Víctor Gómez Pin
Hay ciudades admirables que dirigen la palabra a los escritores que la aman, a sus personajes y, por consiguiente, a sus lectores. Desde las primeras páginas el protagonista de Noches Blancas se siente interpelado por San Petersburgo, precisamente cuando la ciudad está siendo abandonada por sus habitantes y el sentimiento de su propia soledad se acentúa. Las casas se le asemejan viejos conocidos que vienen a su encuentro, y abiertas las ventanas como grandes ojos le interrogan sobre su estado de ánimo, y le hablan de sus propias cuitas, la necesidad de ser remozadas o la milagrosa salvación de un incendio. Entre ellas el protagonista tiene favoritas: "Nunca olvidaré la historia de un primoroso edificio rosa pálido. Era una casa de mampostería, tan atractiva, que me miraba con tanto afecto y contemplaba con tanto orgullo a sus deformes vecinas, que se me alegraba el corazón al pasar junto a ella".
En ocasiones, estas ciudades que nos hablan son como un eco emblemático de la condición humana: ciudades intrínsecamente expuestas, erigida como desafío a la naturaleza y vencedoras de la misma; ciudades irreductibles a toda tentativa de explicar su nacimiento en razones de necesidad o peligro; ciudades en las que todo viajero cree reconocer una suerte de encrucijada que sería origen más que confluencia de destinos. Así en múltiples lugares de A la Recherche du Temps Perdu, el Narrador se complace en describir la explosión de ensoñaciones que provocaba en su espíritu el nombre mismo Venise. Venecia, ciudad a la que dirige la palabra, teniendo la enorme suerte de obtener respuesta: "Aprehéndeme, ahora que paso ante ti, si tienes fuerza para ello y lucha por resolver el enigma de felicidad que te propongo…e inmediatamente la reconocí, era Venecia"