Vicente Verdú
La cuesta es la medida de la edad. Cuando se llega a no poder subir la cuesta el cuerpo indica que ha concluido su ascensión externa.
¿E interior?
El cuerpo busca rebujarse en sí y de la misma manera que la soledad no se traduce en amenaza porque ya todos sus posibles habitantes se hallan muertos, la quietud no alude a la impotencia sino al estado donde se condensa soleada la paz.
No debe enfatizarse el valor de la vejez donde siempre suena a vanagloria la rancia sabiduría de la experiencia, pero ciertamente la edad hace saber que la quietud, el llano, la prolongada parada son metáforas de una conciliación imprevista y total. El acuerdo entre la voluntad y el deseo, entre la máxima traslación y la completa inmovilidad, la parálisis infinita y el desdén de la cuesta.
No pugnar hacia una cima fue hasta el momento cierto signo de cobardía pero, de pronto, la pendiente se revela como la gran necedad y la ascensión un propósito desbaratado. Fuera de esa escalada, en el llano o en el mismo remanso temporal, se desarrolla una múltiple plantación de ideas mansas, amores dulces, frases impronunciables al haberse incorporado enteramente al organismo.
No hace falta decir, no es necesario nombrarse ni, en consecuencia, empinarse o velar por mantenerse en pie. Estos tipos de atenciones son todas del orden de la cuesta pero la cuesta llega, en efecto, a exigir tanto que se convierte en cero.
Las mediciones anteriores fueron dando cuenta de la edad con números aproximados pero después ya sin número alguno, sólo a través de la sombra que dicta un imaginario sol sobre la ladera y que anuncia, al fin, la única noticia válida a partir de su vibración o su quimera.