguntas sin respuesta, presentaban un panorama confuso.

Compré el Irish Times y leí en un café las dos páginas fascinantes dedicadas al irlandés Dwyer y a Bolivia. El corresponsal del periódico, Tom Hennigan, había hablado con el personal del hotel Las Américas -"no hablaba bien en español pero era una buena persona. Lo recordamos jugando en torno a la piscina, cantando"- y la dueña del hotel Asturias, María Diez -"Se portaba bien, era muy bien educado. Los de su grupo desayunaban juntos, nunca tomaban demás o cosas por el estilo"--. Hennigan se quejaba de la parcialidad de la investigación oficial y dudaba de que Rósza, Dwyer y los demás fueran terroristas: "Los agarraron como ratas en una trampa, metidos en el cuarto piso de un hotel con pocas posibilidades de escape si los descubrían, en el centro de la ciudad en la que supuestamente recién habían puesto una bomba [en la casa del Cardenal]".

La lectura de esa mañana me hizo preguntar acerca de la forma en que se percibe afuera a Bolivia. Se me ocurrió que el caso Rósza  podía ser un buen lugar para estudiar el estado de las cosas. Hace algunos días decidí revisar en el archivo en línea del Irish Times todo lo que se había escrito sobre el caso Dwyer, Santa Cruz o Bolivia.

El tema central, el más insistente para los corresponsales irlandeses, es la lucha entre el gobierno central y Santa Cruz. En uno de los primeros reportajes desde Bolivia, publicado el 22 de abril, se menciona que la investigación sobre lo ocurrido en el hotel Las Américas "es parte de la agria disputa política que ha envenenado la política boliviana durante años y amenaza con separar a este país profundamente dividido". En uno de los últimos reportajes, el del 14 de mayo, se insiste: la investigación "ha empeorado las divisiones políticas y regionales".

Para el Irish Times, la muerte de un ciudadano irlandés en un lejano país latinoamericano no podrá ser esclarecida dadas las circunstancias políticas. Es revelador encontrar en la sección deportiva del 25 de mayo una analogía referida a Bolivia, basada en una más conocida sobre Napoleón y Waterloo. Un entrenador de un equipo de rugby va a jugar a Toulón, y el periodista menciona que "Toulón será su Bolivia". Se aclara que la mención hace referencia al Che y su muerte, pero, dado el contexto, uno podría pensar que el que escribió el artículo tenía en mente a Dwyer.    

Aparte de las noticias específicas sobre el caso Rósza, los periodistas aprovechan su estadía en Bolivia para hacer dos reportajes, uno sobre la Nación Camba y otro sobre la cárcel de San Pedro en La Paz. En el que trata de la Nación Camba (24 de abril), Santa Cruz es descrita como una ciudad "intelectualmente vibrante", se menciona que uno de los participantes a un encuentro de la Unión Camba que la lucha por la independencia del gobierno central en La Paz comienza incluso antes de la llegada de los europeos, y se entrevista al fundador del grupo, Sergio Antelo, que dice que "en Santa Cruz siempre se habla de una confrontación con el gobierno, pero esto es pura charla. Hace un tiempo que llegamos a la conclusión de que no existen en Sud América las condiciones necesarias para que triunfe un movimiento separatista".

En cuanto al reportaje sobre San Pedro, la periodista Maura Derrane lo justifica con un vínculo forzado ("si Dwyer hubiera sobrevivido al ataque de la policía, con toda probabilidad habría terminado aquí junto a dos miembros de su grupo"). Aquí lo que vende es la nota sensacionalista: Derrane dice que nunca olvidará su visita a "esta prisión como no hay otra en el mundo, donde se manufactura cocaína entre las cuatro paredes, las esposas y los hijos de los presos viven allí, los presos pagan alquileres por sus habitaciones y hasta hace poco los turistas podían recorrerla con una cámara de video". San Pedro confirma a los europeos el exotismo de Bolivia: si en este país la policía mata antes de preguntar, el proceso legal "está totalmente contaminado" y los defensores de la ley "la quiebran con impunidad" (25 de abril), San Pedro es el corolario inevitable. Los países tienen las cárceles que se merecen.

Hubiera sido interesante que el Irish Times aprovechara la presencia de sus corresponsales para hacer reportajes que dieran una visión menos esquemática de Bolivia. Pero quizás eso es mucho pedir. El caso Rósza ha servido para que la prensa europea compruebe que sus sospechas sobre Bolivia eran correctas. Hay menciones positivas sobre Santa Cruz, pero eso no es suficiente. Quizás el triste legado de este caso, al menos en Irlanda, sea que se diga de cualquier irlandés derrotado o muerto en otro país que encontró allá su Bolivia.

(CA$H, Junio 2009)



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25 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Junio: una lista

Este junio lluvioso en Ithaca está siendo un mes de escritura y lecturas y películas y música. Aquí, sin orden particular alguno, una lista de diez cosas que me han impactado.

Álvaro Bisama: Música marciana (una historia de monstruos en nuestro planeta, visto con "una extraña luminosidad que podía ser el brillo del pasado o la certeza de la muerte en las cercanías")

Rodrigo Hasbún: El lugar del cuerpo (una primera novela redonda de un escritor que no cesa de cuestionarse todo)

Flannery O'Connor: Wise Blood (un exceso de predicadores freak: estamos en territorio Southern Gothic)

Michael Connelly: The Poet (un thriller impecable sobre un asesino serial que homenajea a Poe)

Natalia Ginzburg: El camino que va a la ciudad (para aprender que una historia microscópica, bien contada, puede contener al mundo)

MGMT: Oracular Spectacular (ideal para escuchar una noche de verano en el auto o entre amigos, con un asado de por medio)

Sam Raimi: Drag Me To Hell (terror, y del bueno, con maldición gitana incluida)

Matthew Wiener: Mad Men, segunda temporada (la revolución sexual y la liberación femenina están por ocurrir; mientras tanto, Betty Draper, Peggy y Joan comienzan a dar muestras de la angustia de su condición).

Cristian Mungiu: Cuatro meses, tres semanas, dos días (un descenso a los infiernos, en los últimos días del comunismo en Rumania

Wes Anderson: The Royal Tenembaums (los guiños son a Salinger, pero el humor extravagante y absurdo es todo de Anderson)



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22 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El fin de la cultura popular

Hace algunas semanas tuve la oportunidad de participar en un congreso en Cambridge sobre nuevos acercamientos a la cultura popular en América Latina. El encuentro, organizado por el programa de estudios latinoamericanos de la universidad de Cambridge, contó con académicos y escritores de Europa y América Latina. La diversidad del grupo hizo que esos dos días fueran un buen momento para tomarle el pulso a la cultura popular.
   
Alberto Moreiras, de la universidad de Aberdeen en Escocia, dio la primera charla, que bien pudo haber sido la que cerraba el encuentro, pues se trataba de un requiem por lo que entendíamos por cultura popular. Desde tiempos de la escuela de Frankfurt que la cultura popular era concebida como el repositorio de la sabiduría del pueblo, como la posibilidad para la subversión política. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, esto se ha vuelto obsoleto: ya no existe una comprensión política de lo que puede hacer la cultura por nosotros, y menos la sensación de que la cultura popular es capaz de liberarnos; tampoco sabemos muy bien qué es el pueblo", y está claro que han naufragado las formas de lo que algún día se entendió como el Estado nacional-popular. De hecho, Moreiras sugirió que quizás era mejor dejar de lado el concepto "cultura popular" y hablar más bien de aquello que durante un tiempo coexistió con ella y había terminado reemplazándola: la "cultura de masas".
   
Abilio Estevez dio una lectura poética de Cabrera Infante y el bolero, ese "hijo arrabalero del modernismo"; Alberto Fuguet hizo una crítica tan demoledora como divertida del concepto de "no-lugar" popularizado por Marc Augé (el no-lugar, ese espacio impersonal creado por la supermodernidad, era redimido por Fuguet como más que un simple sitio de tránsito: también ocurren conexiones y dramas humanos en aeropuertos, supermercados, centros comerciales, Holidays Inn); Claire Taylor, de la universidad de Liverpool, trató de dar un panorama del estado de la cibercultura latinoamericana; yo relacioné al narcocorrido con la literatura reciente del norte de México, concentrándome en una novela admirable de Yuri Herrera, Trabajos del reino, que me parece que sugiere muchas cosas inteligentes sobre el lugar del arte en la sociedad mercantil y el mundo de la narcocultura que asola al México contemporáneo.
   
Hubo otras dos charlas muy instructivas: la de Andrea Noble, de la universidad de Durham, que analizó algunas fotografías de la revolución mexicana para entender el lugar del afecto en un momento de dramática transición política (en esas fotos, el "macho" Pancho Villa está llorando en el funeral de Madero: ¿qué hacemos con sus lágrimas? ¿son una muestra mediática masiva de su lealtad a Madero?); y la de Joanna Page, de Cambridge, que se ocupó de El Eternauta, la novela gráfica de Oesterheld que se ha convertido en nuestro Watchmen (un comic que es también un clásico literario). Para Page, lo que se juega en El Eternauta es la ruptura entre el intelectual y el hombre de acción. Oesterheld sugiere que, en un momento en el que hay temor a una posible guerra civil, el intelectual tradicionalmente alejado de la masa, del pueblo, debe hacer un esfuerzo y adaptarse a la lucha política como forma de supervivencia.
   
Curiosa situación: los estudios culturales lucharon durante mucho tiempo para romper jerarquías, y ahora que en el mundo académico se habla del bolero, el corrido o el comic como se hablaba antes sólo de la literatura o la pintura, resulta que el discurso mismo de la cultura popular está en crisis. Paciencia, y a barajar de nuevo.

(La Tercera, 15 de junio 2009)

 



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15 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El planeta de los simios (1968)

Uno no debería volver nunca a los amores de la adolescencia temprana. Vi esta película a los once años y quedé deslumbrado. La escena final era tan espectacular como convincente. Hace poco pensé que mi hijo Gabriel podría disfrutarla y la alquilé. Charlton Heston es un héroe muuuy masculino en su papel de Taylor, el astronauta que aterriza junto a dos compañeros en un planeta dominado por los simios, supuestamente a años luz de la tierra. La acción arranca bien, pero luego se detiene en una larga serie de juicios de los simios contra Taylor, en los que el tema predecible parecería ser "no hagas a las otras especies lo que no quieres que le hagan a la tuya". Gabriel se aburrió y yo también, aunque el final me volvió a sorprender. Gabriel me pidió ver la serie completa, y entendí porqué esta película no estaba entre las mejores de todos los tiempos pero igual había influido tanto en la cultura (hay parodias en Los Simpsons, Futurama, Madagascar...)



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8 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los vampiros y nosotros

Hace algunas semanas una colega de la universidad me invitó a ver una rara versión de Drácula, la que se hizo en 1931 para el mercado hispano con el mismo guión del Dracula de Bela Lugosi de ese mismo año. En ese entonces todavía no se doblaban las películas, de modo que durante un tiempo los éxitos más grandes de Hollywood tuvieron diferentes versiones para los mercados más importantes (Europa y América Latina). Mi colega puso la versión hispana en su equipo de DVD y la vimos en la pantalla del televisor, sincronizada con la versión de Lugosi en su laptop al lado. Fue una experiencia fascinante ver cómo con el mismo guión y decorados el resultado podía ser dos películas distintas. En el Drácula hispano las escenas son más largas, los actores parecen pronunciar las palabras en cámara lenta para que los espectadores los entiendan (el cine sonoro acababa de ser inventado); Carlos Villarías, el actor que hace de Drácula, tiende a sobreactuar, es todo colmillos y gestos faciales que debían provocar susto pero hoy logran la risa; Lugosi, por el contrario, es un Drácula de gestos mínimos que no muestra una sola vez los colmillos. Su capa y su porte de aristócrata decadente le son suficientes para imponer su presencia.

Estas versiones de Drácula me hicieron pensar en el arquetipo poderoso del vampiro creado a fines del siglo diecinueve por Bram Stoker (con precursores notables como el de Polidori), tan vigente en la cultura contemporánea que hoy algunas librerías ofrecen secciones enteras dedicadas a ellos. La saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer, es la más conocida, pero no están lejos las novelas de Charlaine Harris (adaptadas a la televisión como True Blood por HBO), Anita Blake, cazadora de vampiros creada por Laurell Hamilton, y House of Night, de P.C. y Kristin Cast. Junto a la moda de los zombies y los hombres lobo, estamos en un período en que lo sobrenatural manda en la ficción popular.

Cada época reinventa al vampiro a su manera. El Drácula de Lugosi en los años treinta captura, a decir del crítico James Hotte, los "miedos de Estados Unidos en plena depresión: las influencias extranjeras, apenas notadas o comprendidas, amenazan socavar los valores de una sociedad cristiana, buena y patriarcal". Este Drácula mantiene intactas las raíces góticas del mito de Stoker: castillos en ruinas, páramos desolados donde reina la superstición, magia negra, la seducción de lo satánico. Los elementos góticos estaban muy presentes en las novelas de Anne Rice, que, a partir de Entrevista con el vampiro (1976), creó la encarnación más popular del mito para nuestros tiempos. No era casualidad que Rice ambientara sus historias en Nueva Orleans, ciudad que, con sus casonas en ruinas como vestigios de la época de las plantaciones y la esclavitud, sus creencias espirituales africanas mezcladas con la tradición cristiano-evangélica, convoca fácilmente a lo gótico.
Quedan algunos elementos de lo gótico en las nuevas encarnaciones del mito, pero, a juzgar por lo que se lleva, queremos a nuestros vampiros más cercanos a nosotros (o, en todo caso, en escenarios más mundanos). Sookie Stackhouse, la camarera telepática de las novelas de Charlaine Harris, trabaja en un restaurante en Bon Temps, un pueblito de Louisiana alejado del Nueva Orleans entre opulento y decaído de Lestat; su mundo sureño tiene el corazón cerca a Wal-Mart y a los tabloides que siguen día a día a Angelina y Britney. Si Drácula era un aristócrata refinado, nuestros vampiros son entre clasemedieros y white trash.  

En el mundo de Harris, los vampiros han decidido salir del closet hace dos años y luchan por sus derechos; defienden y argumentan su caso en los programas de entrevistas en la televisión. Es obvia la analogía a la lucha civil de los gays en Estados Unidos. Pero ahora que ya más de cinco estados permiten casarse a los gays, puede que Harris comience a sentirse un poco alejada del zeitgeist. No hay problema: seguro pronto habrá nuevas novelas de vampiros que nos digan de nuestro estado de ánimo.

(La Tercera, 1 de junio 2009)



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31 de mayo de 2009
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El Boomeran(g)
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