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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Estados Unidos y la pobreza

La semana pasada el Bureau del Censo de los Estados Unidos hizo públicas unas estadísticas que explicitan -por si a alguien le quedaban dudas- el descalabro de la economía norteamericana: el 15% de la población del país (46 millones) vive bajo la línea de pobreza (estimada en 22.000$us de ingreso anual para una familia de cuatro personas). No solo eso: el ingreso anual de un hogar promedio de la clase media se encuentra al mismo nivel que en 1996 (49.500$us, ajustados de acuerdo a la inflación). Si se piensa solo en hogares de familias hispanas y afroamericanas, los ingresos son aun más bajos. Las cifras son claras: incluso los más optimistas hablan de "década perdida" (para ser precisos, habría que hablar de tres lustros perdidos).

La crisis que comenzó hace tres años es la más seria que ha sufrido el país desde la Gran Recesión de 1929. Ciertas cosas que este país daba por seguras a lo largo del siglo XX ya no lo son más en este siglo. La poderosa clase media que dominó el país después de la segunda guerra mundial ha perdido fuelle; son más comunes los trabajos a medio tiempo, y el seguro de salud que tradicionalmente se ofrecía como un derecho laboral es hoy un lujo (son más los norteamericanos que mueren cada año por falta de seguro de salud que los que han muerto en las guerras de Irak y Afganistán de los últimos diez años). En una sociedad post-industrial con sindicatos desmantelados, el recorte de beneficios laborales no hará más que continuar.

Algunos analistas dicen que Estados Unidos está viviendo las consecuencias de su pacto diabólico con el capitalismo salvaje, cuyo desarrollo está produciendo desigualdades cada vez más abismales entre los diferentes grupos sociales. Otros buscan las culpas en la forma en que la clase política no tomó las previsiones necesarias y pensó que se podía vivir para siempre en la prosperidad (no se debió abrir los mercados tan fácilmente a la competencia extranjera, dicen, que asestó golpes duros a industrias tan vitales como la automovilística). Tampoco se debe subestimar el costo de las guerras en Irak y Afganistán, que han endeudado a un par de generaciones y han hecho que Estados Unidos invierta recursos, tiempo y energía y pierda fuerza competitiva ante el avance imparable de China. A todos esos factores de la crisis debe añadirse una profunda transformación tecnológica y demográfica, que está eliminando industrias enteras y haciendo que otras tengan que reestructurarse para sobrevivir.

En los años sesenta, Lyndon Johnson podía declarar la "guerra a la pobreza" y ser admirado por ello. Hoy las cosas han cambiado tanto que esa lucha no es vista como una prioridad. Estados Unidos vive un momento de profunda desconexión entre aquello que mueve a la sociedad y el deseo de ayudar a los más necesitados. Hace poco, el Pew Research Center publicó una encuesta reveladora: el 51% de los norteamericanos no está de acuerdo con que el gobierno busque formas de ayudar a los más pobres. No es casual que el Tea Party se haya convertido en una facción poderosa del partido Republicano: en mucha gente resuena su llamado a un gobierno más limitado. Ese gobierno limitado no va a tener las armas para mantener una adecuada red de protección para sus ciudadanos. Rick Perry, el gobernador de Texas que actualmente lidera en las encuestas entre los candidatos del partido Republicano a la presidencia, es partidario de hacer serios ajustes al programa de la Seguridad Social (sin ese programa, entre un 6% y un 7% más de la población sería clasificado como pobre). Alguna vez, de la mano de Hillary Clinton, los demócratas quisieron ofrecer un seguro universal de salud, pero se encontraron con la oposición del congreso; hoy son 49 millones quienes viven sin seguro de salud.

Se puede discutir qué se considera pobreza en los Estados Unidos. Para un observador latinoamericano, que ha visto la miseria en las zonas rurales, la definición de pobreza que usan los norteamericanos puede parecer muy generosa. Hay, sin embargo, diferencias culturales importantes: en América Latina, la pobreza no está tan estigmatizada como en los Estados Unidos. ¿Quién quiere ser un millonario?, preguntan desde un programa televisivo; la respuesta: todos. En el país de los excesos de Donald Trump y Kim Kardashian, ser pobre es algo de lo que hay que alejarse como si se tratara de la peste. Para los pobres de raza blanca con escaso acceso a la cultura se reserva una definición que es también un insulto: "white trash". Ser pobre es, simbólicamente, ser basura.

También existen las diferencias de aspiraciones y de acceso. En América Latina los grandes jefes de corporaciones no suelen ser modelos a seguir; en Estados Unidos sí. El "sueño americano" no solo consiste en tener un buen trabajo, una casa y vivir relativamente bien; también consiste en triunfar en grande. Gente de todas partes del mundo ha emigrado a los Estados Unidos persiguiendo ese sueño. En materia de dinamismo empresarial, de posibilidades para lanzarse al negocio propio, Estados Unidos ha sido un ejemplo de sociedad flexible, inventiva, capaz de ofrecer oportunidades para el desarrollo del potencial humano, de la creatividad. No todos han podido alcanzar el "sueño americano" (al menos no en la versión superlativa), pero la posibilidad está ahí, al alcance de la mano, como uno de los grandes motores de la sociedad norteamericana. Muchos han estado dispuestos a endeudarse para conseguir una educación que les permita el acceso a trabajos calificados; hoy no todos pueden pagar esos préstamos, y se esfuma el sueño de la casa propia (el 24% de las familias hispanas y afroamericanas no tiene más bienes que un auto).

Con un desempleo del 9%, el principal desafío de Barack Obama es la creación de empleos. Las elecciones del próximo año girarán en torno a qué candidato será capaz de ofrecer el programa más atractivo para reactivar la economía. Ese programa irá dedicado a captar sobre todo el gran número de votantes de la clase media. No habrá mucho espacio para los proyectos asistenciales, para desarrollar esa red de ayuda necesaria para una sociedad más justa. Pese a las estadísticas, la lucha contra la pobreza no será una prioridad. Todo se transforma en esta sociedad, excepto el capitalismo, que seguirá siendo salvaje.

(revista Qué Pasa, 24 de septiembre 2011)

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27 de septiembre de 2011
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A veinte años del grunge

Hace exactamente 20 años, el 24 de septiembre de 1991, yo caminaba por Telegraph Street en Berkeley cuando me llamaron la atención las vitrinas de las tiendas de discos más importantes, Rasputin y Amoeba. Estaban tomadas por copias de un disco de vinilo con la cubierta impactante de un bebé nadando hacia un billete de un dólar. Se trataba de Nevermind, el nuevo álbum de una banda llamada Nirvana de la cual pocos habían oído hablar (incluido yo). En la radio no tardó en escucharse, una y otra vez, su canción emblemática, "Smells Like Teen Spirit", que se convertiría en el himno de una generación. El disco, del cual se habían hecho 45.000 copias, llegaría a vender 30 millones.
Nevermind popularizó el sonido grunge, rock influido por la energía y la intensidad del punk y el heavy metal, con mucha distorsión en las guitarras (ruptura de afinación en la nota D, dirían los entendidos). El estilo era muy marcado: letras con un tono de angustia y desesperación, look descuidado, actitud de rebeldía ante el deseo de las grandes corporaciones de convertir al músico en una deslavada estrella de rock que se debía al público. Con la llegada del grunge, los ochenta llegaron a su fin. Las bandas grunge debieron lidiar con la contradicción de ser rebeldes con un éxito comercial superlativo; pocas lo hicieron bien.
 
Aunque el sonido parecía haber aparecido de la noche a la mañana, su historia es larga y compleja; el libro de Mark Yarn, Everybody Loves Our Town: A Oral History of Grunge, la cuenta a través de más de doscientos cincuenta entrevistas, con un impresionante exceso de detalles. El grunge comienza en verdad a principios de los ochenta, en la escena musical de Seattle, con bandas post-punk com U-Men y The Melvins. Seattle era entonces una ciudad aletargada, lejos de los centros donde se creaban las principales tendencias musicales. Ese aislamiento ayudó a que apareciera ese estilo crudo, tan poco amable.Sub Pop, un sello musical nacido en Seattle, se dio cuenta antes que nadie del poder de esa música; hacia 1983, uno de sus fundadores, Bruce Pavitt: "la escena musical de Seattle dominará el mundo". El mérito de Pavitt es el de haber dicho esa frase cuando bandas como U-Men apenas llegaban a congregar a treinta personas en sus conciertos.
    
Del libro de Yarn impresiona la mención a una cantidad de bandas prácticamente olvidadas que contribuyeron a la consolidación del grunge: Screaming Trees, Mother Love Bone, Green River, TAD, Babes in Toyland, etc. A fines de los ochenta, el grupo por el que todos apostaban para llegar al gran éxito era Mudhoney; Mudhoney logró una audiencia importante, pero no el triunfo masivo de los cuatro grandes del movimiento (Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y Alice in Chains).
    
Con su voz potente y gran presencia escénica, Chris Cornell, el cantante de Soundgarden, fue la primera estrella grunge. A principios del 91, Alice in Chains sonaba mucho en la entonces influyente MTV. Luego vino Nevermind y arrasó con todo. Comenzaron los problemas: nadie quería menos que el impacto mundial de Nirvana; grupos de todas partes de los Estados Unidos se mudaban a Seattle para ser considerados parte del movimiento; a los productores musicales se les pedía el "sonido Nevermind", como si eso pudiera ser fácilmente replicado; el look grunge se convirtió en algo tan comercial que hasta la revista Vogue le dedicó sus páginas.
 
El suicidio de Kurt Cobain en 1994 puso fin a los años de euforia. Lo que ocurrió con el grunge es un capítulo más en la larga lucha del artista con las fuerzas del mercado, que parece concluir siempre de la misma manera: a la larga, el mercado termina cooptando hasta a los punks y anarquistas. El sonido grunge fue influyente, pero sobre todo en bandas alejadas de la estética rebelde (Creed, Silverchair, Nickelback). Sin embargo, basta volver al origen para descubrir que Nirvana, Pearl Jam y Mudhoney están tan vivas como en los primeros días.

(La Tercera, 24 de septiembre 2011)

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24 de septiembre de 2011
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Denis Johnson: Elegía por un mundo que ya no existe

El nuevo libro de Denis Johnson, Train Dreams, no es tan nuevo. La nouvelle fue originalmente publicada el 2002 por The Paris Review, e incluso ganó un prestigioso premio O' Henry el 2003. Después fue publicada en Francia y Alemania. Solo ahora, sin embargo, sale en inglés en formato de libro. La editorial dice que se trata de una edición "levemente alterada"; yo diría que el énfasis es en "levemente". No importa: cada libro de Johnson es un regalo que debe celebrarse.   

En la aparente sencillez de su prosa (insisto: solo aparente), en su magistral capacidad para captar atmósferas, esta nouvelle recuerda a Hemingway. En su evocación elegiaca de un país que ya no existe, uno piensa en el Cormac McCarthy de No es país para viejos; sin embargo, al menos aquí, el espíritu de Johnson se halla lejos del de McCarthy. McCarthy lamenta un mundo que ha desaparecido, se enfrenta al mal que se ha instalado en el presente, y tiene razones concretas para explicar el por qué de la decadencia (las drogas, la violencia); Johnson persigue una visión más poética, quizás más pura. Se trata solo de celebrar aquel Estados Unidos más simple, más inocente que se fue; hay otras novelas para narrar la decadencia del país (por ejemplo, Árbol de humo).

El protagonista de Train Dreams se llama Robert Grainier. A principios del siglo XX, en el oeste de los Estados Unidos, es un obrero más en la construcción de los puentes por los que va a pasar el ferrocarril. Trabaja duro y solo sueña en ahorrar algo de dinero y volver a casa para encontrarse con su esposa y su hija. Carece de genealogía: no sabe quiénes han sido sus padres -lo ha criado un tío--, y ni siquiera está seguro de dónde ha nacido (puede ser Utah o Canadá). Rudo, primitivo, de pocas palabras, Grainier representa a esos hombres anónimos que "cambiaron el rostro de las montañas" e hicieron trabajos parecidos a los constructores de las pirámides del antiguo Egipto: en sus hombros descansa el monumental imperio americano del siglo XX.

 
Grainier vuelve a casa el verano de 1920 y se topa con la tragedia. A partir de ese momento, lo ha visto bien el crítico James Wood, el realismo de Denis Johnson alcanzará, como lo ha hecho en sus libros anteriores -sobre todo Hijo de Jesús-, un registro visionario. Grainier, que ya era un hombre sobrio y recto -jamás probó alcohol, carecía de tentaciones--, vivirá en el valle y se convertirá en una suerte de santo secular: alguien capaz de ver la trascendencia en torno suyo. Los espíritus de sus muertos lo visitan, y la naturaleza se reviste de belleza, "como si la tierra estuviera siendo creada en torno suyo". Hay para él un "fuego más fuerte que Dios".

Grainier no ha conocido el mar y nunca ha hablado por teléfono, aunque sí ha le gusta la televisión y ha viajado una vez en avión. Su muerte le llega como su nacimiento: en pleno anonimato (no dejará herederos). Es una cruel paradoja que sea conocido por todos en la región pero que, a su muerte pacífica en su cabaña, con más de ochenta años, nadie lo extrañe: su cuerpo se descubre seis meses después. Su vida se perderá como la de tantos otros, que no han dejado registro de su nombre en la historia a pesar de que esta avanza gracias a ellos. Johnson quizás exagera en la sencillez y pureza de la vida de Grainier, pero sus intenciones son claras: la literatura sirve aquí para revelar eso que está delante de todos pero que pocos ven, para dar cuenta de aquello que ya no es más y, a su modo, celebrarlo. Así, cuando se llega a las dos frases finales de Train Dreams, impacta toda la inmensidad de la ausencia: "Y de pronto todo se volvió negro. Y esos tiempos se fueron para siempre".

(La Tercera, 10 de septiembre 2011)

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12 de septiembre de 2011
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El satori de Fabián Casas

Hace tres años leí Ocio y no me enteré de nada. Me habían recomendado tanto a Fabián Casas, y pasé de largo, fui inmune a sus encantos. Este verano decidí volver a intentarlo y leí Los Lemmings y otros en la edición boliviana de El Cuervo. Quedé deslumbrado. "Los Lemmings", "Cuatro fantásticos", "El Bosque Pulenta" y "Asterix, el encargado" son textos de antología. Entendí que el estilo "fácil", coloquial, conversacional de Casas es muy difícil de lograr, y admiré su capacidad para hablar de cosas serias y hacer reír a la vez. La suerte -el Espíritu, diría Fabían-- ayudó a que cayera rápidamente en mis manos su nuevo libro, Breves apuntes de autoayuda (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2011).    
 
Breves apuntes de autoayuda es un antídoto ideal para el lector que cree que la literatura es necesariamente solemne y para el escritor que se siente obligado a forzar la mano para decir cosas trascendentes. El Casas crítico habla de libros y canciones sin distanciarlas de la vida, como parte de una cotidianeidad en la que se discute con la pareja qué película ver juntos y con los amigos qué escena hace inolvidable a una novela (en La Liebre, de César Aira, Pedro Mairal dice que son las abdominales que hace el dictador Rosas "ni bien se levanta"). Aquí no solo importa el contenido sino la forma: los colores, los olores y las texturas de los libros. Hay riesgos inevitables y asumidos en esta postura: el Casas que desdeña los libros digitales porque "no es lo mismo leer Guerra y Paz en una cajita virtual que en hojas, que es lo mismo que decir, días, horas, noche y pasión" suena muy fundamentalista (yo también soy un fetichista de los libros, pero he leído a Henry James en un Kindle y a Flannery O'Connor en un iPad y tanto James como O'Connor han sobrevivido muy bien a los nuevos dispositivos de lectura).   
 
Para Casas, la inteligencia del escritor está sobrevalorada ("la inteligencia es algo que puede tener cualquiera"). Pese a eso, hay frases inteligentes por todas partes ("Sucede en el futuro porque es de Ciencia Ficción aunque la ciencia ficción, en realidad, suceda en el pasado"). Casas prefiere la sensibilidad del escritor, su generosidad, su capacidad para tantear en el abismo y también para abrir puertas para otros. Eso lo lleva a excesos sentimentales (de verdad, ¿Borges es Borges debido a que Norah Lange lo dejó por Oliverio Girondo?) y a aciertos entrañables: refiriéndose a Fogwill, escribe: "Ahora digo que toda su obra -que es grande- no le llega ni a los talones a él. No extraño sus cuentos, no extraño que no escriba más, que no vaya a leer cosas nuevas suyas. Extraño su voz, su risa. Su generosidad. Su mal genio".
 
Casas está siempre contando historias. De su ensayo sobre Carver me queda sobre todo la escena final del texto, en la que rememora un viaje que hizo en micro con sus padres, cuando tenía siete años. Esas veinte líneas electrizantes sirven para ejemplificar cómo es esa Epifanía Americana que tanto buscaron Carver y los escritores norteamericanos de su generación. En "La voz extraña" se puede encontrar una anécdota enigmática y memorable sobre los trucos del mago Fantasio y también la historia conmovedora del japonés Uzu. Nada es arbitrario en Casas aunque su estilo lo haga parecer así: esas anécdota sirven para hablar del "poder de extrañeza" de la literatura, y de cómo las circunstancias influyen en el desarrollo de una escritura, de una voz.   
    
Casas busca el satori, ese momento de entendimiento, de iluminación, en que no hay más palabras e incluso es capaz de apagarse nuestro diálogo interior (esa "máquina de pensar en Gladys", escribe, con un guiño a Levrero). Este lector confiesa que no ha sentido apagarse su diálogo interior con Los Lemmings y otros y Breves apuntes de autoayuda; más bien, se le han encendido las ganas de hablar, de escribir, de decir a todos que se apuren en leerlos.

(La Tercera, 27 de agosto 2011)

 

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29 de agosto de 2011
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Un libro como un relámpago

El nuevo libro de cuentos del mexicano Antonio Ortuño, La señora Rojo (Páginas de Espuma, 2010), tiene algo de engañoso. Quizás sea su brevedad --el hecho de que se puede leer de una sentada--, o su prosa carente de florituras: todo parece fácil, demasiado fácil. Un libro que es como un relámpago podría pasar de puntillas en la avalancha de novedades. Y sin embargo La señora Rojo queda. Es notable el mérito de Ortuño: ha hecho que lo que parece poco sea mucho.

Ortuño, escogido hace poco por la revista Granta entre los mejores narradores jóvenes en español, transita por diversos registros, desde el relato breve que ha hecho escuela en la literatura latinoamericana hasta los cuentos de corte más clásico, desde las exploraciones de la individualidad desquiciada en la primera parte de La señora Rojo –una individualidad que se agita en medio del contexto social-- hasta los universos más amplios de la segunda parte, en los que lo político y lo histórico se convierten en las formas fundamentales por las que se constituye el sujeto contemporáneo. Hay un diálogo con la tradición, pero también una apropiación muy particular de esta: Ortuño ya tiene un mundo propio, un estilo inconfundible.

El tono principal de Ortuño es el del humor negro, el de la sátira descarnada: hay malicia y crueldad, aunque en general estas no suelen ser gratuitas (hay excepciones). “Agua corriente”, el primer cuento del libro y uno de los mejores, prefigura lo que vendrá: el narrador, “con una madre abandonada por el marido con un hijo pequeño y otro imbécil”, pertenece a una familia tan pobre que las cenas se preparan en base a sobras. Por suerte hay agua caliente: eso permite “limpiar la sangre que le escurría a mi hermano de la boca cuando se despeñaba por la escalera o caía en mitad de un pasillo y se machacaba en las esquinas de los muebles”. Se leen de paso observaciones afiladas en torno a la sociedad (el narrador se embrutece en la escuela “con las cenizas de educación pública que recibía”).

En este libro hay varios cuentos magníficos: “El Grimorio de los vencidos”, el más divertido y burlón; “La señora Rojo”, que funciona a nivel literal (una inmensa tortuga invade el jardín de una familia de clase media) y a nivel metafórico (una alegoría del destino aciago de nuestras sociedades, en las que un obstáculo es reemplazado por otro); “Pavura”, que comenta con lucidez acerca de la paranoia contemporánea del control y la seguridad (un encargado de seguridad obsesionado con su trabajo se enfrenta al miedo de que los controles sean burlados, pero en el fondo su inconsciente ya ha sido tomado: vive con el miedo de saber que bastará un parpadeo para que “el enemigo, el mal, la demencia infinita” ingresen en “nuestras entrañas”); “Héroe”, que se puede leer como una variación de un cuento de Borges (“Tema del traidor y del héroe”).

Como en buena parte de la cuentística latinoamericana, los cuentos de Ortuño suelen decantarse por el golpe de efecto, la vuelta de tuerca del párrafo final. Si el impacto no es el deseado, el cuento se resiente. En ese sentido, hay textos como “El día del amor” y “La culpa de las revueltas” en los que la violencia final es más bien caricaturesca y su fuerza inicial se diluye. Aquí el humor negro y la crueldad no son un medio para un fin sino un fin en sí mismo. Detalles menores: La señora Rojo es un libro sólido, uno de los mejores de la narrativa mexicana contemporánea; Ortuño, capaz de imaginar a los ancianos “cerúleos y frágiles” que caminan por los pasillos de un hospital como si fueran parte de “un ballet decadente y espantoso”, ha alcanzado la originalidad y madurez que anunciaban libros como Recursos humanos (2007) y El jardín japonés (2007).   

(Letras Libres-España, marzo 2011)

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28 de febrero de 2011
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La gran convulsión

La semana pasada tuve la oportunidad de visitar La gran convulsión, la exposición montada por el Guggenheim de Nueva York  sobre las vanguardias en el período 1910-1918. El museo no escatimó esfuerzos para presentar las grandes obras de esos años de gran fermento creativo que terminaron con el horror de la primera guerra mundial. Los cuadros estaban acompañados por fotografías y manifiestos que iban desde la noche futurista de enero del 1910 en el teatro Politeama Rossetti de Trieste hasta el Manifiesto I de De Stijl firmado en noviembre de 1918 por Mondrian, Van Doesburg y otros.

Una exposición tan ambiciosa como esta sirve para reevaluar a artistas y movimientos. El Guggenheim muestra con contundencia que las vanguardias fueron efímeras pero su legado no: todavía hoy vivimos bajo la sombra de sus logros. Los artistas que conocemos como centrales –Picasso, Kandinsky-- lo seguirán siendo, aunque en particular hubo dos que yo entendía como de secundarios y que crecieron ante mis ojos: Franz Marc y Robert Delaunay. El alemán Marc, un expresionista fundador de la influyente revista Der Blaue Reiter, fue uno de los que creyó que la guerra podría limpiar el materialismo rampante en Europa y restaurar los valores religiosos y espirituales; un par de meses en el frente de combate bastó para desilusionarlo. Desde el punto de vista artístico, sin embargo, impresiona ver cómo sus cuadros previos a la guerra fueron premonitorios: La desafortunada tierra del Tirol y El destino de los animales, de 1913, capturan a la perfección las tensiones políticas y económicas que llevarían directamente al conflicto bélico.  

El francés Delaunay, junto a pintores tan diversos como Mondrian, Léger y Chagall, exploró esos años nuevas formas de representar el espacio. La exposición del Guggenheim hace patente su obsesión con la torre Eiffel, que él veía como el símbolo por excelencia de la modernidad y también, de acuerdo a la crítica Tara Ward, como un “desafío para la composición (¿cómo hacer que algo tan alto entre en el espacio confinado de un cuadro?)”. Influido por los cubistas y por las teorías del color de Chevreul, Delaunay trató de usar perspectivas simultáneas y combinaciones de tonos de color para crear la sensación de que sus versiones de la torre tenían tres dimensiones.

Sorprende la alianza que existía en esa época entre las artes visuales y la escritura: los futuristas publicaron más de cincuenta manifiestos; casi todos los vanguardistas escribieron ensayos para defender sus teorías. La poesía exploró formas visuales (los caligramas de Marinetti y Apollinaire), y, a la inversa, muchos cuadros tenían su referente poético. Una de las alianzas más creativas se produjo entre Delaunay y el poeta chileno Vicente Huidobro, como analiza Rosa Sarabia en su libro La poética visual de Vicente Huidobro (Iberoamericana, 2007). Huidobro llegó a vivir a París en 1916 e ingresó rápidamente en los grupos vanguardistas; en 1917 ya era uno de los fundadores y financiadores de Nord-Sud, la revista dirigida por el poeta Pierre Reverdy. Ese mismo año Huidobro publicó en Nord-Sud su poema en francés “Tour Eiffel”, que serviría de base para Tour Eiffel, el poema-libro que publicaría en 1918 con una portada diseñada por Delaunay y la reproducción en sus páginas de un cuadro del pintor francés.

Huidobro escribe:

Torre de Eiffel
Guitarra del cielo
            Tu telegrafía sin hilos
            Atrae las palabras
            Como un rosal a las abejas

Sarabia observa que la mirada celebratoria de Huidobro tiene que ver con la torre como símbolo de la modernidad y también con el final de la primera guerra mundial (la torre ayudó en las “operaciones radiotelegráficas” de los aliados). El mérito de la exposición del Guggenheim es mostrar no sólo esa exaltación de lo moderno sino la devastación de la guerra: la “gran convulsión” adquiere su sentido si ponemos los cuadros de Delaunay al lado de los de Marc.

(La Tercera, 28 de febrero 2011) 

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28 de febrero de 2011
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Locke & Key: Bienvenidos al mundo de Gabriel Rodríguez

Descubrí el trabajo de Gabriel Rodríguez en la única tienda de comics de Ithaca. Buscaba novelas gráficas con tema fantástico y/o de horror para perfilar un personaje en la novela que estaba escribiendo, y el dueño de Comics for Collectors me recomendó Locke & Key. El guión era de Joe Hill, el hijo de Stephen King; no podía estar mal. Me la llevé a casa y quedé sorprendido: una historia de horror que sabía moverse entre el plano realista y el sobrenatural. Los dibujos de Rodríguez eran impresionantes en su minucioso detallismo; me alegré de saber que a un dibujante latino le iba muy bien en el difícil mundo del comic en los Estados Unidos.

Un par de meses después fui invitado a un congreso de literatura y cultura pop en Santiago; Mike Wilson, uno de los escritores que lo organizaba, me contó que iba a participar Rodríguez. Ha debido ser difícil ubicarlo, dije. Para nada, respondió Mike. Así me enteré que Gabriel era chileno y vivía en Santiago; que ni siquiera conocía en persona a Joe Hill, pues recibía los guiones por email y enviaba los dibujos por el mismo método. Lo cvi en el congreso y me acerqué a él con admiración; me fui a casa con el primer tomo de Locke & Key autografiado y con formatos de guiones que me ayudarían a situar al personaje de mi novela. Me entusiasma saber que Fox está adaptando Locke & Key para la televisión y que Gabriel está tan en demanda que tiene trabajo para los próximos tres o cuatro años.  

Hill es un buen hijo de Stephen King: tarda apenas seis páginas en meternos de lleno en la historia. El asesinato del padre de los tres hermanos Locke -Tyler, que lucha con sus sentimientos de culpa por la muerte del padre; Kinsey, responsable, protectora de su familia; Bode, el niño de seis años con experiencias sobrenaturales--- hará que ellos abandonen California junto a su madre alcohólica y se muden a Keyhouse, la mansión de la familia, en Lovecraft, Massachussets. El primer dibujo es el de una puerta cerrada con un felpudo en el que se lee Welcome; la imagen parece inocente, pero en realidad estamos presenciando gráficamente -el título ya lo anunciaba-- de qué va Locke & Key a nivel simbólico: de puertas que se abren y se cierran, de llaves convertidas en el elemento central de la mitología construida por Hill y Rodríguez.

El único error de Hill es el haber llamado Lovecraft a su ciudad ficcional (demasiado obvio). Por lo demás, sabe dosificar el ritmo de la historia, y su imaginación cinemática va llenando la trama de momentos de tensión y suspenso (Gabriel acompaña esos momentos con secuencias de páginas enteras en las que a veces no hay una sola palabra). Locke & Key ha sido planeada en seis arcos dramáticos (estamos por la mitad del cuarto): los hermanos ya saben que están luchando contra un espíritu maligno que quiere echarlos de Keyhouse, aunque todavía no saben por qué; en el transcurso de la narrativa, han ido descubriendo llaves con diferentes poderes: una permite cambiar de género, otra convertirse en gigante, otra reparar objetos... Las llaves son, literalmente, la puerta a lo fantástico (en "Juegos mentales", la llave de la cabeza permite que Bode se abra la cabeza y juegue con sus memorias y emociones; en "Corona de sombras", la llave gigante logra que Tyler se convierta en un gigante para luchar contra un ejército de sombras vivientes).

El mundo del comic no es cosa de broma, pero a veces lo parece gracias al talento de gente como Hill y Rodríguez. 

(La Tercera, 14 de febrero 2011)

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14 de febrero de 2011
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Piedras en el camino

A principios de la década pasada dirigía el programa de estudios de la universidad de Cornell en Bolivia. Durante cuatro semanas en el verano (invierno allá) estaba a cargo de un grupo de diez estudiantes; los del doctorado tomaban cursos de quechua con un colega, los de la licenciatura política y literatura andinas conmigo. El programa incluía un par de viajes para conocer el país. Los llevaba a La Paz, Sucre y Potosí.
 
Uno de esos viajes logramos entrar a una mina en Potosí. Era la primera vez que yo lo hacía. Nos dijeron que para convencer a los mineros debíamos llevarles de regalo cartuchos de dinamita -se conseguían con facilidad en las tiendas de la ciudad--, cigarrillos, alcohol puro y hojas de coca. A la entrada de la mina, un minero hizo explotar unos cartuchos y yo me puse nervioso aunque aparenté calma. Una vez adentro, descubrí que el túnel por el que avanzábamos era muy estrecho y tuve un ataque de claustrofobia; el polvo de las rocas caía sobre mí y la linterna del guardatojo apenas iluminaba. Iba a preguntar cuánto faltaba cuando el minero dijo que habíamos llegado: de pronto, estábamos frente a El Tío, una estatua de barro con un falo enorme que los mineros adoran (en el sincretismo religioso andino, el Tío es una versión del Diablo, dueño de las oscuridades de la mina; hay que rezarle para encontrar minerales y salir de la mina sano y salvo). Dejamos nuestros regalos a los pies del Tío. Mis estudiantes miraban todo fascinados.
 
Al día siguiente teníamos que ir de excursión al lago Titicaca. Por entonces Evo Morales lideraba protestas en oposición al modelo neoliberal y las comunidades aymaras aledañas al lago habían decidido seguir sus instrucciones y bloquear la carretera. Escuché por la radio que los militares controlarían los caminos y pensé que era mejor que que no se cancelara el viaje. Fue un día espectacular en Copacabana y en la isla del Sol; comimos las especialidades del lugar, truchas enormes y ancas de rana. El problema comenzó a la vuelta. No se me ocurrió que los militares, después de mantener las vías expeditas durante el día, se irían a sus cuarteles al caer la tarde. A eso de las seis de la tarde, de regreso a La Paz, nos topamos con un bloqueo. Los líderes campesinos se nos acercaron sin ganas de dialogar. Dije a mis estudiantes que negociaría con ellos y bajé de la vagoneta. Los campesinos me hablaron en aymara y no entendí ni una palabra, pero por los gestos supe que querían que los hombres bajaran de la vagoneta y ayudaran a llenar de piedras la carretera. Hubo un momento de tensión, pero no había mucho qué hacer. Los hombres -los estudiantes, el chofer-- bajaron y ayudaron a bloquear la carretera.
 
Nos desviaron a un pueblito en medio del altiplano. Cerca de la plaza había autos con los vidrios rotos. No había lugar donde dormir, y yo seguía haciendo preguntas en español y recibiendo respuestas en aymara. Los estudiantes me miraban ansiosos; debía decirles que no nos quedaría más que dormir en la vagoneta, pero trataba de ganar tiempo caminando de un lado a otro como si estuviera buscando soluciones. Me resignaba a tener que contarles lo que ocurría cuando un joven se acercó al chofer de la vagoneta y le dijo que por una módica suma nos podía guiar a un camino abandonado por el que llegaríamos a La Paz. No perdíamos nada; subió a la vagoneta y partimos. Así fue cómo evadimos el bloqueo (luego me enteraría de gente que tuvo que quedarse allí alrededor de dos semanas).
Ya de regreso en Cochabamba, un estudiante me agradeció por haber sabido manejar la situación. Estaba emocionado, dijo que nada se comparaba a tener "una experiencia auténtica, muy boliviana". Le dije que no había nada que agradecer, y lo decía de veras.

Vanity Fair (España), febrero 2011

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2 de febrero de 2011
Blogs de autor

Tao Lin y el "nuevo minimalismo"

Uno de sus libros tiene como título el sonido que hacen los delfines (Eeeee eee eeee). Una reseña en The Guardian lo compara con Easton Ellis y Coupland en sus inicios y sugiere que su estilo es "beckettiano". Hace tres años, como parte de una campaña para promover un libro, pegó por todo Nueva York una calcomanía que decía "Britney Spears". Poco después vendió seis acciones de dos mil dólares cada una para poder renunciar a su trabajo y escribir una novela; los que compraron las acciones tendrían derechos sobre las ventas. Uno de sus libros podía comprarse en Urban Outfitters (el autor ha dicho que su público ideal son "hipsters"). En eBay vende manuscritos de sus cuentos, y en recitales de poesía es capaz de repetir la misma frase durante siete minutos. Hace un año fue arrestado en una librería en Nueva York (ha robado muchas veces en tiendas, y ha sido arrestado un par de veces).

Se llama Tao Lin, nació en 1983 y en poco tiempo se ha convertido en el escritor más representativo de la nueva generación en los Estados Unidos. Lo ha hecho gracias a sus gestos promocionales y a su capacidad narrativa para capturar la anomia, la falta de dirección, la soledad de los jóvenes veinteañeros que pasan la mayor parte del tiempo en Internet chateando en Gmail, leyendo blogs, viendo YouTube. A falta de otros nombre, lo que hace Lin junto a otros escritores de su misma órbita es conocido como "nuevo minimalismo". Quienes lean sus dos últimas novelas (Shoplifting from American Apparel y Richard Yates, esta última de inminente publicación en España) estarán de acuerdo.

La prosa de Lin posee un vocabulario muy básico y no hay ningún intento de buscar metáforas, imágenes o descripciones originales; el ritmo es monótono hasta la exasperación: "Regresó al piso. Bebió una bebida energética. Escribió durante dos horas y media. Se echó en la cama de su hermano escuchando música. Leyó la mayor parte de la nueva novela de Stephen Dixon y se durmió a eso de las tres de la mañana". En cuestiones de estilo, Tao Lin es lo opuesto a Jonathan Franzen. La escritura es floja, pero lo es de manera intencional: se necesitan muchas horas al día para convertir una "mala escritura" en una estética.

Las novelas parecen versiones de películas indie para ser leídas en el metro. Shoplifiting from American Apparel narra dos años en la vida de Sam, un joven escritor de culto que es arrestado por robar en American Apparel. Buena parte de la novela son chats en Gmail. La pseudotrama cuenta las pseudorelaciones de Sam. No se sabe mucho de sus sentimientos. Cuando Hester, una de sus parejas ocasionales, le dice que a veces desearía saber lo que siente, Sam responde: "No tengo... nada de qué quejarme. Sólo estoy, no sé, no quiero seguir hablando" (en Richard Yates, Haley piensa: "Estoy aburrido de la vida. Espera. No lo sé. No importa").  

No debe ser fácil escribir sobre personajes que no saben o no quieren decir lo que sienten. Lin captura el zeitgeist de su generación, aquello que Charles Dodd White ha llamado "la búsqueda de una neutralidad en los sentimientos que resulta ostensiblemente de una sobreexposición a los medios y quizás a la información en general". Lin también tiene algo de humor (en Shoplifting, se dice que Chopin es "emo"; en Richard Yates, hay una discusión acerca de quién ganaría en una pelea entre Bruce Lee y millones de hormigas), algo de ironía y juego (los personajes principales de Richard Yates se llaman Haley Joel Osment y Dakota Fanning) y es notable su capacidad, mencionada por Miranda July, para narrar estados de ánimo que otros escritores evitan ("la pereza, la vacuidad, el aburrimiento"). El problema principal es que su registro monocorde termina por cansar. Lin repite una situación una y otra vez y no la lleva a ninguna parte, ni tampoco explora esa falta de conexión de sus personajes consigo mismos y con los demás. Quizás esa es la idea. Si es así, funciona mejor en la teoría que en la práctica.  

(La Tercera, 31 de enero 2011)

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31 de enero de 2011
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Una estatua de Lenin en Las Vegas

Caminaba con mis hijos por el hotel Mandalay Bay en Las Vegas, rumbo al acuario de los tiburones, cuando una enorme estatua de yeso y estuco me llamó la atención. A pesar de que no tenía cabeza, parecía la de un caudillo. Me acerqué y leí en un letrero que se trataba de Lenin. Estaba en la puerta del restaurante Red Square, alguna vez elegido por la revista Playboy como el mejor del mundo. Luego me enteraría de que había sido inaugurado en 1999, con la estatua de Lenin todavía con cabeza, pero que ante las quejas de algunos militares los dueños del restaurante decidieron que lo mejor era decapitarla (y poner las manchas blancas en los hombros y los zapatos para simular deyecciones de palomas).   

Fascinado por el restaurante, volví al día siguiente. La decoración del local simulaba los primeros años de la revolución comunista: había un mural que glorificaba al Trabajador, la hoz y el martillo estaban por todas partes, al igual que candelabros bañados en oro que parecían sacados del viejo orden zarista. Las Vegas es una suerte de parque temático para adultos y tiene una obsesión kitsch por replicar todo (mi hijo mayor quedó encantado con la estatua de la libertad, el menor con la esfinge de Giza); más allá del mal gusto, aquí se les iba la mano: se celebraba el totalitarismo soviético sin ningún tipo de preocupación por el trasfondo histórico (la literatura se adelanta a estas cosas: en Por favor, rebobinar, de Alberto Fuguet [1994], se describe el bar de un hotel en Santiago con las paredes decoradas con fotos de los años de Allende y Pinochet).

El Mandalay Bay es uno de los hoteles y casinos más lujosos de una ciudad que se ha convertido en símbolo del exceso, la decadencia capitalistas; una ciudad que, incluso en época de crisis, no descansa. Resulta una tragicomedia del destino que Lenin, uno de los grandes líderes del siglo XX, haya terminado como reclamo turístico en un restaurante caro en las entrañas de un casino del sistema enemigo. Los turistas juegan su dinero en las mesas y las máquinas del Mandalay Bay, y luego pueden ir a tomar uno de los ciento cincuenta vodkas que ofrece el Red Square (los nombres de los tragos son burlones: está, por ejemplo, el Crisis de los misiles cubanos). Si piden uno de los vodkas más caros, pueden recibir un premio: pasar al depósito del restaurante y ver, en un freezer gigante, la cabeza de ciento quince kilos de Lenin. Pero la mayoría no pregunta. El triunfo parece haber sido tan completo que muchos no saben (ni les interesa saber) quién fue Lenin.

(Qué Pasa, 21 de enero 2011)

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21 de enero de 2011
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El Boomeran(g)
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