Sin embargo, hay que decir que hay estaciones que no consienten que las ignoremos y las consideremos un mero trámite para salir a la calle. Estas estaciones poseen el poder de retenernos y obligarnos a contemplarlas como algo más que un lugar de tránsito en que una multitud va llenando de desperdicios las papeleras y dejando sus pisadas por doquier. Me estoy refiriendo a estaciones como la de San Benito en Oporto. Incluso el que esté acostumbrado a verla, no puede dejar de echar una mirada a sus paredes revestidas con veinte mil azulejos decorados por el pintor Jorge Colaço, en que se representan escenas de la historia de Oporto y que vistos de cerca parecen estar cubiertos por una fina gasa para que no se deterioren. Toda la cerámica está pintada en blanco y azul que es el tono dominante de la ciudad, con esas alegorías, batallas y paisajes que animan las vajillas de porcelana. Por lo que toda esta majestuosidad encierra a la vez algo de hogareño, de taza para el té. Es algo así como un homenaje a los que se van y vuelven a casa, a los amantes que se encuentran y se despiden. De verdad, esta estación merecería una película al estilo de Breve encuentro de David Lean, Estación Termini, de Vittorio de Sica o la más contemporánea Enamorarse, de Ulu Grosbard.

				
Cuando era pequeña viví casi dos años en una estación de ferrocarril como la de Trenes rigurosamente vigilados, una maravillosa novela de 90 páginas de Bohumil Hrabal, que se desarrolla en Checoslovaquia al final de la Segunda Guerra Mundial y donde se encuentra, a pesar de la distancia de tiempo y espacio, gran parte de lo que vi a los cuatro años: un pequeño mundo organizado jerárquicamente donde se mezclaban la mecánica, la burocracia y la vida familiar: las sacas con el correo, el despacho de billetes, las oficinas, las mercancías, las vías, las traviesas manchadas de grasa, la grava amontonada junto a los raíles y las florecillas que crecían junto a la grava. Y según se comprueba en la novela de Hrabal su esquema se repite por casi todo el planeta: el jefe, los factores, los guardagujas, los mozos, maquinistas, los interventores (que pican los billetes en los vagones), los inspectores. ¡Ah! y los viajeros, esas caras que se suelen ver una sola vez en la vida.
Todo lo contrario que ahora en que no sólo se marca la tripa con prendas ajustadas, sino que se exhibe el color sonrosado del ombligo orgullosa y alegremente. Y quizá en este sentido habría que hacerle justicia al pionero desnudo de Demi Moore en estado de buena esperanza (como se decía antes) que desterró la idea de que mujer embarazada, mujer invisible. Ahora su invisibilidad tiene un origen diferente, es fruto de su escasa existencia con una repercusión social que parece que preocupa a los políticos, mientras que a nosotras nos da igual, y que la mujer inmigrante está paliando, de momento, hasta que se canse.