
Sergio Ramírez
Acudieron a la repartición organizada frente al Palacio de los Pueblos, los menesterosos de los barrios marginales en su mayor parte, porque ansiaban recibir la anunciada "gorra" de alimentos básicos que sólo pueden comprar tras una difícil rebusca de cada día, hurgando en los basureros para separar envases plásticos o de vidrio, o chatarra que poder vender, ofreciendo en los semáforos toda suerte de mercancías bajo el rigor del sol, aún agua en bolsas plásticas, o animalitos del monte que huyen de los pavorosos despales, carretoneros de acarreo que arrean los tiros de escuálidos caballos por las calles de la capital.
Acudieron en masa, e hicieron fila desde el mediodía, aún cuando la repartición anunciada no empezaría sino a las siete de la noche Largas filas, ansiosa la gente, familias enteras, madres con sus niños de pecho, las horas avanzando, y el sol pegando duro, las filas cada vez más nutridas, más largas. Calor, sed, sudor. Inquietud, desesperación. Desmayos. Las ambulancias entran a través de las vallas de policías antimotines para llevarse a los desvanecidos.
Pero a alguien se le ocurre una idea mejor: hay que llamar a los bomberos para que traigan sus cisternas, y rociar con las mangueras a quienes esperan por los paquetes que van a ser repartidos. Hay que refrescarlos.