
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Por numerosas razones de peso, es muy probable que el cepillo de dientes sea tarde o temprano arrumbado como un vestigio de uso ancestral. Un utensilio, como la piedra pómez, de tiempos en los que el ser humano continuaba repitiendo su prehistoria civil y se trataba, en consecuencia, como a los animales primitivos.
La totalidad de las operaciones de aseo se encuentran mediadas culturalmente a lo largo de Historia y es difícil no constatar en la tarea de barrer rudimentariamente la dentadura una concordancia con la batería de artificios medievales destinados a quebrantar el cuerpo. El cepillo se clava en los intersticios, remueve en la pulpa sangrante de la ginvitis, se afana sin piedad por cumplir con una delirante función que lo sostiene vibrando sobre las encías y, de acuerdo, a las recomendaciones de la ortodoncia, por un tiempo de insoportable duración tanto para la anatomía como para el equilibrio de la mente.
Son tantas ya las advertencias que la profesión médica ha difundido sobre el mal de las peligrosas bacterias depositadas en los dientes a lo largo del día que el cepillado enérgico es una verdadera lucha contra el designio de un mal rutinario y tenaz que no busca sino perjudicarnos. Se trata pues, durante el cepillado, de una pugna contra un invasor que ha decidido acosar secretamente para dejarnos sin dientes o, en la vida adulta, haciéndolo incluso a través de descarnarlos, enflaquecerlos y quebrarlos cuando menos se espera.
De ahí, tras tomar conciencia del peligro, la destacada importancia social que ha cobrado el cepillo en nuestros días donde se comporta incluso más acusadamente como una suerte de cilicio bucal, una disciplina contra el desorden, el pensamiento irreflexivo o la desidia culpable.
Frente a todos estos pecados, el cepillo materializa la razón superior y la justeza del orden clínico. Viene a flagelarnos la boca pero ¿cómo no caer en la cuenta que su propósito es además de limpiar nos ajusticia por los excesos y nos inflinge penitencia? Según la Asociación Dental Estadounidense, dice la Wikipedia, el primer cepillo de dientes lo creó en 1498 un emperador chino que puso nada menos que cerdas de puerco en un mango de hueso. Los mercaderes que visitaban China introdujeron ese cepillo entre los europeos que, sin embargo no lo usaron comúnmente hasta el siglo XVII.
En aquellos tiempos, duros en tantos aspectos, los europeos eligieron disminuir la severidad del cepillo utilizando "cerdas" más blandas a base de pelos de caballo. No era avanzar mucho pero se consideró un paso indulgente tras la herencia recibida de los chinos.
También era habitual mondarse los dientes tras la comida con una pluma de ave o utilizar mondadientes de bronce o de plata pero esto tiene otro sentido acaso más inútil y más humano que aquél. Se practicó incluso un método más antiguo a base de limpiarse los dientes con un trozo de tela que utilizaban ya los romanos y que en gran medida evoca a la manera en que se limpian los zapatos, otra suerte de trato con un duro animal.
En cualquier caso, los cepillos no se popularizaron en Occidente hasta el siglo XIX y ya entonces su rutina se tomaba como un engorro como prueba que hasta nuestros días sea aún necesario forzar a los niños para que cumplan con esta obligación, desde todos los frentes opuesta al espíritu de los juegos.
El cepillo de dientes es, sin duda alguna, un instrumento de disciplina y su aplicación al final del día constituye una suerte de acto sacrificial por todo el mal que haya podido cometerse a partir especialmente de la boca, sea en el decir, en el masticar, en el besar o en el toser. Todos los vestigios de acciones realizadas torcidamente aún sin redimir se concentran en la noche, ante el espejo, precisamente en el momento de mayor debilidad del cuerpo y cuando el sueño induce a abandonarlo todo y no, precisamente, impulsa a acometer una quehacer tan rudamente antihumano. Porque ¿quién duda de que el cepillo de dientes es la siniestra ratificación de huesos de nuestro esqueleto?
Mas aún, el cepillo de dientes lleva a un conocimiento decisivo y fatal de la propia condición humana ante el testimonio del espejo. A través del cepillo de die4ntes y sintiendo su peripecia en nuestras manos nos hacemos cargo de una parte importante de nuestro esqueleto, recorremos entre la dejadez y el pavor, la indigencia y la obligación, el perfil de nuestra calavera.
Todos los dentistas mandan prolongar la operación de limpieza por un periodo mínimo de tres minutos y en las farmacias se venden pequeños relojes de arena para computar exactamente el tiempo que se destina a ello. Relojes de arena o simbologías de la finitud que exasperan aún más a quien toma la decisión de cumplir con las reglas del odontólogo. ¿Cómo resistir, en suma, tanta adversidad? La mayoría de los individuos se hacen la proposición de seguir la prescripción medica al salir de la consulta pero no contaban con el siniestro castigo que supone cumplir la ordenanza higiénica.
Cepillando, maniobrando sobre los huesos mondos de la dentadura se cae fácilmente en la cuenta de que estamos comunicándonos directamente con el más allá de nuestros restos, las formaciones óseas que permanecerán tras nuestra muerte y, que la misma operación, aparentemente insignificante, conlleva una aceptación de esa certeza, significada en plena vida.
Nuestra foto en el espejo se dobla con la foto funeraria en la que emergerán acaso los molares e incisivos que ahora vemos en formación exclusiva. Frente a frente, con el lavabo por medio, el que se cepilla los dientes establece un silencioso lenguaje con la muerte. Lenguaje indescifrable, mudo, intraducible, lenguaje del más allá y sus silencios. Sólo el cepillo de dientes es capaz de entablar esta relación de mortandad gracias a una morfología que evoca la de un animal descarnado. O, lo que es lo mismo, la figura simplificada de un cuerpo que tras pasar por la etapa de la putrefacción se ha anclado en una escultura enteca.
De hecho, contra la fúnebre realidad del cepillo de dientes, los fabricantes colorean los mangos, rediseñan las cerdas, deshacen el mimetismo tradicional. Tratan de introducir elementos de distracción, cromatismos y señas festivas en un elemento que, pese a todo disfraz, se delata como parte del terror doméstico. Los colutorios a mano, rojos, verdes, violeta son un recurso para hacer olvidar. Disuelven con su mentol o su anís el momento amargo, se esfuerzan en la simulación de que tras el cepillado se recobra la mejor benevolencia de la vida, la benefactora presencia de un sabor amable o sin veneno, frente a la conducta dolorosa y venal del cepillado.