Sin embargo, hay que decir que hay estaciones que no consienten que las ignoremos y las consideremos un mero trámite para salir a la calle. Estas estaciones poseen el poder de retenernos y obligarnos a contemplarlas como algo más que un lugar de tránsito en que una multitud va llenando de desperdicios las papeleras y dejando sus pisadas por doquier. Me estoy refiriendo a estaciones como la de San Benito en Oporto. Incluso el que esté acostumbrado a verla, no puede dejar de echar una mirada a sus paredes revestidas con veinte mil azulejos decorados por el pintor Jorge Colaço, en que se representan escenas de la historia de Oporto y que vistos de cerca parecen estar cubiertos por una fina gasa para que no se deterioren. Toda la cerámica está pintada en blanco y azul que es el tono dominante de la ciudad, con esas alegorías, batallas y paisajes que animan las vajillas de porcelana. Por lo que toda esta majestuosidad encierra a la vez algo de hogareño, de taza para el té. Es algo así como un homenaje a los que se van y vuelven a casa, a los amantes que se encuentran y se despiden. De verdad, esta estación merecería una película al estilo de Breve encuentro de David Lean, Estación Termini, de Vittorio de Sica o la más contemporánea Enamorarse, de Ulu Grosbard.
