Clara Sánchez
Los que fueron niños allá por los años sesenta creo que me entenderán: vivíamos inmersos en un continuo reciclaje. Los hermanos pequeños aprovechaban lo que dejábamos los mayores, desde la ropa hasta los libros del colegio, de modo que a los primogénitos nos tocó estrenarlo todo, pero también cuidar más de la cuenta de los hermanitos, que los padres traían al mundo para fastidiarnos a los que ya estábamos en él con la excusa de que era para que no nos sintiéramos solos y pudiésemos jugar con alguien. Pero no sólo se trataba de heredar la ropa, con el tiempo un abrigo se convertía en un chaquetón y un vestido en una falda, y cuando ya no se podía más, se hacían unas bayetas para el suelo, el traje de la comunión pasaba por infinitas fases hasta que su tela iba desapareciendo en sus sucesivos usos. Era muy raro que se tirase algo por el simple hecho de que se hubiese pasado de moda. La ropita de los bebés iba de mano en mano, en perfectas condiciones, hasta que se dejaron de tener hijos. Por eso estrenar algo suponía un acontecimiento, y de ahí sale la famosa frase, "pareces un niño con zapatos nuevos", cuando uno estrenaba algo se sentía renovado, especial, con el ego por las nubes. ¿Y los muebles? Duraban varias vidas. En mi casa siempre olía a pintura porque cuando nos hartábamos de verlos de un color se lijaban y pintaban de otro, y cuando en un rapto de locura se tiraban unas estanterías o una mesa siempre pasaba alguien junto al contenedor que les veía posibilidades.