Víctor Gómez Pin
Al respecto un preámbulo de inspiración digamos hegeliana:
Cristo se halla en relación de alteridad tanto respecto de los demás hombres como respecto de los individuos singulares de las demás especies, naturales o artificiales. Cristo vive su finitud como la vivimos todos; como a nosotros le invade la tristeza cuando toma conciencia de su condición, el tedio cuando las horas transcurren sin sombra de trascendencia, y desde luego el pavor cuando la finitud se concretiza en amenaza de muerte. Y Cristo pide entonces ayuda a su dios como lo hacen los hombres en situación de aflicción, e incluso solicita temeroso que no le dejen sólo: "quedaros aquí y velad conmigo". En suma, el Dios hecho hombre, hecho pues realidad finita y determinada, no tendría un estatuto diferente del de toda otra realidad finita. Pues bien:
Cabe decir que en tal figura frágil y abandonada se reconoce Moro en la Torre donde se halla confinado por orden de Enrique VIII. Pero la reflexión sería incompleta si nos detuviéramos en este extremo. Si el cristianismo ha tenido tan enorme eco en la disposición espiritual tanto de creyentes como de no creyentes, es porqué la imagen de la humanidad de Dios, luego su intrínseca fragilidad, tiene como vertiente la imagen de la trascendencia intrínseca del ser humano. Un cristiano como Moro lo vivirá de una manera muy diferente a la de una persona formalmente no cristiana (aunque muy marcada por el catolicismo), como por ejemplo la pensadora Simone Weil. Y desde luego la percepción de uno y otro nada tiene que ver con la de quien, totalmente agnóstico, se halla sin embargo convencido de la catástrofe espiritual que supondría la muerte de las catedrales (tan temida por Marcel Proust), o la reducción a mera traza arqueológica de las cruces de piedra en las intersecciones de caminos de Bretaña.
Que la figura del Cristo, tras atravesar momentos de tedio, hastío, tristeza, aflicción y llano miedo, suplique escapar a su finitud, es sin duda una representación contingente, pero no lo es en absoluto el pensamiento de que en la asunción de esa entera secuencia, y sólo en tal asunción, el hombre alcanza la posibilidad de dar a su finitud una respuesta que precisamente la relativiza. Por eso, en su dolorida descripción de la debilidad de Cristo, Moro nos habla en realidad de su interior flaqueza; de tal modo que la entereza final de Cristo ante los jueces y en la cruz ha de ser premonición de la propia entereza. Es precisamente por ser tal emblema de superación que Cristo viene a ser no ya el hombre redimido, sino el hombre redentor.
Comentando pasajes evangélicos (Juan 18,1; Mateo 26, 36; Marco 14, 32) relativos al arroyo Cedrón (Naḥal Quidrón), en el valle del mismo nombre, cruzando el cual se alcanza Getsemani, Moro nos recuerda que " Quidron" significa tristeza a la vez que calima o negrura (blackness), mientras que por el contrario la significación de "Getsemani" es valle fértil. Y nos exhorta entonces a atravesar el Cedrón de las lágrimas y la tristeza, cuyas olas sin embargo lavarían la capa de ceniza en nuestras almas.
Y evitaremos pensar que cabe realizar esta travesía en una suerte de ataraxia (resultado quizás de una elevación al infinito del umbral del dolor). Moro hubiera reiterado mil veces las palabras de Cristo ("Mi alma está mortalmente triste" Mateo 26, 38), ante el sentimiento de haber sido traicionado por uno de los suyos, y la inminencia de falsas acusaciones, latigazos, golpes y espinas. Acceder a Getsemaní equivale a dar sentido al dolor, no a suprimirlo. Y "puesto que Cedrón significa "ennegrecido", se cumple- nos dice Moro- la profecía de que Cristo accedería a su gloria a través de humillantes tormentos, desfigurado por hematomas, sangre, escupitajos y suciedad. Y cita los tremendos versículos de Isaías (53, 2): "Como raíz de tierra seca, carece de hermosura que admiremos, ni apariencia que le haga deseable".
Sin embargo, el clima de gran serenidad espiritual que se desprende del "De tristitia Christi", sería un indicio de que el autor ha superado ya la tremenda prueba por la que atraviesa, y que nos describe proyectada en la figura de Cristo. Si a ello se añade la calidad literaria que todos reconocen al texto, cabe reiterar lo que en alguna de estas columnas he dicho respecto al legado de autores histórica e ideológicamente muy alejados de Moro: en la obra, la redención tiene la prueba de fuego; la finitud se relativiza no por esperanza de que una fuerza exterior arrancará a la misma, sino porque la obra muestra en acto que la economía del ser finito, la extenuante y estéril lucha por retener el tiempo, no lo es todo.
Si "De Tristitia Christi" no hubiera agitado el alma de sus lectores como la agita la lectura de la "Noche oscura del sentido", de poco valdría que Moro insistiera en que la entereza de Cristo es para todos un ejemplo. ¿Es lo acabado de la escritura signo o reflejo de que el alma se ha fortalecido? ¿O cabe más bien decir que el espíritu se serena porque un pensamiento que podría pensarse haber sido centenares de veces iterado, se renueva en una frase nunca antes articulada? Cambio una sola palabra en una línea de un autor del siglo XX: "el libro, lo auténticamente real, la escuela de vida más sobria y el verdadero juicio final".