Vicente Verdú
Entre las gentes que no pueden dejar un libro hasta el final, aunque les parezca malo lo que leen y aquellos otros que tiran a las altas las obras que no les interesan debe de haber una honda y esencial diferencia de espíritu. ¿Respeto al autor, por plasta que sea? ¿Respeto al libro por malo que le haya salido a su escritor? ¿Respeto al dinero invertido en la expectativa de ser recompensados?
La comparación con un restaurante sacaría de atascos este dilema. Nadie desea tragarse una comida envenenada o repugnante, nadie quiere ingerir una sopa con sospechas de sucias manipulaciones en el interior. ¿Por qué habría de indultar al libro y soportarlo hasta las heces?
El libro, incluso más que la sopa, viene a adentrarse en nuestro más íntimo interior y, lo que es peor, con nuestro incesante beneplácito. Un libro es una sucesión de garabatos que sólo adquieren vida prestándole nuestra vida, tienen emoción, buena o mala a través de nuestras emociones prestadas a lo largo de la lectura.
¿Por qué íbamos a amargarnos el espíritu ante unas páginas que suscitan rechazo, repugnancia o malestar general? El libro está para servirnos, como una herramienta más. Ni es superior no inferior a un sacacorchos. Si de nosotros saca lo mejor es bueno, si de nosotros saca malhumor es malo. Fuera en consecuencia con los libros malos o que nos sientan mal, lo principal es la salud. Y, dentro de ella, el bien o el mal que el estómago recibe. ¿Malos rollos con este o aquel libro? El rollo es un enrollamiento literal del estómago y su interminable intestino ¿quisiera alguien morir estrangulado no ya por unas manos blancas sino por el mismísimo sistema de la defecación?