Sergio Ramírez
La presencia de Tomás siempre fue una iluminación feliz para todos sus amigos, preocupado por la suerte ajena, siempre con algún libro cuya lectura recomendar, y con algo nuevo y deslumbrantemente divertido que contar, dueño de eso que yo llamaría una maledicencia edificante, unas historias en las que, igual que en sus novelas, nunca se sabía donde comenzaba la mentira y donde terminaba la verdad, pero nunca faltaba la risa. Una presencia transparente la suya alejada de las mezquindades que suele teñir el oficio literario, generoso con los más jóvenes y generoso con sus pares como cuando, ya bajo los estragos del mal que se lo ha llevado, y venciendo todas las dificultades de un viaje así, voló desde Buenos Aires hasta México para estar presente en la celebración de los ochenta años de Carlos Fuentes.
Hasta que la enfermedad lo fue inmovilizando pero nunca dejó de contestar los mensajes electrónicos, por mano suya o por la de alguno de sus hijos, siempre fiel hasta el final al gentil deber de la correspondencia como todo un caballero antiguo, mensajes suyos en los que nunca declinó el ánimo, ni perdió el optimismo ni el entusiasmo por la vida. "Le he dicho a los médicos que quiero calidad de vida y no cantidad de vida", me escribió.