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Escrito por

Clara Sánchez

Clara Sánchez es escritora española. En la actualidad reside en Madrid, donde estudió la carrera de Filología Hispánica y donde durante varios años enseñó en la universidad. Hasta la fecha ha publicado ocho novelas: Piedras preciosas (Debate, 1989), No es distinta la noche (Debate, 1990), El palacio varado (1993, Punto de Lectura 2006), Desde el mirador (Alfaguara, 1996), El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999), Últimas noticias del Paraíso (Alfaguara, 2000), Desde el mirador (Alfaguara, 2004) y Presentimientos (2008).  Su obra ha sido traducida al francés, alemán, ruso, portugués, griego...Ha recibido el premio Alfaguara de novela en 2000 por Últimas noticias del paraíso. Y el premio Germán Sánchez Ruipérez al mejor artículo sobre Lectura publicado en 2006 por la columna titulada "Pasión Lectora" (El País, 6 de agosto). Colabora habitualmente en El País. Y durante unos cinco años lo hizo en el programa de cine de TVE "Qué grande es el cine".

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Luces y sombras navideñas

¿Qué por qué las navidades se adelantan más cada año? Pues porque no hay un consumo más completo que el suyo. Si todo estuviera tan bien organizado como el consumo, el mundo funcionaría mejor. Mientras que en verano, por ejemplo, el fuerte está en el turismo y la ropa de baratillo de sudar y tirar, estas fiestas, aparte de los viajes, abarcan la alimentación más ostentosa y exagerada del año tanto en casa como en los restaurantes, llenos hasta la bandera. También, como atendiendo a una señal, a una palmada del director, los escaparates y perchas y mostradores de las tiendas se inundan de terciopelos, gasas, rasos y pedrería. En la televisión desfilan los cavas entre un bombardeo de perfumes con susurrante acento francés y la ciudad se llena de luces.

La iluminación de Madrid levanta todos los años su pequeña polémica: que si es cara, que si su diseño no responde al espíritu navideño, que si emite a la atmósfera una cantidad exagerada del nocivo CO2. Por lo visto este año se encienden la friolera de nueve millones de bombillas en 150 puntos de la ciudad con la consiguiente alarma de que se iluminen tan pronto y que el consumo, ya por sí elevado, no se ciña a las fechas estrictamente navideñas. También parece un poco precipitado que se haya instalado desde los primeros días de diciembre el belén de hielo más grande del mundo, ¡con lo que debe de costar que no se derrita!. Ni que esto fuera Laponia. Pero no seré yo quien me ponga en plan protestón porque me gusta la Navidad, me reconforta la combinación de frío (a poder ser neblinoso) y la decoración de las calles y las luces y los regalos, sobre todo el envoltorio de los regalos con papeles tan brillantes y lujosos como la ropa de Nochevieja.

Por cierto, salir en Nochevieja es algo que dejé de hacer a los veinticinco. Hasta entonces fue casi una obligación tener un plan, ponerme tacones y una ropa con la que pasaba bastante frío cuando llegaba el momento del regreso y tenía que buscar un taxi que nunca aparecía. Era tortuoso y horrible, pero si me quedaba en casi parecía que me estaba perdiendo algo importante. Acababa cansada y harta de tanta diversión ajena y entonces a alguien se le ocurría lo del chocolate y los churros, una tradición madrileña que no es ni más ni menos que un plus de agotamiento innecesario. Si no recuerdo mal, las nocheviejas de mi juventud fueron lamentables. Por eso en mi vida no hay nostalgia. Una vez creo que incluso me acerqué a la Puerta del Sol arrastrada por un grupo de progres, que quería hacer el tonto, y fue algo así como una pesadilla, sobre todo porque me esforzaba mucho en pasármelo bien. Por no hablar del día de Año Nuevo que también tenía lo suyo: calles desiertas, restaurantes, quioscos, bares, todo tipo de comercios cerrados. Era el día después y sólo los cines estaban abiertos, más o menos como ahora, pero ahora me lo monto mejor y aprovecho para darme una buena caminata por calles dormidas, vacías, recogidas. Entonces iba a algún cine abarrotado a sentarme en primera fila porque la casa se nos caía encima y había que hacer algo.

/upload/fotos/blogs_entradas/loteria.jpgSin embargo, no seré yo quien diga que  me deprime la Navidad, si bien no logro sentirla hasta el día de la lotería, el 22 de diciembre. Hasta ese momento todos los adornos tienen aire postizo, impostado, anacrónico. Un belén fuera de su tiempo no tiene razón de ser, como tampoco el mazapán y el turrón, ni el árbol. La puesta del árbol se ha simplificado mucho, ya no hay que salir al bosque a cortar un abeto de verdad, ni hay que estar horas adornándolo con miles de bolas y tiras doradas y plateadas; los hay plegables con fibras ópticas que cambian de color, que dan el pego perfectamente, y además tienen la ventaja añadida de que luego no tenemos que ver cómo amarillean, se secan y se les caen las hojas y desde luego no tenemos que arrastrarlo hasta el contenedor. Claro que de eso a los belenes virtuales proyectados en las fachadas de las iglesias, como he leído que se piensa hacer este año va un abismo. El belén no puede ser virtual, porque precisamente el pesebre, el castillo, los pastores, los reyes, el oasis y la arena del desierto junto al musgo y los copos de nieve es la representación material de una creencia que en sí misma ya es una ilusión de realidad, por eso en estas fiestas todo ha de ser concreto: la comida, la bebida, la diversión, el aburrimiento y las figuritas del belén. 

Artículo publicado en: El País, 9 de diciembre de 2007.

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11 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (6)

El de la cazadora negra me ha querido intimidar, de eso no hay duda. Encuentro un asiento bastante escondido entre gente que está de pie, y cuando llegamos a mi estación salgo. Que no me sigan, me digo, que no me sigan. El ordenador me pesa más que nunca. Seguramente si van detrás lo harán a bastante distancia, pero no quiero volverme a mirar ni tampoco quiero ir directamente a mi casa y que sepan dónde vivo, así que me meto en una tienda de ropa que hay de camino y espero un buen rato vigilando la calle. Cuando lo cuente, no se lo va a creer nadie, pienso, yo misma dudo de que lo que me está ocurriendo sea real, que no sean sólo aprensiones mías, sin embargo, tampoco soy capaz de desdeñar la mirada fría y penetrante del de la cazadora negra, ni la frase "ésta me ha estado mirando" del otro: vaguedades, si se quiere, cuando ya han pasado, pero certezas inquietantes cuando estaban sucediendo. 

A la media hora, algo avergonzada por una cobardía que no había saboreado hasta ahora, y tras probarme varios pantalones, considero que ya no hay peligro y me aventuro a la calle. Normalmente no soy de esas personas que blindan las puertas y echan cien cerrojos, tampoco soy confiada, sé que hay mucha gente suelta por ahí que está como una  cabra y que aprovecha la mínima para saltar y desatar la furia que lleva dentro contra alguien. Hay mucha gente furiosa o colérica, no sé qué nombre clínico tendrá la furia, pero la furia  o la cólera es lo que más puede afear a una persona. Siempre que he tenido un arrebato de este tipo he dado gracias al cielo por que no me grabase ninguna cámara, como al gran Fernando Fernán Gómez (que en paz descanse) en aquel soberbio acceso mil veces visto en televisión. Con su voz y su porte parecía que estaba representando una tragedia de Esquilo en el teatro de Mérida, por eso incluso el afrentado ha hecho la vista gorda; los demás resultamos grotescos. La furia está muy próxima a la desesperación, cuando alguien está desesperado ya no le importa dar rienda suelta a la furia, la cólera o la ira. Quizá por eso a las furias mitológica se las representa con serpientes enroscadas en las cabezas. Tienen un carácter infernal y primitivo, vengativo, mientras que al furioso de carne y hueso, al mortal, lo que se le sube a la cabeza es la sangre y se pone rojo.  

Pero lo que a mí me ha sucedido no tiene nada que ver con esto. No me he sentido perseguida por las Furias, sino por el miedo a los otros, que no quiero volver a sentir nunca. Aun así, de vez en cuando miro para atrás en mi trayecto a casa, y cuando llego al portal, abro, entro y respiro.

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11 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (5)

...Las miradas de los tres se cruzan. Ellos no están sorprendidos, yo sí. El matón le dice a su amigo en perfecto español: "ésta me ha estado mirando". Por el ligero gesto que me dedica se refiere a mí. Ahora soy yo la que me pongo tensa, tengo sensación de peligro, un tipo de peligro nuevo y desconcertante. ¿Me han seguido hasta aquí?, ¿qué es lo que creen que he visto? /upload/fotos/blogs_entradas/frenchconnection_1.jpgMe gustaría aclararles que no he visto absolutamente nada, que sólo me ha llamado la atención su comportamiento sospechoso, aparte de que si quiere ser invisible tendrá que poner algo de su parte y no que yo sea ciega. Pero decido que he de hacer como que voy pensando en mis cosas, que voy abstraída. Todo es muy raro y amenazante, me recuerda la película French-Connection en que el policía Gene Hackman persigue al traficante Fernando Rey (en una actuación que recuerdo memorable) por el metro de Nueva York, con la diferencia de que en la película los movimientos son sutiles, de ballet, y nada más que el espectador se da cuenta de lo que ocurre, no los pasajeros.

Me relajo un poco: todo es pura casualidad, ellos también tenían que tomar la línea 10 y han coincidido conmigo en el mismo vagón. Mi cara le suena al de la cazadora beige y nada más. Piensa en otra cosa, me digo, en la gente que has conocido en el viaje, en lo primero que vas a hacer al llegar a casa. Saca el móvil y míralo, me digo. Pero según lo saco del bolsillo veo un trozo de cazadora de pana negra. El amigo del matón está justo detrás de mí, me vuelvo abiertamente hacia él que me está observando con unos ojos de delincuente que no puede con ellos. En este punto ya no sé qué hacer, por fortuna aún quedan cuatro paradas hasta la mía. Mientras nos encontremos aquí, estaré a salvo, pero ¿qué sucederá en cuanto salga al andén? Me fijo en tres chicos altos y fuertes que van a mi izquierda, podría pedirles ayuda, pero como comprenderéis no tengo argumentos, no puedo demostrar nada, únicamente yo conozco esta historia, así que opto por ir desplazándome poco a poco, como quien no quiere la cosa, hacia otro vagón. Si me pierden de vista también perderán el interés por mí, me digo. ¿Habrán matado a alguien?, ¿serán unos simples rateros? Acaso la persona que siguen también esté en este vagón...

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10 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (4)

...Subo las escaleras de la estación de Nuevos Ministerios hacia la línea 10. Primero las subo y después las bajo, no son tan interminablemente altas como las de Tribunal o Cuatro Caminos (estoy hablando de Madrid), por cuyos profundos andenes parece que va a salir un demonio con el rabo envuelto en fuego, y que cuando las subes y las subes da la impresión de estar ascendiendo por la bíblica escala de Job en versión mecánica. Éstas son más asequibles y, si no llevo apenas equipaje como ahora, prefiero hacer en metro el viaje mi casa-aeropuerto-mi casa, porque aparte de ser más rápido y fiable, me da la sensación de vivir en una sociedad donde la importancia de la gente no se mide por el cochazo que le espera a la puerta, sino por lo que hace en la vida. Y además, ahora un coche lo tiene cualquiera, y es un síntoma de modernidad y de avanzar con los tiempos el no vivir tan pegado a él. En este sentido, sería deseable que nuestros ministros y las llamadas "personas relevantes" usaran más los transportes públicos, y de paso la enseñanza pública, porque la forma de mejorarla no es huir de ella, sino calibrarla desde dentro para poder ser exigentes, pero éste ya es otro cantar. Ahora estamos en el andén de la línea 10. He llegado casi sin darme cuenta, dándole vueltas a la actuación del matón, detective, o quien quiera que fuese el individuo de la línea 8, y preguntándome por qué saldría corriendo hacia la cabecera del tren, a quién buscaría. Por supuesto ya he perdido de vista al chico de los cascos y el libro, el único viajero que compartió conmigo aquella experiencia.

Me estoy metiendo en el vagón que por fin me conducirá a mi barrio. Como no hay ningún asiento libre coloco la bolsa con el ordenador entre los pies y me cojo a la barra de acero un poco mojada por otra mano. Y así, de pie, me voy mirando en el cristal de la ventana y pensando "¡vaya pinta!, los viajes por cortos que sean le demacran a uno", cuando de pronto siento una presencia inquietante a mi lado. Giro la vista hacia la derecha, ¿y qué me encuentro ante los ojos?, la cazadora beis del matón de la línea 8. No me lo puedo creer, levanto los ojos, y aquí está, de nuevo junto a mí, con sus tensas facciones y su tensa mirada. Ya no va solo, le acompaña otro sujeto que si cabe me da más miedo aún, con una cazadora de pana negra, y con cara de ser capaz de cualquier cosa. Lo que estoy contando no es ficción es auténticamente cierto, me ocurrió el otro día y ni entonces ni ahora mismo soy capaz de entender qué estaba pasando.

El caso es que...

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7 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (3)

El chico del libro y los cascos sentado enfrente siente tanta curiosidad como yo. Entre curiosidad y alarma porque el matón cada vez se muestra más intranquilo. Parece que somos los dos únicos testigos de algo que está pasando en un vagón lleno de gente absolutamente ajena a los demás o que saben disimular de maravilla. En esta especie de viaje interior uno se da cuenta de que hay gente muy suya, como la que va leyendo el periódico con la cabeza metida entre las páginas para que no se le pueda echar un vistazo, cual si fuese una carta de amor. Imaginamos que no irán al cine para que otros no vean la película al mismo tiempo que ellos. Qué maniáticos somos, a mí misma me sacan de las casillas los libros forrados, esos en que no hay manera de descubrir el título. Se puede ir enseñando el ombligo y la tira de los calzoncillos, pero no lo que uno lee (será por eso de dime qué lees y te diré quién eres), como cuando termina la película y se enciende la luz de la sala y nadie expresa una opinión abiertamente y como mucho se oye algún susurro por lo bajo. Lo que podría hacer pensar que estamos más seguros de nuestros cuerpos que de nuestro criterio.  

También se me ocurre pensar que el matón sólo sea un detective privado que va siguiendo a alguien, aunque sería un detective muy torpe y escandaloso. Me gustaría tanto poder intercambiar impresiones con el vecino de enfrente, pero no es oportuno ni se dan las mínimas condiciones para poder hacerlo porque el matón siempre se encuentra en mis inmediaciones. Es como un imán para mis ojos, lo miro varias veces, es una persona que me resulta extraña. Los tres venimos en la línea ocho, yo desde la Terminal 4 de Barajas. Cuando llegamos a Nuevos Ministerios todos salimos al andén. Y allí el chico de los cascos y el libro y yo nos quedamos mirando cómo el matón se dirige muy rápido, casi corriendo, hacia la cabeza del tren. La curiosidad es más fuerte que nada, y creo que me detengo más de la cuenta, hasta que cargada con la cartera del ordenador en la mano y una mochila en la espalda subo las escaleras hacia...

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5 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (2)

...me di cuenta del extraño comportamiento de uno de los viajeros. Iba a mi lado de pie y no porque el resto de asientos estuviera ocupado, sino porque le gustaba moverse de un lado para otro sin parar. En lo primero que me fijé fue en sus pantalones a la altura de las rodillas, con grandes bolsillos cosidos a los lados, y en las zapatillas de deporte. De vez en cuando se ponía de puntillas como para divisar algo al final del vagón. Otras veces se alejaba unos pasos para abarcar más con la vista, sobre todo cuando nos aproximábamos a una estación y las puertas se abrían; luego en cuanto emprendíamos la marcha el sujeto en cuestión volvía incomprensiblemente a situarse a mi lado aunque sin perder la tensión, su tensión dominaba todo mi lado izquierdo, así que llegó un momento en que no pude por menos que levantar la cabeza y mirarle, que como dije ayer es algo que ya jamás se debe hacer en un vagón de metro.

Sobre los pantalones con grandes bolsillos a los lados llevaba una cazadora color beis de un tejido que no supe descifrar. Tenía una cara angulosa, nariz grande y algo aguileña, pelo casi rubio y un semblante muy duro, daba toda la impresión de que podría matar a alguien sin pestañear. Habría jurado que procedía de algún país del Este. Y era evidente que estaba controlando a alguien porque en algunos momentos se medio escondía detrás de la barra para que no lo descubriesen. Y desde luego era tan teatral que era casi imposible no reparar en él. Por lo menos yo reparé y también el chico que iba enfrente de mí, a pesar de su equipamiento aislante de cascos en las orejas y libro. Los demás iban cada uno a lo suyo, el de mi lado dándole a los videojuegos y los otros pensando en sus cosas. Pero a mí el matón, como instintivamente comencé a considerarlo, me inquietaba más y más. También el del libro lo vigilaba aunque mucho más de soslayo que yo, levantando ligeramente la vista de las páginas, de forma casi imperceptible como seguramente estaría acostumbrado a mirar a las chicas. Entonces el del libro y yo cruzamos nuestras miradas preguntándonos, ¿tú también te has dado cuenta? ¿Qué estará haciendo éste? Al menos tenía un aliado en el vagón...

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4 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (1)

Un vagón de metro es como un cubito concentrado de Avecrem. En un momento te pone al día de muchas cosas, de lo que se lee, de las tribus urbanas, de la ropa que llevan las tribus. Ahora, por ejemplo, parece que se ha puesto de moda que aparezca un energúmeno y empiece a sacudirle patadas a alguien para ser grabado por las cámaras de seguridad y luego salir en la tele. Por favor, no les deis cancha a estos tarados violentos, lo mejor es silenciarlos. Por su culpa, ya nadie mira a nadie con naturalidad, todo es de reojo, sibilino, como si fuésemos espías de John Le Carré. Se me dirá que también ocurre en el autobús. Pues no, porque en el autobús todos vamos mirando hacia el frente, como en el cine, mientras que en el vagón estamos situados unos frente a otros y en hilera, con posibilidad de observarnos al milímetro sin que haya nada más que mirar. No hay cielo, ni árboles, ni edificios, ningún paisaje que nos distraiga de nosotros mismos. Por cierto, rogaría a todos esos machos que se sientan escandalosamente espatarrados, como si tuvieran un animal entre las piernas, que no invadan mi asiento con su muslazo.

Por fortuna, cada vez se ve menos esa vulgaridad de entrar corriendo y dando codazos para coger sitio. Más aún, a veces una entra en un vagón lleno, con bastante viajero de pie y un asiento vacío en que no se sienta nadie. El primer impulso es ir hacia él, pero las miradas de soslayo de los demás me hacen sospechar que hay gato encerrado. A saber qué ha ocurrido en ese asiento. Quizá alguien haya vomitado y lo haya limpiado con unos clínex. Lo escudriño buscando alguna huella, pero no descubro nada. Todos los que vamos agarrados a las barras de acero aguantamos de pie derecho sin ceder a la tentación. Aunque la barra también tiene lo suyo, si hay algo que me dé asco de la barra es cuando otra mano la ha dejado caliente y a veces sudada. Es como tocarle la mano a alguien que no conoces ni ves. Lo mismo ocurre en verano. En verano casi es preferible no sentarse o sentarse lo que es en el borde para no entrar en contacto con las nalgas del que se acaba de levantar, ese otro ser que ha dejado en asiento y respaldo dos litros de sí mismo. Por lo menos en invierno el abrigo protege bastante. Son ya dos capas de tela, tres incluido el forro del abrigo, separándome de mis semejantes. Bien, pues iba pensando en estas cosas cuando....

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3 de diciembre de 2007
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Seis mujeres creadoras

Voy a terminar esta semana no sé si con una taza de té en la mano, en plan Virginia Woolf, o con un whisky, en plan Carson MacCullers, pero de lo que estoy segura es de abrir con verdadera ilusión un libro titulado Seis manifestaciones artísticas. Seis creadoras actuales (Francisco Gutiérrez Carbajo, UNED), que puede servir de colofón a una semana en que en este blog sólo han aparecido nombres de mujeres, todas dignas de tenerse en cuenta y algunas geniales. 

Pues bien, cada una de las integrantes del libro aporta reflexiones y su experiencia personal en la tarea artística a la que se ha dedicado. Sólo pondré unas líneas de cada una para abrir boca: 

/upload/fotos/blogs_entradas/te_doy_mis_ojos_med.jpgCine. Icíar Bollaín (sobre Te doy mis ojos): "A veces ocurre en un restaurante, a veces es en la cola de un banco o en plena calle. Una voz masculina que se alza, un mal gesto, un comentario despectivo, un empujón, una mujer que esconde la cara avergonzada. Lo hemos visto todos, de cerca o de lejos, y sabemos que eso que vemos es solo la punta del iceberg. ¿Qué pasa luego, cuando llegan a casa?" 

Poesía. Almudena Guzmán (El Jardín): "Érase una vez una niña que, sin saber cómo, se vio de repente ante una verja y la abrió también sin saber por qué: sólo la abrió y ya está y se encontró con un inmenso jardín. Lo primero que vio fue el manzano, el árbol del Bien y del Mal del Génesis, ese libro de la Biblia que tanto ella como sus compañeras de clase, por riguroso turno, leían durante la clase de costura mientras las otras bordaban con más o menos pericia sus "tuiyós". 

Teatro. Angélica Liddell (Poética teatral (¿Y si nada les puede conmover?): "¿Y si nada les puede conmover? Ese es el ganglio ardiente que no deja de estrangular la garganta del autor que, como un filósofo decepcionado, se siente incapaz de resolver la paradoja entre el lenguaje y la catástrofe humana, entre el lenguaje y la necedad. El autor se plantea el acto teatral como un esfuerzo de comunicación moral, un desafío a la sensibilidad del espectador, una llamada al conocimiento."

Música. Carmen Linares (Declaraciones): "Mi padre tenía un amigo guitarrista que se llamaba Flores y fue este señor quien me propuso trabajar en un ballet flamenco para actuar en un tablao de Biarritz. Aunque yo era muy joven -tenía entonces 17 años- acepté el reto y me fui de gira, siempre avalada por el amigo de mi padre y su mujer que eran muy buenas personas e iban en la compañía. También venía el guitarrista de Pepe de la Matrona que se llamaba artísticamente Manolo el Sevillano y la bailarina Laura Toledo que fue muy importante para mí porque "se las sabía todas", como dicen los castizos." 

Literatura. Clara Sánchez (El aliento de la literatura): "En el fondo se escribe por miedo a que se nos escape todo, a que el tiempo nos arrastre, a no poder decir quiénes somos entre los demás". 

Fotografía. Ana Torralba (La austeridad de la mirada): "Llevo casi tres décadas investigando en el retrato profesional y artístico. Empecé de jovencilla, en 2º curso de facultad a trabajar en el Diario de Valencia y dos años después en el periódico El País. He hecho todo tipo de retratos, unos en los que lo importante era contextualizar al personaje en su ambiente, esto es lo que más gusta en la prensa, al estilo Cartier Bresson, Walter Evans, Robert Frank. Y otros, que son los que prefiero ahora, en que el fondo, el background no existe, son neutros para que nada distraiga de la caracterología del personaje: Irving Penn, Richard Avedon, Thomas Rufy." 

Para mí ha sido un placer compartir espacio con estas inteligentes y talentosas mujeres de quienes aprendo tanto. Y estoy segura de que no seré la única. 

Hasta el lunes. 

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30 de noviembre de 2007
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Mujeres impresionistas

Me desayuné el martes con unos apuntes sobre las mujeres en el teatro, el miércoles con las mujeres en la literatura y esto me ha llevado a pensar en las mujeres en la pintura, aprovechando alguna de las reflexiones con que escribí hace ya algún tiempo un artículo en El País Semanal llamado "Las otras impresionistas". Las recuerdo con un catálogo de sus pinturas abierto ante mí:

"Marie Bracquemond, Mary Cassatt, Eva Gonzalès, Berthe Morisot. Emociona pensar en estas cuatro pintoras, en su gran talento y en su tesón por desarrollarlo contra viento y marea, hasta el punto de que Degas, Manet, Rendir o Pizarro no tuvieron más remedio que reconocerlo. Las retrataron, trabajaron con ellas y expusieron en los mismos salones impresionistas, pero a la larga se las ha excluido hasta convertirlas en casi unas desconocidas. Sin embargo, quien se acerque a su obra se sentirá conmovido por algo interno que sobrepasa la técnica, el tipo de pinceladas o el color, algo que procede de sus vidas, de su mundo emocional, de su propia sensualidad, de sus penas y alegrías. ¡Qué tristes los dos cuadros que Mary Cassatt le dedica a su hermana Lydia ya enferma! No hay lágrimas, ni sensiblería, ni ningún atisbo de autocompasión. Lydia nos es mostrada como una persona madura, adulta, concentrada en sus pensamientos ante un bastidor, y envuelta y medio confundida con el ocre declinar del otoño en un parque. Cuánta ternura y seriedad nos devuelve esta contemplación de la hermana. /upload/fotos/blogs_entradas/cuadro_impresionista_med.jpgTambién Edma Morisot nos presenta a una Berthe profundamente reflexiva, muy natural y desprovista de perifollos femeninos, meditando ante un caballete la siguiente pincelada. Por no mencionar a la ensimismada hermana de Marie Bracquemond de La hora del té, que nos deja muy intrigados por eso que acaba de leer en el libro que sostiene en las manos y que la obliga a separar la vista un segundo de las páginas. O a las jóvenes de Eva Gonzalès, encarnadas en su mayoría en su hermana Jeanne, que suelen mirar con vaga melancolía hacia algún punto lejano como si, ni en el palco de un teatro, ni regando una planta, ni en un perezoso y blando despertar, fuesen capaces de escapar de su pequeño mundo..." 

Como el texto es muy largo, termino con algunas de las frases que ellas mismas dijeron:  

"Maldita sea, esto es lo que me hace rechinar los dientes cuando pienso que soy mujer". 

"Sólo deseo captar lo transitorio aunque esto sea pedir demasiado". 

Y Manet comentó al conocer a las hermanas Berthe y Edma Morisot en el Louvre, seguramente considerando lo que se les venía encima como pintoras: "Las señoritas Morisot son encantadoras. Es una pena que no sean hombres". 

Hasta mañana.

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29 de noviembre de 2007
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Las escritoras también son peligrosas

Recibo un libro estupendamente editado por Maeva, de Stefan Bollmann, titulado Las mujeres que escriben también son peligrosas y que es la otra cara de la moneda de su anterior éxito, Las mujeres que leen son peligrosas, que hacía un recorrido por las obras de arte inspiradas en una mujer leyendo. He de reconocer que este último aún no ha caído en mis manos, pero sí que tengo ante los ojos el de las escritoras. En la portada, la cara afilada de Virginia Woolf, Las mujeres que escriben también son peligrosasque francamente no es la que más me interesa, o puede que me interese, me interesa mucho su compromiso con la cultura de su tiempo, su labor editorial, su visión rompedora de la literatura, me interesa como mujer que les dijo a las demás lo necesario que era tener "una habitación propia", me interesan sus problemas psíquicos, me interesa su biografía en general, pero no es la que más me gusta. No es la que, por mucho que lo intentase, llega al meollo de la vida por mucha vida que pusiera en lo que escribía. Siempre que pienso en Virginia Woolf me digo que seguro que en otro intento ya estaré preparada para arrancar la esencia que seguro hay en sus páginas. Por supuesto la culpa es mía, así que en cuanto termine estas líneas volveré a la carga para no marginarme yo sola de su inextinguible influencia.

Como Virginia Woolf también se nos suicidó Sylvia Plath, pero mucho más joven, a los treinta años. Se quedó inmortalizada para siempre con su cara de chica aplicada y la mirada lejana. Es sencillamente maravillosa. Lo supe desde que leí La campana de cristal, ¿cómo se puede escribir algo tan bueno, tan profundo y tan ligero a la vez, que te haga sonreír sobre un fondo de sufrimiento humano? Carson McCullers es otra de mis preferidas. Hay escritoras de una luminosidad y un talento apabullantes, que te hacen preguntarte con qué se tropezaron en la vida para tener esa fuerza. Algunas están en este libro y otras como la italiana Natalia Ginzburg (a quien leo una y otra vez a ver si le arranco su secreto), Willa Cather (admirada por W. Faulkner y Truman Capote), Flannery O'Connor o Alice Munro tendrán que estarlo en otra ocasión. Esto no tiene nada que ver con ningún tipo de militancia feminista, sólo tiene que ver con la literatura porque son espléndidas y tan inteligentes..., poseen la magia de haber sabido prescindir de la solemnidad, el remilgamiento, la impostura y también de la ramplonería, después de retorcer la literatura una y otra vez ellas conservan una libertad de tono que las hacen envidiables. Tienen tanto que enseñarnos, por lo menos a mí. 

Esta semana Ana María Matute ha sido galardonada con el Premio Nacional de las Letras. ¡Muchas felicidades, Ana María! y Doris Lessing ha sido Premio Nobel. Lo que no significa que me dé por contenta porque se vayan sumando muchas mujeres al mundo de las letras, me doy por contenta si son buenas.

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28 de noviembre de 2007
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