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Escrito por

Clara Sánchez

Clara Sánchez es escritora española. En la actualidad reside en Madrid, donde estudió la carrera de Filología Hispánica y donde durante varios años enseñó en la universidad. Hasta la fecha ha publicado ocho novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (1993, Punto de Lectura 2006), Desde el mirador (Alfaguara, 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del Paraíso (Alfaguara, 2000), Desde el mirador (Alfaguara, 2004) y Presentimientos (2008).  Su obra ha sido traducida al francés, alemán, ruso, portugués, griego...Ha recibido el premio Alfaguara de novela en 2000 por Últimas noticias del paraíso. Y el premio Germán Sánchez Ruipérez al mejor artículo sobre Lectura publicado en 2006 por la columna titulada "Pasión Lectora" (El País, 6 de agosto). Colabora habitualmente en El País. Y durante unos cinco años lo hizo en el programa de cine de TVE "Qué grande es el cine".

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Prostitutas

 

 

            Primero fue la calle de la Ballesta, luego Montera, después o al mismo tiempo la Casa de Campo, pasando por las dudosas sombras del Parque del Oeste, etc. etc. Prostitutas a la intemperie con tanga y botas altas y carne de gallina por el frío. Las veía de todas las clases y colores cuando atravesaba la Casa de Campo para ir a la radio hace unos años. Me incomodaba mucho verlas y sobre todo verlas al mismo tiempo que el taxista. A veces pasábamos en silencio entre aquel bosque de carne  comentando el asunto como si fuésemos dos antropólogos en la selva del vicio. Y siempre acabábamos diciendo lo de "pobres mujeres". Más o menos el mismo sentimiento de rechazo y aprensión tuvimos, por la misma época, un grupo de escritoras y periodistas en la Zona Roja de Ámsterdam, en que se agolpaban gigantescos corrillos de hombres frente a los famosos escaparates, algunos simplemente para reírse de las prostitutas. Recuerdo que a una de las nuestras, demasiado sensible al tema, le afectó tanto el ambiente que se puso enferma y tuvimos que llevarla al hotel. Pobres mujeres, repetíamos abriéndonos paso por aquel botellón del sexo. Aunque, si no nos ponemos paternalistas, tendríamos que reconocer que estamos cansados de ver a pobres mujeres arrastrando las bolsas de la compra desde un mercadillo en el quinto pino para ahorrarse dos euros en la fruta, o a esas africanas que tienen que ir a buscar agua a varios kilómetros mientras sus hombres están untándose barro en el poblado, o niñas de diez años cuidando de una caterva de hermanos.

Es curioso que estos ambientes que los hombres buscan para alegrarse la vida tengan un aire tan tristón y deprimente. Hay algo muy amargo en la mirada de la prostituta de calle, que tal vez no sea tan evidente en la de lujo. Prostitutas sí, no putas. La palabra prostituta es más clara en el sentido de compra-venta de un servicio que la de puta. "Puta" ha sido y es un insulto terrible, lanzado como un misil para castigar la falta de obediencia de la mujer y su derecho a usar su cuerpo como le dé la gana. Puta puede ser cualquiera que se salga de los límites que le han marcado. La palabra puta ha servido para arrinconarnos en un sentimiento pudibundo, y esto es algo que algunas generaciones hemos llevado grabado a fuego en nuestra conciencia y nos ha quitado vida.   

Pero volvamos a la Casa de Campo, donde casi siempre detrás de las pobres mujeres había una cola increíble de coches. Sucedía a las tres de la tarde, hora de estar comiendo, por lo que alguno que otro haría tiempo hablando con su esposa por el móvil: pues aquí estoy esperando en la cola del bufé.

            Ante esta apabullante visión un taxista filósofo me explicó que los hombres tienen una sexualidad muy, muy complicada. Le pregunté qué quería decir con eso. Pero se limitó a cabecear muy serio mientras me devolvía el cambio y a repetir: muy complicada. Mejor dejarlo ahí, mejor no saber más. Parecía que sus palabras le daban otra trascendencia al putiferio de la Casa de Campo, como si las pobres mujeres fueran imprescindibles para que los hombres no se volvieran locos. Al mismo tiempo todo el mundo se quejaba de que mientras los niños hacían deporte se tropezaran con culos al aire y preservativos. Normal. No queremos que nuestros hijos piensen que también ellos están condenados a ser unos repugnantes salidos que se encontrarán con una prostituta o un chapero en cualquier árbol, calle, portal o pared.  La pregunta es ¿qué se hace con estos hombres de mente complicada? Y otra ¿quiénes somos para negarle a una mujer u hombre su libertad a la hora de elegir cómo ganarse el sustento? Y otra ¿qué hacemos con unos políticos que cuando no saben qué hacer para solucionar un problema no hacen nada? Las distintas corrientes manifiestan una buena empanada mental en esta cuestión y quizá es uno de los pocos casos en que las posiciones se cruzan sin orden ni concierto. Demasiadas consideraciones morales para acabar cogiéndosela con papel de fumar. Lo que no se puede negar es que la prostitución existe y que es un negocio. Como negocio, no estaría mal que la empleada del sexo pagase sus impuestos igual que la señora que trabaja en una fábrica. Y por supuesto su regulación exigiría un mayor control sanitario. Desde luego el no legalizar esta extendida y demandada práctica no va a acabar con el tráfico de mujeres, ni con las mafias, ni con la esclavitud sexual. El no hacer nada no va a solucionar nada. Una diputada de CIU dijo a modo de explicación "es una cuestión muy compleja". Ya lo había dicho el taxista.



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10 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ardores que matan

 

 Hoy lunes, empiezo la semana con una recomendación: leer Ardores que matan (Plaza y Janés), una novela del escritor y editor mexicano Ramón Córdoba. Por lo general soy partidaria de no conocer a los autores de las obras, sobre todo si la obra me ha gustado mucho, porque casi siempre el escritor queda por debajo de las expectativas que él mismo crea. Sin embargo, a Ramón Córdoba (a pesar de haber escrito un excelente libro) hay que conocerle, merece la pena acercarse donde esté y llevarle la novela para que os la firme porque os dirá algo brillante, entrañable, gracioso y tierno. Así es él, inteligente, con un enorme sentido del humor y gran comprensión humana. Parece que filtra la vida a través de una mirada que no se deja dominar por las pequeñas cosas del estresante día a día, sino que las utiliza para conocer mejor el mundo. Pero, bueno, quien no tenga ocasión de conocerle, podrá acercarse a él a través de Ardores que matan.

Os divertirá, os fascinará esta radiografía sin artificios de la sexualidad de los hombres envuelta en humor, ironía y la propia insensatez masculina. De paso descubriréis un México auténtico, desbordado y desbordante, donde la sexualidad al igual que en todo el planeta se ha afianzado como uno de los principales juegos de poder, y todo esto servido a través de las experiencias eróticas del propio personaje.

En este libro los lectores se desnudan y las lectoras los miran asombradas. A quienes os tiente la idea de abrir esta historia os deseo felices y divertirdos días.



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5 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Velázquez y Preciados

 

  

Tenía que hacer tiempo hasta la hora del estreno de La cena de los generales, la pieza de teatro escrita por José Luis Alonso de Santos y dirigida por Miguel Narros, con mucho talento por parte de ambos,  y decidí ir andando desde la calle Castelló, donde me encontraba por casualidad, hasta el Teatro Español. De vez en cuando me gusta darme un garbeo por el barrio de Salamanca. Aprendí a apreciarlo durante el tiempo que trabajé en la calle de Velázquez en un edificio con cocheras junto a la pastelería Mallorca. Se trataba de un organismo oficial, cuyos despachos habían sido encajados en los salones, salas, habitaciones y cocinas de un pisazo enormemente señorial con techos altos y barrocas molduras de escayola. En los ratos de tedio, mientras mis compañeros echaban sus buenas dos horitas de desayuno (por entonces no me llamaba la atención la comida), me quedaba pensando cómo combinar todos los tonos de rosa, el color más  valorado de la zona junto con el beige y el verde botella. También me quedaba contemplando por los alargados ventanales de los balcones la sensación de adormecida paz, y un punto de aburrimiento, que recorría el barrio. Me quedaba preguntándome por qué todos los hombres tenían que llevar el pelo mojado (o como mojado) y estirado para atrás ¿Por qué? ¿Por qué ese miedo a no parecer recién duchados? ¿Podría tratarse de un afán de limpieza exhibicionista frente al olor a sobaco del obrero sudoroso? ¿Por qué ese miedo a la extravagancia? A día de hoy aún no ha entrado en Juan Bravo, Ayala y Don Ramón de la Cruz el aire Amy Winehouse, de pelo que parece sucio, gruesa raya en los ojos que parece del día anterior o de la semana pasada, por lo que adivina cuándo se habrá cambiado de bragas.

            ¿Por qué ese miedo al apiñamiento y al gentío? No querría ser criticona pero siempre me ha parecido que aquí (seguimos en el Barrio de Salamanca) el buen gusto se confunde con la contención y el no atreverse. No me atrevo a pasar del rosa, no me atrevo a pasar del marrón, no me atrevo a no llevar los zapatos relucientes. No me atrevo a no ir conjuntado. Cualquier cosa antes que arriesgarme a ser hortera. Un lugar donde las dependientas de las tiendas hablan con acento extraño, como si fueran extranjeras de un país que no existe y son muchísimo más finas de lo que la clienta podrá llegar a serlo jamás. Una dependienta que te hará tomar conciencia de tu gran vulgaridad. Por lo que no es de extrañar que los cachorros de la versión Serrano de la periferia que es Pozuelo hayan dicho basta. Basta de ser buenos, basta de no ser rebeldes. Nosotros también queremos acabar a hostias con la policía, queremos llevar el botellón hasta las últimas consecuencias. Lo de Pozuelo es una señal de cambio que se podría extender a El Viso y al Parque Conde de Orgaz. ¿Por qué van a ser siempre los otros los que den la nota? No tenemos miedo a nada, somos tan gamberros como los demás. Se rompe lo que haya que romper. Ya está bien de pensar que en los colegios privados nos agilipollan.

            Me dirigía a La Cena de los Generales, esa divertida comedia con un estupendo Sancho Gracia en el papel del maitre Genaro, pensando que el barrio de Salamanca se ha conservado casi tan limpio como lo recordaba, casi tan beige y tan gris marengo, como si existiera una frontera invisible que el populacho no se atreve a pasar. Y por muchas obras que se hagan en la calle Serrano los usos y costumbres de esta zona son los que más lentamente evolucionan frente a Chueca, Lavapiés, Carabanchel, Villaverde...

            Aún hay dos Madrid. Uno representado por pongamos la calle Velázquez. Otro representado por pongamos Preciados. Por fortuna, ya no estamos en los terribles tiempos en que en una misma cocina, la cocina del Hotel Palace que sirve de escenario y espacio poético en La Cena de los Generales, un Madrid mataba al otro, un Madrid privaba de libertad al otro. Por fortuna ahora todo se reduce a una cuestión estética. El torrente de gente de la calle Preciados es insoportable, pero de vez en cuando apetece pegarse un baño de masas y desembocar en una puerta del Sol sin arreglo posible, sobre todo si nos empeñamos en convertirla en algo que no es. A la gente le gusta citarse allí porque tiene algo de plaza de pueblo y porque no encuentran que desentonen en las calles que la rodean. En la Puerta del Sol no se busca la belleza sino la familiaridad, ser uno más.



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22 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sorolla, Madonna, tapas

 

 

En Madrid la estrella de este verano está siendo sin ninguna duda Joaquín Sorolla, mucho más que Madonna, que pasó por aquí a dar un concierto y a ver el Museo del Prado y al final se hablaba más de la visita al museo que de la actuación. Para muchos ganó puntos con este gesto, fue como entreabrirnos su interior, fue como decirnos mucho de la auténtica Madonna sin decir nada. Fue como decir, estoy en plena forma mental, no soy sólo músculo, y no solo me interesa brillar en el escenario, sino que hoy me voy a poner un sencillo trajecito blanco, unas deportivas y, eso sí, un sombrero, me voy a coger a mi novio y a mi hija y varios guardaespaldas parecidos a mi novio y vamos a salir como una familia normal a pillar cultura. Hizo bien en no hacer declaraciones en el trayecto desde la puerta del museo hasta la puerta del coche para no convertir en extraordinario lo que tendría que ser corriente en todos los que por un motivo u otro visitamos una ciudad que no conocemos. Todas tienen su encanto, aunque sea el encanto de lo nuevo y por eso el éxito de programas como Madrileños por el mundo, Castellano-manchegos por el mundo, Viajeros por el mundo o Españoles por el mundo, por muchos y parecidos que sean, no nos cansamos de verlos. Enganchan, porque ¿a quién no le gustaría cambiar de vida? Enamorarnos en uno de esos sitios que hemos visto en las postales, encontrar un trabajo entre fiordos o palmeras salvajes, comprar una casa que casi siempre será más grande y barata que aquí, dejarnos rastas o barba, acostumbrarnos a pasar mucho frío o mucho calor, acostumbrarnos a otras comidas y a otro idioma, hacer amigos con turbante, tener hijos que saludarán a sus lejanos abuelos con fuerte acento balinés, invitar a los amigos y enseñarles lo que nunca sabría un turista, sentir mucha añoranza de nuestra tierra y de la familia, de la calle donde jugamos de pequeños, del colegio donde nos enseñaron lo que vale un peine. Pero los madrileños, ¡ay, los madrileños!, preguntados por la reportera que ha ido a grabarles al otro lado del mundo, lo que más recuerdan, lo que les produce verdadera nostalgia son...las tapas.

            Y no falla. Echo de menos a mis padres y... las tapas. Echo de menos ver a los hijos que dejé en Móstoles y...las tapas. No es una frivolidad, es un concepto que encierra muchas sensaciones. Decir tapas es decir una forma de vida. Las tapas es salir por ahí con gente (preferiblemente amigos, aunque antes mal acompañado que solo), ir a un bar, pedir unas cañas y que por encima de las cabezas vuelen los platos con las tapas (entendiendo que una tapa puede ser un plato de paella). Comérselas en medio del griterío y de pie derecho, aturdirse. ¿Y qué va a ser ahora? pues unas cañitas más y unos vinos. Más tapas con la nueva tanda, ¡quién dijo penas! Las carcajadas, el calor humano, otra ronda, y de vuelta a casa como nuevo. No tengo hambre, decimos nada más entrar y ver la mesa puesta. Las tapas son mejor que un polvo.

            ¿Iría Madonna de tapas? No es excluyente, puede uno patearse la Milla de Oro de los museos empezando por el Prado, siguiendo por el Thyssen y terminando por el Reina Sofía, para reponer fuerzas por los bares de Atocha  y seguir por Huertas si nos queda fuelle, porque lo bueno de las tapas es que vas consumiendo y quemando sobre la marcha. De todos modos, en el tapeo, como en el teatro Nô,  hay que entrar poco a poco, hay que hacerse con el ritual. No me lleves a Madonna después de ver los cuadros de Velázquez o de Sorolla en plan tapeo a lo grande porque se sentiría en medio del caos, no entendería una ceremonia a la que hemos dedicado años de nuestra vida.

            ¿Y que tiene esto que ver con Sorolla? Pues mucho, porque Sorolla es la sensualidad en estado mediterráneo puro. La arena, las olas espumosas, el calor, la luz cegadora y cuerpos desnudos que no se exhiben sino que están disfrutando del agua y el sol. Son cuerpos pintados no tanto para el placer de los demás como para el propio, como el cuadro de esos niños con muletas del asilo de San Juan de Dios para quienes el mar es una invitación a la vida. Aún se puede ver en la colección colgada en el Prado, y después siempre nos quedará el Museo Sorolla, en General Martínez Campos, 37, uno de los refugios más agradables de Madrid, donde pasear por los mismos jardines por los que el pintor paseó.

 

 

 

 

 

 

 

 



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31 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vampiros

 

 

He estado viendo en los Renoir de la Plaza de España Déjame entrar, una película sueca sobre vampiros (una pequeña vampira más bien) deslumbrante. Creo que la pillé por los pelos (lleva ya cinco meses en los cines) porque en la sala éramos exactamente cuatro personas. Nunca he visto una película en mayor silencio. En la película tampoco hay mucho diálogo por lo que los subtítulos no me distraían y pude concentrarme en sus espléndidas y blancas imágenes. La nieve, el frío, suecos toscos que buscan el calor humano en bares desaliñados y un chico de doce años, Oskar, rubio hasta la extenuación y con la piel más blanca que la propia nieve, pero con los ojos tirando a oscuros, un niño grandote que aún no ha pasado a la fase siguiente. Este chico llena la pantalla con una inocencia que da miedo, como si la inocencia no tuviera que ser necesariamente buena. Ni la crueldad completamente mala. La inocencia se corrompe y la crueldad se humaniza cuando llega a su vida Eli, una vampira de su edad que si no chupa sangre humana muere. Pura supervivencia. Tal vez vivir sólo se trate de eso y el amor sea la mejor manera de sobrevivir porque sin él no resistiríamos tanta frialdad, tanta respiración helada saliendo de nuestra propia soledad. Con esta historia la poesía ha vuelto al cine. Poesía equilibrada como la mirada de Oskar, que trata de no desesperarse ante el acoso de sus compañeros de colegio. No se sabe qué mirada aterra más, si la neutra de Oskar o la extraña y turbia de Eli. Qué ojos los de esta actriz, grandes y hambrientos, lejanos. Hay momentos en los que rejuvenecen y se acercan a su edad, pero en general parecen hundidos en un tiempo animal.

            La verdad es que este argumento sin la realización de Tomas Alfredson no llamaría la atención. Si no hubiese visto la imagen de cartel del chaval rascando la pared ni siquiera me habría quedado con el título. Ahora estoy pendiente de leer la novela en que está basada. Nunca he entendido la atracción del público por los vampiros. En Déjame entrar Eli podría haber sido una vampira o cualquier otra cosa que la hiciese especial. La fuerza que mueve a los personajes no es que ella necesite abalanzarse sobre cualquier cuello palpitante, sino que él necesita que le echen una mano, que le salven. Porque el argumento contado a grandes rasgos es bastante vulgar. Así que otra vez estamos en aquella vieja distinción del qué y el cómo. El problema es que a veces se ha abusado tanto del cómo que el qué se quedaba en nada. Pero últimamente el cómo parece una plantilla sobre la que volcar el qué. Hay un "como" de serie que hace que los lectores y espectadores se sientan demasiado cómodos, por eso cuando aparece una película como ésta hay que celebrarlo.

            Bajaba por la Cuesta de San Vicente hacia mi casa pensando en los vampiros de verdad, en los que chupan la sangre sin clavarte los colmillos. ¡Como si todo fuera tan fácil como quitarte a una monstruosa Eli de encima!. Lo peor es cuando no sabes que te están exprimiendo y sientes que te faltan las fuerzas y no encuentras explicación. Lo peor es cuando algún amigo, pareja o pariente necesita toda tu atención para seguir viviendo y sabes que si se la retiras le ocurrirá algo por lo que te sentirás culpable el resto de tu vida. Lo peor es cuando tienes que contentar a los demás para que estén alegres porque esa alegría repercute en ti. El vampiro te chupa la energía y en el fondo todos somos algo vampiros, unos un poco y otros resulta que cuando sacan los colmillos ya es tarde para reaccionar. Henry James, que se adelantaba a todos, creó en su novela La fuente sagrada unos vampiros bastante reales y nada tenebrosos, que se dedican a absorber la fuerza, talento, juventud, belleza o brillantez de quienes tienen al lado. La diferencia entre Eli y los vampiros de verdad es que los vampiros de verdad ni siquiera saben que lo son. Encuentran natural sangrar a sus semejantes y si los pillan se quedan sorprendidos, como ejemplo el caso Gürtel y tantos otros. Hay tanto vampiro alimentándose de los bolsillos ajenos en la sociedad de Vampirolandia.

En esto pensaba mientras bajaba la Cuesta de San Vicente en la semioscuridad, oyendo unos pasos detrás de mí y una respiración demasiado profunda. Los vampiros de verdad no se molestan en seguir a sus presas por lo que tendría que ser Eli. ¿Vendría a salvarme o a hincarme los dientes?

 



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17 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Entre Pinto y los envidiosos

 

  

Parece bastante aceptado por todos que los españoles somos grandes envidiosos y que esta envidia pasa de padres a hijos como el pelo rubio o los ojos castaños, y sólo algunos santos o sabios muy sabios han logrado librarse de dicha lacra, que no nos deja disfrutar a gusto de la vida. ¡Qué envidia dan los que no sienten envidia! Conozco gente que se ha marchado a vivir a otros países huyendo de la envidia de sus colegas y a veces incluso de la propia porque ojos que no ven corazón que no siente cómo prosperan otros. Cuántos caminos profesionales ha cortado la maldita bestia, y sentimentales y de todo tipo. "Que le den" es la última frase castiza que resume el desdén hacia el envidiado, ese ser merecedor de que lo machaquen. ¿Por qué? ¿Porque es poderoso? ¿rico? ¿porque es guapo? A veces sí y a veces no, la envidia no siempre es tan lógica. En ocasiones basta con que alguien no se sienta derrotado o que en sus ojos asome un punto de orgullo. ¿Qué se creerá ésta?, ¿qué se creerá éste?, piensa el monstruo verde de fuerza portentosa. Y lo más llamativo es que no por tenerlo todo se está curado, siempre hay algo que se escapa. Puede bastar con que alguien haga gala de una sonrisa espléndida o que sepa contar chistes para que caiga sobre él uno de los sentimientos más complejos e inagotables con el que se han creado nuestros mejores mitos y tragedias.

            La envidia, los celos, ¿dónde está la frontera? Pero a lo que aspira el gran envidioso, el envidioso de raza, es a despertar envidia en los demás, aspira a hacer todo lo suyo tan deseable que duela. Desea ver reflejada su debilidad en otros, aunque sin que se den cuenta porque entonces podrían manipularle. No estaría mal que del mismo modo que se hacen estudios sobre los hábitos sexuales o de lectura de la población se hiciera también sobre la costumbre de envidiar. Quizá serviría para conocernos mejor. La envidia mueve el mundo.

            En el fondo, todos nos comportamos como ese escritor que tras un éxito sonado entraba cojeando en el café para engañar al monstruo. Un monstruo, casi un animal doméstico para los españoles, con el que sabemos convivir y torearle cuando es necesario. Y tendríamos que perder mucho los nervios para descomponernos como Anastasia Davydova, estrella del equipo ruso de natación sincronizada, y gritarle a las españolas que les habían plagiado sus coreografías. La costumbre de ganar, chicas, os ha hecho malas. Roger Federer tampoco lo llevó bien al perder en el Abierto de Australia del año pasado, en que aguó con sus abundantes lágrimas el éxito de Nadal. ¡Qué incómodo se lo pusiste, muchacho! Ningún gran envidioso español habría consentido que se le escapara la envidia por los ojos. Se te ha quedado cara de envidiosillo para los restos por mucho número uno que ahora seas.

            Está visto que el mundo del deporte tendría que hacer un cursillo de "domina tu envidia" para que se apuntase a él Lance Armstrong. Otra vez la costumbre de ganar le ha nublado la razón a un gran campeón. Alberto Contador, ese chico de Pinto,  que se ha hecho dos veces con el Tour, ha tenido que soportar una especie de envidia cósmica que consiguió que en el podio sonara el himno de Dinamarca en lugar del de España. Y eso que los envidiosos somos nosotros, no sé cómo les llamarán en sus respectivos países a todos estos.

Por cierto, Casillas de Móstoles, Contador de Pinto, Penélope Cruz de Alcobendas. La elite ya no está en el centro, el talento está ahí afuera. Seguramente a partir de la hazaña de Contador mucha gente se animará a visitar a Pinto y a descubrir sus encantos. Está situado al sur de la capital y tiene casi 50.000 habitantes. Linda al norte con Getafe y al sur con Torrejón de Velasco y Valdemoro. Al este con San Martín de la Vega y al oeste con Parla y Fuenlabrada. Aún llegamos a tiempo de disfrutar de las fiestas de su patrona, Nuestra Señora de la Asunción, del 9 al 15 de agosto. Pero lo que de verdad me hace ilusión visitar es el Parque Arqueológico Gonzalo Arteaga, que francamente es como si me lo hubiese descubierto el mismísimo Alberto Contador. No sabía que a 20 kms de mi casa podía encontrarme con algo tan fascinante. Por la información de página Web se trata de un espacio donde vivir la prehistoria, con representaciones de arte rupestre, construcciones neolíticas, romanas, todo tipo de objetos, juegos para niños, y va del Paleolítico a la época visigoda. ¡Qué envidia! No me lo pierdo, será la próxima salida que haga de casa en este caluroso verano.



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5 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cabreo

El Día del Español se les preguntaba a los estudiantes de distintas sedes del Instituto Cervantes qué palabra en nuestro idioma les había impresionado más. Algunos decían amor y otros gilipollas. Yo habría elegido cabreo. Durante esos días me cabreó bastante la humillación que sufrieron varias personas sordas al hacerles abandonar un crucero porque no se les consideraba capaces de atender las indicaciones en caso de  peligro. Poco antes otros pasajeros tuvieron que salir de un avión por los mismos motivos.  Es muy fácil medir a los demás partiendo de nuestro propio modelo, de nuestras propias facultades y carencias, lo que no deja de ser una prepotencia estúpida, sobre todo porque todos tenemos limitaciones y todos, como le escuché decir a un científico, sufrimos alguna minusvalía por insignificante que sea. Nadie es perfecto, como diría Billy Wilder.

 Tengo una amiga sorda, a la que considero mucho más capaz que yo y que mucha gente que conozco, porque no creo que muchos pudiésemos superar todos los impedimentos que ella salva día tras día. Mi amiga trabaja, conduce, ha estudiado, educa a sus hijos (oyentes), me lee los labios cuando le cuento mis cosas y me habla, no perfectamente, pero logra formar sonidos que no ha oído jamás y construir frases como las mías. Me dejan boquiabierta su inteligencia y viveza. Siente la música a través de la vibración que produce. En su casa hay una luz roja que se enciende cuando suenan el timbre y el teléfono y otras maneras de sustituir unas señales por otras. Solamente pensar que a una mujer de este calibre se atreva alguien a decirle que no puede viajar en avión sola o a no disfrutar de un crucero es insultante. Uno de los pasajeros comentó en televisión que se había sentido tratado como un menor de edad, y no como el adulto que tiene que pelear y ganarse la vida para pagarse sus viajes.

Me pregunto qué estarían pensando los empleados encargados de "echarles", me pregunto si no se les caería la cara de vergüenza por cumplir con su deber, me pregunto si no se cuestionarían que estaban ofendiendo la dignidad de un ciudadano que paga sus impuestos. Las compañías aéreas, marítimas, el transporte por cielo, mar y tierra, para favorecer la seguridad de sus viajeros sordos no debe dejarlos en tierra sino disponer de intérpretes. Vamos a ver, si hace unos días había  en el Senado siete intérpretes traduciendo a sus señorías de una a otra lengua del Estado, (lo que está bien porque así se da trabajo a la gente y se hacen fluir las lenguas por la Cámara) ¿por qué los servicios públicos no contratan también intérpretes del lenguaje para sordos como sucede en otros países? Hay poca presencia del lenguaje de sordos en televisión y en todas partes.

            Hay que atender a las minorías, a quienes necesitan una atención distinta,  nadie tiene más derecho que otro a vivir de una manera normal. Tampoco se le puede exigir a alguien que sea tan excepcional como mi amiga, de la misma forma que no se le exige a ningún oyente. Esta sociedad está montada sobre los cinco sentidos, no sobre la sensibilidad, aunque algo se va avanzando. No recuerdo en qué playa se ha ideado un mecanismo para que los ciegos puedan bañarse sin tener que ir acompañados. Más que de dinero se trata de que se le dé a la imaginación.

            A veces me siento orgullosa de formar parte de un país en que los homosexuales se pueden casar, en que se hace avanzar la ley del aborto, un país tolerante en general, pero donde increíblemente a dos ciudadanos de nuestra Comunidad, José Miguel Troyano y Alberto Rodríguez, ambos sordos, que por sorteo iban a ser presidente y vocal respectivamente en dos mesas electorales al Parlamento Europeo, se les relevó de tales tareas por ser sordos. Ante esto, el orgullo se va a hacer gárgaras.

            ¿Y a quién no le cabrea lo de El Rafita? El Rafita fue uno de los cuatro sádicos que mataron a Sandra Palo después de violarla, atropellarla y prenderle fuego. Una chica de Getafe, discapacitada, que volvía a su casa hace seis años y se tropezó en su camino con estos monstruos. El Rafita, ahora en libertad vigilada, sigue haciendo de las suyas. ¿De qué hablamos cuando hablamos de reinserción? No es lo mismo ser un delincuente o alguien que mata por accidente que un asesino. No es lo mismo robar que violar, atropellar, matar y prender fuego a una chica ¿por diversión? A ver si hago memoria, creo que a los dieciséis años, a los quince, incluso a los cinco años sabía perfectamente lo que era matar y hacer daño. Para algunos actos no hay minoría de edad, para otros sí.



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13 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Martín Casariego

 

 

Me pregunto de dónde le viene tanta serenidad a Martín Casariego como si todos esos contratiempos de los que nadie se libra no le hicieran mella, como si fuera dueño de sabias claves con las que manejar la vida. Me lo encontré hace poco en el Cock y hablamos de su última novela, La Jauría y la niebla, publicada este año y con la que ganó el II Premio Logroño de Novela. Una novela magnífica sobre el aprendizaje, sobre la dureza de tener que adaptarse al grupo y a la realidad, donde la felicidad y la desgracia se dan la mano. Una historia en la que cada uno tiene que sobrevivir a su manera, tanto el adolescente Ander, que no tiene más remedio que armarse de valor a diario para entrar en esa aula que le chupa la sangre y la energía, como su hermano pequeño, como el escritor Ignacio Mayor que acudirá al Instituto donde estudia Ander a dar una conferencia. Me ha recordado tanto mis días de colegio, en que la vida se concentraba en un edificio. Por eso, para mí, en esta novela el Instituto representa el mundo en el que hay que entrar con pies de plomo y corazón blindado para que no te lo destrocen, lo que tampoco es posible porque el corazón necesita querer, admirar, sentir. Y en este camino a veces se pierde la inocencia, y el problema es cómo recuperarla. No es tan fácil. Como no es nada fácil la sencillez con la que Casariego nos conduce por los vericuetos de las emociones. Mejor que sencillez (una palabra algo manoseada en literatura), serenidad.

En realidad, serenidad no significa sencillez. El mismo Martin Casariego no es nada sencillo. Se apoya en la barra del Cock envuelto en un aire de misterio indescriptible y con su mirada a lo Ralph Fiennes, que él ni remotamente sabe que tiene.

También está por allí su hermano Nicolás, otro novelista inspirado. Al resto de la familia no la conozco. Por desgracia no llegué a conocer a Pedro Casariego, un poeta profundo y de enorme talento, con uno de cuyos poemas Martin abre su novela:

¿Dónde está la fruta

para nosotros los débiles?

Caen las naranjas

siempre en otras manos

.........

Casariego, como servidora, lleva ya veinte años en la tarea de escribir libros. Empezó con Qué te voy a contar (1989) y hasta hoy. Además de escribir en los periódicos ha colaborado en guiones de películas con mucho éxito como Amo tu cama rica (1991) y en la adaptación de sus propias novela Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero. Y ahora a disfrutar de su lectura.

 



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5 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Juana Escabias

 

Hola amigos, hoy quisiera hablaros de Juana Escabias. No es la primera vez que la menciono en este blog como dramaturga, porque fundamentalmente es autora teatral, muy buena por cierto. Hace poco ha recibido el Premio 2008 de Literatura Dramática Margarita Xirgu por su obra Tierra Convexa. Pero además de haber escrito una decena más o menos de obras teatrales, de dirigir, de fundar su propia compañía y de algunas cosas más, trabaja como profesora de Arte Dramático. Sin olvidar su larga experiencia como periodista que la llevó a escribir cientos de artículos y reportajes, lo que seguramente le ha proporcionado muchas preguntas que transmitir, temas que abordar, almas que comprender.

            Es difícil saber cuál es la clave que maneja el escritor para acercarse a la realidad y a los sentimientos del lector. Puede que en el caso de Escabias se trate de que es una mujer comprometida con su tiempo política, social y emocionalmente hablando. Una mujer que no tiene miedo a ser ni a decir. Tiene mucho que contar y quiere hacerlo. Y lo más importante, sabe hacerlo. Como muestra (y aquí es donde quería llegar), nos podemos adentrar en La vida secreta de Ángela B (Endymion, 2009), en la que asistimos al desenvolvimiento de la vida de Ángela Blanes, que se ha dedicado en cuerpo y alma a escribir, por lo que esta historia también es una reflexión sobre el propio proceso de la escritura y cómo cualquier pasión, cualquier obsesión nos puede apartar del simple vivir. Como ella misma ha declarado en alguna ocasión: "sin la obsesión no habría arte ni creación, es necesario ese demonio que se lleva dentro. El oficio de crear es obsesivo, el arte se nutre de mucha soledad y trabajo". Y al mismo tiempo leemos una historia de amor, una relación compleja, que acoge muchos de los matices que puede desarrollar una pareja desde el romance a la ruptura.

            Su primera novela, Penúltima estación, anunciaba lo que en esta segunda podemos saborear sin prisas, con la seguridad de que vendrá una tercera. De momento, Juana nos ha entregado la auténtica vida de Ángela Blanes. La auténtica vida, la que nos duele o nos alegra de verdad, siempre es secreta y se necesita mucha habilidad para saber desplegarla línea a línea, palabra a palabra como si se contara sola.



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25 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Esas vidas, de Alfons Cervera

 

 

Si a estas alturas hay alguien que no conozca a Alfons Cervera, le diré que es un escritor valenciano que hace una literatura universal, de hecho ha calado tan hondo en Francia que casi nos lo tienen secuestrado por allí. La verdad es que nunca he visto, literalmente hablando, a Alfons separado de los libros, porque siempre mantenemos nuestras charlas firmando en una caseta, caminando entre el calor de una feria del libro, hablando de lo que estamos escribiendo o de lo que escribiríamos con lo que nos está pasando en la vida. Alfons se pasea por este mundo de las letras con el aire suelto y desprendido de quienes no van cargados de equipaje, con su pelo ligeramente rizado, ligeramente rebelde, ligeramente largo, lo que le aleja un poco de nosotros hacia ese mundo suyo, propio e intransferible con el que escribe lo mejor de su narrativa. Y sin embargo, es una de las personas más cercanas y humanas que he conocido. No necesita cargar las tintas ni en su manera de ir por la vida ni en su manera de escribir para tener una personalidad propia.

Pero para conocerle mejor, para entrar en sus emociones y recuerdos, para lograr tocar esa sensibilidad que seguramente le ha hecho escritor, se podría empezar leyendo su última novela, Esas vidas (Montesinos, 2009), en la que la figura de su madre se convierte en una forma de mirarse y entenderse a sí mismo. Un libro en que el aprendizaje de la vida y de la literatura se funden milagrosamente. Y no diré más porque llega un momento en que en lugar de hablar hay que leer.



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18 de junio de 2009
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