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El grito de Francis Bacon

Por 29 de junio de 2009 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Edmundo Paz Soldán

La retrospectiva de la obra de Francis Bacon en el Metropolitan de Nueva York muestra que, así como asociamos a Duchamp con un orinal o a Warhol con una lata de sopa Campbell’s, el pintor irlandés será conocido por sus Papas aulladores. Esa serie, pintada a fines de los años cuarenta y a principios de los cincuenta, está basada en un cuadro de Velázquez -"Retrato del Papa Inocencio X" (1650)–, que Bacon admiraba por la perfección de los detalles y la intensidad de los colores.

Pocos casos como el de Bacon para mostrar cómo el gran arte no sólo se inspira sino que saquea al gran arte. En sus Papas está Velázquez, pero la majestuosa solemnidad del pontífice en el cuadro del español se ha convertido en otra cosa: el retrato de una humanidad doliente. Un hombre que concentra el poder en su tiempo aparece frágil, vulnerable en extremo. Es curioso que Bacon no se haya inspirado en Munch, cuyo "El grito" es una obra clave en la expresión de la desesperanza de la condición humana. Quizás a mediados del siglo veinte el cuadro de Munch se había vuelto demasiado obvio, un alarido para adornar las casas de la clase media en la era de la reproducción tecnológica. O quizás era que a Bacon le interesaban los detalles viscerales de la boca abierta -los dientes, la lengua– que se convertían en el centro de la composición, y eso no se encontraba en Munch.

Bacon decía que su grito no tenía un significado psicológico especial, que sólo quería "lograr el mejor cuadro del grito humano". Por supuesto, no tenemos que creerle. Para ello sólo hay que pensar en los otros modelos que eligió en vez de Munch; por un lado, está Poussin, en cuya "Masacre de los inocentes" (1628-29) Bacon descubrió la más brutal representación del dolor humano (la madre que grita cuando su hijo está a punto de ser asesinado); por otro, Eisenstein, que mostró en El acorazado Potemkin el impactante "aullido silencioso" de una enfermera agonizante con los lentes rotos. Si comparamos los fotogramas de Potemkin con los cuadros de Bacon, la conclusión es clara: el gesto desesperado de la enfermera es muy similar al de los purpurados del irlandés.

Al ver los cuadros de un pintor que hoy es considerado un clásico, es difícil imaginar que hubo alguna vez resistencia a su obra. Al leer a contrapelo las críticas, sin embargo, se descubren algunos secretos del por qué la obra se impuso. En los años treinta y a principios de los cuarenta, Bacon era una mala palabra en el mundo del arte británico. En 1945, el prestigioso crítico John Russell se refirió a un cuadro de Bacon como tan "irremediablemente horrible… que la mente se cierra de golpe". Exacto. Bacon creía que la pintura de su tiempo se había convertido en un juego para académicos, que incluso los espectadores más inteligentes trataban de comprender un cuadro cuando lo que debían hacer en realidad era sentirlo visceralmente. Había que pintar lo más cerca posible del sistema nervioso. Había que cerrar la mente de golpe.

La retrospectiva del Metropolitan muestra que, así como Bacon estaba influido por la pintura, el cine y la fotografía, también lo estaba por la literatura. No es poca cosa, para alguien que decía buscar lo que estaba más allá de las palabras. Él sentía que su equivalente literario era T. S. Eliot, y que había conexiones temáticas entre su obra y La tierra baldía. Pero las influencias no sólo provenían de la literatura moderna; Esquilo era también clave, sobre todo por La Orestiada. A Bacon le gustaba citar una frase de Esquilo: "El hedor de la sangre humana provoca alegría en mi corazón". Pues sí: ante tanta desesperanza, no quedan más que reacciones extremas. El gozo, o el aullido de un Papa impotente.

(La Tercera, 29 de junio 2009)

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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