Vicente Verdú
Queremos creer (aunque sabemos de nuestra falsa ilusión) que existen dos mercados del arte. Uno en donde el arte adquiere un valor, digamos, riguroso o serio de acuerdo a la importancia de los componentes que reúne el cuadro en sí. Se trataría de analizar el cuadro y asignarle un precio justo, ajustado por un tasador honesto e insigne a partir de factores con fundamento y verdad.
Efectivamente su cotización se hallará en relación a su extrañeza, a la época de su realización, a su calidad dentro de la escala del autor y en relación a la de otras obras de toda la posible historia de la pintura pero una vez realizados meticulosamente los diferentes cálculos el precio será una suma equivalente o muy aproximada a lo real. Es decir no a lo imaginable, lo especulativo o lo arbitrario, sino coincidente con la verdad íntima de la obra.
Sin embargo, al lado de esta creencia sobre la "verdad" de la cotización se asiste a menudo al espectacular pago de una obra en las subastas no marcado por la indicación de experto alguno -que sólo interviene ritualmente en el "precio de salida"- sino gestado por un extraño fenómeno de carácter transartístico, más allá del valor artístico, que gobierna la invisible mano del especulador, el innominado banco japonés, el fondo de inversión norteamericano, la temible fuerza de los capitales circulantes que soplan sobre el título de la obra y generan activos, títulos negociables que se alejan, cada vez más, de la excelencia misma del lienzo. La obra de arte se comporta así como una potencia secreta de la que se desprende el infinito del valor, el prodigio de su indeterminación y su creación milagrosa, tan milagrosa que las cifras evocan la amenazadora presencia de una poderosísima fuerza acaso capaz de transportar la equivalencia más allá de las equivalencias humanas, capaz de romper la referencia entre la cosa y el dinero para abrirse al resplandor de un espacio insólito donde el dinero y el cuadro, uno y otro quedan abolidos en un efecto delirante donde lo más atractivo es precisamente su gran sinrazón, el anonadante espectáculo de la locura inmaterial que transforma la obra humana en un signo inasible y transustancia el dinero que lo hace explotar en una maniobra diabólica en cuyo centro bulle la orgía o la especulación.