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Escrito por

Clara Sánchez

Clara Sánchez es escritora española. En la actualidad reside en Madrid, donde estudió la carrera de Filología Hispánica y donde durante varios años enseñó en la universidad. Hasta la fecha ha publicado ocho novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (1993, Punto de Lectura 2006), Desde el mirador (Alfaguara, 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del Paraíso (Alfaguara, 2000), Desde el mirador (Alfaguara, 2004) y Presentimientos (2008).  Su obra ha sido traducida al francés, alemán, ruso, portugués, griego...Ha recibido el premio Alfaguara de novela en 2000 por Últimas noticias del paraíso. Y el premio Germán Sánchez Ruipérez al mejor artículo sobre Lectura publicado en 2006 por la columna titulada "Pasión Lectora" (El País, 6 de agosto). Colabora habitualmente en El País. Y durante unos cinco años lo hizo en el programa de cine de TVE "Qué grande es el cine".

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Esquiadores (2)

Por lo pronto era maravilloso contemplar desde la silla toda aquella nieve azulada de puro blanca bajo el sol que daban tantas ganas de pisar aun sabiendo que una vez machacada por nuestras enormes botas resultaría bastante menos maravillosa. El aire venía tan frío y limpio que empecé a quedarme afónica. Será que a lo bueno también tiene uno que acostumbrarse. Pero, en fin, allí estaban mi grupo y mi monitor y un duro día para las piernas. Las pistas comenzaron a llenarse de vestimentas multicolores de primera calidad y entre caída y caída tuve un cursillo acelerado de lo que se llevaba y lo que no, lo mío no se llevaba en absoluto, aun así aguanté el tipo y me pareció increíble que al poco rato ya hubiésemos aprendido a hacer la cuña y a deslizarnos por suaves pendientes, lo que para mí era más que suficiente, sobre todo cuando a eso del mediodía, una vez que los novatos ya nos habíamos soltado,  empezaron a aparecer camillas por las pistas. En mi grupo por ejemplo había un tiarrón impaciente que se creía que ya sabía esquiar y en su alocada carrera arrolló a una chica y le rompió no sé cuántas cosas, así que procuraba separarme de él lo que podía y estaba deseando que lo enviaran a esas cumbres que llamaban rojas o negras desde las que los esquiadores de verdad bajaban haciendo eses a una velocidad de vértigo. En el fondo me horrorizaba que pudiese aprender tanto en los cinco días que quedaban que me hicieran subir allí. Cuando eso ocurriera, tenía pensado volver a apuntarme en el nivel A y seguir en las suaves pendientes. ¿Es esto cobardía? Sin duda alguna. Da mucho miedo tener que bajar desde tan alto.

/upload/fotos/blogs_entradas/las_lesiones_ms_frecuentes_de_los_esquiadores.jpg                        De todos modos, por la tarde, con unas agujetas tremendas, me compré un equipo precioso. Mono rosa fucsia, unas gafas blancas y otras negras de espejos, una pequeña mochila del tono del mono y manoplas malva haciendo juego con una cinta ancha para el pelo. Este equipo me dio tal fuerza y seguridad que el monitor se empeñó en pasarme al nivel B, donde el itinerario se complicaba con unas placas de hielo que te mueres. El ejercicio, el peligro, el frío, el sol reverberando en la nieve, mis botas, mis gafas ajustadas a las sienes. Me sentía la Teniente O'Neill. Aunque me aterraba la posibilidad de pasar al nivel C, sobre todo cuando la cafetería del hotel empezó a poblarse de brazos doblados y piernas estiradas escayolados como si fuera lo más normal del mundo. Así que cada tarde que regresaba entera, sin un hueso roto, me parecía milagroso y me prometía no volver a subir, pero volvía. Como ahora vuelvo. ¿Será esto valentía?

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28 de diciembre de 2007
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Esquiar (1)

Los esquiadores están de enhorabuena, por lo que he visto en televisión es uno de esos inviernos en que hay nieve para dar y tomar. Siempre me da un poco de envidia cuando los veo deslizarse por las altas cumbres en medio de ese aire tan puro pegándoles en la cara. Me entra una gran nostalgia y me tienta la idea de sacar mi equipo del trastero. ¿Y por qué no?, me digo quitándole el polvo a las tablas. Nunca olvidaré la primera vez que lo usé, fue en la estación de Formigal. Entonces no tenía ni idea de lo que eran unos esquíes, ni unos bastones, ni unas botas de après-ski. Ni tampoco comprendía la importancia de sentirse bien equipada y a la moda. Ingenuamente creía que bastaba con ir bien abrigada. Así que como no sabía si me iba a gustar este deporte y no quería invertir mucho dinero en una ropa que luego no iba a utilizar, me hice con unos pantalones de una amiga, un anorak de mi hermano, unas manoplas de no sé quién, un gorro de lana que tenía por casa. En el pueblo alquilé las botas y las tablas. Pero al día siguiente pagué mi error. Al principio con el lío de las taquillas, el telesilla, el funcionamiento de los tickets y todos esos detalles que hay que tener presente en cuanto uno entra en un nuevo mundo aunque sea por diversión, no reparé en que aquello era un poco como la pasarela Cibeles y que según trascurriese la mañana mi modelito iría desentonando cada vez más y yo perdiendo fe en mis posibilidades.

Podría no haberme importado, podría haber tenido una personalidad tan fuerte que todo aquello me pareciese una soberana tontería porque desde fuera es muy fácil juzgar lo que es una tontería y lo que no, sin embargo, cuando se está dentro de las situaciones todo es importante. Y es importante que los demás piensen que eres de su club y no un mamarracho...

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27 de diciembre de 2007
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¿Ha sido buena la Nochebuena?

Felicidades a todos los que hayan superado este primer tramo de las navidades sin reñir con la familia. Según una estadística publicada estos días, en Nochebuena un treinta por ciento de las familias reunidas en torno al cordero y los turrones acaba mal. ¿Te extraña? Pues a mí no, porque imagínate a esos cuñados que en el fondo no se tragan y que con el vino se les empieza a soltar la lengua, y luego botella viene y botella va de cava, a uno se le ocurre una broma que al otro le sienta como un tiro; y las hermanas, sus esposas, a quienes ya se les están agriando hace rato los langostinos en el estómago, deciden apoyar cada una a su marido porque es con el que más tarde, al fin y al cabo, ha de volver a casa y meterse en la cama y entre todos montan el pollo. O bien una decide ponerse al lado del contrario y entonces la pareja se coloca al borde de la ruptura. O quizá ellos son los hermanos y ellas las cuñadas, que no pueden verse. O puede que uno de los niños pegue a otro y esa sea la gota que desborda el vaso. O puede que..., las posibilidades de encontronazo son tantas cuando la familia se ve forzada a celebrar la dichosa noche todos juntos. Y también ocurre que en otros casos se trata de una reunión redundante que no aporta nada a las relaciones porque hay familias muy pegajosas que siempre están de comilonas y celebraciones y que no necesitan una noche especial para ser felices una vez más.

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26 de diciembre de 2007
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Marte (2)

...Pero pensemos por un momento que no existe Marte. Sería un auténtico desastre porque entonces tampoco existiría el Capitán Wilder de Crónicas Marcianas (Ray Bradbury) extrañado ante su propia existencia en un planeta que no comprende, pero cuyo misterio respeta. No existirían sus marcianos espectrales con rostros de plata, orejas talladas en oro y labios adornados con rubíes conduciendo naves sobre mares de arena. No existirían, sus canales, sus colinas azules, sus casas con columnas de cristal, sus libros de metal. /upload/fotos/blogs_entradas/cronicas_marcianas.jpgY no existirían los invasores terrícolas atolondrados e ignorantes cuyo fin es llevar con ellos sus maravillosas gasolineras y hamburgueserías porque son incapaces de salir de la rutina y porque más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. A veces a alguno de estos terrícolas de Bradbury, por un ataque de ira o por pura diversión, le da por destruir alguna de las milenarias ciudades ajedrezadas y blancas que caen fulminadas en el fondo del tiempo. Porque son capaces de viajar miles de millones de kilómetros sin ánimo de aprender nada, salvo el capitán Wilder y algún otro personaje a los que Bradbury salva de la estupidez humana para poder salvarnos a todos.

Un esfuerzo inútil porque ni siquiera hace falta ir hasta Marte para hacer lo que haríamos en Marte, siempre se ha repetido la misma historia allá donde haya habido una tierra marciana de la que apoderarse. Y ahora que el planeta vecino está tan cerca lo miramos con ojos codiciosos, quizá porque brilla como las joyas marcianas y porque sabemos que algún día será nuestro.

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21 de diciembre de 2007
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Marte (1)

Hoy miércoles (en que escribo las líneas del jueves) he leído en elpais.com que el "martes" el planeta "Marte" (una coincidencia que parece hecha adrede) se encontraba en el punto más próximo a la órbita de la Tierra y durante 36 horas el telescopio gigante Hubble ha estado captando fotos con las que se ha compuesto una imagen bastante clara de la superficie marciana. A mí en el fondo lo que más me interesan son estas cosas del espacio interestelar, donde todo es o muy pequeño o descomunal, o tan oscuro que casi no existe (¿existe o no existe la materia oscura?) o muy brillante. Resulta bastante impresionante ese agujero negro que se está zampado una galaxia entera (cuyo tamaño ni siquiera somos capaces de imaginarlo), y nosotros aquí con nuestras tonterías. El chorro de radiación y partículas se ve con bastante nitidez en la fotografía de la NASA, pero nos han tranquilizado diciendo que está tan lejos de nosotros que no tenemos por qué preocuparnos, así que podemos seguir con el día a día, o sea, con nuestras zancadillas, envidias, rencores y de vez en cuando con algún enamoramiento que otro, que es la mejor manera de creer que uno ha venido a este mundo para algo.

A mí hay días que se me olvida mirar el cielo por la noche, y cuando caigo en la cuenta me da mucha rabia porque me he perdido la noción de dónde estoy, me he olvidado de la sensación de estar dando vueltas por el universo en una bola que milagrosamente me sostiene (por cierto ¿hacia dónde vamos?), y he recorrido el camino de mi casa hacia no sé dónde, y he hablado con no sé quién, y algo me ha puesto de mala leche, y otra cosa me ha hecho reír, y he escrito, y todo esto está muy bien, pero no basta, queremos saber más, queremos saber qué pasa con Marte. Sé que en nuestra bola hay tantos problemas horribles que pensar en Marte es una frivolidad y una manera de evadirse. Pero a mí la evasión me encanta, si pudiera, estaría todo el día evadiéndome hasta que el chorro de partículas me engulla.

Hasta mañana.

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20 de diciembre de 2007
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Cafés y cafeterías

Frente a los bares, los cafés son otro mundo y tienen nombres famosos. El Gijón, Barbieri, el Comercial, el de Oriente. Es muy agradable citarse en un café con alguien que te apetece ver, aunque agradecería asientos más cómodos. Más sofás y sillones y menos sillas, porque a este tipo de local se viene a echar por lo menos una hora y cuando llevo tanto tiempo en una silla con las piernas cruzadas y sin saber qué hacer con los brazos me dan ganas de sacar el ordenador y empezar a trabajar. En la silla nos sentamos para algo concreto. Para comer, para escribir, para esperar en una consulta, para estudiar en la biblioteca, pero no para algo tan vago como charlar o contemplar a los otros sin ningún objeto ni finalidad. Para eso necesitamos un material más mullido, donde el cuerpo pierda rigidez y se abandone un poco. De acuerdo que recostados en cojines y tapizados blandos nos arriesgamos a que se nos descontrole algún michelín que otro y a que se nos desmadre la papada, pero también es cierto que las facciones se relajan y la sonrisa se forma sin esfuerzo y que el tiempo nos importa menos. /upload/fotos/blogs_entradas/inteligencia2.jpgTal vez sería el momento de profundizar en este asunto ahora que tan de moda está el lenguaje del cuerpo. En el fondo, sentimos debilidad por lo blando. Como explica Malcolm Gladwell en su interesante y entretenido libro, Inteligencia intuitiva (Taurus), la imagen de nuestra época puede quedar resumida en los guantes con que Disney ocultó las pezuñas de Mickey Mouse. A quien lo lea le recomiendo el capítulo "La silla de la muerte", que va más allá de los rellenos de goma espuma para adentrarse en la comodidad y vagancia de criterio que nos invade.

Y hablando de vagancia, nunca entendí por qué existiendo el tradicional "café", hubo un momento en que se impuso la "cafetería", con nombres de resonancias mundanas como Manila o California, donde la gente iba a merendar con una parsimonia que te mueres. Ya no existen muchas de ellas, no han resistido bien nuestro actual ritmo de vida, parece que  ya no nos gusta citarnos para hablar horas y horas, ahora eso se hace por Internet y se rehúye el cara a cara, que se deja para asuntos prácticos y momentos escogidos. Ahora cada uno tiene su blog donde dice lo que quiere y no tiene por qué perder el tiempo. 

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19 de diciembre de 2007
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Bares, tabernas y baretos (2)

Creo que estamos de acuerdo en que el bar aborrece las atmósferas envolventes y las florituras porque ahí se va a lo que se va, a tomarse el vino con la tapa a codazos con otros parroquianos pongamos un domingo al mediodía. De todos modos Madrid ha ido perdiendo ese realismo del pulpo pintado en el cristal, y en los restaurantes van desapareciendo los escaparates con el cochinillo mirando a los transeúntes y el chuletón tal cual ha sido cortado. Estos bodegones de tan realistas casi eran surrealistas y ahora en su lugar no hay nada, la pared o la hornacina con la carta. No sé, es todo muy soso, menos mal que el bar continúa siendo el local estrella de esta ciudad.

En cada esquina, en cada calle hay uno o varios, muchos en general. La presencia del bar es abrumadora, y cuando servidora era más tiquismiquis, el bar me parecía muy basto y populachero con los huesos y los palillos por el suelo y ese aire de tierra de nadie, hasta que leí en una guía para extranjeros que en los bares de Madrid después de limpiarlos a conciencia cada mañana se esparcen por el suelo huesos y palillos para dar la sensación de trasiego y atraer a la gente, lo que de ser verdad merecería una reflexión aparte, y de ser mentira, también. Cada bar dispone de una clientela más o menos fija entre los vecinos de los alrededores que acuden a sus entrañas a ver algún partido importante, a distraerse un rato y sobre todo para no estar en casa. Lamentablemente con las franquicias se están perdiendo los familiares nombres de Bar Flori, Bar La Escalera, o esos otros que contrariamente a su aspecto, que no es precisamente versallesco, parecen salidos de un joyero: El brillante, El diamante, La perla. Es lo que menos ha cambiado desde que tengo uso de razón tanto en la forma como en el fondo, salvo que ya no se juega al dominó ni a las cartas, pero eso no quita para que el bar de abajo siga siendo una alternativa, por lo que se puede decir que cumple una función social y terapéutica de primer orden. Además tiene la ventaja de estar muy a mano, frente al café que siempre pilla más lejos y que requiere una cierta planificación...

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18 de diciembre de 2007
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Bares, tabernas y baretos (1)

Un amigo irlandés que vive en Madrid desde hace un año me dice que lo que menos le gusta de aquí son los bares. Dice que están iluminados con una luz tan fuerte que parece que se está tomando la cerveza en un quirófano. No es de extrañar que piense esto alguien que viene de pubs en penumbra decorados con muebles de madera añeja, donde la caña se llama pinta y es tan espesa que se puede cortar con un cuchillo. Mi amigo no entiende la estética del bar, que consiste en no tener estética. Su decoración auténtica es muy simple: acero inoxidable, mostrador lo más largo posible con vitrinas redondeadas encima donde se exponen las tapas y los pinchos y donde nunca falta la ensaladilla rusa, que los comedores de ensaladilla rusa como yo nos hemos dado cuenta de que ahora es exactamente igual en todos los bares, ¿por qué?, ¿dónde hacen esa ensaladilla comunal?

El bar es feo de narices. Y tiene que cumplir ciertas características como: no ser acogedor, ser destartalado aunque sea pequeño, sus sillas han de ser incómodas y tienen que contar con una buena televisión con un partido de fútbol intemporal e infinito hacia el que levantar las cabezas. ¡Ah! y el café con leche ha de servirse en vaso cristal, aunque te abrases los dedos al cogerlo. En el bar te miran con asombro si pides un café en taza. Hasta ahora no había entendido el porqué de esta moda, pero me acabo de dar cuenta de que es simplemente para aumentar la sensación de incomodidad y de feísmo. En el bar el ambiente tiene que ser esquinado, frío, como si no quisieran retenerte, y tú te empeñaras en quedarte. Todo para que el parroquiano (así se llama el cliente asiduo del bar) pueda sentirse en un sitio que no se parezca absolutamente en nada a una casa, a "su casa" para ser más precisos, porque el parroquiano acude al bar cuando la  casa se le cae encima, que es muy a menudo. Todo lo contrario que el dichoso pub con sus cálidas y hogareñas atmósferas. No sé si se habrán hecho estudios sobre el fenómeno bar; si hay alguno me gustaría leerlo; si no existe, alguien debería hacerlo.

En mi barrio se conservan tres o cuatro locales que tendrían que designarlos patrimonio nacional: mesas de formica de antaño, aire desangelado hasta los huesos, luz fría y tres o cuatro parroquianos que se pasan allí el día con la mirada perdida incluida la del dueño. Son el eslabón perdido entre el bar y la legendaria taberna, que popularmente llamamos baretos y que ahora, señoras y señores, hacen furor entre los jóvenes. Los jóvenes los reivindican, se encuentran bien allí y cuando llega algún amigo extranjero, tipo el irlandés de estas líneas, se lo enseñan como algo típico, por lo que sus dueños, acostumbrados a su escasa y fija clientela y a tanta paz, se encuentran abrumados por estas nuevas hordas de bebedores...

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17 de diciembre de 2007
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Peluquerías (2)

Esos grande secadores por lo general estaban colocados en fila y en algún momento del proceso de lavar, teñir, cortar, marcar (término en desuso) y peinarte daban una revista y metías allí la cabeza sin rechistar. El resto del cuerpo permanecía fuera sentado en una silla. Cuando los humanos del futuro vean estas imágenes les parecerá que acostumbrábamos a entretenernos con una revista mientras nos hacían un electroencefalograma o un escáner o nos lavaban el cerebro. Para esos seres nosotros seremos casi tan primitivos como en realidad somos.

A favor del secador, con su aire muy caliente y ensordecedor, habría que decir que conseguía un aislamiento perfecto. Ni a solas en la habitación más silenciosa de la casa, ni en plan meditación, se ha llegado a tanto. Quienes hemos pasado por eso enseguida comprendimos que el cerebro lo era todo. /upload/fotos/blogs_entradas/secador.jpgEn cuanto la peluquera cerraba la escafandra y regulaba la temperatura y programaba el tiempo parecía que una iba a salir disparada a la luna, y todo lo de fuera se hacía más lejano. Desde la cápsula veías a la gente mover los labios y alguien te hacía señas que no comprendías ni querías comprender. La cabeza ardía y dentro la materia gris y blanca se ponía de todos los colores. Por un rato podías hacerte la loca y no contestar si no querías, podías no pensar en nada. Y jamás nos cuestionamos, ni creo que se haya estudiado, si era perjudicial o no someter las neuronas a semejante centrifugado, porque tampoco nos preocupábamos tanto como ahora por lo que tenemos dentro de la cabeza. Todo era más simple. En el burdo mundo de mi infancia, por ejemplo, a los hijos se los dividía en los que valían para estudiar y los que no, en débiles y fuertes, en retraídos y simpáticos. El mundo en general estaba dividido en tontos y listos, pobres y ricos, pies planos y pies normales. En resumidas cuentas, el mundo era más o menos una versión del Gordo y el Flaco. Es ahora cuando nos empezamos a cuestionar qué es la inteligencia y qué es el cerebro y la mente, y se ha pasado del complejo polivitamínico a lanzar al mercado esas maquinitas de bolsillo para entrenar la mente en todo momento y lugar. Lo ideal sería incorporarlas a los aparatos del gimnasio y así acabaríamos por no pensar absolutamente en nada, que es la mejor manera de no angustiarse, de no obsesionarse, de no odiar y de no fantasear con amores imposibles.

Por fin  llega Nikos, el peluquero fashion, arrastrando los pies con unos vaqueros de Dolce & Gabbana y se saca el jersey por la cabeza sin arreglarse luego el pelo con la mano. Lleva un corte tan genial que ha de quedar así, tal como lo deje el jersey, como si no le diera ninguna importancia a la pelambrera. Llevamos esperándole una hora, pero él nos mira sin prisa. Es un artista. Besa a algunas. A las demás nos sonríe como diciendo, la próxima vez será. Escoge a una. Yo estoy antes pero no quiero protestar y caerle mal. Quiero ser una de los suyos.

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14 de diciembre de 2007
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Peluquerías (1)

El otro día por Madrid no se podía dar un paso, íbamos todos codo con codo y no se trataba de una manifestación, sino que todo el mundo se había echado a la calle a comprar como locos o a mirar cómo otros compraban, puesto que existe una queja generalizada de lo poco que se vende cualquier cosa. Según los comerciantes no venden, pero vas al cine y hay cola, vas a un restaurante y está lleno, vas a tomar un taxi y tienes que pegarte con alguien que dice que ha levantado la mano antes. Y a la peluquería hay que ir con toda la mañana o la tarde por delante, porque a la clientela tradicional de las mujeres se han sumado los hombres, que antes no necesitaban más de cinco minutos y un barbero, y que ahora tardan tanto o más que nosotras.

Pero ¿quién puede pasar sin este trámite estético? Es increíble que suceda lo que suceda en el mundo (guerras, atentados, muerte en definitiva, enfermedad, hambre y todos los dolores posibles) el ser humano no puede dejar de ser frívolo, o mejor dicho, la entrega al adorno y la apariencia cada día ocupa mayor parte de nuestra esencia. Así que ocurra lo que ocurra la preocupación por el corte de pelo sobrevivirá y las peluquerías se llenarán como un reducto de vida donde no ocurre nada. Lo he comprobado hoy mismo.

Nada más entrar en esta peluquería que me han recomendado, me cae encima una capa plateada que me envuelve como si fuera la reina de Saba. Me piden que me siente a esperar, junto a otras reinas, a Nikos, el peluquero. Qué moderno y ligero es todo. Hay un poco de revuelo porque una televisión está grabando un implante de pestañas, y todos hemos concentrado la atención en esa delicada operación. Se habla de extensiones (antaño llamados postizos), de reflejos (antaño, mechas), de baño de color (tinte), de cera para las puntas y un largo etcétera. Tanto clientes como peluqueros tienen un tono de voz aterciopelado que no parece de este planeta. Más aún, llegan clientes tan peinados que parecen que acaban de venir de otra peluquería.

¿De dónde han salido? ¿Han oído si quiera hablar de la crispación en que vivimos sumidos en este país de bocazas? Me siento un poco desplazada y algo tosca dentro de mi capa de lamé y empiezo a echar de menos los grandes secadores de las peluquerías de antaño, donde te encapsulaban la cabeza hasta que echaba humo. ¿Quién los inventaría? Y, sobre todo, ¿qué han hecho con ellos al apartarlos de nuestra vida? Formaban parte del paisaje más amable del día a día y en cuanto aparecían en una película, la convertían en comedia. Sin embargo, ahora, vistos con distancia, van resultando extraños y dentro de cien años cuando se haya olvidado para qué servían serán completamente desconcertantes, podrán parecer incluso siniestros.

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13 de diciembre de 2007
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