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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espía de sí mismo

 

 Ojalá pudiera preguntarle ahora a Guillermo cuál fue el modelo narrativo elegido para su crónica autobiográfica. Miriam Gómez, su viuda, la encontró entre sus papeles póstumos, junto a La ninfa inconstante y Cuerpos divinos, y se la entregó a Toni Munné, que la ha editado con rigor para Galaxia Gutenberg.

Es tan diferente el Mapa dibujado por un espía a lo que escribía Guillermo en aquellas fechas que uno debe leer con asombro este ejercicio de prosa sobria y exacta, en donde ninguna concesión se hace al lenguaje barroco, coloquial y musical que el malabarista Cabrera consagró con tanta pericia y acrobacia.

Quizá quiso evitar -pienso- que la imaginación literaria perturbara el recuerdo de su infausto viaje a Cuba, y por eso se ciñó a lo que su viva memoria retuvo con precisión fotográfica y pausado ritmo cinematográfico.

Cabrera Infante vuelve a la isla después de tres años de ausencia creyendo que podrá despedirse de su madre enferma. Después de los funerales se dispone a incorporarse a su destino diplomático en la Embajada de Cuba en Bruselas -en dónde lo espera Miriam Gómez y, en Barcelona, Carlos Barral para presentar la primera edición de Tres tristes tigres, novela que acaba de recibir el Premio Biblioteca Breve- pero una extraña orden del ministerio le impide subir al avión.

Desde ese momento Cabrera Infante, mientras devanea por una ciudad cuyos encantos no se parecen a nada de lo que hubo tres años antes en el mismo lugar, se siente vigilado por un ojo insomne y por la mente inquisitiva de unos amigos que podrían dejar de serlo en cualquier momento. Ignora por qué no puede salir de la isla, ni quién ha ordenado su retención o qué podría hacer mientras tanto -salvo esperar lo peor.

Cabrera alude con pudor a sus temores, y al corrosivo pánico del que en ningún caso puede defenderse. No habrá acusaciones tangibles, ni reproches directos, ni amonestaciones que puedan ser refutadas. El silencio de los jefes y la huidiza ausencia de los gerifaltes se prolongan durante semanas y meses, y generan una expectación cada vez más perturbada. Los motivos factibles y las causas imposibles, las razones desconocidas y los propósitos indescifrables se trenzan en una simulación poblada por enemigos emboscados. ¿Quién es el delator? ¿Quién habrá sido el autor de la denuncia? ¿Qué hice yo -dónde y cuándo- para merecerla?

Mientras Cabrera intenta adivinar quién está detrás de su probable desgracia, los servicios de inteligencia y espionaje van perfeccionando su pérfida herramienta: han dejado en manos del resentimiento la persecución de los disidentes. En lugar de fatigar a la policía con inciertas pesquisas, los agentes dejan que los enemistados vayan recogiendo las pruebas del delito cometido: quizá una reservada sonrisa, un comentario irónico, una opinión literaria destemplada, un desinterés desmedido por el cine soviético... Y orquestan las razones que brotan por doquier: alguna vieja rivalidad, los celos de una amante despechada, la venganza larvada de un antiguo pleito... ¡Quién sabe!

La cooperación entusiasta de compañeros, vecinos, subalternos, conductores, conyugues, peatones y camareros contribuirá a identificar a los indeseables: escritores, poetas, burgueses indolentes, proletarios indómitos, creyentes o descreídos, homosexuales o falderos, hedonistas, o cualquier otro ciudadano dispuesto a impedir que Cuba sea feliz.

Cabrera Infante, que va dibujando la topografía moral de su isla aturdida con suma tristeza, y con el inconfundible y ahora amargo sentido del humor, recuerda la profecía que pronuncia Nicolás Guillén bajo las frondosas ramas de un mango: "Castro nos enterrará a todos. ¡A todos!"

Ha muerto Nicolás Guillén, ha muerto Alejo Carpentier, Lezama Lima, Carlos Franqui, Heberto Padilla, Virgilio Piñera, ha muerto Guillermo Cabrera Infante, Miriam Acevedo, Olga Andreu, Juan Arcocha, Humberto Arenal, Frank Emilio, y gran parte de los que dentro y fuera de esta novela, intentaron sobrevivir a la epidemia de delaciones maquinalmente incitada por el régimen e infernalmente celebrada por sus agentes.

No sabemos qué quedará de la gesta cubana, del oprobio de sus derrotados y exiliados, pero mientras tanto podemos leer con deleite estético y terrible melancolía esta obra maestra de la literatura.



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25 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Achab es Achab para siempre

 

Moby Dick, de Hermann Melville se publicó en 1851. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, 48 años después, en 1899.

¿En qué se parecen el relato de Marlow y el de Ismael?

El neoyorquino Melville creyó haber hecho el ridículo y murió olvidado por
todos los que lo consideraron un escritor insignificante.

Sin embargo, la posteridad le rinde tributo por su obra maestra.

Para escribir Moby Dick le resultaron muy útiles a Melville sus aventuras de marinero a la deriva y su estancia con los caníbales de las Islas Marquesas, pero sobre todo le sirvió su pasión por la Biblia, y por Shakespeare.

Para los que no recuerden el argumento les diré que Ismael ("Llamadme
Ismael") llega al puerto de Nueva Bedford y de ahí viaja hasta la isla de
Nantucket, colonizada por los cuáqueros, para enrolarse en el primer barco
ballenero que lo admita entre su tripulación.

Ismael se embarca en el Pequod junto a los personajes que le acompañarán en
su desgraciada travesía. Entre los oficiales: Starbuck, el hombre recto y
honesto, Stubb, el de invulnerable despreocupación, y Flask, el indolente y
mediocre.

Entre los arponeros: Queequeq, el caníbal que se convertirá en el más fiel
amigo protector de Ismael; Tashtego, el indio avezado y sin miedo, Daggoo,
negro de gran estatura y fuerza, y Fedallah, el misterioso protegido del
capitán Achab.

Una tripulación, dice Ismael, "que parecía especialmente escogida por alguna
fatalidad infernal para auxiliar a Achab en su viaje monomaníaco".

Achab es el protagonista perfecto de Moby
Dick
. La figura que rige el drama de un viaje a ninguna parte. Los otros
personajes son comparsas de su despiadada obsesión.

Achab está al mando del navío pero en lugar de comportarse como el capitán
del Pequod se mueve en cubierta como si fuera un arconte del destino.

Según Peleg, copropietario del barco, Achab "es una especie de enfermo,
aunque no tiene aire de serlo. En verdad, no está enfermo, pero tampoco está
bien. Es un hombre raro. Es un gran hombre, no es religioso pero se parece a un
dios".

Y añade:

"Ha clavado su lanza en enemigos más poderosos y extraños que las
ballenas".

Ismael observa que el capitán lleva el nombre de un rey perverso de la
antigüedad, ese que cuando murió asesinado, ningún perro quiso lamer su sangre.

Achab, tan premonitoriamente bautizado, es el capitán del Pequod pero su
propósito no es capturar ballenas sino dar caza a la bestia que, en una antigua
incursión ballenera, le arrancó una de sus piernas y lo transformó en un
imbatible monstruo de rencor; el obcecado, vengativo, temerario, inflexible, cruel
y feroz capitán Achab.

Este drama metafísico en medio del océano no es una aventura, no es un
episodio de la lucha del hombre contra la naturaleza: es una parábola sobre el
poder del odio, sobre el modo en que los hombres acuden furiosos en busca del
destino que los destruirá.

Ismael nos desvela en su relato una de las cualidades del odio: la reacción
mimética que produce.

"En mi había un sentimiento de simpatía místico y vehemente; el odio
inextinguible de Achab parecía mío. Con oídos ávidos escuché la historia de ese
monstruo asesino contra el cual yo y los demás habíamos prestado juramento de
violencia y venganza".

El barco se hunde, todos se ahogan. Excepto Ismael, el único superviviente
de la extraña cacería, el único que regresó para contarlo. "Solo yo regresé
para contarlo", dijo Job. Ismael es el cronista del viaje emprendido por Achab
contra sí mismo.

Cuando Starbuck se enfrenta a la empecinada locura de Achab, exigiéndole
que deje de perseguir al monstruo, que acabe de una vez con la locura que será
la perdición de todos, Achab le responde con unas palabras de formidables
resonancias bíblicas pero que a nosotros inevitablemente nos recuerdan a Borges:

"Achab es Achab para siempre. Esta escena está escrita, es inmutable. Tú y
yo la hemos ensayado un millón de años antes de que se extendiera este océano."

La conciencia trágica que tiene Achab de sí mismo nos recuerda la lucidez
de los dramaturgos griegos. Achab conoce la desdicha de su odio vengativo pero su
conciencia abarca todo lo imaginable.

"¿Se me niega el último orgullo del capitán naufrago más despreciable?
¡Ahora siento que  mi mayor grandeza está
en mi mayor dolor! ¡Acudid desde los confines más remotos, olas audaces de toda
mi vida pasada! ¡Formad la ola inmensa y única de mi muerte!

Para los que leyeron la novela y vieron a muy temprana edad la versión
cinematográfica que John Huston y Ray Bradbury hicieron de Moby Dick, y
recuerdan las alegorías que se han ido haciendo sobre la ballena y Leviatán, como
si el memorioso cetáceo fuera una alegoría del Mal, coincidirán en reconocer que
el verdadero motivo de espanto a lo largo de la travesía es el rencor del capitán
Achab.

Es probable que el lector, en la medida en que hace suyo el largo monólogo
de Ismael, quiera saber todavía más y vaya descubriendo el misterio de una
antigua sospecha. 

Conrad desvela claramente en su relato lo que Melville tan
solo insinúa en el suyo: nosotros somos el origen del horror.

El único protagonista de la novela al que no se oye hablar ni una sola vez
a lo largo del relato es la ballena. Tan solo es una presencia poderosa
alentada por una fuerza indestructible.

Pero otra novela, la de Mary Shelley, la autora del mito del doctor Frankestein,
nos proporciona la voz que Melville no quiso darle a Moby Dick. El cadáver
resucitado y apañado por Frankestein dice:

"¿Por qué he de respetar yo a quién no me respeta? Haz que el hombre en vez
de odiarme, me acepte e intercambie conmigo sus bondades, y verás que en lugar
del mal puedo atraer sobre él toda clase de beneficios y bendiciones. Pero sé
muy bien que esto no puede realizarse, porque los sentimientos que animan al
hombre son un muro invencible para nuestra unión".

Para saber cómo nos han influido las obras maestras debo sumergirme en los viejos
recuerdos y reconstruir las huellas dejadas por Moby Dick en mi mente infantil
y esto es lo que encuentro.

1.      Una desconfianza sarcástica hacia la Autoridad. (Sobre todo si
la autoridad nos gobierna con sus obsesiones enfermizas). Es una mezcla de risa
y desdén la que me inspiran las órdenes dadas en el puente de mando: "por ahí
resopla, no, no, por ahí no... ¡más oro para el primero que la vea!"

2.    Una aguda intolerancia hacia los traidores de la amistad. Teniendo en
cuenta que todos nos estamos jugando la vida, la amistad vale tanto en tierra firme como  a bordo de un bote sacudido por un cetáceo.

3.     Una irritada misantropía que nace al recordar la fiel obediencia de los marineros y arponeros obcecadamente dispuestos a morir a cambio del oro que les prometen desde el puente de mando.

4.    Una duradera simpatía por los salvajes (todos los viajes que he hecho por América, Africa y Asia, los emprendí en busca de Queequeq). Recuerden lo que dice Ismael: "la verdad es que estos salvajes tienen un sentido innato de la delicadeza, dígase lo que se quiera de ellos; es maravilloso hasta qué punto son esencialmente corteses". En este apartado se incluyen los caníbales.

5.     Una secreta complicidad con los animales. Sobre todo con
los perseguidos y vejados.

6.    Un desdén mal disimulado por los cazadores. Los asocio en
mi mente infantil con los gobernantes. Gobernantes y cazadores conservan en mi
mente infantil el mismo aspecto.

7.     Una comprensión intuitiva: sólo odian los que no se soportan.

 

Bueno esto es lo que hay en mi mente infantil. En la mente del niño que leyó Moby Dick.

 



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11 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Qué hacemos -en Formentor- con las obras maestras?

De Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare,Balzac, Dostoievski, Whitman, Borges, Camus, Bulgakov...

 Las obras maestras han contribuido durante siglos a moldear el lenguaje y criterio estético de nuestras sociedades y han sido un modelo en la educación de las generaciones que nos han precedido. La lectura, memorización y comentario de estas obras consolidan el conocimiento y sostienen una escuela de elegancia intelectual. Pero esta influencia cultural puede desaparecer el día en que los jóvenes lectores dejen de frecuentar su autoridad.

Las obras maestras inspiran el diálogo íntimo de cada escritor con los autores que conforman la historia de la literatura. En las Conversaciones de Formentor 2013 los escritores invitados comentarán las obras que han elegido como modelo de su propia imaginación literaria y compartirán con el público los hallazgos escondidos en cada una de sus predilectas obras maestras.

 



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3 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Edipo nuevamente rehabilitado

El profesor y erudito Carlos García Gual comenta en su nuevo libro la influencia de Sófocles en nuestra cultura y nos anima a recapitular la fascinación que ha ejercido la historia de Edipo en nuestra imaginación. Su ensayo es una elocuente, reflexiva y pausada guía de las inquietudes que ha inspirado este viejo rey maldito y castigado por el furioso capricho de los dioses y una invitación a comprender la premonición de un drama todavía perturbador.
La tragedia de Sófocles que a modo de preámbulo traduce el propio García Gual permite al lector actualizar sus recuerdos, constatar la pericia con que el venerable autor modeló nuestra historia teatral y el doloroso destino impuesto por los hados al valeroso salvador de la ciudad de Tebas.
Carlos García Gual se demora generosamente en las obras y autores que han abordado, evocado o replicado con agudeza el mito y la tragedia de Edipo. La lectura que hace de Séneca, Corneille, Voltaire, von Hofmannsthal, Cocteau o Dürrenmatt nos contagia el habitual deleite con que sabe penetrar los textos clásicos y actualizar el significado y valor "de la vivaz tradición literaria suscitada por el texto de Sófocles".
Aunque la desdicha de Edipo parezca una invitación a practicar la temerosa veneración que reclaman unos dioses tiránicos, es muy probable que la puesta en escena de la obra de Sófocles, en la Atenas del siglo quinto antes de Cristo, haya contribuido a dar forma a la incipiente conciencia del hombre ofendido. Ese ciudadano prudente ante el temible poder de los dioses que dibujan a su antojo el desconocido rumbo del destino pero dispuesto ya a sospechar que no a la fuerza debe uno consentirlo.
De hecho, en la última obra de Sófocles, Edipo en Colono, que tan certeramente comenta García Gual, el viejo dramaturgo rehabilita a Edipo y le rinde el homenaje que, como chivo expiatorio de sus antepasados, ya está en condiciones de recibir. Pocas veces un mismo autor registra en su obra un desplazamiento tan claro de la conciencia cultural de su época: lo que al principio es inevitable se convierte luego en insoportable. El héroe caído en desgracia a causa de los crímenes de sus antepasados (Edipo Rey) no puede ser condenado al oprobio eterno (Edipo en Colono).
Las reflexiones de García Gual restauran la vigencia dramática de un personaje conmovedor incluso en sus defectos. El airado temple de Edipo mientras alardea en el confuso umbral de su desgraciada ignorancia, el autoritario desdén con que trata a Tiresias (justamente el oráculo ciego que lo sabe todo), hace más magnánima la ternura con que le vemos precipitarse hacia el abismo de su desdicha.
Resulta inevitable imputar a Sófocles intenciones que quizá ni le pasaron por la cabeza. ¿Puede el espectador extraer alguna enseñanza de esta tragedia? Si los hijos deben pagar -y vengar- las transgresiones de los padres ¿cómo prepararse para ello? Si a los héroes triunfantes también les llega la hora del castigo ¿cómo interpretar un destino favorable? Por más que uno indague el origen de la desdicha que se abate sobre Edipo, la causa no llega a ser muy convincente. Más bien parece que todos la han tomado con él (un padre asustadizo, una madre frívola, los amigos ultraterrenos de la Esfinge, el capricho del destino, los dioses ociosos...) ¿Qué hice yo para merecer esto? Se preguntaría el pobre y ciego Edipo en su exilio. También nosotros, espectadores de la desconcertante tragedia. ¿Acaso hizo algo malo este hombre?
Si Edipo salva a Tebas de la peste que diezma a sus sufridos habitantes y lo hace enfrentándose a la cruel esfinge, Perra Cantora, no con el brazo hercúleo del soberbio Aquiles, sino con la osada astucia de Ulises, y la espanta y ahuyenta, mediante la solución a un acertijo melifluo, podemos concluir que Edipo se ve arrastrado hacia su apoteósico final no por ser el hombre que mató a su padre y se acostó con su madre. Su desconcertante fatum parece más bien el castigo al heroico atrevimiento que tuvo con la voraz Esfinge, victoria por la cual queda más tarde a merced de las vengativas potencias del infierno...
Sorprende que en este magnificente escenario, Sófocles no considerara necesario encontrar un acertijo más pertinente. Que la desventura de Edipo comience con la derrota de la Esfinge, liberando a la ciudad de Tebas y convirtiéndose en su Rey Salvador, habría exigido un enigma a la altura de este soberbio cometido. Un acertijo que guardara una relación más solemne con la ferocidad de la Esfinge que masacraba a los tebanos y con el misterioso destino del héroe. La adivinanza que finalmente eligió Sófocles es más propia del Reader´s Digest que de la tradición literaria a la que pertenece la tragedia. ¿Qué animal camina al principio a cuatro patas, con dos a la edad adulta y con tres al envejecer?
El ensayo de García Gual, su reflexión sobre "el catastrófico descubrimiento de la verdad", es otro de los excelentes textos a los que nos tiene acostumbrados y sirve en esta ocasión para rehabilitar a Edipo, a Sófocles, a sus devotos admiradores y a una tradición literaria cuyo vigor debemos conservar entre nosotros. El meticuloso estudio de García Gual nos devuelve el gozo de la lucidez y el sentido que todavía tiene aquél temprano logro de la sabiduría trágica.

Posdata y conjetura.
Un juego de mitología especulativa.

El libro de Carlos García Gual podría haberse subtitulado mito, tragedia y complejo, pero ya nos advierte el profesor que la apropiación de Freud sólo se debe al agudo ingenio literario del médico vienés. Como todo el mundo sabe, Edipo no desea a su madre y nunca cree, hasta el momento de arrancarse los ojos, que se esté acostando con la mujer que le dio a luz. Es probable que la puesta en escena del trágico incesto haya excitado la imaginación erótica que se prohibían los espectadores, pero ni el mito referido por Homero ni la excelsa tragedia escrita por Sófocles amparan la invención de este famoso complejo.
Sí hubiera podido hablarse, en todo caso, del complejo de Yocasta, pues sigue siendo raro que ésta aristócrata mujer nunca se fijara en los pies de su amado esposo. Si hemos de creer lo que se nos cuenta en la tragedia, Yocasta yació en el lecho conyugal con Edipo sin ver en sus pies llagados la marca de su antigua herida. ¿Nunca se fijó en la cicatriz? ¿Jamás lamió los pies a su esposo? ¿No le calzó las sandalias ni anduvo tras él por el monte o en la playa?
Que Sófocles no haya querido resolver con verosimilitud este equívoco nos permite conjeturar que a lo mejor quiso insinuar algo más acuciante: quizá Yocasta lo supiera todo desde el principio y su suicidio se deba no a la verdad súbitamente revelada sino a su prolongada complicidad con el engaño finalmente descubierto. No en vano comete un desliz y a punto está de delatarse cuando, al intentar sosegar los primeros remordimientos de Edipo, dice algo en verdad extraño: "son muchos los mortales que en sus sueños se han acostado con su madre".
Estas levísimas incongruencias (que la cicatriz pase desapercibida a la amantísima esposa, que sea ella la primera en justificar el sueño erótico de un deseo incestuoso) nos permiten creer que subsisten en la tragedia de Sófocles los difusos restos de una versión más antigua del mito de Edipo.
Sería ésta supuesta historia un mito cuya comprensión fue cayendo en el olvido. Una historia ejemplar en donde se expresaban más claramente los terrores del patriarca y se manifestaba sin ambages el pánico a ser destronado por el hijo. No el hijo impaciente por tomar su herencia sino el hijo incitado a la usurpación por una madre vengativa. La revuelta de los hijos varones, instigada por una esposa harta de vejaciones, debió ser un temor muy habitual entre los reyezuelos de aquél tiempo. Quizá fuera Yocasta la que se soñaba yaciendo con su hijo después de concebirlo como instrumento de su venganza: derribar al esposo y colocar al hijo en su lugar. En el trono y en el lecho.
Lo que hay de incomprensible, e inadmisible, en el castigo desplomado sobre el inocente Edipo resulta desde esta perspectiva algo más aceptable. La causa de su desdicha en el mito de Yocasta no sería el despotismo divino ni la injusta retribución que debe pagar por el crimen de sus antepasados. Aquí la condena de Edipo se debe a que no tiene ni idea de lo que ha hecho: matar a su padre y cometer incesto con su madre. Su condena es el escarmiento que la ciudad anuncia a los que se dejen seducir, cegar, por una madre maquinadora. Por mucho que el asesino alegara ante el tribunal su inocencia (ya se sabe: "ella me hechizo con sus malas artes..."), sobre el parricidio y el incesto caía todo el peso de la ley y es probable que el castigo reservado a los enemigos de la autoridad patriarcal fuera el mismo que Edipo se infligió a sí mismo: le serían arrancados los ojos y condenado a vagar por el exilio como un mendigo.
En este inexistente mito, la Esfinge, la Perra Cantadora, la feroz devoradora de cadáveres, la despótica guardiana de enigmas, la portadora de la peste, el aliento fétido de la muerte, no sería más que la imagen de esa madre terrible y perversa que empuja al hijo hacia la perdición: la tejedora de la desgracia.



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20 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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DFW ha muerto y vive no lejos de aquí

Cuando llega la hora, el suicidio resuelve el enigma del destino. Si leemos el obituario de un autor después de que éste padezca una "larga y penosa enfermedad" nos sentimos inclinados a lamentar la pérdida, pero cuando David Foster Wallace se ahorcó sus obras dejaron de ser brillantes y su talento ya no pudo ser admirable.
En su corta y elocuente vida intuimos la sombra de las pesadillas amargas. Cuando un novelista decide largarse con viento fresco colgado de una soga, sus lectores se quedan en una posición muy incómoda. ¿Por qué me gustan tanto sus obras? ¿Tanto gozo me causa leerlo?
La ácida sagacidad de DFW resultó ser una mirada verdadera. No hubo impostura. No fue una pose. Resulta que el humor de ese tío adornaba al extraño y desolado miedo de su país. Es probable que muchos de sus lectores, en lugar de liberarse, sientan el contagio de este miedo cerval. Pues lo que hay de histérico en el dolor de vivir no es una broma.



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5 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Filósofos de antaño

Uno de los singulares logros de Savater es haber dado a su pensamiento las cualidades que escasean en el solar ibérico: transparencia, humor y gozo. Es un estilo (pocas veces un hombre ha sido tan coincidente) y también una prosa, pero, sobre todo, un manual de vida: un hedonismo que da guerra, un ingenio generoso, un sarcasmo cada vez más embridado.

Quizá sea éste el signo de los hombres destinados a librarse de la decrepitud: la virtuosa ironía (que magistralmente elogió Kierkegaard).

Parece que después de haber sido muy temido por su habilidad polémica, Savater, después de dar la vuelta completa al ruedo con las dos orejas y el rabo, ha optado por interlocutores más sublimes.

De ahí que resulte tan ejemplar la apropiación que hace de Arthur Schopenhauer. Un ejercicio de ventriloquia del que no conseguimos sacar nada concluyente: ¿Nos habla el venerable filósofo alemán a través de su médium Savater? ¿O es Fernando el que gesticula metido en la piel del viejo maestro?

La obra de teatro se escribió hace más de veinte años por encargo de Pilar Miró y ha sido para esta edición completamente reescrita. Como no vi en su día la puesta en escena de la obra ni he leído el manuscrito original, no puedo contar al lector cuáles son los cambios llevados a cabo por el autor, aunque sí parece conservarse el asunto al que alude el título de la obra:

"es como si al entrar en la vida -dice Schopenhauer en Savater- hubiésemos dado un paso en falso, un traspié..."

La escena de este entremés transcurre en casa de Schopenhauer, en Frankfurt, mientras la joven escultora Elisabet Ney finaliza con unas últimas cinceladas el busto del maestro. No exenta de coquetería, la charla transcurre junto a la efigie silente de un Buda, entre el vigoroso anciano, resignado a contemplar la belleza de la joven, y el sagaz desparpajo con que esta sabe sonsacarle sus puñeteras sentencias.

El repaso que entre los dos hacen al traspié que todos dimos es bastante completo: el amor, la muerte y el matrimonio, la verdad, la filosofía y los celos, los farsantes, los charlatanes y la fama, la posteridad, la armonía y la melodía, los bandidos, la política y los toros... También hay espacio para una parodia de los tipos insoportables: el amigo pesado, el ocioso cotilla, el petimetre que se pavonea... La gracia del diálogo responde fielmente a la pícara mirada con que el Filósofo aparece en alguno de sus retratos.

No sin orgullo por el elogio tardío que empieza a recibir su magna obra, con cierta sorna y una infatigable curiosidad, el filósofo alemán se lo pasa la mar de bien con su vivaracha compañera. La cosa promete más todavía cuando aparece en escena un caballero español, Don Rodrigo de Zúñiga, que acaba dirigiendo un conjuro espiritista para convocar al alma de Mariano José de Larra. Schopenhauer, que fallecería un año después de esta escena imaginaria, quiere saber qué hay detrás de eso que llamamos muerte. "¡Es preciso saberlo!".

Pero esta estimulante resurrección del filósofo, comparable a la que puso en escena hace unos años Flotats con Descartes y Pascal, ya va concluyendo. Es una pena que Savater no se prodigue en un género que maneja con tanta soltura, pues el resultado es excelente y regocija a los que desean saber cómo sienten, hablan y sonríen los graves filósofos de antaño.



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3 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Teoría de los simulacros

Ciertas obras literarias pasan de una a otra generación sin que en sus manos se agote el sentido ni el sesgo con que su autor supo escribirlas. Nunca insistiremos lo bastante en la conveniencia de leer a los clásicos y siempre lamentaremos que sea necesario hacerlo con tanta insistencia. Su estilo nos regocija. Su dicción, nos consuela. La elegancia de sus formas, nos asombra. Su inteligencia nos sume en el estupor.
La enseñanza del sonriente Demócrito y la gracia del jardinero Epicuro que Lucrecio evocó en su Rerum Natura ilustran el origen remoto de esa extraña ciencia sin científicos que nació en la vieja Grecia. Fidelísimos copistas monacales y audaces pioneros supieron entender a lo largo de los siglos la descomunal visión que les conduciría desde la intuición poética hasta las desconcertantes certezas de nuestra época.
En Lucrecio aún pueden leerse algunos hallazgos que, sin embargo, permanecerán recluidos todavía durante un tiempo en los anales de la poesía. Recuerda Lucrecio en el preámbulo de su libro cuarto que su amarga doctrina no gusta a todo el mundo. Luego procede a exponer su teoría de los simulacros y describe el modo en que las películas desprendidas de la corteza exterior de las cosas, vuelan de aquí para allá. Dice que las cosas emiten efigies de sí mismas y que despiden emanaciones. Lucrecio analiza la mecánica de los sentidos, la información que proporcionan a la mente, y subraya la sutil sustancia de los simulacros. Considera que sobre las cosas aletea una impalpable imagen y reflexiona sobre ese lugar en donde nuestros ojos empiezan a no poder percibir. Concluye advirtiendo que una multitud de simulacros vagan de muchas maneras, incapaces de excitar los sentidos del hombre.



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30 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cara del miedo

Si para algo debería servirnos el pasado es para conjurarlo con un nunca más. Pero el
espanto no basta. Es necesario comprender cómo surgen, se cultivan, abonan y
propician los conflictos para poder sustraerse al reclamo de la violencia. Es precisamente el fracaso político, moral y estético de nuestra cultura el que siempre está en juego y aunque nos confunda la tentación del optimismo más nos vale temer lo peor. Se dice en el Deuteronomio que del miedo nace la sabiduría y algo de esta enseñanza debería subsistir en nuestra inteligencia política. La noción de escarmiento puede ser de una extrema utilidad y sin duda contribuye a sujetar con más tiento nuestro conocido potencial de destrucción. Esa insaciable y despiadada ferocidad con que algunos se entregan a la refriega de la rivalidad política.

La antropología resignada de los escépticos -ese lamento por la irreparable
condición humana- nos parece una renuncia a las promesas de la razón
política. Y este dilema nos desconcierta, nos confunde. Como si no supiéramos
conciliar el derecho y la ecuanimidad y expulsar del foro ciudadano la turbulencia de las pasiones tribales.

¿Cuál es la naturaleza de las fuerzas que se muestran alegremente dispuestas a la
confrontación? ¿Realmente nos conviene excitarlas? Por lo general, una pregunta
como ésta suele hacerse cuando un edificio institucional deficiente se
resquebraja y no puede evitar que lo indeseable, fatalmente, se produzca. En
nuestro caso, todavía estamos a tiempo de admitir que somos incorregibles.

La facilidad con que este país consiente, o celebra, la violencia retórica es
sorprendente. Inmune a las consecuencias de la hostilidad, ajenos al efecto
incendiario de las soflamas y a la frustración social que liberan, los políticos, tertulianos y columnistas airados contribuyen a desbaratar la frágil compostura social.

Suele elogiarse la cultura de la Transición como si hubiera sido un logro exclusivo de la Razón o, por lo menos, de lo razonable. Lo fue en cierto modo. Pero se omite la crucial influencia que tuvieron los dos episodios previos a la muerte de Franco en 1975: el golpe de Estado de Pinochet en Chile (1973) y la Revolución portuguesa (1974). A las dos Españas le sobraron entonces motivos para recelar de sus propias convicciones y para temer lo peor de sus adversarios. Esta inesperada ayuda del destino resultó ejemplar. Y el miedo que inspiró, providencial.

Se introdujo en nuestra cultura política, por primera vez en mucho tiempo, una
idea incómoda: más nos vale conformarnos con lo probable que combatir por lo posible. Si hubiera que fechar el momento en que este equilibrio, hecho a base de renuncia, concesión, pragmatismo, inteligencia emocional y astucia mundana, se quebró no nos pondríamos de acuerdo. Pero lo cierto es que sólo temiendo lo peor que hay en nosotros pudimos librarnos de nosotros mismos.

La fotografía que reprodujo hace unos días el diario El País evoca los tiempos aciagos a los que hago referencia. La escena parece una caricatura del militarismo decimonónico, una escena costumbrista, un gesto de camaradería de dos compañeros de armas en la barra de un bar.  Pero una mirada más detallada nos permite fijarnos en los personajes que acompañan a Franco y a Millán Astray en el acto fundacional de la Legión. A la derecha de la imagen, un civil abre la boca y ríe a mandíbula batiente. Se ve que acompaña a los protagonistas principales en la celebración de la guasa. A la izquierda, sin embargo, asoma su cabeza encogida otro civil: la angustiada expresión con que observa la risotada de los generales no preludia nada bueno. ¿Será ésta la cara del miedo que retorna?



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16 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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"Lo que cuenta es la ilusión"

De Ignacio Vidal-Folch uno recuerda el rostro duro e impenetrable que se ha labrado a lo largo de los años. Una máscara que se corresponde bien con el estilo apremiante de su escritura y con su severo pensamiento existencial. Una personalidad, en suma, como de inmediato comprende el lector de su dietario.

Los años que viví en Barcelona no tuve mucho trato con él, salvo el que se desprendía de unos fugaces encuentros en la librería Central de la calle Mallorca. Como probablemente compartimos la misma prudencia, nos limitábamos a intercambiar nuestra escueta sonrisa. Él, con la mustia cortesía del caballero a la antigua usanza. Si casualmente lo vi alguna vez caminando de noche calle arriba, pensé que regresaba a su casa y a una libérrima soledad.

Vidal-Folch retrata en su dietario este inexpugnable estado de ánimo, la dureza de un juicio estético muchas veces inapelable y, en ciertas ocasiones, la muesca sentimental que le han ido dejando algunas heridas. La mayoría de los fragmentos transmiten la certeza de haber sido notas escritas mientras la acción va transcurriendo, ya sea en las calles de su ciudad o en el laberinto de sus pensamientos.

Estas notas son las impresiones, reflexiones y meditaciones de un hombre que no se ha visto obligado a elegir entre vida y literatura. Su camino no se ha bifurcado y su prosa es de una tangible veracidad. Uno finaliza la lectura del dietario pensando: he aquí un hombre que sabe lo que escribe.

A Vidal-Folch se le ve distante y ajeno a los fastos de nuestra época, reacio a compartir la simpatía con que unos y otros ponen en circulación sus mercancías morales, literarias y políticas. En su rostro se adivinan ciertas muecas de repugnancia cuando la prepotencia y el matonismo social, tan distinguido y displicente, suben a escena.

Algunos fragmentos del dietario son ejercicios narrativos: la agonía de un  hombre que se extingue, la penuria con que otro comprende de repente su fracaso, una violenta y patética pelea callejera, la estúpida presunción de una mujer protegida por el azar de la fortuna. Cada uno de estos personajes de carne y hueso elaboran con su pobre vida, a su manera y sin saberlo, la elocuente metáfora de nuestros males. A veces, tan poco comprendidos.

Los libros leídos y las citas de los libros rescatados, las conversaciones sostenidas a lo largo del tiempo, las exposiciones de arte, los bares y los conciertos, las librerías y las antigüedades que vamos descubriendo en sus páginas conforman el itinerario de una Barcelona remisa. En su callejero viven unos tipos hechos a sí mismos a base de golpes, indiferentes a la retórica de los publicistas y al extraño alarde de los triunfadores. Un educado desorden de personajes perturbadores en su trágica determinación de ser. Una estirpe que recuerda a la que glosa Josep Pla en la Vida de Manolo contada por él mismo. Una Barcelona algo sucia, un poco canalla y digna, que nos conmueve y sorprende. La Barcelona folchiana es la que algunos hemos amado.

Escéptico, a veces burlón, irritable, reservándose siempre la que sería su última palabra, Folch se inmiscuye en la vida de amigos, conocidos y desconocidos  (la hilarante y peligrosa peripecia de la joven esposa que por las calles de Barcelona huye de los clanes tribales de su India natal es un ejemplo de lo que parece ser la tendencia del autor a meterse en líos). Observándose con esa máscara de dureza aprendida, mientras cartografía una ciudad que no está en los mapas, forastera de sí misma y cansada del optimismo contemporáneo. Una ciudad hecha con las frases de un amigo aturdido, la muerte siempre inesperada, la perplejidad en medio del caos sentimental de una ruptura, la chanza de un borracho insoportable, los reproches que uno lleva a rastras, y el espíritu crítico, ese dichoso espíritu crítico que el autor ha afilado "hasta el paroxismo".

Una literatura, en suma, que nace de aquella voluntad original sin la que nada de valor habríamos leído. No una literatura para hacer más libros y llenar más bibliotecas, no una literatura exhausta o ensimismada. Se trata más bien de una literatura hecha con aquello que el autor no puede comentar ni escribir, una literatura hecha con lo indecible. Y que procede de aquél que "sólo puede sentirse ofendido y humillado o sentirse como un impostor".

Ignacio Vidal-Folch
Lo que cuenta es la ilusión

Editorial Destino 324 páginas.



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15 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El intelectual rampante

Ante el despiadado dominio de la ignorancia y la epidemia emocional de la credulidad, el intelectual da nitidez al pensamiento, deshace simulacros, revela imposturas y hace virtuosa la elegancia del discernimiento.

El intelectual es el fruto maduro de una rivalidad. Su prestigio se funda en la envidia y su triunfo, en el rencor. Pocos pueden soportar el honor de ser arrogante y  persuasivo, imbatible y amargo. El intelectual posee una fértil erudición pero prefiere dejarse llevar por su genio, por su mal genio. Su irritabilidad es legendaria. Es una esfinge parlante que no admite discusión. Maltrata a los que saben discurrir y se aburre con todos los demás. Es el actor del drama que educa a la nación.

Si un intelectual se precia de serlo, asusta. No es un profesor dispuesto a darnos la razón. Ni
siquiera nos daría las gracias. Si alguna vez lo hace, es para quitarnos de en medio. Un gesto displicente. Lo que importa en un intelectual es esta codicia de sí mismo. La de un orador brillante, osado, envidiable. Es el ardiente polemista al que nadie ha llamado. El impetuoso entrometido. Su constitución física importa menos que su furia. Le urge la disputa con el poder. Con el poder de la ignorancia, opaca, terca, maliciosa. La tendencia de los hombres a creer que saben: este es el demonio que se ha propuesto derrotar.

El intelectual no concede más tregua que la de su propio capricho. Cuando deshace la impostura de un embuste, nadie puede con él. En todo caso, abandonará por dejadez. Por desprecio. Visto de cerca es intratable. Pues así trata a sus enemigos, que son legión. Sólo un hombre ofendido por la ignorancia de su época posee fuerzas para dejarla en ridículo.

¡Por dónde empezar! Ni se lo pregunta. Aunque, por otro lado, vale la pena decirlo, ¿qué más da? Son tantos los motivos. Nuestra retórica, por ejemplo. Se funda en lo que no puede cumplir, anuncia lo que no puede dar. Es poderosa, omnímoda, reside en cada cabeza. Pero es susceptible. Exige respeto. Ante ella el intelectual es un Sísifo y un Prometeo. Es el cuento de nunca acabar. Pero se zafa y todo redunda en su favor. Es ahí donde hay que dar. En esa membrana transparente. Algunos lamentan la crítica a nuestro modo hablar pero son ellos justamente los que no entienden. Es su propio remordimiento el que gesticula. En realidad, desconocen lo esencial. Al intelectual no le incumbe la reforma de la verdad, tan solo revelar la insuficiencia de nuestra comprensión. Los reformadores son otra cosa. Son ingenuos, cualidad que un hombre tan irritable como el nuestro no puede permitirse. Él se dedica a decir lo que nadie sabe pensar. El intelectual es siempre un motivo de asombro.

¿Qué sociedad anhela hombres como éstos, los acoge, los elogia y los soporta con grave resignación? La que ahuyenta al fantasma de la guerra civil (ese instinto de la incompetencia miedosa); la que ha comprendido cómo estalla el sacro arrebato de la destrucción. Una sociedad culta como ésta espera de los mejores que no se dejen encantar. Quiere que sean escépticos, petulantes, áridos incluso. Al fin y al cabo, gracias a ellos se puede resistir el influjo de lo real. El magnetismo de lo evidente. La hipnosis del mundo, la confusión del ser. El despiadado dominio de la ignorancia. Esta tarea les ha sido asignada: que la inteligencia sea impertinente.

El magisterio del intelectual es formidable. Nos libra de una epidemia emocional: la credulidad. Al invitarnos a desvelar las categorías ocultas del acontecer, al obligarnos a usar los conceptos que deseamos evitar, disuelve el espejismo que nos complace. Es entonces cuando ya no queda otro remedio: discernir. Dar nitidez al pensamiento. Encontrar la más exacta correspondencia entre la mente y el mundo.

De todos los males que afligen a nuestro tiempo este es el que más debemos temer: la dificultad de nombrar las cosas. Y en esto consiste la destreza intelectual. Una mirada penetrante, un alarde de conocimiento, pero también una osadía: sentenciar el nombre de las cosas. Nos guste, convenga o estorbe, cada acontecimiento espera ser nombrado según la naturaleza de su origen, el aspecto de su apariencia, el alcance de su gravedad. En esto consiste el carácter del intelectual: una pasión lexicográfica.

¿Quién nos soborna? ¿Qué nos impide pensar con claridad? ¿Qué fuerza nos invita a creer que sabemos? Este es el enigma que ofende al intelectual airado. Su preocupación es incesante pues la ilusión se impone por doquier. Ya sea ante el espontáneo flujo del interés, económico y político, que a todas horas da que hablar, o sus prolíficas formas jurídicas, filosóficas, literarias y sentimentales, la puntualización es una labor titánica. Ya lo hemos dicho: el intelectual debe hacer pública cualquier desavenencia. Entre los hechos y las cosas, los objetos y las palabras, entre el pensamiento y el rumor de la existencia. Entre las instituciones y las leyes, entre la ética y las costumbres. Entre las creencias y las certezas. Él quiere ser un motivo de inquietud: quiere que nos demos por ofendidos.

Bajo su máscara de arrogancia -esa petulancia que lo hace insoportable- palpita una huidiza clemencia. Le conmueve nuestra indigencia intelectual. No la soporta pero le inspira ternura que la condición humana padezca el infortunio de un misterioso destino. La maldición del mundo, sin embargo, le afecta de un modo muy personal: si diera su brazo a torcer, si por un acaso consintiera ser un hombre sentimental, perecería sin recibir nada a cambio. Ardería inútilmente en una pira descabellada.

Este intelectual bondadoso, arruinado, será entonces un clérigo y nada puede ya traicionar. Custodia libros que nadie lee, protege el aura del lenguaje, se hace elogiar. Y no siempre lo consigue. Es un fiasco. Ha sucumbido a las tentaciones del mundo. Ha domeñado a su inteligencia. Ojalá fuera sólo por cansancio.

Así acaba la genealogía de los intelectuales que le han precedido. Ha renunciado a ser miembro de una comunidad cognitiva: la de todos aquellos que con él desvelan el significado de la realidad y que con él recorren el laberinto del mundo. Pero si resiste, y no abdica, renueva una vieja escuela de profetas, poetas y filósofos. El intelectual de nuestro tiempo reconoce a los oráculos de la antigüedad y desde la Ilustración asume la tarea a ellos encomendada. La visión de los profetas, la inspiración de los poetas, el rigor de los filósofos. Es su heredero irónico: sabe demasiado.

Sólo en la medida en que los imita, cumple su tarea. El intelectual asume ante cada generación el mismo cometido. Encarna la inteligencia agitada por la urgencia de lo inminente. No hay tiempo que perder. Pasan los siglos pero no hay tiempo que perder. Su imitación no es una copia, es una sustitución. Habla allí en donde aquellos dijeron, actúa allá en dónde ellos hicieron. Hay un modelo perenne que no puede soslayar: está obligado a descifrar el mundo. Con más eficacia, elocuencia y penetración. Ampliando su campo de acción, da la razón a un universo en expansión.

El intelectual  envidia a los muertos ilustres y de ésta mímesis depende su influencia. Los lee, los escucha y de esta lección procede la fuerza de su pensamiento: hay que ser tan decisivo como ellos. Sólo así resistirá el impulso que siempre lo amenaza: renunciar a la tarea que se ha impuesto. Aceptar la derrota. Reconocer: no he sido capaz. Me derrumbo. No puedo más. El intelectual consentido se acomoda a lo que hay. ¿Quién podría reprochárselo? Al fin y al cabo, está solo en el mundo. A nadie quiere a su lado y nadie se preocupa de él.

En este país nuestro, tan aficionado a las corridas de sol, sangre y arena, se le debería llevar a hombros por la calle. Al fin y al cabo, el intelectual también dice "dejadme solo". Y así se queda, en efecto. Es el nuestro un país de dos o tres corporaciones sectarias, todas ellas de la misma obediencia, pues ésta ha sido finalmente la influencia que da forma a nuestro artefacto institucional: cualquiera que sea la familia política de la que podamos hablar, su ordenamiento es tribal y su obediencia, leninista. Es el triunfo de los mandamases eslavos, la admiración por el mando único y supremo, lo que al final hemos adoptado como manera de ser.

Se ha dicho que el intelectual de partido ha pasado de moda. En realidad, nunca hubo tal cosa. Cuando un intelectual ingresa en una orden, deja de serlo. No sólo por celebrar ocurrencias ajenas o por consentir esa aberrante disposición de ánimo que aconseja obedecer o por proclamar la fantasía de encontrarse en la mejor compañía. El intelectual hereda el deber de pensar con tal ambición que difícilmente  se le puede encauzar. Se debe al oficio de discurrir y permanece ajeno a las consecuencias de su sagacidad. Ninguna otra cosa debe importarle. Su obligación es hacer comprensible la realidad. Y hacer crítico el embrollo en el que nos hemos metido. ¿Cómo podría formar parte de él?

Las conveniencias contribuyen a la doma del intelectual. Se le pide buena educación cuando sólo se espera que sea dócil. No son raros los casos en que creyendo ser un hombre correcto en sus modos, el intelectual sea tomado por uno más. De ahí su gran consternación. Siempre está ojo avizor. No puede desfallecer. A pesar de su indiferencia arrogante, la que hemos glosado, no deja de mirar de reojo. ¿Quién le entenderá?

Este interrogante es corrosivo. Una especie de sarna moral. En muchos casos darse a entender significa dejar de explicarse. Se da a menudo esta confusión entre no comprender una cosa y no aceptarla. Cuando alguien del auditorio se levanta molesto y dice que no entiende, por ejemplo. En realidad lo único que hace es declarar su fastidio por lo que ha entendido demasiado bien. Es la tiranía del público que tan pronto aplaude como abuchea. En estos treinta años hemos visto muchas veces abrirse y cerrarse el ciclo de entusiasmo y repudio, aplauso y censura, afecto y odio. El respetable siempre se da a conocer.

La ejemplaridad no es un asunto que concierna al intelectual. A él le corresponde ser un pensador inquisitivo que deshace simulacros y revela imposturas. No está obligado a ofrecer consuelo. No es un divulgador que publique manuales de auto ayuda. Es un psicólogo sagaz, un sociólogo impenitente, un gramático audaz, un polemista sarcástico, un historiador solvente, un políglota de las costumbres ajenas, un cínico de la vieja escuela del tonel. Pero no debe incurrir en la ilusión del buen ejemplo. Su tarea es dar autonomía plena al discernimiento, hacer virtuosa la elegancia de un argumento, ser tan impecable en sus palabras como irrefutable en sus pensamientos.

El intelectual no pretende abrumar a un público fiel. Su más íntima ambición no es la fama. Es una especie de inmortalidad, de arrogante perpetuidad. Dar a sus textos, y al recuerdo de sus palabras, la inteligencia que otros hombres van a necesitar. Así prolonga la estirpe de los pensadores que han pleiteado con su tiempo.

La idolatría que a veces concita confirma la urgencia de su misión: despertar a una sociedad crédula, complacida o sobornada por doctrinas bastardas de aspecto moral, y hacerlo con una disquisición erudita, incisiva, sabia. Este es su poder: vislumbrar la lucidez de la reflexión y hacer envidiable esta libertad.

Escolio

Se dice que la envidia es el pecado nacional de los españoles. Este es otro de los juicios improvisados en el lugar común de la pereza. En realidad lo que aquí se practica es el desprecio. Algo tan estéril como el oprobio es lo que explica muchas de nuestras carencias intelectuales. La vida cultural de una nación se articula mediante el reconocimiento mutuo. Y en donde éste se produce, nace la envidia. Esa secreta admiración que se siente por los que uno quiere imitar. De ahí surge la manifiesta o disimulada rivalidad, la emulación, la fértil influencia de la envidia en la vida de una nación.

                 (Publicado en la revista Claves, nº 225. En homenaje a Javier Pradera)



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13 de noviembre de 2012
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