Víctor Gómez Pin
Retomamos de nuevo temas vinculados a la filosofía de la naturaleza, aunque esta vez no se trate ya de la naturaleza inmediata, es decir, aquella que meramente responde a los caracteres de tener posición y cantidad de movimiento (téngase en cuenta no obstante el tema clave, tan sólo esbozado, de la incompatibilidad entre ambas determinaciones introducido por la Mecánica Quántica).
El ser humano muy pronto se experimenta a sí mismo como algo muy diferente de la mayoría de cosas de su contexto. Me estoy refiriendo al ser ya cabalmente humano, es decir, al ser ya dotado de palabra. Siente que tiene en común con una parte de su entorno algo que obviamente aún no puede definir, pero que experimenta como lo que posteriormente llamará "vida": el perro o el gato de la casa no son igual que la mesa o la silla. Esta diferencia produce con certeza algún tipo de estupor. Recuerdo un niño que, contemplando en un escaparate un toro o buey disecado, se preguntaba por qué no se movía. De alguna manera, tenía una intuición mecanicista: si el conjunto de elementos que constituían al animal estaban no sólo presentes, sino yuxtapuestos, y en la misma ordenación que él tantas veces los había contemplado, ¿por qué aquello no respondía como un toro o un buey?
Muchas son las mediaciones necesarias para poder dar respuesta a esta pregunta infantil. No basta la presencia de los elementos constituyentes para que haya vida. Para ese niño, esta visión de un toro disecado en un escaparte se completaba con la que suponía algún animal que había tenido la ocasión de observar ya muerto. Oía la palabra "muerte", y barruntaba que en este caso se trataba no de algo previo a la vida, sino de la brutal ruptura de ésta. Pero, ¿qué o quién hacía que aquél pájaro o aquél conejo estuvieran no vivos, sino muertos? La vida es un misterio no sólo para los niños. Durante siglos los pensadores más emblemáticos seguían considerando que la explicación de la vida era imposible.
En relación al problema del grado de singularidad de la vida, el premio Nóbel Erwin Schrödinger usaba la siguiente analogía: imaginemos un hombre altamente especializado en máquinas de vapor, pero que no sabe nada de motores eléctricos. Un día sitúan frente a él uno de estos motores. Reconoce que el artefacto está construido con los mismos materiales que a él le son conocidos, incluso ciertas estructuras son análogas… pero se pondrá de relieve una diferencia fundamental: poniendo el dedo en lo que parece simplemente un botón, el aparato se pone en movimiento. Nuestro hombre se queda sorprendido pero, como irónicamente dice Schrödinger, no concluirá que algún fantasma es lo que pone la máquina en acción.