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Escrito por

Clara Sánchez

Clara Sánchez es escritora española. En la actualidad reside en Madrid, donde estudió la carrera de Filología Hispánica y donde durante varios años enseñó en la universidad. Hasta la fecha ha publicado ocho novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (1993, Punto de Lectura 2006), Desde el mirador (Alfaguara, 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del Paraíso (Alfaguara, 2000), Desde el mirador (Alfaguara, 2004) y Presentimientos (2008).  Su obra ha sido traducida al francés, alemán, ruso, portugués, griego...Ha recibido el premio Alfaguara de novela en 2000 por Últimas noticias del paraíso. Y el premio Germán Sánchez Ruipérez al mejor artículo sobre Lectura publicado en 2006 por la columna titulada "Pasión Lectora" (El País, 6 de agosto). Colabora habitualmente en El País. Y durante unos cinco años lo hizo en el programa de cine de TVE "Qué grande es el cine".

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Deprisa, deprisa

 

               

            "Si me das a elegir/ Entre tú y la riqueza/ Con esa grandeza/ Que lleva consigo, ay amor/ Me quedo contigo/ Si me das a elegir/ Entre tú y la gloria/ Pa que hable la historia de mi/ Por los siglos, ay amor/ Me quedo contigo./ Pues me he enamorado/ Y te quiero y te quiero/ Y solo deseo/ Estar a tu lado/ Soñar con tus ojos/ Besarte los labios/ Sentirme en tus brazos/ Que soy muy feliz./ Si me das a elegir/ Entre tú y ese cielo/ Donde libre es el vuelo/ Para ir a otros nidos, ay, amor/ Me quedo contigo./ Si me das a elegir entre tú y mis ideas/ Que yo sin ellas/ Soy un hombre perdido, ay, amor/ Me quedo contigo". La voz oscura y tierna de los Chunguitos casi me hunde en la melancolía, en la nostalgia, en un tiempo que se fue rápidamente, que se llevó aquellos años dorados en que empezábamos a respirar cada uno a nuestro modo, cada uno como sabíamos y podíamos. Los 80 pasaron como un rayo, deprisa, deprisa. Teníamos ansia de vida, queríamos engancharnos al último vagón de un mundo que había vivido sin nosotros. Se había terminado el aletargamiento, la resignación y buscábamos la verdad. "Me quedo contigo"  marcó a fuego aquellos primeros años 80 en que la democracia era joven, la libertad era joven, la droga entraba a raudales.  Pero Madrid aún era viejo. Existía un Madrid aburguesado y un Madrid proletario. Buenas zonas y esas otras de la periferia desconocidas para mucha gente y separadas del centro por mucho más que unas cuantas paradas de metro. El Madrid proletario no era sólo pobre, sino feo, hostil a la vista. Un feísmo que Almodóvar supo atrapar con mano prodigiosa en Qué he hecho yo para merecer esto, una película que nos cuenta la verdadera transición de esta ciudad, que viene del boom imobiliario del franquismo y de la supervivencia sorda de un apareja de posguerra (José Luis López Vázquez y Mary Carrillo, en El Pisito, de Marco Ferreri), a la supervivencia desesperada de sus posibles hijos y nietos de Qué he hecho yo para merecer esto. Es como si aquel mismo piso nuevo de El pisito, levantado a las afueras entre barro y hormigoneras, fuera el de Qué he hecho yo... treinta años después, avejentado y triste, ocupado por una inmigración de segunda o tercera generación venida del pueblo, y que le sirve a Almodóvar para juntar a los abuelos, hijos y nietos en un poema de inocencias perdidas.

            El mismo Almodóvar de Pepi, Luci, Boom..., que se puso las mallas de La Movida, volvió la vista hacia los deprimentes bloques colmeneros donde habían venido a refugiarse las gentes de los pueblos manchegos, extremeños, andaluces, que no tenían más remedio que emigrar, y que él conocía y comprendía. Mientras que La Movida era sofisticada y su contracultura se desarrollaba en Malasaña, en el planeta de las afueras  también se movía algo, pero sin pretensiones, sin objetivos, sin nada. Un frenético ir y venir de unos chicos fuera de control, que no estaban dispuestos a que les vinieran las cosas, y querían cogerlas, arrancarlas de quien fuera y de donde fuera. Como le dice Pablo a Ángela en la hermosa película de Saura Deprisa, deprisa: "¿No querías el mar? Pues ahí lo tienes, todo para ti". Delincuentes chapuceros movidos por deseos urgentes. Fueron los  protagonistas más auténticos y con menos suerte de una época romántica y frenética, sin ellos saberlo. Hasta que el cine les echó el ojo y se volvió loco con sus voces barriobajeras, anticultas, llenas de frescura y naturalidad. Eran directos, sin prejuicios, ni juicios, todo valía con tal de vivir y todo era normal. No parecían venir de un pasado ni ir hacia ningún futuro, creaban su vida y eran molestos. No fingían, no era una pose ni tuvieron tiempo de pensar un plan alternativo: los ochenta acabaron con los ochenta y los quinquis con los quinquis. José Antonio Valdemar (Pablo) murió por una sobredosis de heroína y de Berta Socuéllamos (Ángela) no quiso volver a saber nada del cine. Fue la época desgarrada de Las Grecas, la época en que el flamenco se hizo moderno, del motín de la cárcel de Carabanchel, de Lole y Manuel, de la cachimba de Los Chichos y del Vaquilla como portada del Fotogramas. Y ahora la Casa Encendida recupera a los "Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle" con una exposición y un ciclo de cine. : "Ay, qué dolor", cantan los Chunguitos.

 
 
 
 
 
 
 
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20 de julio de 2010
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Mujeres ricas

  

    

Hay varios programas en distintos canales de televisión dedicados a enseñarnos cómo viven los ricos, mejor dicho, las ricas. No está mal, porque la pobreza la conocemos en todas sus versiones: la pobreza urbana (no todo el mundo sabe cómo abrirse paso en la vida ni tiene la misma suerte) y la del tercer mundo; la indigencia provocada por el modo de vida, como la de los alcohólicos y yonkis de mi barrio (no todo el mundo sabe afrontar las contrariedades con la misma fortaleza), o la que llega con la falta de trabajo y precaria estabilidad. Estamos acostumbrados a ver cómo las mujeres tienen que ir por agua a varios kilómetros de distancia en algunos poblados de África y la explotación sexual en cualquier sitio y la explotación laboral en talleres clandestinos. Y además venimos de una guerra civil que nos empobreció hasta límites muy tristes. Conocemos de sobra lo que es la pobreza. Y sin irnos a África ni a India ni al pasado, sabemos que muchos de nuestros ancianos las pasan canutas para sobrevivir hoy en día. Y por lo que parece en medio de esta crisis los ricos siguen llevando vida de ricos. Así que me parece bien, instructivo, ver la otra cara de la moneda, cómo se es rico, porque no se trata solamente de quemar la visa o de tener caprichos carísimos, sino de ser del club de los ricos. Por ejemplo, mañana me toca la lotería, pongamos mil millones de euros, ¿y cómo me hago de ese club? ¿a qué tiendas voy a comprar? ¿cómo consigo que me reciban con la alfombra roja? ¿y a cenar? ¿cómo empiezo a relacionarme con el alto copete? ¿Tendría que hacerme amiga de las estilizadas mujeres de los futbolistas? ¿Quiénes son y qué hacen los ricos de Madrid?

Para empezar, ¿dónde viviría? Para responder a esta pregunta me recreo viendo un programa dedicado a casas buenas, a mansiones, cuyo mayor problema consiste en abrirnos sus puertas con los dueños dentro. Dichos dueños suelen tener un aspecto algo fantasmal como si su misión fuese vagar por salones de mil metros cuadrados, por dormitorios con enormes camas impolutas donde parece que nunca haya dormido nadie y por cocinas donde parece que tampoco nadie haya cocinado. A veces se quedan mirando melancólicamente una piscina, por cuyos alrededores corretea un perro, único ser realmente vivo de todo el conjunto.

Y hablando de perros, una de las imágenes más impresionantes que nos dedicó una señora rica (los maridos salen poco en pantalla, deben de estar ganando todo ese dineral) fue la de llevar a su perrito al salón de belleza y que allí le pintaran las uñas. Pobre animal. Otro episodio memorable consistió en esa otra señora que quería comprarse un cochazo. Los telespectadores la acompañamos a un exclusivo concesionario en que fue recibida por un empleado exquisito que le hablaba de las maravillas automovilísticas, pero la señora miraba alrededor insatisfecha. ¿No tiene algo más exclusivo?, preguntó. Entonces el empleado abrió una caja fuerte gigante en cuyo interior resplandecía un coche que costaba más que un piso. La señora y su acompañante, una especie de amigo mascota, se abrazaron emocionados. Lo habían conseguido, habían conseguido que el empleado les abriera la última puerta de la exclusividad. Sellaron el contrato con una botella de champán.

El champán siempre ha acompañado al dinero como el aura la cabeza de los santos, pero tampoco hay que caer en el topicazo como esta otra señora rica que nos recibió en su mansión metida en el jacuzzi saboreando una copa de champán mientras una doncella con cofia  la esperaba de pie derecho con un albornoz en las manos. Y este otro detalle en otra mansión, en otro jardín, en otra piscina: la mujer rica que ve un bañador colgando del brazo del sillón y en lugar de retirarlo ella misma llama a la doncella con cofia para que lo haga. Hay que saber ser señora, hay que saber tener lo que se tiene. En cuanto a las compra de ropa, salí de dudas cuando una de ellas nos dijo a las pardillas que la admirábamos desde nuestras casas que las tiendas exclusivas de verdad no están a la vista, a pie de calle, sino camufladas en pisos a los que no puede acceder todo el mundo porque esas tiendas no quieren cantidad, sino calidad en la clientela. Así que ¿si me tocan mil millones de euros cómo sé dónde están en Madrid esas tiendas? Seguramente la llamada alta sociedad se rebelará contra esta imagen un tanto frívola de gente que lee poco, pero es normal que no se nos muestre lo que hacemos todo, sino sólo lo que hacen ellos (quiero decir, ellas).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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6 de julio de 2010
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Funcionarios

         

De las medidas que está tomando el Gobierno para frenar el gasto público sólo la bajada de los sueldos de los funcionarios no es impopular, el recorte de las pensiones suena mal, la subida de impuestos suena peor. A todo el mundo (que no sea funcionario) le parece bien que se le haya empezado a meter mano a esta clase privilegiada a la que no puede echarse a la calle por las buenas y que cobra a fin de mes pase lo que pase. Ahora la tranquilidad de espíritu del funcionario, el poder dormir a pierna suelta por las noches sin preocuparse por caerle al jefe mejor o peor tiene un precio. Al funcionario se le ha puesto delante la imagen de las colas de parados que dan la vuelta a la manzana para que se conforme y reforzar de esta manera el "complejo de funcionario" que todo funcionario lleva dentro.

No he hablado con una sola persona estos días que se haya solidarizado con los funcionarios, todo el mundo considera que trabaja más que ellos. Se los imaginan andando por los pasillos muy lentamente hacia los despachos mientras dan vueltas al café de la máquina con un palito de plástico o se los imaginan desayunando en el bar de abajo durante dos largas horas. Se los imaginan despachando sus asuntos personales por teléfono para llegar a casa con todo hecho e incluso escribiendo una novela en un ordenador último modelo que pagamos los contribuyentes. Se los imaginan disfrutando de los llamados "moscosos" más de la cuenta y entrando tarde y saliendo temprano. Se los imaginan haciendo lo estrictamente necesario para cubrir el expediente y ni un esfuerzo más. Se los imaginan no siendo simpáticos con el público porque no tienen necesidad de caerle bien a nadie. Se los imaginan con la tarde libre y que si se ponen enfermos no es un drama que falten. La imagen funcionarial es terrible, ya venía arrastrándose por el fango cuando Larra escribió aquel artículo de "Vuelva usted mañana". La fijación en nuestra memoria colectiva de un pequeño ser pobre y déspota que nos trata mal detrás de una ventanilla ha sido tan fuerte que el hecho de que le bajen el sueldo parece una compensación cósmica por toda la incomprensión que hemos padecido de su parte. Pero el funcionario no es sólo el que se encuentra tras esa ventanilla invisible que ha quedado como metáfora de la máquina burocrática. Funcionarios son los profesores que se ocupan de que nuestros hijos aprendan algo en unas condiciones nada boyantes. ¿Por qué no se compara su nómina con la de un consejero cualquiera de un banco?, ¿qué trabajo es más importante? Funcionario es el cirujano que nos va a extirpar la vesícula en un hospital de la seguridad social o que nos va a trasplantar un hígado, ¿por qué no se compara su nómina con las comisiones de esos broker tan listos que nos han llevado a la ruina? Y, no es por nada, pero a la hora de la verdad cuando tememos por nuestra vida, preferimos ponernos en manos de alguien que haya pasado por muchas pruebas y selecciones. Ni la enseñanza ni la sanidad públicas deberían perder una milésima de calidad por el bien de todos.

Conozco a funcionarios que se tocan las narices y a otros que trabajan mucho y bien. Los que se tocan las narices se las seguirían tocando en la empresa privada y viceversa. El que es perro encuentra un gran placer en hacer que hace, es su habilidad particular y no conoce fronteras. Hay que tener en cuenta que el funcionario de carrera ha tenido que hincar codos y pasar por una o varias oposiciones, y que no todo el mundo está dispuesto a esto. Y que también son empleados públicos el personal contratado, los cargos de libre designación, los asesores y muchos más.

Tampoco la figura del opositor tiene muy buena prensa. Nos lo imaginamos con gafas y pálido malgastando su juventud en una academia durante años. Y ese era el pacto: el opositor se arriesga a tirar su tiempo por la ventana si no saca las oposiciones, pero si las saca el puesto es fijo. No hay trampa ni cartón. La trampa está en no hacer bien las cosas, en la administración o en la empresa privada. De todos modos, el funcionario es una especie en extinción, los nuevos tiempos nos están enseñando que cualquier seguridad es pasajera. Y algún día esta figura tan unida Madrid sólo la encontraremos en la literatura, desde los funcionarios imperiales que inundan la tradición literaria china hasta la culminación de Miau de nuestro Benito Pérez Galdós o los personajes de García Hortelano. Sea como sea, siempre guardaremos en nuestros corazones al funcionario como el más auténtico antihéroe de la vida cotidiana.

 

 

 

 

 

 

  

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21 de junio de 2010
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Rock y libros

 

 

La vida es entretenida, divertida, sorprendente, pero la realidad es una pesadez. Qué hartazgo de crisis económica, de tener que pensar en el dinero, del miedo a perder dicho dinero o a no ganarlo, de tener que saber si a mi banco lo ha descalificado alguna de esas agencias descalificadoras y entonces tener que preocuparme. Es tedioso estar preocupada por estas cosas. Sólo los niños saben vivir la vida, los adultos vivimos la realidad, y la realidad consume, nos empobrece completamente. El grifo que gotea, los ajustes del gobierno que parecen bien y a los dos minutos mal, un coche aparcado justo en el paso del garaje cuando tenemos que salir. El seguro del coche y el de la casa, montones de recibos domiciliados en el banco de baja puntuación. Tarjetas de crédito por aquí y tarjetas por allá. Papeleo y los malos modos del prójimo. La realidad aturde. Estamos tan enfermos de realidad que ya ni sabemos lo que es, y la estamos confundiendo con la vida. En la vida también cabe la irrealidad, la fantasía, el sueño, los mundos imposibles y los seres portentosos que nos gustaría ser. Cabe lo que haríamos, mientras que la realidad es lo que hacemos. La vida nos permite jugar, la realidad nos marca un destino. Desde el momento en que a unos cuantos majaderos les dio por confundir trabajo y ocio, empezamos a desvariar. Antes estaba claro que uno llegaba a casa, se quitaba la corbata o los zapatos de tacón y empezaba a hacer lo que realmente le gustaba. Ahora muchos sabihondos han querido jugar trabajando y nos han hundido.

¿No se puede escapar de las garras de los amos del mundo? Por lo menos antaño la gente podía guardar el dinero debajo del colchón si le daba la gana. Ahora todo lo que no pase por el banco es sospechoso, en líneas generales, porque siempre hay gente que se las arregla para ser diferente. Y hay muchos diferentes. Los del montón somos los que pagamos el pato. Sólo pido que, por favor, no me pidan que sea responsable, porque cuando pienso en lo exageradamente responsable que he sido, me cabreo. Necesitamos explicarnos tanto desastre, así que no es extraño que hayan surgido libros en los últimos años que hablan de un gobierno mundial en la sombra, que sería el que maneja los hilos de todo lo que ocurre, y lo que ocurre obedece a un diseño de este club de superpoderosos, que estarían planeando nuestro futuro a gran escala, incluida la actual crisis económica. En el fondo es una forma de dar sentido (aunque sea diabólico) a lo que no entendemos. Es una manera de confiar en la inteligencia humana (aunque sea para manipularnos y controlarnos) y su poder de ir más allá. Pero la verdad es que no tenemos capacidad de adentrarnos en el futuro, ni de anticiparnos en mucho tiempo a lo que vaya a suceder, no somos buenos previsores.

            La verdad es que nuestra imaginación, que nos parece tan sobrenatural porque no tenemos con qué compararla, donde mejor se desenvuelve es en la parcela del juego, de la ensoñación, de las emociones y del arte. Por eso seguro que el "tenebroso gobierno mundial" está más organizado en la ficción que en la realidad. La literatura, el cine y la música no pueden hacernos daño, ni arruinarnos, no son definitivos. Podemos escuchar y dejar de escuchar. Podemos abrir una novela y volver a cerrarla, y además su historia cambia con el tiempo y con nuestra manera de vivir. No nos marca un destino, nos acompaña. Y este fin de semana en Madrid tenemos la oportunidad de abrir dos puertas que nos harán desembocar en lo que de verdad tiene que ver con la vida. Si paso por la puerta de Alcalá, me encontraré en El Retiro, en la fiesta de los libros. Allí podréis conseguir la nueva novela de Antonio Soler (premio Nacional de la Crítica 1996), Lausana, una delicada y absorbente historia, escrita con "el temor de romper la delicada superficie de vidrio sobre la que se construyen las historias de amor", emoción y vida en estado puro, sin estridencias.

Y si paso por la Puerta de Arganda en metro, aterrizaré en la fiesta de la música, en el monumental Rock in Rio, hecho para sentir, para sudar, para estar en ese instante en que hay que dejarse llevar porque si no nos lo perderíamos. El pueblo de Arganda se convierte en estos días en la envidia del mundo entero.

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7 de junio de 2010
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Libros de ocasión

¿Y qué piensas del libro electrónico? Es la pregunta obligada en los que parecen ser los últimos tiempos de una era que acaba, la era de lo que pesa y de lo que puede sostenerse con las manos, de lo material. Y las palabras, lo más intangible de nuestro ser, son las primeras que se han colado en el futuro. Se han liberado de la tinta y del papel, de la caligrafía, se han alejado de la mano y del "puño y letra" de sus dueños. Escribimos y leemos en la nada, y en la nada cualquier cosa, por importante que sea, puede desaparecer sin dejar la más mínima huella, ni siquiera cenizas.

¿Cómo será ese nuevo mundo del libro? ¿Se conservará la cadena humana que va del escritor al editor (a veces pasando por un agente literario), la comunicación, el marketing, la distribución... hasta que las manos del librero le entrega al lector el "hecho consumado", como llama Horacio Quiroga a la obra literaria. Hasta ahora el libro no sólo es leído, sino tocado, traído y llevado, paseado, mirado, zarandeado por el viento y descolorido por el sol. Si uno no recuerda el título, puede acordarse de la portada. Y además tiene color, peso, volumen, y lo que parece más importante para todo el mundo, olor. Perder el libro en papel es perder un olor que ninguna otra cosa tiene. El libro es como una casa, con una puerta de entrada que es la tapa. Por esa puerta entramos en historias que sólo ocurren allí dentro, en vidas que no mueren aunque mueran en la trama, en amores imposibles y en mundos más comprensibles que el nuestro por fantástico que sea. Pero sobre todo por esa puerta se entra en otra mente que nos tranquiliza porque, aunque sea una mente rusa, checa, francesa, inglesa o china la entendemos y nos crea la sensación de no estar solos ni ser bichos raros. Porque resulta que siempre hubo alguien que antes, a veces cientos de años atrás y en el otro extremo del planeta, sintió lo mismo que nosotros.

Pero estos mundos con puertas de cartoné o blandas irremediablemente se perderán "como lágrimas en la lluvia". Así que no está demás acercarse por la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en el Paseo de Recoletos. No es un lugar sólo para bibliófilos en busca de esa joya que se les había escapado. Es también un desfile de la nostalgia para los más lectores y para los menos, porque ¿quién no ha leído algún tebeo en su vida? Pues esas viñetas se las encontrará allí como salidas de nuestro propio recuerdo infantil. Libros con el precio de diez pesetas anotado en el pasado por alguien que no se podía imaginar que ahora cayera en nuestras manos. Huellas del tiempo.

Casi nunca voy buscando nada determinado, suelo acercarme a esta feria a mirar y al final vuelvo cargada porque me voy encontrando con una tentación tras otra, con libros que han vivido mucho, con una personalidad irresistible. Lo que me lleva a pensar que no hay que deshacerse de ningún libro de papel porque en unos años todos estarán aquí, bajo las sombras del Paseo de Recoletos. Estamos saltando de era, estamos pasando de lo material a lo intangible de una manera asombrosa, como en su día se saltó de la tablilla de arcilla al papel. La levedad, como nos anunció Italo Calvino en esa maravillosa lección de literatura Seis propuestas para el próximo Milenio, es la tendencia, no solamente en narrativa y en su soporte, sino también en la ropa, en el transporte, los muebles, los mensajes políticos y de todo tipo, la comida, los cuerpos. Nos movemos hacia lo ligero. Puede que nos estemos moviendo hacia el espíritu por aquello que decía  Juan Luis Vives de que "el alma es casi nada". ¿Hay algo más ligero o leve que el alma?

            Tal vez al despojar al libro de las tapas, el papel, el olor y el tacto nos quedemos con su alma. Puede que ya estemos preparados para ir a lo esencial sin el caramelo del envoltorio. No parece que haya vuelta atrás, la cadena tal como la conocemos se romperá. Y dicen que "el hecho consumado" no lo será tanto porque el lector en el libro digital tendrá la oportunidad de alterar la historia, de darle otro final..., lo que por otra parte siempre ha hecho el lector con su imaginación, no es nada nuevo, hay tantas lecturas de un libro como lectores. Eso sí, ahora que no podemos vivir sin una pantalla delante, ahora que cuando no nos perdemos en el ordenador nos embebemos en el móvil y que nos sentimos desamparados sin estar conectados a la nada, el e-book y todos sus hermanos pueden ser un gran consuelo.

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11 de mayo de 2010
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La felicidad

 

 

Acabo de bajar de AVE y cruzo la plaza de Atocha. A veces todavía me viene a la mente aquel horrible scalextric que aplastó con su sombra la glorieta desde 1968 a 1985. Así fue el franquismo, como el scalextric, antiestético y tristón. Si querías sentirte mal sólo tenías que pasarte por allí en los días lluviosos. No podía ser más gris y deprimente. Pero si querías sentirte peor podías acercarte en verano, para que el cemento y acero te sepultaran bajo toneladas de calor rancio. Las obras que hacemos se nos parecen. No se puede escapar de la propia alma. Así que por mucho que se empeñen algunos, aquellos tiempos no volverán porque este país ya no se parece a aquella España de scalextrics y la prueba está en que al ciudadano de la calle le parece anacrónico y trasnochado lo que está pasando con el juez Garzón. Hasta que no seamos capaces de no tenerle miedo al pasado siempre planeará la sombra de ese pasado, las dos Españas, los rojos y los fachas y los combates en televisión con unos frente a otros haciendo perfectamente su papel. Mientras tanto los nietos de Franco se pasean de plató en plató, y la gente de la calle trata de sobrevivir y de ser feliz, como mi amigo Marcelino que todos los domingos sin faltar uno asiste a bailes de salón. Se pasa de ocho a doce de la noche entre tangos, valses, cha-cha-chas, salsa haciendo un alto para tomarse un pincho y reponer fuerzas. Aunque parezca mentira, aparte del caso Gürtel, de una justicia que los de a pie no somos capaces de entender (lo que significa que tendría que ser más clara, eficaz y cercana al ciudadano) y de la falta de dinero, la morosidad, etc. en Madrid funcionan de maravilla los bailes de salón. Son la válvula de escape de gente que ha decidido no complicarse e ir a lo fundamental, a lo esencial. El baile, la música. Agotar el momento. Marcelino vive en Leganés y debe de tener alrededor de sesenta años. Pinta paisajes y retratos, antes los vendía en el rastro, pero ahora trabaja por encargo. Tiene un estudio manchado de pintura, pero no es un bohemio, tampoco tiene pinta de artista ni lo pretende, y sin embargo lo es. Dice que le encanta su trabajo porque mientras la vista aguante podrá seguir con los pinceles a los ochenta. Y pintar es lo que más le absorbe en la vida. Dice entusiasmado que está haciendo un gran retrato de su padre ya fallecido. Y los domingos, a bailar. Se siente contento porque está alcanzado gran perfección en la danza. Marcelino tiene una cara ruda, dulcificada por el pelo rizado y un punto de candidez en su entusiasmo por la vida. ¿Es feliz Marcelino? Parece que sí y no necesita grandes cosas. Su secreto es que sabe entretenerse. Puede que la felicidad consista en eso, en saber entretenernos desde que podemos hacerlo hasta que morimos. Y este es un cambio que se está produciendo en nuestra sociedad. Antes a la gente había que entretenerla y ahora queremos entretenernos solos. Los bailes de salón, los gimnasios, corremos oyendo música, vamos en bici, hacemos deporte, queremos aprender nuevas cosas, leemos más que antes... Nos sentimos más seguros, y buscamos la felicidad. Incluso existe un Instituto de la Felicidad, ligado a una marca comercial.

La buscamos por todos los medios ya no solamente recurriendo al amor, ese recurso que nos eleva por encima de todas las miserias, sino que buscamos ser felices en todo momento, incluso sin estar enamorados, incluso en el trabajo. Las empresas están empeñadas en que los empleados sean felices trabajando y no tengan prisa por irse a  casa. Tratan de crear ambientes amables y distendidos con juegos y magníficas relaciones con los superiores, pero también (y esto supone un nuevo refinamiento) con la manipulación de los olores. Las tiendas ya los usan y hay empresas encargadas de diseñar los olores más convenientes para partidos políticos, grandes superficies, transportes o para promocionar la imagen de una ciudad. El olor es el recuerdo que más perdura y el que abre el resto de sentidos de forma espectacular. Así que un despacho tendría que oler a césped recién cortado por la mañana y por la tarde a algo así como cedro, canela y pachulí.

 ¿A qué huele la felicidad? Para Richard Wilkinson y Kate Pichett en su libro Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (Turner) el aroma de la felicidad es la igualdad.

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30 de abril de 2010
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¡Felicidades, Gran Vía!

  

 

            La Gran Vía es femenina, con curvas, empinada, sinuosa. Según nos situemos, la perspectiva será diferente, como si los edificios se doblaran para dejar entrar lo mejor de la luz o alguna hermosa fachada a lo lejos. Y si se mira para arriba en los días de sol los cristales de las ventanas parecen espejos enviándose señales unos a otros. Tras los espejos hay academias, clínicas, despachos de abogados, de detectives, hostales, habitaciones de hotel, apartamentos, oficinas y mucho más. Y abajo aún nos podemos encontrar alguna tienda con flamencas, toros, mantones y damasquinados, que nos hace preguntarnos cómo veríamos esta calle si fuésemos turistas. Yo particularmente nunca me sentaría en una terraza entre torrentes de gente que pasa sin cesar y codo con codo con los coches. Sus aceras están hechas para andar, para moverse, y si es verano, bajo la sombra de los propios edificios porque no hay árboles. Se ha intentado instalar algo de verde con jardineras aquí y allá, pero la Gran Vía rechaza el verde, no necesita esconderse tras el follaje, es lo que es. Tiene ese toque popular que hace que todo el mundo sea de la Gran Vía. Especialmente ahora que cumple 100 años. Qué no habrá ocurrido aquí, qué no se habrá visto en estas aceras llenas día y noche.

            En esto iba pensando mientras paseaba el otro día por ella echándoles vistazos a los escaparates, hasta que al llegar al edificio de Telefónica se abrió una gran puerta giratoria a mi paso que me dijo, entra, y entré lentamente sin saber bien qué hacía allí. Era una tarde extraña, entre plateada y rosa, tormentosa sin tormenta, melancólica. Daba la impresión de que el cambio climático se iba a producir de un momento a otro y que nos iba a pillar en la calle. En la acera había un grupo de jazz tocando y los transeúntes pasábamos a su lado con nuestros mejores andares como si estuviéramos en el rodaje del final del mundo y no quisiéramos estropearlo.

            Éste sería un momento tan malo como otro cualquiera, pensé mientras me dejaba tragar por la puerta giratoria hasta la exposición que acogen estas instalaciones de teléfonos de distintas épocas y todo lo referente al principal invento de nuestra civilización después de la luz. Todos los modelos, aunque fuesen muy antiguos, me resultaban familiares porque los había visto en el cine. Ese aparato con un gancho al lado que parecía una prolongación de la mano de Cary Grant o Humphrey Bogart. O las telefonistas de El apartamento, de Billy Wilder. Precisamente hay una reproducción muy emotiva en esta muestra de una larga centralita con clavijas y luces rojas y verdes y las operadoras sentadas en fila y uniformadas en las posturas más cómodas que podían adoptar para que no se les hinchasen las piernas. Detrás de ellas, en un pupitre aparte, una encargada vigilaba su trabajo, ¿tal vez para que aquella chicas que tanto han llenado la pantalla con sus voces cruzadas y sus dedos ágiles y su profundo conocimiento del ser humano no escuchasen más de la cuenta? Eran unas expertas en la voz. La voz es lo que llega más lejos de una persona. Es como su espíritu y nunca cambia tanto como el cuerpo. Quizá por eso lo que al final quedan en las casas y castillos embrujados son las voces de sus habitantes. Ahora, en cambio, preferimos no comprometernos con la voz y escribir mensajes.

            Seguí adelante. Tenían algo nostálgico los grandes teléfonos negros de Crimen perfecto y los blancos de Confidencias de medianoche. Pero lo más impresionante fue entrar en una habitación en que se levantaban imponentes bloques metálicos con cables y palancas. Era una central antigua en que se veía cómo por una mínima llamada se ponía en movimiento todo un universo de piezas que iban chocando unas con otras. Y esto sucedía tanto si la llamada servía para salvar una vida como para cualquier tontería, como si el universo fuese ajeno a lo que consideramos importante, y como si nosotros fuésemos ajenos al complejo engranaje que entra en funcionamiento con cualquier acción, con cualquier palabra o mirada. Pero ahora estamos acostumbrados a no ver la gran complicación que hay detrás de la vida. Si nos diésemos cuenta quizá nos frenaríamos en el empeño de hacerla difícil y angustiosa. De hecho en los modelos de central actuales todo es más rápido, fluido, más invisible, como si no pasara nada. Y, sin embargo, pasa.

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6 de abril de 2010
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¡Cuidado con las bicicletas!

  

            Del mismo modo que se inventó un motor que acabó con el coche de caballos y con los carros ¿se nos ocurrirá algún artilugio que sustituya al coche de cuatro ruedas?  Mientras que la comunicación va a toda pastilla y nos las hemos ingeniado para que la información y los bulos vayan y vengan al instante, el transporte por carretera es primitivo, mortífero y caro. Digamos que el coche no está a la altura del GPS. El GPS parece del siglo que viene y el coche se remonta a dos siglos atrás y la rueda no digamos. Quizá algún día se diseñe un traje o una burbuja transparente individualizada que previamente programada nos lleve donde queramos. Esta burbuja sería tan resistente y blanda que al chocarnos con otra el resultado no tendría que ser de muerte y si nos cayésemos por un terraplén rebotaríamos y en el agua flotaríamos. El volante y las marchas habrían pasado a la historia y al salir podríamos plegar la burbuja o quitarnos este traje especial y los problemas de aparcamiento se reducirían casi por completo. Pero me estoy dejando llevar por la imaginación. La culpa la tiene Valentina Zuravleva, que escribió un relato titulado El capitán de la astronave Pólux y que he encontrado en una antología de ciencia ficción rusa de 1965. Me lo estoy pasando en grande con ella.

Aparte de la maravillosa naturalidad con la que Zuravleva nos cuenta como si fuese normal que se supere la velocidad de la luz, la ciencia ficción tiene el encanto irresistible de ser el termómetro de nuestros deseos y fantasía. Desde que Valentina escribió este relato hasta ahora ¡cuántas cosas han pasado! Algunas continúan siendo complicadas como ir a un planeta a siete años luz como hacen sus personajes, pero ya no necesitamos la llama del fuego para hervir un líquido en la astronave porque tenemos la placa vitrocerámica o el microondas. Ni las páginas podrían amarillear porque se escribe en ordenador, y quién sabe dentro de cien años dónde escribiremos. Por lo general la ciencia ficción se adelanta en lo imposible, pero se queda rezagada en lo práctico. Nos resulta complicado imaginarnos peinándonos con algo que no sea un peine o que no tenga púas. Y, sin embargo, es a la realidad cotidiana donde antes ha llegado el futuro: el móvil y todos sus hermanos y primos, la red, el dinero invisible, el agua que cae sola si pones las manos debajo del grifo, la luz que se enciende si das una palmada. Y lo asombroso es lo bien que nos adaptamos a la novedad. Antes pensaba eso de si mi abuelo levantara la cabeza... Ahora creo que iría corriendo a comprarse un iphone. Aunque, como en la ciencia ficción, también en la realidad quedan lagunas de atraso: aún no existe una lavadora que lave, planche y doble la ropa, y llama la atención que  la cisterna del WC tenga un mecanismo tan rudimentario.

En cambio es una bendición que no nos hayamos deshecho del más ingenioso medio de transporte de todos los tiempos: la bicicleta. Según informes del Ayuntamiento, su uso se ha duplicado en Madrid. No tengo más remedio que alegrarme porque tiempo atrás, en estas mismas páginas, insistía mucho sobre la conveniencia del carril bici y me considero una gran animadora del uso de la bicicleta como síntoma de ciudad moderna. Desde luego aún no se usa de forma habitual para ir al trabajo, pero sí como deporte. No hay nada más que darse una vuelta por la Casa de Campo, por los márgenes del Manzanares o por cualquier parque para cruzarte con ciclistas, con muchos ciclistas. Así que estamos en el momento oportuno de advertir sobre algo que vengo observando y padeciendo y es que muchos ciclistas continúan mentalmente sentados en el coche y piensan que la carretera o la acera es suya. Te exigen que te apartes, no se limitan a ir por el carril bici porque creen que el ir subido en una bici es un salvoconducto para hacer lo que les dé la gana, como si el ciclista fuese un ser moralmente superior. Tanto hemos alabado la bicicleta que ahora cualquiera que se sube en una se cree con derecho a arrollarte. Aún estamos a tiempo de ponerle solución. En primer lugar, señalando muy bien el carril bici para que no haya confusión. El resto lo tiene que hacer el propio ciclista dándose cuenta de que el peatón continúa siendo el más débil y que debe respetarlo, y sobre todo que la bici no es sólo un sustituto del coche sino un estilo de vida más ecologista y más sano y que por lo tanto implica mayor sensibilidad hacia los demás. O eso se supone.

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17 de marzo de 2010
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Plataforma ciudadana

 

 

            Estos días viajo bastante hablando de mi novela Lo que esconde tu nombre y piso mucho aeropuerto y mucha estación de tren. He de decir que cada día aprecio más la hermosura de la T-4 de Barajas, lástima que se haya convertido en un asunto tan tenso el ir a tomar un avión. Desde que pongo el pie en su encerado suelo hasta que por fin piso la moqueta del aparato tengo que superar unos cuantos estados de ánimo. Tensión hasta que con la tarjeta de embarque en la mano supero el control entre abrigos, botas, cinturones, trolleys como cajas de cerillas y empleados que me miran con recelo, con mal humor. ¡Quítese los zapatos! ¿Por qué? Porque hay que quitárselos. Ayer no me hicieron quitármelos en este mismo control. Pues ahora hay que quitárselos. Vale. La sumisión tiene la ventaja de que te evita tiempo y saliva. Así que lo mejor es dejarse mandar e ir desembocando al otro lado del arco descalzos y con los pantalones medio caídos y las camisas fuera como si nos acabásemos de dar un revolcón unos con otros en esa inquietante frontera entre la tierra firme y el cielo. Seguramente dentro de unos años estas prácticas nos parecerán un atropello, ahora entre la novedad, el desconcierto y el miedo no sabemos qué pensar, ni qué decir y, sobre todo, tenemos prisa por coger ese vuelo que se nos escapa. La verdad es que el espectáculo que montamos en el llamado Control es entre estrafalario y simbólico, casi un rito de iniciación para emprender "el viaje". Pensándolo bien, es hasta bonito. Porque normalmente vamos y venimos sin pensar, ponemos en marcha el coche sin prestar atención a lo que hacemos, andamos por la calle dándole vueltas a nuestra última obsesión u oyendo música. Y mira por dónde, a la fuerza, en el aeropuerto no tenemos más remedio que tomar conciencia de que nos estamos marchando a otro lugar.

            Superado el examen, me pongo los zapatos y me relajo tanto que casi me entra sueño. Estoy en la gloria. Ahora ya puedo dedicarme a comprar un par de libros en el Relay y a darme cremas en el Duty free. Paraíso que se acabará para mí el día que introduzcan el escáner corporal para terminar de controlarnos y amedrentarnos. Por ahí no pienso pasar y entonces diré adiós a la T-4 y a todos los aeropuertos del mundo.

            Resulta que nos creíamos que el avión arrinconaba al tren, y ahora el AVE está acabando con el avión. Pensábamos que la televisión acababa con la radio, y la radio tiene más audiencia que la televisión. Nos tememos que el e-book termine con el libro de papel y quién sabe si no volveremos a escribir en papiros.

            En el tren quien más quien menos va enfrascado en el ordenador o manda mensajes con el móvil. Por el momento la pantalla ha ganado la partida al paisaje. Nos encanta lo extraplano, objetos sin contornos que parezcan que los estamos viendo en Internet más que en la realidad. Internet nos ofrece la vida en un puzzle, sin fondo, como si viviésemos en Planolandia (la ingeniosa novelita de Edwin Abbot), mientras que por la ventanilla uno ve la tierra y luego unos pinos y detrás un monte y formas sorprendentes y aire y sol y sensaciones que la vida extraplana no nos puede ofrecer. No digo que nuestros inventos no tengan su gracia y que desde luego nos aburriríamos si no le diéramos al magín hasta conseguir la visión en 3D, pero de ahí a que nos guste más una página web que ver caer la lluvia sobre las florecillas del campo...  

            Y para campo y paisaje espléndidos, los de Guadalajara, tan abiertos y claros como los sonidos de su propio nombre. Estas tierras no se merecen esconder nada inquietante como son los residuos nucleares, no se merecen ser el depósito de esa porquería tan peligrosa que afectará a no sé cuantas generaciones después de la nuestra. Guadalajara ya ha hecho bastante por la energía de todo el país soportando dos centrales nucleares. Y sus ciudadanos han dicho ¡basta!, prefieren concentrarse en la explotación de sus recursos naturales y montar industrias en los terrenos destinados a ser almacenes radiactivos. Así que, hoy sábado, me marcho corriendo a la manifestación convocada por la Plataforma Anticementerio Nuclear de Guadalajara, a la que también acudirán madrileños que sienten muy cercano el problema. Cuando ustedes lean estas líneas, la marcha pertenecerá al pasado, y ojalá también el problema. Como me temo que no será así, seguiremos diciendo no y no. No queremos ser cementerio nuclear. No queremos esconder nada.

             

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6 de marzo de 2010
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Los baños del Niágara

 

 

            Todos le llamábamos Ríos, aunque su nombre completo era Juan Manuel Sánchez Ríos. Falleció hace unos días. Era pintor y profesor de Artes Plásticas y Diseño, y esposo, padre, vecino, amigo. Pero por encima de todo era un gran amante de Madrid, una persona completamente integrada en el mundo, ese mundo que empieza en la casa, la calle, el barrio, la ciudad para seguir más y más allá. Ríos era un hombre de barrio y quienes lo conocían comprenden lo que quiero decir: hacía suyo su entorno, nada le resultaba despreciable o superfluo. ¡Cómo envidio su curiosidad!. Se fijaba en todo y lo cuidaba, trataba de impedir que se cometiesen atrocidades estéticas. Hay personas que desean lo que tiene el vecino y otras que andamos a medio camino entre lo que ya tenemos y lo que nos gustaría tener. A Ríos, en cambio, parecía que le faltaba tiempo para saborear a fondo lo que le había sido dado o había conquistado en la vida, pero no conformándose (era rebelde como él solo), sino implicándose hasta los huesos en cada momento y situación.

            No sé si exagero o me quedo corta, mi impresión es la de una simple vecina que se rindió a su humanidad y creatividad constante en la parcela de vida que le tocó vivir: mejoraba lo que tocaba, lo que caía en su esfera personal. Yo caí en esa esfera y puesto que escribo en la sección de Madrid de este periódico, estoy segura de que se empeñó en facilitarme el trabajo y que por eso de vez en cuando recibía algún sobre con mapas, con planos de la Colonia de chalecitos del Manzanares, que él intentaba que no se apartara del diseño original y no perdiera su encanto... El último envío fue suculento: una recreación hecha por él de "Sidras Casa Mingo" de los años cincuenta, integrada en la estación del Norte (ahora Príncipe Pío) entre los almacenes de mercancías y los andenes del tren. Hoy por hoy Mingo (fundada en 1888) continúa siendo un clásico, abarrotado casi siempre, con una mezcla de sidra, pollos asados, callos a la madrileña y fabada asturiana. Por allí se le podía ver a menudo, y allí un día de estos sus amigos nos tomaremos un vino o una sidra en su memoria. En el mismo sobre venía otra recreación: un grabado salido también de su mano de la Ermita de la Virgen del Puerto y su entorno. Nada más verlo, entramos en el túnel del tiempo, nos situamos en otro tiempo, en el siglo XVIII, cuando mandó construirla el Marqués de Vadillo. Entonces las cosas eran algo diferentes según nos cuenta Ríos: "Al fondo en la glorieta de San Vicente, se contempla la puerta de equivalente denominación y la fuente de los Mascarones, en cuya delantera discurre el arroyo de Leganitos que diera inicio en la plazuela de San Marcial, actual plaza de España". Si aquellas gentes levantaran la cabeza y vieran la Torre de Madrid, y ¿qué ha pasado con el Arroyo de Leganitos?

            Y ahora viene lo mejor, ¿sabían ustedes que existieron los estudios cinematográficos Fuente de la Teja? En la revista "El Barrio", de la Asociación de vecinos Manzanares-Casa de Campo, Ríos escribió un interesantísimo artículo en que cuenta cómo en 1919 la productora Patria Films compró unos terrenos en la Fuente de la Teja, situada en la calle Comandante Fortea. Este lugar, paralelo a la ribera del Manzanares, que hoy consideramos prácticamente el centro, entonces era el culo del mundo. Y allí la productora creció de manera increíble con taller de decorados y laboratorio propios. De hecho el primer decorado en Madrid del exterior de una calle se hizo aquí, y se rodaron La verbena de la Paloma, El lazarillo de Tormes, Gigantes y Cabezudos o Cuidado con los ladrones. Lamentablemente se cerró en 1927. Es curioso que ahora viva en este barrio mucha gente del mundo audiovisual como si fueran atraídos por los fantasmas de estos estudios y de los cines que los rodearon. Uno de los que Ríos habla es los Baños del Niágara, en la cuesta de San Vicente esquina con la calle Arriaza. Se inauguró en 1913 y tenía capacidad para 2500 personas, pero ¿ay! costaba una peseta y hasta que no se bajó el precio a diez céntimos no prosperó, después estuvo en funcionamiento hasta 1940. Y quien quiera saber más de otras salas que llenaban estas calles de ensoñaciones que acudan al artículo de Ríos. Gracias a él, a sus recreaciones e indagaciones podemos imaginarnos pisando por donde otros pisaron con ropa más incómoda, con otras costumbres y otros esfuerzos, en un Madrid más aldeano y pobre y sucio por una parte, pero menos domesticado por otra.

            ¿Qué sentirían las 2500 personas que abarrotaban los Baños del Niágara un domingo por la tarde? ¿Soñamos nosotros mejor que ellos?

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21 de febrero de 2010
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